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Mi hermosa compañera de trabajo
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No sé en qué instante, ni por qué razón, entrelacé mi pierna con la suya. Estábamos sentados uno al lado del otro, frente al escritorio y la pantalla de la computadora, intentando resolver un trabajo práctico de la facultad.

-Necesito que me ayudes -había dicho Ruth previamente, cuando me acerqué a saludarla esa mañana, en la oficina.

Compartíamos largas horas de trabajo. Ella siendo mi asistente, ayudando con la contabilidad del sector del cual yo era gerente. En el trabajo había una distancia prudencial, pero aquí, los dos solos, en un despacho que ella alquilaba a pocas cuadras del trabajo (era además, estilista y tenía su estudio a unas cuadras nada más), la distancia era ínfima durante casi todo el tiempo, hasta que mi pierna se enrolló a la suya. Su pantorrilla era perfecta, y le daba una terminación finísima y sensual a todo el trazo de su figura, que comenzaba en los hombros, pasando por la curvatura que definían sus senos redondos y pequeños, llegando por la ondulación de sus caderas hasta bajar, como una autopista llena de pasión desconocida para mí, a sus piernas blancas.

Fue tocarla y sentir que ella eliminaba una barrera. Me había pedido que la ayudara con ese práctico para la facultad y no pude negarme. Un pedido recurrente en realidad, y como siempre accedí sin inconvenientes.

-Gracias amigo, te debo una -solía declarar. Y yo en mi interior intentaba despejar cualquier pensamiento de doble sentido que pudiera sugerir mi mente.

Ruth tenía 28 años y yo 40. Ella estaba casada hacía unos años, yo rayaba las dos décadas de matrimonio.

Sintió mi roce, mi pierna atada a la suya y la miré a los ojos. Ella vestía un conjunto que hacía de uniforme. Camisa blanca, chaqueta y pantalón azul bien ajustado, como pintado a su cuerpo. El primer par de botones de su camisa estaban desabrochados, lo que me permitía admirar ya sin remordimientos su piel blanca y el inicio de la línea que se formaba por la presencia de sus senos. Algunos lunares desperdigados al azar le daban un toque más que exquisito a su pecho. El sostén, también blanco, levantaban sus tetas, provocando mayor deseo de mi parte.

Cuando sus ojos negros impactaron con los míos, ella sonrió de manera nerviosa. Quedé mudo, decidiendo el próximo paso. Estaba a tiempo de huir, pero no quería. Tenía mis razones para seguir y ver qué estaba sucediendo entre los dos desde hacía unos meses, aunque supiera a la perfección que aquellas razones no eran ni justas ni buenas.

El dorado artificial de su cabello contrastaba con la oscuridad azabache de sus ojos, que de a poco me internaban en una lujuria ignorada por mi. Miré sus ojos y luego sus labios carnosos. Esa boca que hacía tiempo deseaba con locura. Mi mirada era un subibaja desde sus labios hasta la negrura de sus pupilas. Podía notar en pequeñas ráfagas que ella hacía lo mismo. Subía y bajaba la mirada.

-Ayúdame amigo, este práctico es de vida o muerte -me dijo apenas nos encontramos en la oficina aquella mañana.

-Dale, no hay problema -le dije, mientras la besaba en la mejilla.

-Te voy a deber la vida, ¿sabes? -me dijo, atravesando todos mis sentidos con su mirada oscura y penetrante.

-Ok, si es la vida te voy a cobrar bastante caro -le dije sonriendo pícaramente, como para seguirle el juego.

-Lo que vos me pidas -respondió y se sonrió dulcemente, colocando sus brazos en jarra al tiempo que contorneaba todo su cuerpo, fulminándome nuevamente con sus ojos.

Terminamos el práctico en 10 minutos. Casi ni hizo falta mi ayuda en realidad. Habíamos aprovechado el horario del almuerzo. La nota de aprobado salió al instante.

Levantó ambos brazos de la alegría, y en ese movimiento su aroma tan dulce terminó de embriagarme. Me abrazó fuertemente y me estampó un ruidoso beso en mejilla. Sentí una vibración en todo mi cuerpo que me incomodó. No quería que se diera cuenta de lo que ella provocaba en mi.

-¡Gracias, muchas gracias!- me decía mientras se apoyaba su cabeza en mi hombro, los dos sentados todavía, de costado.

-Te debo la vida, te debo la vida… en serio.

-Bueno, te voy a cobrar… mira que te lo advertí.

