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Tiempo de lectura: 11 minutos

Regresamos con mi esposa a la ciudad que por muchos años nos albergó, principalmente para visitar viejas amistades y reconocer lo que una vez fue nuestro hogar. Volver allí, sin embargo, supuso revivir experiencias, aventuras y complicidades que marcaron nuestras vidas. Nuestra curiosidad por dar rienda suelta a nuestra sexualidad empezó en ese lugar y cada lugar recorrido trajo a nuestras mentes esas excitantes vivencias.

Estábamos caminando por el centro de la ciudad y, de pronto, en medio de la multitud que caminaba por la otra acera, la vi: Mariluz. Ella estaba distraída y no reparó en nosotros. Hemos cambiado bastante desde la última vez, así que era comprensible que no nos hubiésemos reconocido fácilmente en medio del gentío. Verla a ella, entonces, fue recordar nuestra historia en común.

Trabajábamos con Mariluz en el mismo lugar. Ella era secretaria y departía no solo conmigo sino con muchas otras personas, hombres principalmente. Y tratándose de una muchacha joven y bastante atractiva, tenía muchos admiradores y pretendientes. Lo que capturaba nuestra atención eran sus enormes senos, unas caderas proporcionadas y unas esbeltas piernas. Su cabello era negro azabache y disponía de una sonrisa permanente en su rostro y una conversación muy agradable. Era muy fácil entablar relación con ella.

En muchas ocasiones bromeábamos con ella, expresando frases de doble sentido detrás de las cuales hacíamos evidente nuestras intenciones de tener algún tipo de vínculo más allá de lo laboral. Para acabar de completar, ella se arreglaba muy coqueta y su actuar era sensualmente insinuante, así que más de uno, no lo dudo, quizá le propuso pasar de las palabras y las insinuaciones a la acción. Ella se sorprendía con nuestras manifestaciones, las rechazaba, pero parecía gustarle y disfrutar con esas situaciones.

Con el paso del tiempo decidió conformar una familia y se casó. En su nueva condición, claro, manteníamos la distancia para no generar situaciones incómodas o llegar a molestarla. Pero, en mi caso, conversando con ella de temas personales, pronto me di cuenta que su compromiso se dio de manera forzada y como una forma de salir de su casa y evadir situaciones que le resultaban inaguantables. En fin, parecía no disfrutar su matrimonio. No obstante, con su esposo, tuvo dos hijas.

Con el paso del tiempo y la convivencia propia en lo laboral, ella tuvo la oportunidad de verme instruyendo a personal subalterno sobre la naturaleza de las relaciones humanas y se interesó porque yo le hablará más sobre esos temas y le aclarará múltiples preguntas. Esa proximidad propició una relación mucho más cercana y de confianza, así que, más temprano que tarde, nuestra compañía se hizo un hábito. Todos los días nos encontrábamos y todos los días había una curiosidad para satisfacer. Y, de tanta proximidad, poco a poco nos hicimos imprescindibles el uno para el otro. Ella, sin embargo, mantenía la distancia y el respeto propio de subalterno a jefe.

Fui yo quien, con el paso del tiempo, sentí la necesidad de expresarle mi admiración y reconocimiento por su dedicación al trabajo. Pero en algún momento le escribí una carta donde le manifestaba abiertamente los sentimientos que ella me despertaba y mi gusto por permanecer junto a ella el mayor tiempo posible. Y esa declaración, en definitiva, cambió totalmente el sentido de la relación. A partir de ese momento su actitud hacia mi fue diferente. El compartir lo laboral y lo personal llevó a compenetrarnos muy íntimamente y creo que, la verdad, la amistad fue más allá y de alguna manera nos enamoramos.

Y, en esa nueva tónica, continuó nuestra relación. Nuestra comunicación se volvió más espontánea, abandonando la rigidez de las formas entre jefe y subalterna. Ella empezó a ejercer su feminidad abiertamente y ejercer su rol como mujer de manera evidente; se preocupaba por recordar mi agenda, por excusarme de antemano cuando era necesario, por atenderme con un café en los descansos, tal vez buscando la oportunidad de estar juntos con mayor frecuencia. En esos instantes nos olvidábamos del trabajo y conversábamos.

