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Mi harem familiar (Introducción. Cap. 1)
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Tiempo de lectura: 22 minutos

Introducción.

Desde siempre hemos sido muy unidos, mamá, mi hermana y yo. Somos compinches y si bien tenemos familiares por ambos lados, con quien más nos relacionamos ha sido con la hermana gemela de mamá, Miriam y su hija Andrea, que es nuestra prima, pero que a los efectos prácticos la consideramos nuestra hermana.

Papá murió hace varios años y desde entonces mamá ha sido padre y madre. Afortunadamente, al morir el viejo, nos dejó la vida asegurada, con una pequeña fortuna producto de su buen hacer como abogado mercantilista, además de su suerte en los caballos, que le había dotado de una excelente cantidad de dinero. El hombre era afortunado en el juego y en el amor, puesto que además de ganar de seguido con los caballos, su pasión, era muy feliz con mamá, su gran amor, su musa, su diosa.

Vivíamos en una urbanización del este de Caracas, lado norte del rio, en una casa–quinta muy bien distribuida y agradable, de dos pisos.

En la planta alta habían dos habitaciones grandes con baño y vestier incluidos y dos más sin dichos incisos, con un baño en pasillo más una salita. Pero poco antes de morir papá, había hecho construir una habitación grande, de techo a dos aguas, con baño y vestidor incluido, sobre el estacionamiento techado, conectada al piso superior de la casa por un pequeño pasillo de dos metros de recorrido y con acceso desde el estacionamiento por una escalera de caracol que remataba en una puerta metálica entamborada con doble cerradura. Había sido su obsequio para mí, su primogénito, por haberlo ayudado con un cuadro del 5 y 6 –juego hípico de Venezuela– al escoger un caballo y convencerlo de colocarlo, un verdadero burro en el argot hípico, que resultó ganador de la última carrera válida y que lo puso a ganar unos dividendos millonarios. Los tres favoritos se habían quedado, evidentemente una carrera amañada, pero que a papá, jugador común y corriente, favoreció especialmente. Imagino que en las jugadas de taquilla del Hipódromo hubo un verdadero negoción… pues bien, mi madre ocupaba una de las dos habitaciones principales, donde había cohabitado con mi padre en vida de él, mi querida hermana la otra habitación principal y yo la nueva sobre el garaje.

En la planta baja teníamos una sala espaciosa y otra más pequeña, íntima. El comedor espacioso y conectado a una especie de terracita a través de un ventanal corredizo. En esa terracita había una mesa redonda con toldo central y cuatro sillas que a veces, los domingos, utilizábamos para desayunar. Mis padres la solían utilizar para sus cenas románticas, aquellas que realizaban en fines de semana donde los hijos se habían ido a la playa con la tía Miriam, la gemela de mamá.

La cocina de casa era espectacular. Grande con isla central y dotada con cuanto aparato o mueble se le hubiera ocurrido a mamá. Ella era chef graduada, solo que no ejercía, pero cocinaba como los dioses y en exclusividad para nosotros.

Luego existía un área de servicio, con una habitación de dimensiones regulares, con baño dentro, para la señora que trabajaba en casa, Carmencita, aunque ella iba y venía diariamente, de lunes a viernes, de 7 a 5. Otras dos chicas venían a casa los martes y los jueves a limpiar, bajo la supervisión de Carmencita, pero lo hacían de 8 a 3.

Teníamos un espacioso estudio, con un escritorio moderno con sillas para ambos lados y un buen sofá cama, para emergencias. Una buena biblioteca, donde predominaban los libros de Derecho, de leyes, de papá. Dicho estudio tenía un baño completo, adosado a la entrada, de manera que el estudio y su baño podían servir de habitación de huéspedes con total privacidad.

En la parte de atrás teníamos una terraza techada a todo lo largo de la casa y amueblada para hacerla un lugar de verdadero esparcimiento familiar. Un juego de sofá de tres puestos y dos poltronas, sumamente cómodos, con mesa de centro y dos ratonas auxiliares al sofá. Luego, al otro extremo, una parrillera con mostrador auxiliar, de obra, con lavaplatos y demás y una mesa de picnic, de madera, con seis plazas.

Un buen jardín, hermoso, lleno de plantas de todo tipo, coronaba la parte trasera de la casa. Un árbol de mango que hacía las delicias de mi madre y mi hermana, no de papá ni mías. Uno de guayabas, que si me gustaban mucho y otras muchas variedades, como granadas, higos y hasta alcachofas.

En el garaje, cabían tres carros, pero a la derecha del portón de acceso, cabían otros dos más y entre los del garaje y el portón, otros tres.

A la izquierda, salvando el acceso peatonal desde la puerta del muro de protección hasta el porche de la casa, existía un jardín de pequeñas dimensiones, con grama japonesa y nueve rosales, rosas holandesas que papá y yo habíamos sembrado apenas nos mudamos, que venían en avión, por Viasa, en sobres plásticos. Un tallo con raíz y una flor para determinar el color. Habíamos sembrado roja, blanca, amarilla, rosada, rosada con puntas blancas, anaranjada y otras tonalidades, en total nueve.

Luego las habíamos injertado, de una a cada una de las otras plantas, de modo que cuando florecían, hacían las delicias de mi bella madre. Ese jardín era el homenaje de mi padre y mío a la belleza de Sugey, nuestro gran amor. Mi querida madre. Hasta su nombre era lindo

Ella, a la sazón, contaba con 40 años ya cumplidos pero no representados, porque parecía una mujer de 32, si acaso. Era hermosa, blanca, de pelo castaño ondulado, a media espalda, ojos verdes y labios carnosos y deliciosos, nariz recta, un poco respingona, cara de niña traviesa.