Allí ella se rio nerviosamente. Percibí un ligero nerviosismo que me hizo dudar por un segundo de sus intenciones. Hacía bastante tiempo que ella parecía insinuarme algo, aunque muy sutilmente. Quizás por el hecho de estar ambos casados. Quizás porque hasta ese día, yo jamás había dado muestras de querer algo con ella.

Pero a esa risa, le siguió un rotundo: "Sí, aquí estoy, pedime lo que quieras, yo te lo doy".

Esta vez fui yo quien tambaleó por un instante. Me quedé en silencio, clavé la mirada en el suelo, observando su pierna derecha envuelta por la mía. Sentí que su cuerpo accedía a ese toque. Y luego nos miramos.

Sentía ahora su respiración más agitada de lo común. No podía haber más preámbulo. No quería decir nada todavía porque temía arruinar el momento.

La miré con deseo y acaricié su rostro al tiempo que corría un hilo de cabello de sus ojos. Deposité mi mano en su mejilla y allí me quedé. Ella inclinó su cabeza en mi mano, reclinándose tiernamente, cerrando los ojos un segundo, para luego cubrir con su mano mis dedos. Se alejó sutilmente del contacto que mantenía mi mano con su mejilla y me besó en los dedos. Esa era la señal que había estado esperando.

Me acerqué decididamente y la besé, con el corazón queriéndome salir por la boca. Ella abrió sus labios. Quise caer en su labio más grueso, el que más deseaba. La besé dulcemente. Quería saborearla lentamente, aunque el calor ya empezaba a salirse de mi cuerpo.

Todavía estaba a tiempo, me dije por un instante. Todavía podía retirarme, disculparme y que todo finalizara allí. Pero ella acarició mis manos y mi poco razonamiento se esfumó.

La tomé con brusquedad del cuello y la atraje del todo. Abrí la boca y metí mi lengua en la calidez húmeda y fogosa de su boca deliciosa. Nos pusimos de pie y nuestros cuerpo empezaron una lucha frenética de pasión descontrolada.

Rápidamente me sentí embriagado por ese cuerpo que había deseado desde hacía mucho. Sentirla tan cerca hizo que se agigantara todo el deseo retenido que llevaba. El aroma de su piel fresca me atormenta dulcemente.

La tomé de la cintura. Ella retrocedió hasta afirmarse en el escritorio. Instintivamente la tomé de las piernas y la senté muy cerca de la computadora. Allí nos separamos un momento.

-¿Estás seguro?- me interrogó sonrojada, con la voz agitada.

-Sólo si también lo querés- le respondí con la misma urgencia.

Ella contestó lanzando su boca nuevamente sobre la mía.

La aparté unos centímetros para terminar de desabrochar los pocos botones que seguían prendidos de su camisa. Ella hacía lo propio con mi prenda.

Rápidamente desenganché su sostén y con un movimiento veloz la despojé de su camisa y corpiño al mismo tiempo, para poder gozar de sus pezones rígidos y excitantes.

Ya con los torsos desnudos, mi miembro empujaba de manera incontrolable.

Sin embargo quería disfrutar de toda su joven y tierna anatomía. Me alejé un poco para mirarla y tocar sus tetas. Eran senos perfectos. No eran grandes, más bien pequeños, pero parecían tallados. Su piel firme tallaba de manera majestuosa sus tetas cuyos pezones me apuntaban llenos de deseo.

Me lancé desesperadamente sobre sus aureolas con mi boca sedienta, ayudado por mis manos, cubriendo sus senos.

Chupé frenéticamente uno y otro pezón sin dejar de tocar el que quedaba libre. Sus gemidos me excitaban aprisionando cada vez con más fuerzas mi erección. Mi pantalón apenas si podía retener mi pene.

Ella intuyó todo eso y dirigió su mano hacia el bulto, mientras gozaba con mi boca chupándola como un niño hambriento.

Comenzó a refregarme, palpando mi tamaño, subiendo y bajando los dedos, apretando a veces, haciéndome estremecer.

Se bajó de la mesa apartándome de manera brusca. Creí que se había arrepentido. Pero sólo lo hizo para seguir tocándome.

-Voy a saldar todas mis deudas con vos- me dijo y me fulminó con sus ojos.