Yo puse mi atención en ella y mi interés estuvo orientado a procurar que ella progresara en lo personal, en lo social, en lo profesional y hasta en lo espiritual. Como resultado, ella promovía frecuentes espacios de conversación, que nos llevaron a pasar largas horas de conversación, principalmente dirigidas a que ella manejara de mejor manera su vida. Y, claro, esa intimidad llevó a que se despertara la curiosidad por explorar de todo. Había confianza, sí, pero se sabía que había limitaciones que impedían que los alcances de la relación se desbordaran para satisfacer las necesidades de uno y otro.

Ella despertaba en mí el deseo de aproximarme, acariciarla, besarla y poseerla, pero la relación laboral parecía interponer distancia para no incurrir en conductas inapropiadas y, menos aún, exponernos a ser vistos y ser materia de rumores y chismes, aunque, para aquel momento, yo creería que ya muchos sospechaban que algo había entre los dos así no hubiese existido ningún tipo de contacto. Ese proceso, tal vez lento, propició que el deseo de compartirnos físicamente fuera más intenso y que la oportunidad se diera en cualquier momento.

Parte de su trabajo incluía el manejo del inventario de un almacén de componentes aeronáuticos, de modo que todas las mañanas se encerraba allí para actualizar las existencias de acuerdo a las entradas y salidas que se habían producido el día anterior. Yo pasaba a saludarla y preguntarle si requería algún tipo de apoyo y siempre surgía allí alguna pregunta o algún comentario que hacía necesario que nos reuniéramos a comentar sobre el particular, lo cual hacíamos en las horas de la tarde, ya muy próximos a la hora de salida.

Y fue allí, en ese almacén, donde, en alguna ocasión, ella se atrevió a aproximarse a mí y darme un beso en la boca. Y fue un beso raro, porque ella apretó sus labios contra los míos, pero su boca permaneció cerrada y nunca nuestras lenguas se tocaron. Yo no forcé nada y permití que ella me abordara a su manera. Me dio la impresión de que nunca antes había besado a alguien como yo lo conocía. Y quedé con la duda. ¿Sería que su aproximación fue muy tímida y no quiso que yo pensara mal de ella? O, de verdad, ¿Sería que ella no había experimentado un beso de verdad? Me causó curiosidad aquello porque siendo una mujer casada, y con dos hijas, pensé que ella sabía cómo comportarse con un macho.

Después de aquello los saludos en aquel almacén, a solas y distantes de cualquier mirada curiosa, se volvieron frecuentes. El beso, ese beso, se volvió un hábito, y jamás me atreví a mostrar sorpresa. Por el contrario, le hacía ver mi profundo agrado y satisfacción por aquella caricia, y nunca mostré desagrado o rechazo. Y traté de ser considerado y respetuoso en nuestros encuentros, evitando mostrar las ganas de aprovechar la situación e ir más allá en nuestras caricias. Realmente lo quería hacer, pero, por alguna razón, me abstenía.

Pero, en algún momento, le pedí que me dejara instruirla. Ella aceptó. Y, en consecuencia, le indiqué que se dejara llevar paso a paso y que, para no entrar en pánico, cerráramos los ojos y simplemente nos dejáramos llevar por el momento. Y así lo hicimos. Nos abrazamos, pusimos nuestros rostros en contacto y aproximando mi boca a la suya, le pedía que abriera un poquito sus labios. Ella así lo hizo y yo, con mucha delicadeza, roce sus labios con mi lengua, muy despacio, mientras con mis brazos apretaba su cuerpo contra el mío, y procedí a explorar su boca para encontrarme con la suya. Eso pasó muy rápido y ahora sí aquello fue un beso diferente.