Su cuerpo era una fantasía erótica, senos grandes, voluminosos, que hacían las delicias de quienes teníamos el placer de observarla, una cintura reducida, generosas caderas y un trasero de leyenda, con dos nalgas que hacían suspirar a cualquiera. Cuando Sugey caminaba alrededor de la piscina, en el edificio donde teníamos un apartamento en Macuto, todas las personas por los alrededores suspendían lo que hacían y la observaban. Hombres y mujeres indistintamente, porque la señora paraba el tráfico. Ver aquel par de nalgas moverse al son que ella les imprimía y sus poderosos senos agitarse en su pecho, era algo para deleitarse. Y utilizaba unos bikinis realmente infartantes. Mis amigos me decían, todos, que ella era la gran musa de todas sus pajas… y yo no podía sustraerme tampoco. Me “molestaban” con sus comentarios subidos de tono, pero, o peleaba con ellos, que más de una vez ocurrió o me calaba las mamaderas de gallo. Porque la verdad, mamá se sabía hermosa, buenota y se lo disfrutaba poner a los hombres a altas temperaturas.

Mi hermanita, ese era otro tema muy especial. Dos años menor que yo, muy parecida a mamá en todo, salvo en los volúmenes. Yo había visto fotos que papá guardaba en un álbum, donde aparecía mamá en bikini, de unos 23 años, ya habiendo parido y amamantado a sus dos vástagos, con un cuerpo muy parecido, idéntico diría yo, al de Ana, Anastasia, mi querida y bella hermanita. Con el paso de los años, Sugey desarrolló carnes, esos volúmenes en tetas y nalgas que la hacían ver tan espectacular. Mi hermana todavía no llegaba allá.

Yo soy Tito –Ernesto, Ernestito– el que relata esta historia y feliz, muy feliz hijo de Sugey y hermano de Anastasia. Tenía para la fecha 22 años.

Mi padre, Ernesto, había fallecido cuatro años atrás. Contaba para entonces 42 años y dejó a Sugey sumida en la mayor de las tristezas.

Capítulo 1:

– Hola, Tito ¿Cómo estas, mi pana? – me saludó un amigo desde uno de los bancos que se hallaban a la vera del Boulevard por donde transitaba, cogido de la mano con mi hermanita. Era Héctor, un compañero de la universidad que se emocionó mucho al ver la compañía que yo traía.

– Epa, Héctor, saludos, viejo. ¿Cómo estás tú? ¿En qué andas por aquí? – le respondí el saludo.

– Bueno, pasando el fin de semana con la familia de mi novia, en ese edificio que está allá atrás, el Noches de Naiguatá. ¿Y esta bella chica es tu novia, sinvergüenza? Qué bien te lo tenías escondido… – me respondió enseguida, mirando a Ana.

– ¿Mi novia?, no mi pana, yo no tengo tan mal gusto, esta feíta es mi hermana, Anestesia. Hermanita, éste es Héctor, compañero de la carrera… – los presenté…

– ¿Cómo? Escuché Anestesia ¿Me equivoco, acaso? – respondió extrañado.

– Es que el bobo éste siempre se está burlando de mi nombre, me llamo Anastasia y me dicen Ana. No le hagas caso, que es muy payaso. – saltó Ana para aclarar la cosa.

– Pero si es un lindo nombre, como la dueña… tú si eres porquería, mi pana. ¿Y si tanto te molesta, porqué andan por ahí como si fueran novios, agarraditos de las manos? Yo, a mi hermana, ni de lejos, de lo fastidiosa que es… – ripostó Héctor.

– No, chamo, todo en broma, nada en serio. Yo adoro a esta chica, es mi hermanita, uno de los ojitos de mi cara. Y siempre vamos agarraditos de manos, porque nos gusta, aunque nos echen vaina. Yo le digo Anestesia, solo para verla brava, porque se pone muy linda, pero la verdad es que me encanta su nombre. – le aclaré a mi compañero. – Y deja de estarla piropeando, que tú tienes novia y esta niña no te va a parar ni medio. No gastes pólvora en zamuro.

– Mira y… ¿Cuál es el otro ojito de tu cara, otra hermana así de bella? – preguntó curioso mi amigo…

– Su otro ojito es Sugey, nuestra madre. – se adelantó a responder Ana.

– ¿Y es tan bonita como tú? – repreguntó Héctor.

– No, mi mamá es más bella que nadie, es la mujer más hermosa del mundo, según este señor. – respondió traviesa Ana, mirándome pícaramente.

– Guao, me gustaría conocerla, porque si es más bella que tú, mi madre… – dijo mi compañero, ya emocionado.

– Mira, ve a tomarte un traguito de tenteallá, que no la vas a conocer ni vas a seguir piropeando a esta niña, porque entonces se me va a soltar el animal que llevo dentro y ya sabes… le respondí seriamente, para finalizar el tonteo. – Nosotros seguimos, gusto en verte, mi pana.

– Hasta el lunes, entonces. Y de verdad, me gustaría conocer a tu mamá. – se despidió.

Yo traté de volverme para, no sé, para responderle agriamente pero Ana no me soltó. Se aferró a mi brazo con las uñas y no me dejó voltear. Así que continuamos nuestro paseo por el boulevard, agarraditos de las manos, cual dos enamorados.

Bueno, de pronto había algo de eso, porque de verdad, nuestra relación era poco común, nada que ver con la forma en que se comportaban otros hermanos. Nosotros éramos verdaderos compinches, íbamos juntos a cualquier parte, a veces dormíamos juntos, especialmente cuando ella estaba triste. Hasta nos bañábamos juntos, de vez en cuando, sin que mamá supiera, aunque tenía mis dudas al respecto, porque Sugey debía ser bruja o hada, se daba cuenta de todo, de lo más mínimo que tuviera que ver con nosotros.

