La vorágine de los últimos acontecimientos que, de alguna manera, siempre tienen relación con el desenfreno sexual de mi madre, me hizo rememorar un acontecimiento que ya tenía medio olvidado. Es que, claro, comparado con las últimas experiencias familiares -sus folleteos con un empleado, con su sobrino, con el tatuador, con la novia de su cuñado…-, lo que ocurrió aquel día no muy lejano casi es un cuento infantil.
Aquel cumpleaños me quedé sin regalo. Ni una miserable tarta para apagar las velas. Así fui castigado por las malas calificaciones obtenidas aquel trimestre. Mi madre se puso histérica, me retiró la computadora de la habitación y solo me permitía utilizar el celular cuando salía de casa, controlándome el saldo de las llamadas. En realidad, lo que le fastidiaba a ella es que sus amigas de peluquería presumiesen de las buenas notas de sus hijos, que eran compañeros míos.
Tal fue mi enojo de no poder compartir un día de fiesta con mis amigos que, a falta de computadora para mis inevitables pajillas en las páginas porno, urdí una venganza pueril que ahora, pasado un tiempo, considero ridícula, pero que aún me hace reír para mis adentros. Pues resulta que aquella masturbación de cumpleaños se la dediqué a mi querida mamá en el cuarto de baño. Estaba en plena faena sentado en el inodoro, con los pantalones y slip por los tobillos, todo espatarrado pensando en sus magníficas tetas, su culo respingón y sus labios carnosos y sensuales, cuando reparé en la cesta de la ropa sucia. Metí la mano y empecé a quitar prendas: calcetines, pañuelos, un sostén de mi hermana (tetitas pequeñas)… y una braga de mamá. Mi polla se puso aún más dura. Llevé a la nariz la parte que roza el coño: olía a gloria. Me la imaginé follando con papá cuando la escuchaba gemir de placer tras la puerta de su dormitorio. Pero también fantaseé que lo hacía con otros hombres. Y conmigo. Deseaba emputecerla, tal era mi enfado por el castigo que me había infligido. Y en esas estaba, pajeándome como un mono en el zoológico al tiempo que olfateaba aquella pantaleta color carne. Pero la cosa no iba a acabar así.
Me percaté en el borde de la bañera su botella de gel de baño, de uso exclusivo para ella. "Leche súper hidratante con fragancia de azahar para dejar su cuerpo como la seda", rezaba el recipiente. "Pues te va a quedar el cuerpo todavía más suave, bonita", pensé sin dudarlo dos veces. Saqué el gran tapón de la botella y observé que estaba mediada de body-milk. Retomé mis fantasías con mamá procurando cargar bien los huevos. Imaginé su concha jugosa taladrada por desconocidos, un buen cipote negro, mi profesor de gimnasia, mis amigos, yo mismo… A punto de correrme, metí la polla en la boca de bote y descargué toda mi lefada dentro. Luego batí bien la mezcla y cerré el recipiente.
Solo pensar que en su próxima ducha se iba a embadurnar cuerpo y panocha con mi semen hizo que me excitara de nuevo y volví a masturbarme. Mientras colocaba el frasco en su sitio leí otra vez la etiqueta y no pude evitar carcajearme: "Leche súper hidratante con fragancia de azahar para dejar su cuerpo como la seda".
Llegada la tarde de aquel infausto cumpleaños mío, papá de regreso del trabajo convenció a mi madre para que, al menos, toda la familia disfrutase de una sesión de cine, que ya era suficiente el castigo de quedar sin regalo ni fiesta. A regañadientes, mamá consultó la cartelera. No le convencía ningún título hasta que mi hermana intervino:
-Esta, que trata de la lucha entre espartanos y persas dicen que está muy bien, que tiene unos magníficos efectos especiales.
-¿Espartanos y persas? -inquirió mamá-. ¡No será un insufrible western con tiros y flechas por todas partes!
-¡Qué va! -añadí yo-. Se parece más a los filmes de romanos y gladiadores.
Mamá dio el visto bueno, sin siquiera consultar con mi padre. En realidad, a él ni le iba ni le venía, porque sus gustos iban por otro lado. En su oficina del garaje, además de las cajas de condones, le había descubierto un buen montón de revistas porno, así que lo suyo eran tetas y culos. Y buenas conchas peludas o rasuradas, que en la variedad está el gusto.
La película no debía estar nada mal, pues apenas quedaban billetes. Tuvimos que conformarnos con asientos separados, dos butacas en la penúltima fila y, justamente detrás, otras dos. Mi hermana y yo ocupamos las de delante, hicimos un buen avituallamiento de palomitas y un refresco y nos dispusimos a disfrutar del filme.
-No sé porqué nos han dado estos asientos -protestó al poco mi hermana-. Hay butacas vacías por toda la sala.
-Sí -respondió mi padre-. Pero no hay dos juntas, y menos cuatro.
-Pues yo desde aquí veo mal. ¿Puedo irme para allí adelante?
-Toda esta fila nuestra también está desocupada, solo estamos tu madre y yo -respondió papá.
-¡Claro, porque es la peor, es la última del cine! -protestó la nena, que comenzaba a seguir los pasos de su madre: caprichosa y protestona.