A ambos nos corrió electricidad, porque nuestros cuerpos quisieron fundirse en uno solo allí mismo. Ella besó como quizás nunca antes lo había hecho y su gesto me enterneció y me excitó. Ella se dio cuenta. Así que aquel beso se extendió por muchos minutos. Mis manos acariciaron su cuerpo, sus muslos, sus caderas, sus nalgas y sus deseados senos. Cada contacto aumentaba la intensidad de su beso y daba la impresión de nunca querer acabar aquello. Ella, por el contrario, aparte de besarme, solo se limitaba a dejarse llevar por el momento y sus circunstancias. Fui yo quien interrumpió el momento. Ella no abrió los ojos en ningún momento, así que, al darme cuenta, suavemente separé mi boca de la suya y suavemente le dije: Mariluz, ya puedes abrir los ojos.

Ella así lo hizo y su rostro expresaba una inmensa alegría y emoción. ¿Te gustó? Le pregunté. Y, sin decir palabras, asintió afirmativamente con su cabeza. Unas lágrimas corrieron por sus mejillas, así que la abracé y me quedé allí, junto a ella, sin hacer nada más diferente a hacerle compañía y compartir con ella sus emociones y más internos sentimientos. Al rato, debido a que notamos proximidad de personas a aquel almacén, aquel instante eterno terminó. Más tarde hablamos, dije, y me despedí.

Ese más tarde no llegó aquel día, ni al día siguiente, ni al otro día. Se vino el fin de semana y solo pudimos volver a vernos hasta el lunes siguiente. Y, cuando la vi de nuevo, la traté con cariño, pero para nada sugerí proximidades impetuosas y situaciones como la vivida la semana anterior. Ella, volviendo a la rutina de siempre, me preguntó algo de su vida privada y quiso que la aconsejara al respecto. La curiosidad surgió porque su marido le había hecho un comentario y ella no supo cómo reaccionar. En consecuencia, quería consejo sobre cómo proceder.

Su marido le había preguntado si ella estaba saliendo con alguien. Me parece normal, le dije, porque si ella estuvo tan contenta toda la semana, como aquel día en que nos besamos, era apenas lógico que su marido notara ese comportamiento y que, ante la incertidumbre, le preguntara. Lo raro, opinaba yo, era que el motivo de su felicidad fuera otra persona y no otra situación. ¿Qué le contestaste? Solo le dije que eran cosas de mujeres y que simplemente se sentía contenta. Y cómo reaccionó, pregunté. No quedó muy convencido, pero, ni modo. Él es él y yo soy yo. ¿Y acaso no han estado juntos esta semana? No, dijo ella. Yo en lo mío y él en lo suyo. No pregunté más…

El beso aquel se volvió el saludo de bienvenida cada vez que entraba a saludarla en aquel almacén. Y no pasó mucho tiempo para que sus conversaciones tocaran temas más profundos y comprometedores. ¿Es posible que uno esté con un hombre y no sienta nada? Sí, le había respondido, puede ser posible. ¿Por qué lo preguntas? Porque tú y yo no hemos estado juntos, pero lo que sentí cuando nos besamos jamás lo he sentido con mi marido. Bueno, me ruboricé, me alegro por ti, pero no me parece normal escuchar eso, más aún cuando llevas años casada y tienes hijos con él. Si, respondió ella, pero esa es la verdad. Entiendo. ¿Y qué quieres hacer ahora? Quiero estar contigo.

El momento, postergado por muchas razones, finalmente llegó. Teníamos limitaciones, sin embargo. Ninguno de los dos podría llegar a su casa después de las 7:00 pm sin despertar sospechas, así que aprovechamos un viernes, en la jornada de práctica deportiva propia de la rutina donde trabajábamos, para literalmente perdernos. Quedamos de dejarnos ver en traje de deportes e ir hacia los campos deportivos, separándonos convenientemente y alejarnos de allí para vernos en el centro de la ciudad. El plan funcionó y al poco rato yo la estaba recogiendo. Bueno, dije, ¿a dónde vamos? Tú sabrás, respondió. Bueno, comenté, los sitios que me han referido quedan cerca de donde tú vives. ¡Perfecto! Comentó. Vamos para allá, entonces.