Nuestra relación era tan profunda, tan cierta, que a veces bastaba una mirada para que uno supiera lo que el otro pensaba o quería. Mi relación con mamá también era de esa calidad, de esa cercanía. Siempre que andábamos juntos, también la tomaba de la mano, especialmente desde que papá murió. Compartíamos nuestros pensamientos y sinsabores por igual, siempre sintonizados uno con el otro. Pero entre ellas dos la cosa no era tan intensa. Existía una buena relación, pero no eran tan compinches.

Una vez le pregunté a Ana, acostados en mi cama en una noche de lluvias tormentosas y mucho frío, ella encucharada por mi espalda, que porqué entre ellas dos no existía ese feeling que sí había entre cada una de ellas conmigo. Su repuesta me dejó frío, pues podría tener muchas interpretaciones:

– Es asunto de celos de mujeres. Ninguna quiere ceder terreno.

– ¿Cómo es eso? A ver, explícate… – le indagué.

– Nada, interpreta lo que tú quieras, no debí decirte nada. Y no me jodas, vamos a dormir, que tengo mucho sueño. – me respondió con ese tonito que denotaba disgusto y no me fastidies más.

Cuando cualquiera de ellas dos adoptaba esa posición, yo me hacía el Willie Mays y dejaba el asunto, porque la experiencia me había enseñado que esas dos maravillosas y dulces mujeres, cuando lo hacían, se transformaban en unas arpías prestas a devorarme si me ponía cómico. Al final, siempre salía perdiendo y me quedaba sin entender ni jota.

Al regresar al apartamento de la playa, encontramos a mamá ya dispuesta a bajar a tomar el sol en la piscina. Nuestro paseo post desayuno había sido muy cordial y agradable, pero bajar con ellas dos a la piscina, superaba cualquier otra cosa. Ana entró a su habitación a ponerse su bikini y cuando salió, me encontró poniéndole el aceite bloqueador solar a Sugey por la espalda. Luego las piernas, por todos lados y ella, por sí misma, culminó por sus brazos, hombros y pecho. Enseguida Ana reclamó su turno y me dejó hacerlo, más bien me exigió que lo hiciera y completo, por todo el cuerpo, incluyendo sus nalgas y pecho. Hasta deslicé unos dedos por su raja trasera y luego por debajo de sus maravillosos senos con su aprobación en forma de sonrisa. Sugey, que todo lo captaba, me lanzó una mirada fulminante, que yo repliqué con un beso en sus hermosos labios. Por supuesto, me dio un golpecito de rechazo en el pecho y el clásico ¡Bandido, que soy tu madre!

Ana se moría de la risa, por su atrevimiento ¿O el mío? No lo sé, pero estaba gozándoselo de lo lindo.

Listo el proceso del bloqueador solar en ellas, me tomaron en cambote para colocármelo a mí, sin reparos púdicos. Me toquetearon lo que les dio la gana y se reían en mi cara. Por supuesto, me puse malote y eso aumentó las risas. Tuve que hacer unas cuantas flexiones de pecho para recomponerme y poder bajar con ellas de mis brazos.

Me sentía orgulloso de llegar al área de la piscina, donde se encontraban vecinos y amigos de años, con mis dos beldades tomadas de mis brazos. Se me henchía el pecho, ciertamente. Algunos nos saludaban respetuosamente, otros con verdadero afecto y alguno que otro con un silbido en honor de mis chicas. Nos sentábamos en una mesa con toldo que ya había reservado temprano con la clásica banderita del número de nuestro apartamento, que contaba con cuatro sillitas de playa y dos tumbonas. Ellas, directo a las tumbonas a empezar el tratamiento solar y yo a una de las sillas, para conversar con una de nuestras vecinas, una señora de alrededor de 50 primaveras muy bien llevadas, que me tenía ciertamente colgado. Lamentablemente, yo me colgaba de la brocha y ella siempre me quitaba la escalera. Pero algún día le pondría la mano encima y entonces…

– Hola, Tito querido, siempre tan bien acompañado. Tus chicas están espléndidas esta mañana. – me saludó.

– Al igual que tú, Simona querida. Siempre tan bella y… tan esquiva…

– ¿Esquiva? No, mi amor, yo a ti no te esquivo, huyo descaradamente de ti, porque me han dicho que eres muy peligroso. Parece que tienes algo que muerde o pica, no sé, algo que tiene nombre de animal.

– ¿Será anaconda?

– Eso, anaconda. Eso es una culebra venenosa ¿Cierto? Me picas y me muero. – me dijo muy chistosita ella.

– No, te explico. La anaconda es una culebra muy grande, quizás la más grande del mundo. Es constrictora, no venenosa. Ella te muerde una parte de tu cuerpo, por ejemplo tu culito… ejem, perdón, tu brazo, para tener un punto de apoyo y luego te enrolla con todo su largo y muy grueso cuerpo, de seguidas empieza a apretarte hasta que te hace llegar al clímax, ejem, es decir, te asfixia y luego mueres. Después, para rematar la faena, te traga entera, con bikini y todo y pasa unas cuantas semanas haciendo la digestión. Al final, escupe por la boca tus huesos y el bikini. Es algo sublime, te lo aseguro.

– Yo mejor me subo a mi apartamento, porque creo que tú eres muy peligroso, jejeje.