-Déjala cambiar de sitio -terció mi madre, a la que parecía empezar a gustarle la película. Quizás aquellos torsos sudorosos, la musculatura y los paquetes que se marcaban en las entrepiernas de los espartanos empezaban a gustarle…
Cuando facilité la salida de mi hermana para en la oscuridad ir a buscar acomodo en una fila con mejor visión, observé que un hombre fornido y tosco se sentaba junto a mi padre. Tendría unos treinta y tantos años, alto y con aspecto de operario recién salido de su trabajo, despedía un ligero olor a sudor pero soportable. Llevábamos unos veinte minutos de proyección cuando escucho decir a mi padre:
-Esta película es una mierda. Los actores parecen salidos de un cómic. No hay más que sangre y músculos. Os espero fuera a que termine esto, así aprovecho para hacer algunas llamadas telefónicas y fumar un cigarrillo.
Me estaba gustando la película. Un puñado de intrépidos espartanos se iba a enfrentar a todo un ejército, luchando por su civilización y libertad. Estoy emocionado con la original versión de los trescientos valientes, cuando observo que sigilosamente el hombre recién llegado ha pasado a ocupar la butaca de mi padre, que se ha sentado junto a mi madre…
Un leve rozamiento de rodilla sin que mi madre se opusiese o se separase permitió al desconocido llegar a la conclusión que aquella hembra, de mediana edad, rechoncha, con buenos pechotes, oliendo divino y con falda corta quería tema. Dio un paso más y posó su mano en la rodilla de mamá; ella se dejó hacer. Le subió ligeramente la falda y con su mano vigorosa y áspera le alcanzó las bragas. Mamá separó ligeramente las piernas. El hombre alcanzó la concha. Trató de introducir un dedo bajo la pantaleta, pero esta estaba muy apretada. Tuvo que limitarse a presionar un dedo en la raja por encima de las bragas, luego dos. La muy zorra se abrió todavía más: quería que el hombre le alcanzara sin dificultad el clítoris y poder así disfrutar mejor del momento. Escuché un resoplido; mamá empezaba a gozar. El desvergonzado empezaba a imprimir más ritmo con sus ágiles dedos, sin importarle que un asiento más adelante estaba el propio hijo de aquella facilona. Pero fue más lejos todavía.
El rudo operario -fontanero, electricista, pintor de brocha gorda… o vaya usted a saber qué, pero que sabía que aquella mujer estaba recaliente por el espectáculo de la pantalla- no estaba dispuesto a desaprovechar aquella oportunidad única. Llevó la mano de mi madre a su entrepierna para que comprobase su estado de excitación y el tamaño de su verga a punto de explotar bajo sus pantalones de trabajo. Mamá palpó aquel miembro grande y duro y sin mayor esfuerzo dedujo que era muy superior al de su marido, lo que todavía la excitó más (¡Pobre papá echando un cigarrito y cerrando negocios en el hall del cine!).
No lo dudó un minuto. El tiempo jugaba en contra, la película tenía una duración limitada. Bajó la cremallera del pantalón del hombre y liberó aquel pollón erecto y ya babeante. Empezó a masturbarlo lentamente, más pendiente de mí por si me daba cuenta de lo que estaba ocurriendo unos centímetros más atrás que de lo que ocurría en la pantalla. Viendo la calentura de la hembra, que recorría con deleite el miembro desde el glande hasta los cojones, el desconocido la agarró por el cuello con la intención de que le hiciese una felación, pero ella calibró los riesgos y lo descartó.
El hombre, ciego por el calentón, no cejó en su intento de alcanzar con sus dedos la panocha caliente y jugosa de mamá pero las bragas se lo impidieron una vez más. Aun así logró continuar fácilmente con la masturbación pues los jugos vaginales le permitían una buena dedada. El coño estaba hinchado y el clítoris parecía una pijita erecta. El hombre conocía el arte de la paja femenina y controlaba inteligentemente las pausas y los refriegos; sabía cuándo tenía que apretar con fuerza toda la vulva hasta hacerla estremecer. En medio del estruendo de la batalla de las Termopilas mamá orgasmeó como una cerda al tiempo que el hombre se corría con los bombeos de la manita ensortijada con el anillo de casada de ella, de tal manera que las ráfagas de su lechada impulsada con tal fuerza alcanzó el asiento que llegó a ocupar mi hermana.
-¿Qué tal? ¿Os gustó la película? -nos preguntó mi padre que aguardaba en la salida.
-Preciosa -dijo mi hermana.
-¡Me encantó! -dijo mi madre.
-¿Y a ti, Álex, te gustó? Recuerda que hemos venido al cine por tu cumpleaños.
-Papi -le respondí-. A mí me gustó más que a nadie. Tenemos que venir con más frecuencia al cine todos juntos.
A medianoche me levanté de la cama. Tal era el grado de excitación, tal era la lujuria que me dominaba por lo ocurrido aquella tarde en el cine, que no era capaz de conciliar el sueño. Me había matado a pajas rememorando la infidelidad de mi madre con un desconocido en la oscuridad de la sala. Fui al baño a refrescarme la cara y beber un poco de agua. De la cesta de la ropa para lavar sobresalían unas braguitas de encaje blanco. Las cogí. Eran las pantoletas de mi madre. Tenía marcado en la entrepierna, justo donde está la concha, casi a punto de romperse la tela, los dedos de aquel hijoputa que la había masturbado hasta la saciedad y la había hecho gozar como una perra.
Los fluidos vaginales aún impregnaban la zona, abundantes y olorosos, tanto había sido el placer que había experimentado la muy puta. Llevé aquellos jugos a mi boca y los lamí con delectación. Volví a empalmarme, las pelotas ya me dolían de tanto meneármela, pero aun así saqué por enésima vez un potente chorro de leche y empapé las bragas de la madre que me parió.