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Lluvia en Madrid
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Cuando me levanté de la siesta, miré por el balcón de la habitación del hotel, comprendí que iba caer tela de agua. Tardes de verano, ya se sabe que pasa con las tormentas y sus aguaceros intensos a la vez de imprevistos. Por suerte, mejor por precaución, siempre pongo en la maleta un chubasquero eficaz para estos golpes de agua que duran un momento. No sólo es la prenda impermeable, suelo acompañarlo con botas perfectamente preparadas para evitar que calen, nada mejor que una buena capa de grasa de caballo, por si fuera poco, un inmenso sombrero. Ya saben pacientes lectores, como esos personajes de algunas películas del Oeste, y especialmente entre los malos.

Cuando abandoné el hotel, concretamente el madrileño Palace, salí con todo el pertrecho, hasta el conserje me miró desafiante como un fatal agorero. La noche se anunciaba, estaba oscureciendo, empezaban a encenderse las farolas, me encaminé a ritmo de paseo por Carrera de San Jerónimo hacia Puerta de Sol con la intención de comer algo y beber también, el estómago me estaba anunciando cierta gusa. Lo típico, ya saben, picar por aquí y por allí, algunas pichorradicas bien regadas con su correspondiente Rioja. Empezaron los primeros truenos, rayos y relámpagos que anunciaban la proximidad de la manta de agua. La verdad es que no me apetecía seguir por aquel barrio, que se iba despoblando al ver la que se avecinaba y la hora que era. Así que tomé la decisión de ir acercándome hasta el hotel poco a poco, y si fuera necesario ya haría alguna que otra parada para refrescar el gaznate y seguir dándole al comercio y el bebercio.

Cuando estaba dando cuenta de media ración de ibéricos en La Taurina en mi camino de retorno, empezó a caer todo lo que no estaba en los escritos. Agua toda la del mundo, con ganas, prometiendo que duraría bastante hasta que escampara. Subiéndome el cuello del chubasquero y en plan chiquillo pisando charcos adrede, reinicié el camino de vuelta para el hogar hotelero. En el trayecto miraba como la gente quería resguardarse en portales o debajo de los salientes de los edificios.

Al llegar a la puerta del hotel y justamente enfrente había un andamio y se arremolinaba la gente para protegerse de la lluvia, en aquel momento era ya un exagerado diluvio total. Seguía con mi desafío, tan chulo con mi sombrero, las botas y el impermeable. Mirando al personal en un momento mis ojos se cruzaron con otros, sonando en mi cerebro un chasquido, ojo, a esa chica la conoces. Era cierto, es de mi pueblo y nos habremos cruzado mil veces por la calle con un hola o un adiós. Su mirada me pedía caridad, o ayuda, échame una mano, o un no me abandones.

Me acerqué hasta ella, con andares de salvavidas y más chulo que el ocho punteras

—Hola, tú eres de mi pueblo, te conozco de vista.

—Sí, de vista, mira como estoy, me parece me va a dar un jamacuco, me está escurriendo el agua por las piernas.

Sabía que se llamaba Mónica, pues la había espiado en Facebook porque tenía algo, un no sé qué, que me llamaba la atención. Su estado en ese momento era lastimoso, el pelo totalmente mojado, chorreando al igual que su ropa, parecía que se había arrojado vestida en alguna acequia. Ella tiene unos ojos claros, de un color no muy definido, prevaleciendo un verde claro, muy hermoso. Es baja de estatura, diría que sobre el metro sesenta, muy delgada, sin grandes curvas y un pecho pequeño, que naturalmente no se le cae, ni se le caerá. Sin contar las apetitosas nalgas que me parece te piden el sóbame. Treinta y muchos diría que es su edad, nunca lo pregunté, ni lo pregunto. Ya saben como son estas cosas.

Su camiseta la tenía totalmente empapada y adherida al cuerpo, destacando unos pezones marcados y tiesos por la lluvia fría y el nerviosismo de la incomodidad. Llevaba unos pantalones claros, tipo leggins, muy ceñidos pegados al cuerpo; no me paré a mirar con detenimiento. Un bolso en bandolera, su mano sujetaba una maletita con ruedas. Apenas llevaba maquillaje, algo de rímel que iba escurriéndose desde los ojos al principio de las mejillas, que ella intentaba controlar con un pañuelo de papel. Los labios carnosos y perfilados, daba la sensación, por momentos, que empezaban a coger un color morado, su cuerpo menudo empezaba a moverse con cierta tiritona.

—¿En la maleta llevas ropa seca? —pregunté.