Al poco tiempo estábamos entrando a un lugar llamado “El rincón del deseo”. Yo me sentía un poco raro entrando ambos a aquel sitio en pantaloneta y tenis. Pero eso no fue impedimento para que nos ubicáramos en una habitación bellamente decorada y con una gran cama rodeada de espejos. Instalados allí, uno frente al otro, en principio, no sabíamos cómo proceder. Me atreví, entonces, a aproximarme a ella y besarla con mucha ternura, como lo había hecho días atrás. Y aquello fue el detonante. Nos quedamos besándonos con mucha pasión, permaneciendo de pie, a un costado de la cama. La intensidad del momento llevó a que yo introdujera mis manos dentro de su pantaloneta para poder acariciar sus tan deseadas nalgas y, un poco después, mis manos inquietas se movilizaran por su silueta y llegaran a sus ansiados senos.

La aventura ya estaba en marcha. Ella seguía allí, sin hacer otra cosa que disfrutar de ese profundo beso y esperar a ver qué hacía yo. Así que, sin dejar de besarnos, poco a poco empecé a desliza su pantaloneta hacia el suelo, seguida prontamente por sus pantis. El contacto de mis manos con su piel me excitó sobremanera y pude sentir cómo su piel se erizó cuando empecé a desnudarla. Ella seguía besándome, aferrados sus brazos a mi cuello. La pantaloneta y sus pantis, cayeron al suelo sin dificultad una vez se alejaron de sus caderas. Cayeron por su propio peso. Y, después de aquello, me concentré en soltar su sostén y acariciar sus senos. ¡Qué delicia!

Señora Mariluz, dije, me das permiso de quitarte la camiseta. Sí, dijo ella. Así que nos separamos unos instantes. Ella levantó sus brazos y yo, con mucha habilidad y rapidez, levante su camiseta por encima de su cabeza, quedando desnuda frente a mí, tal como muchas veces lo había imaginado, vestida tan solo con sus tenis. Era muy cómica la imagen que de nosotros se proyectaba en los espejos. Volvimos a abrazarnos y besarnos, pero ahora su cuerpo estaba a mi disposición para acariciarla con toda libertad. Cómo estaba disfrutando de aquel momento. Era un sueño hecho realidad.

Hice el amagué de quitarme mi camiseta, pues consideraba que debíamos estar ambos desnudos, pero ella lo impidió. Así que seguí besándola y acariciándola con entera libertad. Sin embargo, dije, Señora Mariluz, acariciarte me tiene a mil revoluciones por minuto, y quisiera que mi cuerpo estuviera en contacto con el tuyo, porque a esta hora me estoy sintiendo un poco incómodo así vestido. Ella, entonces, sonriéndose, me dijo, acuéstate. Y así lo hice. No hagas nada, comentó. Déjame a mí sola. Okey, respondí.

Ella, entonces, se colocó encima de mí, apoyados sus brazos en la cama. ¡Quítate la camiseta! Me instruyó. Como ordene mi señora, le respondí, y rápidamente me despoje de la prenda. Ella, entonces, dejó caer su cuerpo sobre el mío y volvimos a besarnos. Quise volver a acariciar su cuerpo, pero reaccionó de inmediato diciéndome, te dije que no hicieras nada. Déjame a mi sola. Okey, respondí. Dime qué hago, entonces. Tu tranquilo, respondió. Y siguió encima de mí, besándome, juntando sus manos con las mías, llevando mis brazos a los costados. Su cadera empezó a moverse adelante y atrás sobre mí, y, al parecer, estaba masturbándose con mi cuerpo. No soltaba ningún sonido, solo me besaba al ritmo de sus movimientos y apretaba mis manos.

