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Me acosté con una monja: El amor hacia la hermana Janet
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En estos tiempos de Semana Santa me viene el recuerdo de cuando invité a pasar unos días a mi casa a la hermana Janet, una monja novicia de la Orden de Carmelitas Descalzas, con la que Dios bendijo mi vida sexual aquel año. Por entonces me encontraba viviendo en un pueblo andaluz como profesor de Lengua y Literatura y decidí pasar las vacaciones de Semana Santa en el mismo.

En aquel pueblo no abandoné la práctica de mi devoción religiosa, acudiendo a una iglesia renacentista aledaña a un convento de la ya citada orden. Allí conocí a la hermana Janet, una novicia alemana aunque de origen catalán, que había acudido a España para consagrarse a la Orden de las Carmelitas Descalzas por su devoción a Santa Teresa de Jesús. La hermana Janet era una auténtica belleza germánica, con su cara angelical, con rasgos delicados, sus ojos color verde clarito, y su larga melena rubia. Como aún era novicia, no llevaba el pelo oculto por un velo, sino que lo llevaba al aire. Por su vestimenta, vi que Janet cubría el resto de su cuerpo: llevaba una camisa blanca de manga larga, una falda negra que le llegaba hasta las rodillas, unas medias y unos zapatos negros de suela plana. Desde el primer momento me enamoré de la hermana Janet y creo que desde el primer momento congeniamos, ya que éramos las dos únicas personas jóvenes que sentíamos devoción en aquella iglesia, siendo el resto personas de la tercera edad. Yo tenía 31 años y ella 27. Ambos compartíamos, además, el gusto por la Literatura, siendo San Juan de la Cruz uno de sus poetas de cabecera.

En cuanto a personalidad, Janet era muy conservadora, incluso más que para un cristiano promedio, siendo contraria radicalmente a cuestiones como el aborto y muy crítica con el Papa Francisco (aunque lo respetaba como cabeza de la Iglesia) por considerar que se había ablandado en algunas cuestiones y porque pensaba que estaba abandonando parte de la tradición milenaria de la Iglesia Católica. Los que han leído mis anteriores relatos, saben que si bien soy cristiano practicante, a la vez soy muy heterodoxo, cuestionando algunos dogmas de la Iglesia, ya que ante todo soy una persona racional y si bien tengo sentimientos espirituales, si algo no coincide con mi pensamiento lo rechazo. Y es aquí donde en este relato comienzo a cuestionarme uno de los preceptos de la Iglesia con respecto al clero (del que Janet formaba parte) y era el celibato obligatorio.

Supe que Janet no era una chica virgen, ya que tuvo un amor de juventud, el cual no la supo apreciar y le fue infiel. Decepcionada en el amor y con los valores modernos de la sociedad actual, Janet decidió tomar los hábitos y vivir apartada del mundo, aunque no aislada por completo, ya que colaboraba en un comedor y usaba Internet para completar sus estudios de Filosofía. Mi presencia en aquella iglesia la animó a salir algunos días a hablar de la vida. He de decir que Janet no era alguien triste y gris como parecen algunas personas que viven en conventos, sino que era alguien alegre y simpática, y al verla sonreír sentía que mi alma hallaba la paz interior, paz que me abandonaba cuando ella se retiraba a su convento. Pensaba que era una injusticia que ella hubiera tomado los votos, envidiaba a aquel novio con el que ella perdió su virginidad y le odiaba por no haberla tratado como merecía.

Una pena no muy distinta a cuando Santa Teresa decidió tomar los hábitos, la cual casi perdió la virginidad con uno de sus primos y tuvo muchos pretendientes. Janet no era muy distinta, en ese aspecto, de la fundadora de la Orden a la que pertenecía. Pero viendo la complicidad que nos unía, intenté ir más allá de la amistad con ella, ya que si algo había aprendido en mis anteriores experiencias, era que hay que aprovechar las oportunidades de tener sexo que se me presentaban en la vida, o de lo contrario, me pasaría la vida lamentándolo.

Invité a la hermana Janet a pasar unos días en mi casa de aquel pueblo, desde el miércoles al domingo de Resurrección, ya que vivía por el centro histórico, y tenía un balcón donde la casera me había asegurado que allí se veían muy bien las procesiones en Semana Santa. Personalmente no soy muy de procesiones, mi espiritualidad es más introspectiva, pero sólo quería tener a la hermana Janet disponible para mí. Compré comida y bebida (refrescos y zumos, ya que Janet no tomaba alcohol y yo sólo lo tomaba cuando salía de fiesta) de manera que no hubiera necesidad de salir de allí en varios días (ya que era complicado transitar por aquellas calles estrechas en esa época del año), así como condones. Sólo tocaba que Janet acudiera a la cita.

Janet se pidió unos días de asueto en el convento y vino a mi casa. La veía más hermosa con aquella melena rubia colgando tras su camisa blanca. Le hice pasar a la habitación que le tenía preparada para que se acomodara, y puse la televisión para ver con ella “Quo Vadis”. “¿No te parece hermosa la historia de amor entre Marco Vinicio y Ligia? Me gusta la parte en que el primero le hace elegir entre estar con él o con su Dios y ella elige a su Dios, aunque confiesa a San Pablo que estuvo a punto de irse con él”, me comentaba Janet tras acabar la película. Aquello era como cuando de adolescente invitabas a una chica al cine a ver una pastelada, sólo que Janet tenía buen gusto por el cine y además de contenido religioso.

