Conocí a Camila de casualidad y, no lo voy a negar, por ingenua. Venía de una semana muy cargada en el trabajo. Inicio de clases, últimos exámenes libres. Muy atrás quedó la fantasía de la profe lujuriosa para dar lugar a la profe histérica y sin tiempo para nada. Ese viernes necesitaba relajarme. Llamé a Flavia, mi masajista de siempre, pero todavía estaba de vacaciones. Me pasó los contactos de algunos colegas, pero ninguno me convenció. Decidí buscar en internet. Puse en el buscador “masajistas por Palermo”. La primera opción era Camila. Doy gracias a los dioses por eso.
De entrada, me pareció raro que trabajase durante toda la noche, pero mis ganas de sentirme más liviana pudieron más. Acordamos una cita para las 23 en mi departamento. Llegó puntual. Su apariencia no era la de una masajista común. Parecía lista para ir a una fiesta. Tenía un vestido ajustado negro, con un escote que dejaba muy poco para la imaginación. No me parece correcto juzgar a las personas por su manera de vestir, así que no me preocupé. Nos saludamos con un beso y un abrazo, como si nos conociéramos de toda la vida. Su pelo enrulado, sus brazos y piernas cubiertos de tatuajes y su inmensa sonrisa, contrastaban abismalmente con mi presencia de esa noche. Le ofrecí algo de tomar, pidió agua y lo agradeció. Lo bebió de un saque de pie, en la cocina, mientras mis ojos la analizaban como si tuviese rayos X. lo notó y sonrió por ello. Me pregunta que si estaba nerviosa. Fingí demencia y le dije que no. “¿Vamos a la cama?”, me preguntó con una sonrisa que decía demasiadas cosas.
En la habitación, me pidió que me quitara la ropa. “¿Toda?”, le pregunté. Me dijo que podía dejarme la parte de abajo, cosa que hice. Me acosté boca abajo en el centro de la cama. La perdí de vista, pero sentía como iba y venía por la habitación, hasta que el tacto de sus manos en mis pies me hizo estremecer. “Tranquila, recién empezamos”, comentó. Me masajeó los pies untándolos en un aceite que, a medida que lo manipulaba, se sentía mas caliente. De a poco iba subiendo por mis piernas, deteniendo en cada zona. Desde el principio, mi cuerpo entró en un estado total de relajación que muy pocas veces había sentido antes. Al llegar a mis muslos, volvió a esparcir el aceite. “¿Cómo te sentís?”, me preguntó. “Como en una nube”, respondí tontamente. Me devolvió una sonrisa que, a pesar de no haber sonado, la sentí clavarse en mi nuca.
Sentí sus manos rosar varias veces mis nalgas, pero no se detuvo y subió hasta mi espalda baja. El calor ejercido por el movimiento de sus manos, aceitadas, con mi piel, me estaba haciendo sentir demasiado calor en todo el cuerpo. Sentí como mi respiración relajada del comienzo, comenzaba a alterarse. Ella lo notó y bajó la intensidad del roce de sus manos. Me pidió que esté tranquila, acariciándome el pelo. Error. Nada me calienta más que me acaricien el pelo. Estaba casi desnuda, indefensa, a merced de las manos de una desconocida que me hacía sentir demasiadas cosas. Se me hizo imposible no viajar en el tiempo hasta la noche en la que compartí esa cama con mi hermana y con mi cuñado. ¿Me estaba excitando? Confirmé esa duda al sentir como se montaba sobre mis piernas y me frotaba la espalda cada vez con mas intensidad. Iba de mis nalgas a mi cuello. Subía y bajaba. Hacia círculos con sus manos y con sus codos. La sensación de relajación se mezclaba de manera escandalosa con la excitación. Una bomba nuclear estalló adentro mío cuando sentí el roce de sus pechos desnudos moverse sabiamente por mi espalda. Una nueva y aún más potente explosión ocurrió cuando me susurró en el oído: “Martina, sos hermosa”, para inmediatamente correrme el pelo y besarme el cuello.
Comencé a arquearme débilmente, sintiendo todo el peso de su cuerpo sobre mí y su aliento muy cerca de mi oído. “¿Querés que pare?”, preguntó también en un susurro. “No, no”, fue lo único que atiné a decir. Siguió besándome suavemente. En un acto reflejo, comencé a mover la cabeza buscando su boca. No tuve que esforzarme tanto, ya que ella buscó la mía y me besó con un beso caliente y apasionado. Un instante después, dejó de montarme y me pidió que me dé la vuelta. Obedecí. Recién ahí noté la firmeza de mis pechos y la dureza de mis pezones. “Es increíble, cada minuto que pasa te pones más hermosa”, me dijo mientras volvía a montarse en mi cuerpo. Yo simplemente sonreí. Volcó aceite en mis tetas, luego en las suyas, y se agachó. Nos besamos mientras frotaba sus tetas con las mías. Estaban igual o más duras que las mías, por lo que temí que el roce, más el aceite, generara combustión y nos prendiéramos fuego. Sonreí y le conté este pensamiento, lo que la hizo largar una carcajada hermosa. En ese momento también sentí que ella se ponía más hermosa a cada instante. Su pelo era un revoltijo violentamente maravilloso de ver. Sus tetas, más grandes que las mías, parecían extraídas del catálogo de las maravillas del mundo. Sus ojos, negros y grandes, desprendían una luminosidad que solo imagino que puede existir en el infierno.