Poco después empezó a deslizar su cuerpo hacia abajo hasta que su rostro quedó a la altura de mi sexo. Y, estando allí, bajó mi pantaloneta y pantaloncillos para liberar mi pene que estaba recto y endurecido. Pareció maravillarse al verlo así y, tomándolo en sus manos, casi de inmediato lo llevó a su boca y empezó a chuparlo con mucha delicadeza, sin dejar de mirarme y dejar de sonreír, como si estuviera logrando algo inalcanzable en su vida. Su forma de hacerlo, sin embargo, me daba chispazos de excitación, lejos de hacerme llegar al tope, pero era una delicia verla ensimismada en lo que estaba haciendo, lo cual perpetuó por largo tiempo.

Yo, inmóvil como estaba, tan solo atinaba a observarla. ¿Así era como lo habías imaginado? Le preguntaba. Sí, contestaba ella, mientras seguía concentrada en chupar y chupar mi pene como un bombón. ¿Y qué seguía en tu película? Ya falta poco, me dijo. Tu tranquilo. Al rato, entonces, se incorporó, terminó de retirar mi pantaloneta y volvió a colocarse encima de mí. ¿Ya puedo hacer algo? No, quédate tranquilo. Y, entonces, tomó mi pene en sus manos y lo acomodó a la entrada de su vagina, descolgando su cuerpo sobre él. Lo hizo con cuidado, muy lentamente. Sentí su sexo bastante húmedo y la penetración fue fácil, sin dificultad.

Y así, cabalgándome, ella empezó a agitar su cuerpo, moviendo sus caderas al compás de las sensaciones que experimentaba, a veces adelante y atrás, a veces a los lados, a veces echaba su cuerpo hacia atrás y a veces se venía hacia adelante. Al final volvió a juntar sus manos con las mías, colocando mis brazos estirados por encima de mi cabeza, inclinándose para besarme sin dejar de mover sus caderas. Su respiración era entrecortada. Y ese beso, al parecer, fue el disparador de su orgasmo, porque apretó sus piernas contra mi cuerpo y se quedó inmóvil sobre mí, sin dejar de besarme, para relajarse poco a poco, quedándose un tanto adormecida por un rato.

Pasados unos minutos, ella, por su propia iniciativa, se situó a un lado de mí, boca arriba. Yo me volteé hacia ella, abrazándola por su torso. Bueno, Señora Mariluz, ya pudiste calmar fiebre. ¿Te gustó? Sí, respondió. Espero que lo que has hecho haya respondido a tus expectativas. Sí, me gustó. Así lo quería. Bueno, dije, pero a mí no me has dejado hacer lo que yo quería. Ambos nos reímos. Pues, dale, dijo. Yo disfruto estando cerca de ti, respondí mientras la abrazaba, y solo imaginaba estar abrazándote como lo estoy haciendo ahora, pero me gustaría devolverte el goce que tú me has proporcionado. Y, diciendo y haciendo, me coloqué sobre ella y empecé a besar su cuello, sus hombros, sus senos, su ombligo y sus caderas para finalmente llegar a su sexo.

Señora Mariluz, ¿me puedes hacer un favor? Sí, dijo ella. ¡Abre tus piernas! Y lo hizo de inmediato. Y así, teniendo su sexo a mi alcance, me dediqué a lamer sus labios vaginales y su clítoris, introduciendo mis dedos para estimular el interior de su vagina y procurarle excitarla al máximo. Le miraba de reojo a su rostro para ver sus reacciones, pero la profusión de flujos en su vagina bien pronto me hizo percibir que estaba en la cúspide del placer. Yo prácticamente estaba sorbiendo sus flujos, así que decidí terminar lo empezado y seguir trabajando allí. Empezó a gemir tímidamente y a presionar sus caderas contra mi cara y, casi al instante sentí que sus manos se aferraron a mi cabeza, llevándome a profundizar mi trabajo en su húmedo sexo.