“Al final obtuvo a ambos”, le contesté, “no renuncia a Dios pero a la vez logra estar con el hombre al que ama”. “Tienes razón, ojalá tuviera tanta suerte como ella”. Janet se llenó un vaso de agua y miró hacia el balcón, con aspecto triste. Fue cuando me relató lo que ocurrió con su amor de juventud, se nota que, pese al paso de los años, aquello le seguía afectando. Empezamos a oír de fondo las trompetas y tambores de la procesión, y salimos a verla. Janet seguía seria, aunque cuando vio pasar aquel paso con el Cristo transportando la Cruz, se emocionó, y algunas lágrimas brotaron en su rostro. Me pareció tan tierna que no pude reprimirme más y la besé.

Janet, lejos de reprimirse, continuó aquel beso, que no se limitó a los labios, sino que también me besó las mejillas y pasó luego al cuello. “Dios, cuánto te deseo”, le dije, “he contado los días, las horas, los minutos y los segundos hasta que has venido a mi casa”. “No quiero hablar, necesito que me folles”, me dijo Janet. La verdad, me sorprendía que una monja dijera esas palabras, pero la metí en casa, cerré las cortinas y la lancé contra el sofá. Se quitó aquellos zapatos y yo fui acariciando aquellas piernas con esas medias, mientras le subía aquella negra falda. Conviene decir que Janet no llevaba una ropa interior “sexy” o que ayudara, en condiciones normales, a la erección, pero a mí me excitaba igual con aquellas bragas color carne antediluvianas, las cuales arranqué, al mismo tiempo que me bajaba el pantalón y le mostré mi miembro viril, comprendiendo cómo estaba de excitado con aquella situación. Tras arrancarme las zapatillas y deshacerme por completo del pantalón, me quité la camiseta, mostrándome totalmente desnudo hacia ella, mientras con una mano, algo tímida pero sin pestañear, comenzó a acariciarla.

“Desabróchate esa camisa, necesito verte desnuda”, le dije a Janet. Esta obedeció y me mostró sus pechos, ocultos por un sujetador blanco. La falta de combinación entre colores y el no usar lencería sexy me hacía pensar que Janet no tenía pensado hacer nada sexual conmigo, que todo había sido de improviso. Seguí besándola y acariciando con las yemas de mis dedos su piel suave y blanquecina. “Déjate puesta la faldita, me excita”, le dije. Fui a colocarme un condón, pero ella me detuvo: “no uses preservativo, las monjas estamos autorizadas a tomar píldoras anticonceptivas por temas médicos, para evitar el cáncer de ovarios y de útero”.

Desconocía ese dato, pero me excitó saber que podía eyacular dentro de ella sin temor a un embarazo no planificado. Así que tras lamérselo un rato, procedí a penetrarla. Me senté en el sofá y la puse encima, haciéndole ir de arriba abajo mientras en mi cara tenía sus hermosas tetas blanquitas con pezones rosados golpeándome la cara mientras sentía el tacto de su falda de novicia mientras la sostenía por el culo. Sin más, eché su tronco hacia mí con la otra mano para poder tener en mi boca aquellos pechos tan hermosos, algo que correspondía con pequeños gemidos. “Eres preciosa, como Santa Teresa”, le dije. Janet me cogió de la cara para volverme a besar y aquello me hizo eyacular.

“No sé si hemos hecho lo correcto”, me dijo Janet. “Janet, ha sido increíble, ¿acaso no te gustó? ¿Si te gustó qué problema hay?”, le pregunté. “Pero soy una monja novicia”, respondió. “Janet, monja o no, eres una chica preciosa, a cualquier hombre le gustaría tener sexo contigo, además, que el celibato obligatorio es algo impuesto por la Iglesia de forma muy posterior al origen del cristianismo. Nunca creí esa tontería de que Jesús tuviera como esposa a María Magdalena, porque él es Hijo de Dios y está con la mente en otras cosas. Pero los apóstoles de Jesús, incluido San Pedro, estaban casados. Incluso los estudiosos hablan de que San Pablo en realidad no era célibe, sino viudo”. Me levanté a coger un ejemplar de la Biblia y busqué en 1ª de Corintios, capítulo 7, versículos del 8 al 9: “Digo pues a los solteros y a las viudas, que bueno les es si se quedaren como yo (es decir, sin pareja) Y si no tienen don de continencia, cásense; que mejor es casarse que quemarse”.

“Puede que tengas algo de razón, pero yo soy tradicionalista, y deseo tomar mis hábitos”, me respondió. No había forma de convencerla de que dejase los hábitos para venirse conmigo, y al fin y al cabo, si ella estaba tan convencida en sus creencias, ¿quién era yo para cuestionarlo? Janet podría servir a la Iglesia estando tanto célibe como ejerciendo de esposa y madre. “Bueno, pero ya que estamos aquí unos días, ¿por qué no seguimos divirtiéndonos? Todavía tengo ganas de hacerte más y más cosas para que te estremezcas de placer”.

Y cogiéndola en brazos totalmente desnuda, sin ya la falda, la llevé a mi cama, la lancé contra el colchón y salté sobre ella para volver a penetrarla al mismo tiempo que la besaba y masajeaba sus pechos, hasta que, pasados largos minutos, le di su orgasmo, poniendo unas muecas en su rostro no muy diferentes a las que esculpió Bernini en su “Éxtasis de Santa Teresa”. Echaré de menos a Janet (pseudónimo que utilizo aquí para ocultar la identidad real de aquella que hoy continúa con sus votos, al igual que el pueblo donde tuvo lugar nuestro romance), el perfume de su pelo, sus pechos dentro de mi boca y su coñito ejerciendo la caridad con un necesitado de amor en tierra extraña. A menudo me carteo con ella donde discutimos asuntos teológicos y donde a veces cuelo palabras de amor y deseo para ella.

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