– No te preocupes, hoy la anaconda no tiene hambre, estás a salvo. Pero cualquier otro día, podría ser el día… o la noche…

– Bueno, entonces vamos al agua, porque ya me acaloré… – y se levantó, dejándome apreciar todo ese pedazo de hembra que se movía rumbo a la piscina.

Si esa mujer hubiera sabido que el agua era el hábitat preferido de las anacondas, no hubiera entrado conmigo a la piscina. Pero allí cerca estaban presentes mis dos amores, Sugey y Ana y tenía que comportarme. Me metí al agua y di unos cuantos largos antes de acercarme de nuevo a Simona, para conversar amistosamente, ya sin dobles sentidos.

Luego de asolearse unos minutos por el reverso y otros por el anverso, como si de dos bistecs a la brasa se tratara, mis chicas decidieron entrar al agua a martirizarme. Si, porque eso era lo que hacían y yo sospechaba que con premeditación y alevosía. Llegaron a mí, que seguía con Simona y empezaron los toqueteos, los brazos, la espalda, a mamá le gustaba arañarme el pecho con sus cuidadas y afiladas uñas. A Ana le encantaba subirse a mi espalda y pegarme sus pezones, a mansalva. De toque en toque, me iba poniendo peligroso y ellas lo notaban y les divertía. Simona también disfrutaba, porque con ellas allí, se sentía segura. A salvo de la anaconda.

Luego de tontear bastante en la piscina y reírnos como niños, salimos los cuatro a jugar una partida de ping–pong. Sugey, mi eterna pareja y yo contra Ana y Simona. Debo aclarar que soy subcampeón de los juegos de mi facultad, la de Ciencias Económicas de la UCV y sin embargo, tanto Simona como Sugey y Ana, no son fáciles presas. Son jugadoras consumadas. Además, mi querida Ana es una tramposa. Gusta de dejarme ver una areola o un pezón, así, descuidadamente, antes de lanzar un mate. Luego se arregla de nuevo el sostén del bikini, hasta el próximo lance, en que lo vuelva a intentar, casi siempre con éxito. Simona, por su parte, se soba mucho las maravillosas ubres que porta, con el mismo fin, distraerme. ¿Y saben qué? Lo logran.

Después de varios pezones de Ana y mucho sobeteo de tetas de Simona, ganaron por 21 a 18, 21 a 15 y 21 a 17. Y Sugey me juró que para la próxima solicitaría que nuestras contrincantes se colocaran antes una franela, porque jugaban con demasiada ventaja.

Culminada la competencia, subimos a ducharnos y arreglarnos para salir a almorzar a Las 15 Letras, un tradicional restaurante de Macuto. Invitamos a Simona y nos fuimos los cuatro en mi auto.

El almuerzo fue placentero y con algunas travesuras que resultaron intrascendentes, así que regresamos tranquilos para tomar una siesta porque el calor era agobiante. Yo le pregunté a Simona si podía tomar la siesta con ella, en su apartamento, pero la muy zángana me dio un toquecito en la anaconda con su dedo índice y me dijo:

– Ni de vaina.

Mamá y mi hermanita se sonrieron por mi derrota y subimos a nuestro apartamento. Yo, no más llegar, me lancé a mi chinchorro en medio del salón y Ana se fue al baño. Sugey me miraba con cara de niña traviesa y de pronto me preguntó:

– ¿Y mi derrotado compañero de juegos no gustaría de tomar la siesta abrazadito con su compañera, en mi cama? Es que me siento muy solita… muy solita… – me dijo, haciendo pucheros…

Enseguida, como si tuviera un resorte, me levanté y la acompañé a su habitación.

Una vez acostados en cucharita, se oyó la voz de Ana, a través de la puerta cerrada:

– Sugey, para variar me hiciste trampa, te aprovechaste que me estaba orinando. No se puede confiar en ti, eres una descarada, siempre juegas con ventajas…

– ¡Siempre! – contestó la indiciada.

Al terminar la siesta, muy reparadora por cierto, nos levantamos para ir a caminar por el boulevard, como últimamente solíamos hacer, los tres tomados de las manos. A mi diestra, Ana con sus deditos entrelazados con los míos y a mi siniestra, Sugey agarrada de mi brazo. La brisa estaba agradable, ya no quemaba nuestros rostros. Las frondosas cabelleras de mis damas eran abatidas a un lado y otro de sus lindas caras, a veces se metían en mis ojos, pero era delicioso. Las personas nos veían pasar y más de una vez escuché algo como: “Coño, que buen par de hembras” o “Mira que nalgas tan sabrozotas” o “Carajo ¿Viste las tetas de esas mujeres?”

Yo escuchaba y para mis adentros, mentalmente, les respondía: “Si, pero es carne que no comerás, imbécil”. Yo tampoco podría, pero estaba seguro que ellos no. Eran hembras muy finas para que cualquiera de esos pobres diablos pudieran aspirar a algo más que verlas pasar.

– Ana, hermanita querida, ¿ya se te pasó la rabieta con Sugey? – le pregunté con mi mejor cara de conciliación.

– Ella siempre me juega sucio, se aprovecha de cualquier cosa para quedarse contigo y dejarme por fuera, como la guayabera. Pero algún día le voy a ganar y entonces, ya verá… aventajada… huuuu. – y le sacaba la lengua a nuestra madrecita bella.

– Yo tengo el derecho divino, porque soy su madre, en cambio tú eres su hermana. Donde manda capitana, no manda marinera. Jejeje.

– Bueno, mami, yo creo que tienes el derecho divino… cierto, pero el izquierdo también, jajaja. – le dije de manera jocosa, como buscando alegrar la conversa.

– Bandido, falta de respeto, sinvergüenza, a todo le buscas el lado sexual. – me soltó, sonreída, pero tratando de mostrarse disgustada.