Seguí insertando mis dedos en su vagina, presionando hacia arriba rítmicamente, sin dejar de lamer, una y otra vez su clítoris. Y después de tanta perseverancia en la maniobra, aquel esfuerzo pareció dar sus frutos. Sus piernas se abrieron, sus caderas empujaron hacia arriba y contorsionando su cuerpo, emitió un sonoro uuuichhh… ya, ya, ya… muchachito, dijo… ya está bien. Me incorporé para besarla apasionadamente, dándole a probar el sabor de sus fluidos. ¡Estás muy excitada Señora Mariluz! Y, mirándome con una expresión de alegría en su rostro, asintió afirmativamente. Quiero sentirte dentro de mí, dijo ahora.

De modo que apunté mi arma a su vagina y le penetré. Mi pene entró sin dificultad. Su vagina estaba tan lubricada y húmeda, que me pareció que mi pene era pequeño para aquel excitado y cálido recipiente. Señora Mariluz, por favor, dime que disfrutas este momento. Sí, respondía ella. De manera que yo seguía embistiendo su sexo con gran intensidad, empujando con ritmo frenético mi cuerpo contra el suyo. Poco después me arrodille, levantado sus piernas, para que mi penetración fuera más profunda. Y seguía empujando. Ella empezó a gemir de nuevo, así que aceleré mis embestidas hasta que ya no pude aguantar más y, previendo lo inevitable, le dije.

Oye, me vengo, me vengo, anuncié, mientras aceleraba más y más mis movimientos. Aayyy, dijo ella, en el momento mismo en que sentí que eyaculaba sin control. Y sacando mi miembro de su vagina, el chorro de semen cayó sobre su vientre. Me dejé caer sobre su cuerpo, arropándola con el mío. Qué feliz me has hecho, dije. Esto lo debimos haber hecho hace tiempo, pero valió la pena esperar. Sí, mi muchachito, dijo ella, lo hiciste bien. Estoy muy contenta. Me siento agotada, pero muy feliz. Y así nos quedamos un buen rato, dormitando el uno sobre el otro, recuperándonos del esfuerzo.

Pasó un buen rato antes de despertarnos. Me coloqué a su lado, la abracé y la besé de nuevo. Ella respondió gustosamente, así que seguimos allí, tendidos en la cama, lado a lado, besándonos y acariciándonos como al principio, pero sin agite, sin premuras, sin apuros. El tiempo había pasado y la hora de partir era inminente, porque teníamos que llegar pronto a nuestras casas para no despertar incertidumbres sobre nuestro paradero. ¿Mary, nos bañamos juntos? Dale muchachito, dijo. Y diciendo y haciendo nos dirigimos al baño, abrimos la ducha y nos metimos bajo el agua mientras seguíamos en la tónica de besarnos y acariciarnos, como no queriendo que aquello terminara.

Al salir del baño alcance su ropa para vestirnos de nuevo y, ya listos, solo quedaba dejar aquel sitio y volver de donde veníamos. La llevé hasta muy cerca de su casa, porque ella prefirió llegar caminando como de costumbre. Y no quería correr el riesgo de encontrarse con su marido y que constatara que realmente estaba viéndose con otro hombre. Así que la dejé donde me indicó y, esta vez, ya no hubo besos en la despedida; solo un cálido hasta luego Mariluz, la pasé muy rico. Yo también, dijo ella, nos vemos el lunes. Okey, dije, trae de nuevo tu pinta deportiva. Ambos sonreímos y finalmente dimos por terminada nuestra cita.

Ha pasado mucho tiempo desde aquella vez y Mariluz, al otro lado de la calle, camina entre la gente, concentrada en lo suyo, sin percatarse que su amante en otra época está muy cerca. Las cosas son diferentes ahora, pero los recuerdos de mis amores con ella revivieron en instantes y toda la película de nuestra aventura pasó por mi cabeza. Me despedí mentalmente de ella mientras la veía alejarse. Tan cerca, pero tan lejos. ¡Adiós! Mariluz.

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