Como una experta, se puso de rodillas frente a mi y abrió mi bragueta. Metió su mano en la abertura y refregó mi virilidad que latía y se impulsaba lo que más podía hacia arriba. Vi su rostro sonriente y lujurioso. En ese instante pasó por mi mente recordar que mi esposa jamás había querido chupármelo, pero eso no importaba en ese momento. En cierta ocasión, hacía unos pocos días, hablando de cosas más íntimas con mi compañera de trabajo, surgió esa conversación y yo le había dicho que nunca me habían hecho sexo oral. El fin más probable de esa charla era sin dudas crear el clima apto.

Mientras pensaba en eso, ella ya me había desabrochado el cinturón y tenía los pantalones en el piso. De un tirón bajó también mi bóxer, y mi verga saltó inmediatamente.

Se levantó nuevamente y poniendo sus manos en mi pecho, me arrastró hasta el sofá que había en la oficina y me tumbó allí. Terminé de quitarme los pantalones con mi virilidad apuntado firmemente hacía arriba, con su glande queriendo explotar.

Ella, desnuda de la cintura para arriba, con sus senos mirándome lujuriosamente, terminó de quitarse la ropa. Si bien su pantalón era ajustado, se deslizó suavemente entre sus piernas. No supe en qué momento se había descalzado, lo único a lo que prestaba atención era a su piel blanca y joven, como hacía tiempo no admiraba.

Ruth no dejaba de mirarme. Si bien no se la notaba desesperada como a mi, veía fuego en sus ojos, en su boca. De vez en cuando bajaba la mirada hacia mi miembro y se mordía los labios.

Apenas unos vellos imperceptibles observé cuando la tanga quedó enrollada en el suelo. Ella avanzó adonde mi pero nuevamente se arrodilló, arrojándose hacia mi palpitante erección. Me estremecí al sentir el frío y la suavidad de sus manos. La cabeza de mi miembro se hinchó aún más. Creí no aguantar pero me contuve.

Nunca había creído que mi pene fuera grande. Tampoco me preocupaba. Para mí estaba bien su tamaño. Era un pene normal, quizás 15 o 16 centímetros.

Pero ahora, viéndolo entre sus manos, cerca de su boca, me parecía inmenso. Y eso me hacía subir más aún la temperatura. Ella parecía disfrutarlo también.

Comenzó lentamente a masturbarme. Era increíble como lo hacía. Era increíble también pensar que hasta hacía unos días yo me había masturbado por ella, usando un video subido por ella a una red social, con su bikini rosa, muy sugestivo.

Sin embargo, lo que había imaginado no alcanzaba ni hacer sombra de lo que estaba viviendo en la realidad.

-Te voy a hacer feliz como nunca en tu vida bebé- me dijo, e inmediatamente abrió su boca para meter todo mi glande en ella.

"Bebé", me dijo, y luego sentí como su lengua recorría el inicio de mi pene, mientras que con una de sus manos sostenía el tronco erecto. No dejaba de mirarme a los ojos mientras jugaba con su lengua. Soltó mi miembro y lo recorrió de arriba abajo, besándome, haciéndome gemir. En ese instante abrió su boca y toda mi pija se perdió entre sus labios que antes había podido saborear.

Subía y bajaba lentamente, gozando ella también al parecer de lo que hacía. En mis 40 años, con 20 de matrimonio, nunca había sentido la humedad de una boca en mi pene, nunca había podido experimentar la rispidez de una lengua chupándome. Y ahora la tenía a ella, 12 años menor que yo, de rodillas frente a mi, sometiéndose voluntariamente a una felación extraordinaria.

Cuando hubo subido y bajado unas cinco o seis veces, me soltó con un sonido húmedo, me miró sonriendo y me dijo: "¿te gusta bebé?”.

Yo como pude, agitado y con el corazón en la boca atiné a mover mi cabeza afirmativamente. ¿Cómo no habría de gustarme? Me estaba volviendo loco. Todo mi tronco bien erecto estaba empapado de su saliva, moviéndose al compás de mis latidos cada vez más fuertes.

Ella volvió a sonreír, me tomó de las dos manos y las dirigió hacia su cabeza, al tiempo que volvía a bajar para captar con su boca la dureza de mi pene. Ella guio el movimiento una vez y comprendí. Para que no quedarán dudas de lo que pretendía, colocó sus manos por detrás de su espalda, como si estuviera esposada con grilletes invisibles.

Se convertía en mi esclava, sometida al máximo, dejando que mis manos guiaran la intensidad de la chupada.

Gemí otra vez. "Fabuloso", atiné a decir. Sólo eso. Mis manos la hacían bajar y subir. Ella rumoreaba como saboreando un helado.