– Ustedes son mis amores, las adoro a ambas y tengo suficiente para las dos, así que no se peleen por mí. Podemos establecer turnos, un día para una y otro día para la otra. Así todos contentos. – les dije conciliadoramente. – les di un beso a cada una y seguimos nuestro paseo, muy agarrados de manos y brazos.

Ya de noche, salimos a una pizzería del sector a comernos unas deliciosas pizzas macuteñas. Luego regresamos y nos sentamos en la sala a escuchar música y bebernos unos buenos whiskies. Ya tarde, después de beber, conversar y tontear a más no poder, nos tocaba dormir. Entonces Ana reclamó rápidamente su derecho de dormir conmigo y Sugey no tuvo más remedio que ceder, de modo que me fui con ella a la segunda habitación. Una vez acostados, mi hermanita se quitó la franelita que llevaba puesta y se quedó en tetas, solo con su pantaletica que era tan pequeña que casi no se le notaba que la llevara puesta.

– Oye ¿ya vas a empezar a ponerme malote? – le solté en son de broma.

– No, mi amor, es que me molesta. Me gusta dormir desnuda, pero no te preocupes, la pantaleta no me la voy a quitar para que no te asustes. – me respondió con toda “inocencia”.

– ¡Como si se notara. Es tan pequeña que eso y nada es la misma vaina! – le respondí, también en tono de broma.

– Si te asustas tan fácilmente, entonces ve a dormir con la fiera. No quiero conmigo a un tipo asustado. Me gustan los hombres que saben enfrentarse a los grandes retos. – me zumbó esa.

– No, cariño mío, no te tengo miedo. Te salvas porque eres mi hermanita, porque si no, esta noche aquí pasaría algo para la historia. – le respondí.

– ¿Y… si por una vez nos olvidamos que somos hermanos? A que no te atreves… – me volvió a retar.

– No juegues con candela que te quemas. Carne de hermana no se come. – le respondí.

– No sabes de lo que te pierdes… – me dijo, muy seductoramente.

– No tienes idea de lo que te salvas, jajaja… – le devolví la joda.

– Si supieras, que por tener una idea clara y muy concisa es que te lo digo. Yo sé que tú conmigo y con mamá te pones malote, significa que te gustamos, que nos deseas. Lo que deberíamos hacer es olvidarnos de tantos prejuicios y montarnos nuestro propio sistema familiar, los tres. Total, lo que en casa suceda, debe quedar en casa. Te apuesto que con dos hembras como nosotras, no te quedaría tiempo para perder con tus amiguitas o las mías o las de mamá. Porque nosotras sabemos a quienes te cepillas y a quienes no, para que te enteres. Y te digo, mamá necesita de atención, encarecidamente. Acaba de cumplir los 40 y parece que le está apareciendo la “crisis de los 40”, porque se la pasa apagada. Claro, cuando tú llegas a casa, ella se avispa, porque tienes ese toque con ella que le alegras la vida, pero cuando no estás, se la pasa triste.

– ¿Qué me tratas de decir? A ver, seamos más claros, vamos a llamar al pan, pan y al vino, vino. ¿Qué es lo que tienes revoloteando en esa traviesa cabecita?

– Bueno, hablemos a calzón quitao. Mamá es una mujer que estuvo acostumbrada a que papá la atendiera muy bien, a diario y hasta tenía sus aventuras extramatrimoniales por ahí, de vez en cuando, con su venia. Era, en suma, muy activa sexualmente hablando y también por lo que he podido saber, muy ardiente. Papá, por su parte, era muy cumplidor, vamos, tenía un artefacto parecido a tu animal, quizás no tan grande y grueso, pero ahí, ahí. Entonces ella era feliz. Él la complacía y además le permitía sus aventuritas. Pero papá murió y mamá se quedó en el aparato. No ha podido correr otra válida. Entonces, por el camino que va, su hermosura y juventud se van a esfumar y no es justo. Uno debe vivir la vida, disfrutar, sin hacer daño a nadie, pero gozar. Para luego es tarde.

– ¿Y cómo es eso que tú dices que mamá tenía aventuritas? Cuéntame, ilústrame…

– No te voy a contar nada, allá tú que vives en las nubes y no te enteras de nada.

– Está bien, no te sulfures que te pones fea. ¿Y qué carajo propones? Porque no te entiendo. ¿Sugieres que le busquemos un amante a mamá, un novio o algo así? – le pregunté, curioso ya.

– Ay, hermanito, a veces eres tan lento o te haces el güevon. Te estoy hablando de que tú eres el que le sube la autoestima, te digo que nos montemos nuestro propio sistema, entonces, a ver ¿Te dibujo un mapita, cariño? Estoy hablando de ti, de Sugey y de mí. Nuestro propio circo. Tú nos coges a las dos, las dos te cogemos a ti y todos tres felices. ¿De verdad crees que después que mamá estuvo tantos años disfrutando de la maravilla que papá le metía, se va a conformar con cualquier piazo’evaina que se encuentre por ahí? Mira a la pobre tía Miriam. Con ese pajúo de marido que tiene, hay que verle la cara de tristeza. Tú tienes los genes de papá, te gastas una enorme verga y además, la usas de maravilla, según mamá y yo tenemos entendido por nuestras amigas, a las que te coges divinamente, porque eso nos cuentan. Eres un garañón de pura raza y aunque nunca te he probado, me apostaría mi cabellera a que lo que me cuentan de ti es verdad.