Se sentó sobre mi vientre y comenzó a embadurnarme y masajearme las tetas. Yo la tomaba de los muslos, acariciando y apreciando esa firmeza. Tomó una de mis manos y la llevó hacia una de sus tetas. La palpé con timidez, pero sentía la imperiosa necesidad de apretarla con fuerza, de estrujarla, de llevarla a mi boca. Y así lo hice, atrayéndola con fuerza por la cintura. La inmensa suavidad, sumada al delicioso sabor a frutilla del aceite, hacían de esa parte de su cuerpo, un manjar. Chupé una, luego la otra. Intenté comerme las dos a la vez, mientras perdía mis manos en su hermoso y desordenado pelo.
Ayudada por el aceite, se deslizó sobre mi cuerpo, hacia abajo. “Supongo que ya se te fue toda la timidez, ¿verdad?”, preguntó señalándome la tanga. Asentí sonriente, notando por primera vez que ella había estado desnuda todo el tiempo. Me la quitó con suavidad y maestría, como solo una mujer podría hacerlo. Hice el amagué de sentarme, pero puso una mano entre mis pechos y me dijo que no era el momento. Me abrió las piernas con delicadeza y puso un beso cálido y húmedo entre mis piernas. Se sentía como los besos que nos habíamos dado anteriormente, pero, esta vez, su boca y su lengua jugaban con mi clítoris. Chupaba increíblemente bien. Con una mano hundía su cabeza entre mis piernas y con la otra me masajeaba las tetas. Pocos minutos después, acabé por primera vez. Totalmente extasiada, la vi salir de ahí abajo, con la boca abierta llena de mis jugos. La tomé del pelo y la atraje hacia mí. Nos besamos, pasando todos mis jugos de su boca a la mía. Tragué yo, tragó ella, es lo que menos importa.
Estuvimos un rato besándonos y recorriendo nuestros cuerpos con las manos, sin ningún sentido. Me agarró una de mis manos y la llevó a su conchita. Sabía perfectamente qué hacer. Comencé a masturbarla, mientras ella me lo hacía a mí, sin dejar de besarnos. Un clic adentro de mi cabeza me llevó a pegar un salto y ubicar mi conchita frente a su cara, dejando la mía muy cerca de la suya. Hicimos un 69 hermoso, en el cual pude hacerla acabar por primera vez. El sabor de sus jugos era agridulce, totalmente delicioso. Me tomo por los brazos y me hizo sentar sobre su cara. Me chupó la concha y el culo de manera magistral. Otro clic en mi cerebro extasiado me hizo estirar la mano hacia el cajón de la mesa de luz. Ahí estaba mi gran amigo, “consu”. Lo chupé como si de eso dependiera mi vida, para luego meterlo con delicadeza en su concha. Al sentirlo, se arqueó casi de forma violenta y por poco me tira de la cama. Nos reímos mucho de eso. Luego me recosté sobre ella como instantes antes y volví a chuparle la concha, mientras la penetraba con mi consolador. Su respiración agitada mutó a gemidos de placer que me enloquecieron, por lo que volví a acabar en su cara. Nuestros gemidos parecían solo uno, rápido y sonoro.
Me tomó por la cintura, haciendo que abandone esa deliciosa posición. Se sentó sobre la cama y me pidió que me sentara frente a ella, lo más cerca posible. Nuestras conchas quedaron a escasos centímetros, casi rosándose. Entre ellas, puso mi consolador. Comenzó a moverse suavemente, con “consu” uniendo nuestras conchas. Imité su movimiento, aumentando el ritmo a medida que ella lo aumentaba. A pesar de que era la primera vez que, hacia eso, fue tan natura que sentía como si lo hubiese hecho siempre. Ella me decía que siga así, que no pare. Por momentos me tomaba de la cintura y nos besábamos, sin separar nuestras conchas ni dejar de movernos. Con esa pija dura uniendo nuestras conchas, volvimos a acabar, esta vez, en el mismo instante. Nos fundimos en un beso y en un abrazo que se sentía como si estuviésemos envueltas en llamas. Totalmente empapadas en sudor y en nuestros propios jugos, sin dejar de abrazarnos, caímos rendidas en la cama. Apoyé mi cabeza en su pecho, mientras su respiración agitada me hacía sentir muy feliz.
Salí del trancé cuando sonó su celular, el cual estaba sobre la mesa de luz. Lo tomó, leyó algo, respondió. “Tengo que juntarme con una amiga. Está cerca. ¿Le puedo decir que venga?”. Me pregunto. Me sentía totalmente agotada, sin fuerzas, pero con ganas de más. Ante mi silencio, volvió a hablar. “Es buena onda. Además, tiene un regalo para vos. Estoy segura que te va a encantar. ¿Le digo que venga?”. Como un autómata le dije: “Sí, pero rápido”.
Quince minutos después, llegó Abigail. Una rubia alta, con las tetas más hermosas que vi en mi vida. ¿El regalo? Lo traía entre las piernas: la pija más deliciosa que me comí hasta el día de hoy. Pero esa historia se merece un relato propio. Así que… hasta la próxima.