-Mmmm-, decía al ritmo de sus embestidas. Yo miraba mis manos enredadas en sus cabellos, que subían y bajaban haciéndome feliz como ella lo había prometido.

El espectáculo era exquisito. Ruth entre mis piernas, de rodillas, devorándome de placer. En un instante la retuve hasta el fondo, quizás dos o tres segundos. Ella no se quejó sino que gimió como pudo. Cuando la solté, se separó de mi.

-Haceme tuya-, me dijo sin más. Se incorporó, me dio la espalda y colocó sus manos en el escritorio. En realidad apoyó sus codos, bajando mucho más, abriéndose lo suficiente para que yo entrara. Su cuerpo desnudo me embriagó nuevamente. Allí pude observar la perfecta redondez de sus nalgas. Redondez y juventud como hacía tiempo no veía. Mi excitación era extrema. Me sorprendió el hecho de no haber acabado ya, con todo lo que ella me había hecho y me estaba mostrando.

Me levanté, desnudo también, y la tomé de la cintura. Me abalancé violentamente y, ayudado con mi mano, la embestí profundamente.

-Ahhh -soltó un gemido dulce y lujurioso. Estaba lo suficientemente lubricada por lo que me permitió llegar hasta el fondo sin problemas. Sentí su cuerpo estremecerse de placer.

-¡Ahhhh bebé!, dijo casi gritando, cuando volví a penetrarla.

Sus labios vaginales palpitaban devorando mi falo así como antes lo había hecho su boca.

Nos movíamos desordenadamente, ella como queriendo retenerme entre sus piernas, yo queriendo salir y entrar frenéticamente.

Hasta qué logré imponerme. Con una mano la apreté en la espalda haciendo que de agachara aún más, y con la otra la sostuve por sus cabellos.

-¡Sí! ¡Haceme toda tuya bebé! Ahhh, sí! Mmm! Ahhh!

Yo metía y sacaba con más rapidez y lujuria, sin poder creer que estaba cogiendo con mi compañera de trabajo, con ella, Ruth, la hermosa rubia que se sentaba al frente de mi todas las mañanas y me sonreía desde su escritorio cada vez que me hablaba. Ahora ella me pedía que la hiciera mía, y eso estaba haciendo.

Chocaban nuestros cuerpos dando lugar a ese sonido tan placentero y la vez prohibido para nosotros. Ella gemía haciéndome muy feliz. De vez en cuando me detenía en lo más profundo de su cavidad húmeda y ella gritaba ya, no se contenía. En dos ocasiones sentí como temblaba cuando gritaba.

-¡Ayy, así, cogeme, cogeme toda bebé!- su pedido me llevaba al límite de mi calentura. Yo, obediente, hacía lo que me pedía. Entraba y salía con total desenfreno.

En medio de la locura, el placer y la irresponsabilidad, mi cerebro conectó con la idea del embarazo. Allí me detuve un instante. Mi compañera intuyó mi preocupación, y como si fuera lo último que podía pedir, me dijo, en medio de sus gemidos y jadeos:

-Seguí, no pares. Acabame adentro, quiero sentirte. Hoy no vas a embarazarme bebé. Dale, metemelo todo, haceme tuya.

Eso me encendió hasta el extremo. Volví a mis arremetidas, con la sola idea de acabar en su hueco jugoso. La sostuve otra vez por sus caderas, caderas propia de quien ha sido madre. Caderas blancas y perfectas. Miraba los lunares en la espalda mientras la escuchaba gemir. Todo lo que deseaba era acabar en su interior. Hacía dos meses que no tenía sexo y una semana que me había masturbado por ella, enchastrándome como un púber. Ahora quería llenarla de la misma manera.

-Ahhhh Emanuel… ¡qué rico!- dijo y ese fue el final. Ya no quería contenerme. Acometí con furia su vagina. Tras cinco o seis movimientos, solté un chorro potente y contenido, mientras la sujetaba de las caderas. Ella volvió a fruncir su entrepierna, sintiendo la calidez de mi semen. Durante unos segundos mi cuerpo también se estremeció. Sentí flaquear. De mi verga seguía saliendo líquido. Ruth jadeaba. La sentí temblar una última vez

Yo a mi vez, todo transpirado y aún caliente, me dejé caer sobre ella.

La mejor cogida de mi vida había acabado, dando lugar al mayor arrepentimiento experimentado hasta ese día.

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