– Vaina, Ana, tu debes estar loca, mi niña. ¿Cómo crees tú que yo me las voy a coger a ustedes, por Dios? ¿Me consideras un pervertido, un degenerado? Coño, hermanita ¿Qué te fumaste hoy, una lumpia? Te hizo daño. Me voy a dormir al chinchorro, porque tú estás loca, no sea que a medianoche me ahorques o me violes o algo así.

– No te atrevas a irte, te estoy hablando en serio. No estoy loca. Estamos en un momento en que, o hacemos algo por mamá o se nos va a pique. Capaz que le reviente la menopausia, de abandonada que se siente. Deja los prejuicios sociales y toda esa mierda que no sirven para nada. Ella te necesita, me consta que la amas, es el amor de tu vida… y tú de la mía, coño Tito, las dos te necesitamos. Yo no pego una con los hombres, me conquistan, me cogen y me dejan. Ya llevo cinco, por si no lo sabías. Y ninguno me ha cogido ni medianamente bien. Cuando Alicia y Roxana me cuentan de los polvos que tú les echas, me rio como una pendeja, pero por dentro me muero de la envidia. Ya ni quiero hablar con ellas, porque siempre es el mismo tema y llego a casa con las pantaletas mojadas y con ganas de hacerme una paja. Y a mamá le pasa lo mismo. Tienes a Carmen, a Olga y a Adriana, señoras cuarentonas como mamá, dos divorciadas y la otra casada con un pajúo que ni se entera de los cuernos que tiene en la cabeza y cada vez que las visitas, llaman a mamá a contarles de las cogidas que les da su hijito tan bello. Ya Sugey está arrecha. Ayer la llamó Adriana, la más puta de las tres y no quiso atenderla. Me pidió que le dijera que estaba en el baño. Y le dije: “Lo siento, Adriana, Sugey está cagando”. Así mismo. La desgraciada se echó a reír a carcajadas. Y yo, por supuesto, quedé como la ordinaria de la familia. Y si quieres te hablo de tus compañeras de la Universidad, que te llaman a diario, loquitas todas porque las atiendas y de tu jefa, mi tocaya, Ana Marisax. Coño, algo muy bueno tienes que tener, carajo, hermanito y nosotras queremos nuestra parte.

Yo no hallaba que decir. Esta perorata de mi dulce hermanita me dejó descolocado. Y me preguntaba yo ¿Esto era cosa de Ana, unilateralmente, o Sugey compartía el punto de vista? Me asusté. De pronto me di cuenta que me estaba colocando contra la pared con un planteamiento que, moralmente, me quemaba, pero que viéndolo desde el punto de vista meramente humano, más terrenal, me parecía la gloria. Siempre he visto a mamá como a una superhembra y a mi hermana, desde los 14 como su digna sucesora. Sugey, a sus 40, estaba en la plenitud de su hermosura y suponía yo que de sus capacidades amatorias. Y Ana, bueno, por Ana me lanzaría por un barranco, de cabeza, sin preguntar. Pero eran mi madre y mi hermana. Si se tratara de Miriam, la gemela de mamá y de Andrea, su hija, otras dos mujeres de bandera, pues no me parecería tan terrible el asunto. Carne de tía o de prima, pues, se podría probar, no sé, digo yo. Habría que ser medio canalla, coño de madre y pervertido. ¿Y yo lo era? Ana me había sembrado una semilla y yo me preguntaba: ¿Germinaría? Pensé, pensé y decidí que la iba a poner a prueba, a ver hasta donde tenía fuelle esa niña.

– Ok, Ana, vamos a lo nuestro. ¿Tú quieres follar conmigo? Pues bien, vamos a echarle bolas. Quítate esa pantaletica y vamos a follarte como me follo a tus amiguitas. Tú estás más buena que ellas, así que vamos a pasarla muy bien. ¿Le damos ya? – le dije, a son de reto y traté de agarrar la pantaletica para bajársela.

– ¿Ya? Saca la mano ¿Qué te pasa? ¿Estás seguro? Bueno, ya va, calma pueblo. ¿Y con mamá aquí al lado? Coño, no sé… No seas tan brusco, coño. ¿Por qué no lo organizamos mejor y lo dejamos para otro día, ya más calmados y en mejor posición que ahora, porque mamá nos va a oír, seguro.

– Bueno, tú me has insistido en que con las dos. Si nos oye, le decimos que se nos una y listo. Hacemos un trío. ¿Qué tal? Vamos a darle. Si no nos oye, solo tú y yo. Otro día le doy a ella y después sí, nos montamos el trío. Y de ahí en adelante, que viva la pepa. – y la agarré del talle para acercarla a mí y besarla. La loca brincó de la cama y me rogó tranquilidad.

Esa noche me salí para dormir en el chinchorro. La dejé echa un desastre, con una crisis moral y existencial. Pero ella a mí, también. No podía creerme lo que mi hermanita querida me había planteado.

El domingo en la mañana me desperté después de una pésima noche y me encontré para desayunar con mi hermosísima madre, más sexy que nunca, con un traje de baño de una pieza con un escote hasta más abajo del ombligo, que me dejó babeando.

– Bendición, bella mujer. Estas buenísima con ese traje de baño, no te lo había visto. Casi que me quedo tieso al verte.

– Dios te bendiga, mi amor, me lo estoy estrenando hoy. Y tú no te quedaste tieso… pero tu mejor amigo… no sé… jajaja…

– Caramba, mamá, perdóname… no me di cuenta, lo siento. No quise faltarte el respeto.

– Mi amor, eres un hombre joven, con una actividad hormonal bastante notoria. Eso que te pasó, a tu edad, es de lo más normal y a la mía, ver que un joven se excite así por verme, me halaga, aunque ese joven sea mi hijo. Además, tu estas más bueno que comer con los dedos. Me emocioné yo también, al darme cuenta. ¿No notas mis pezones?

Casi me desmayo. ¿Sería entonces cierto lo que mi hermanita me había planteado anoche? Coño, mamá me acababa de lanzar dos rectas de 95 millas. Una más y estaría ponchado. Y me parecía verla más atractiva que de costumbre. ¿Acaso eso era posible, que la mujer más hermosa del mundo hoy se viera mejor que otras veces?

Traté de tranquilizarme, haciéndome el Willie Mays y desayunamos, aunque notaba sus miradas, sus mohínes para conmigo, su sensualidad enfocada a mí. ¿O me lo estaba imaginando?

Al terminar, le dije que me iba a caminar por el boulevard y entonces me dijo que la esperara, que se iba conmigo. Ella quería y necesitaba caminar un poco.

Salimos, ella con su traje de baño y un coqueto pareo, Dios mío, se veía esplendorosa y yo con mis ya clásicos bermudas y una franela. Por el camino, mamá desató más pasiones que en un desfile de PlayGirls de PlayBoy, al punto que creí que en la ruta terminaría dándome unos carajazos con algún hijo de perra que se pasara con ella.

Llegamos a la plazoleta del final del boulevard y nos sentamos solos en un banco, mirando hacia el mar. Ella estaba como en una nube, la veía soñadora, alegre, sin ser eufórica, la notaba cómoda conmigo. No soltaba mi brazo, ni siquiera una vez sentados.

– ¡Qué lindo día hace hoy! ¿Verdad, mi amor? – me comentó apretándome el brazo contra su cuerpo.

– Si, mami, muy lindo y contigo de mi brazo, mejor… Mamá, este… oye… ¿sabes? quiero hacerte unas preguntas ¿puedo?

– Claro, mi amor, lo que quieras. A ver, pregunta.

– Tú… eras una mujer muy activa, sexualmente hablando, con papá, ¿cierto?

– ¿Qué pregunta es esa, mi amor? ¿A dónde quieres llegar? Soy tu madre, no una de tus carricitas…

– Quiero tener una conversación de adulto contigo, con la dueña de mis amores y desvelos. La otra dueña está allá, dormida y de esa ya sé bastante. Necesito saber de ti…

– Bueno… me intrigas. Ejem… Si, mi cielo, yo era muy activa. Tu padre era un amante muy especial, maravilloso. Me atendía de maravillas…

– ¿Y ahora, como haces? ¿Se acabó y punto? ¿No te hace falta o tienes por allí tu repuesto?

– Me estas incomodando un poco, mi amor. No te pases.

– Por favor, mami…

– Bueno… no hago nada, mi amor, no tengo repuesto. Estoy apagada. Ya no soy la mujer fogosa que era con tu padre, eso se acabó. Se murió mi hombre y sé que como ese que tenía no voy a conseguir otro, ni medianamente parecido… bueno, si, la verdad, sé que existe uno, por ahí, pero no es para mí, así que nanay, nanay.

– ¿Y quién es?

– Eso no te lo voy a responder, por favor, no insistas. Me estás incomodando.

– Discúlpame. El asunto es que te amo, me importas mucho. Solo quiero que seas feliz y si yo pudiera… aportar, hacer algo para que lo fueras, me sentiría muy feliz. Mamá, eres la mujer más hermosa del mundo, no conozco a nadie como tú. Bueno, con excepción de tu doble, Miriam. Pero volvamos al asunto, una mujer como tú, a los 40, está en la plenitud de su vida. No se puede apagar, como dijiste. Ana y yo nos resistimos a ver eso y sin hacer nada.

– ¿Y qué han hablado tú y esa alocada hija mía? Porque mira que esa niña es una revolucionaria. Si por ella fuese, yo debería tener una cola de amantes que diera la vuelta en la esquina y cambiar uno cada día.

– Bueno, mamá, te voy a contar una larga y terrible conversación que tuvimos Ana y yo anoche, al acostarnos. Primero, te pido me escuches hasta el final, por favor, sin interrumpirme. Después, si quieres, me pones esa piedra que está allí por la cabeza; Segundo, que no tomes represalias contra ella. Sé que ella a veces está convencida de cosas que solo existen en su mente, pero me dejó marcado anoche con las cosas que me dijo.

Y procedí a relatarle a mamá toda la conversación, de la manera más cercana a la verdad, sin edulcorantes.

Al finalizar mi monólogo, mamá tenía las lágrimas afuera. Esperé a que se recompusiera, la abracé con mucho afecto, amor más bien y le dije cosas bonitas al oído, para consentirla. Por fin se tranquilizó un poco, me pidió un cigarrillo y después de fumar, me dijo:

– Mi amor, tal vez algunas cosas que te dijo la locata esa sean verdades del tamaño de un edificio, pero hay cosas que solo pueden ser producto de su mente calenturienta. La mejor demostración que tienes de que lo que te digo es cierto es que la retaste, le dijiste para hacer el amor y aflojó. No se atrevió. ¿Crees que si me lo pidieras en este momento, tal como hiciste con ella anoche, yo aceptaría? ¿O aflojaría como ella?

– No lo sé. No es momento de eso. Sigue, por favor.

– Bien, es cierto que fui una mujer muy activa, caliente, ardiente decía Ernesto. Es cierto que teníamos mucha actividad, casi todas las noches. Éramos cuidadosos, silenciosos, pero no creo que ustedes fueran tontos y no se daban cuenta. Es cierto, también que a mi edad, aún me siento joven y atractiva, vamos, tú acabas de oír los piropos de los hombres, algunos asquerosos, pero otros no tanto. Ayer en la piscina hasta nos silbaron a Ana y a mí, a ambas, estoy consciente de ello. Y sí, me encantaría conocer a un hombre con las características apropiadas para hacerme la vida feliz. Pero no puedo poner un aviso clasificado en la prensa que diga: “Se solicita caballero de aproximadamente 46 años, soltero, viudo o divorciado, absténganse casados; buenmozo, de 1.80 de estatura y 85–90 kilos de peso, rubio, ojos azules, con una herramienta de al menos 18 cm. y con capacidad para hacerme acabar tres veces por polvo, con dos polvos por noche. Ah, y que además sea divertido”. Estamos hablando a calzón quitao, hijo, no me pongas esa cara de asombro. Tú lo pediste. ¿Tú crees que puedo encontrar un ejemplar cómo ese? Porque ese es el que necesito, no me conformaría con menos. Mira a mi hermana Miriam, tan hermosa, casada con ese picha floja que no sirve ni para echarle un polvito medianamente malo a su mujer. Y esa mujer es como yo, ardiente. Pero de siempre ha estado mal atendida.

Por lo demás, sé que sí existe un hombre con esas características, quizás hasta mejoradas, pero no es para mí. Te voy a decir quién es, porque estamos hablando de frente, dos adultos. Ese hombre eres tú, mi amor, no me cabe duda. Pero eres mi hijo. Punto y aparte. Eso te hace imposible para mí, te descarta automáticamente. Tal vez la locata de mi hija sueñe con acostarse contigo, que tú le calmes sus calenturas. A veces ni sé lo que tiene en la cabeza esa niña. Sé que ustedes tienen una relación más que especial, como ningunos otros hermanos, que yo sepa. Incluso, tienes algo muy parecido con Andrea, tu prima, a la que ustedes califican de hermana. Eso es muy lindo. Pero si algún día se pasan de la raya, no sé qué pueda pasar. Dios quiera que por lo menos, no cometan el desatino, por no decir la barbaridad, de procrear un bebé. Ustedes ya son adultos. Hagan lo que consideren, lo que sus conciencias les dicte. Pero no me metan en sus peos, ya yo tengo bastante con mi tristeza y mi soledad. ¿Quieres que te diga algo, sin que me quede nada por dentro? Te amo más que a nadie en el mundo, al igual que a tu hermana. Eres lo más importante de mi vida. Cuando me abrazas, tiemblo, sudo, me erizo. Tienes la mala costumbre de besarme por el cuello y las piernas se me van y me humedezco por allá abajo, porque mi yo animal no reconoce que eres mi hijo. Y si no lo fueras, me abriría de piernas para ti de inmediato, porque eres buenmozo, bello, lindo, varonil, me vuelves loca, sé por mis amigas que eres todo un semental, pero… eres mi hijo. Eres ese único hombre que sé que reúne todos mis requisitos, salvo lo de la edad, pero prohibido, no eres para mí.

– ¿Y si dejaras tus prejuicios a un lado?

– ¿Mis prejuicios? Hijo, se llaman Principios, Valores, Moral, Ética. Vivimos en sociedad, profesamos una religión, tenemos familia y amistades, relacionados.

– ¿Y de qué te sirven todas esas cosas “Tan Importantes”, si no puedes ser feliz? ¿A quién le harías daño? ¿Quién podría tener el derecho a reclamarte algo? ¿Podrías quedar embarazada y procrear un bebé con taras genéticas? ¿Para cuándo vas a dejar lo de ser feliz? ¿Para tu próxima reencarnación? No me respondas, por favor. Estas preguntas solo te las hago para que las medites. No quiero destrozar de una patada tu entarimado psíquico, solo deseo que seas feliz, porque te amo. Quiero que sepas que siempre he estado enamorado de ti, como hijo y como hombre. Que sueño contigo. Que te deseo más que a ninguna otra mujer en este mundo. Que me harías el más feliz de los hombres si pudieras ser mi pareja. Que casi los mismos sentimientos que te manifiesto, los tengo por la loquita de Ana. Pero te respeto como madre y a ella como hermana. Ustedes me son sagradas. Ese respeto es el que nunca me ha permitido atravesar esa línea roja que separa lo permitido de lo no permitido, la relación normal de madre–hijo del incesto. Y que conste, que para mí el incesto, con alguien como tú que ya no puede procrear, porque eso sí sería un hecho abominable, es solo hipocresía barata. ¿Tienes una idea de cuantas personas, en este mundo, en este momento, están cometiéndolo?

Resulta que un acto de amor carnal entre una madre y su hijo, a mi modo de ver las cosas, debe ser el acto más hermoso de la naturaleza humana, porque ¿Quién puede amarme más que mi madre? ¿Quién puede amar a mi madre más que yo, su hijo? Ese acto, en mi opinión, sería sublime. De solo pensar en ello, ya soy feliz.

Pero, siempre hay peros, si no la vida sería aburrida, nunca te voy a faltar el respeto. Para que algo así llegare a suceder, con mi madre o con mi hermana, tendrían que pedírmelo tres veces, porque con una sola no estaría seguro de nada, me daría miedo ser yo el desgraciado que las impulse al pecado. Eso es una promesa. Yo puedo ser un pervertido, porque en efecto lo soy si deseo a mi madre y a mi hermana, pero tengo patrones de conducta sólidos, inculcados por ti. Y por último, no sé cómo interpretar el hecho de que Dios me haya proveído de una madre y una hermana, es más de una madre con gemela idéntica y su hija también, tan hermosas como son ustedes. ¿Será que tenía algo planeado para mí o solo lo hizo para desesperarme? Me da miedo de solo pensarlo. Solo Dios sabe lo que él mismo nos depara.

Continuará…

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