—Sí, hoy empezaba mis vacaciones aquí en Madrid, la idea era alojarme en el apartamento de una amiga, me ha llamado hace nada comunicándome que viajaba urgentemente para Galicia, su padre había tenido un accidente laboral ¡Ya ves, menudo día!

Agarré su mano que estaba helada, estaba temblorosa y empezaba, ella misma a encorvarse, su situación era de asustar. En ese mismo momento tiré de ella, casi corriendo, crucé la calle hasta la puerta de entrada del hotel. Una vez en la recepción me encaminé hasta el ascensor tirando de ella, según transcurría el tiempo más se temblaba y los labios se tornaban a un morado feo. Llegamos hasta la habitación que me costó abrirla por la situación que nos encontrábamos.

—Voy al baño a prepararte una ducha caliente, vete quitándote la ropa, o mejor espero y lo haces en el cuarto de baño para evitar poner de agua perdido toda la estancia, y cuidado al entrar en la ducha no te escaldes.

Mónica quedó detrás de mí, solamente emitió un sonido gutural inteligible que no supe entender. Cuando calculé que el agua estaba a la temperatura correcta me giré para que entrara al cuarto. Pero seguía vestida, encogida y temblorosa.

—Quítate la ropa mientras busco un albornoz —la dije.

—No puedo moverme, es imposible —mientras sus dientes castañeaban de manera incontrolada.

—Está bien, te ayudo, no queda otro remedio.

Tiré de su camiseta hacia arriba a la vez estirando sus brazos, ella apenas tenía fuerza para tenerse en pie. Al sacar la prenda como pude su sujetador se deslizó para arriba, dejando a la vista sus menudas y bien puestas tetas. En el centro unos pezones tiesos y duros, por el efecto del agua, la aureola muy oscura, pequeña y bien delimitada. Mantenía sus ojos cerrados, sus movimientos eran torpes y descontrolados. Me arrodillé delante y solté las tiras de las sandalias, por el efecto del agua habían quedado para el arrastre. Sus pies eran proporcionados a su altura, perfectos sin defectos ni protuberancias. Fui bajando sus pantalones evitando arrastrar con ellos la ropa interior. Estaban empapados siendo muy complicados bajárselos para extraerlos. Allí delante estaba sólo con un tanga blanco simple, sin ninguna concesión a la fantasía, un servidor de rodillas delante de ella, que seguía manteniendo sus ojos cerrados. Puse delicadamente mis dedos en las tiritas del tanga con ánimo de bajárselos, en una operación sutil por si hubiera alguna señal de rechazo. No la hubo. Al terminar la operación y sacar la prenda por los pies, elevé la vista a la entrepierna, su pubis estaba ralo poco poblado, no rasurado. Era como una pelusilla muy sexy que daba la sensación de niña traviesa que empieza a descubrir la vida.

—¡Venga, a la ducha! Cuidado no te escaldes para terminar el día.

La ayudé advirtiendo que tenga cuidado de resbalarse. A continuación, cuando observé que controlaba la situación acerqué un bote de gel y marché para el dormitorio.

—Tú me avisas cuando termines para ayudarte.

Después de un rato, no recuerdo cuanto, con voz debilitada anunciaba el final de la ducha. Me acerqué con una gran toalla blanca y la cubrí totalmente, a la vez frotada su espalda, hombros y espalda mientras ella secaba su hendidura íntima y piernas. Dándose la vuelta se percató que estaba recogiendo del colgador un enorme y acogedor albornoz, ella misma dejó caer la toalla a sus pies.

Abrazada la llevé hasta la cama apartando el edredón. Se recostó y de manera delicada la tapé.

—Descansa Mónica, voy hasta la cafetería para conseguirte algo caliente para arreglarte el cuerpo, aunque no lo necesites.

Ella mostró en su cara media sonrisa de agradecimiento cerró los ojos y acurrucándose entre las sábanas se durmió plácidamente. Con un caldito caliente me presenté en la habitación al poco rato, seguía dormida, su cara reflejaba complacencia y no quise despertarla. La cama era muy amplia y ella ocupaba un lateral mínimo, toda acurrucada. Con sigilo, en el otro lateral, me acosté evitando hacer movimientos bruscos.

A la mañana siguiente, cuando empezaba a clarear el día, desperté con cierta pereza, lo primero que vi fue su bonita cara que me miraba fijamente. Por un breve momento me pareció estar viviendo en el sueño imposible, su sonrisa en la cara me transmitió felicidad. Se la veía bien, lozana, fresca y descansada.

—Gracias de verdad, no sé qué hubiera pasado ayer, has sido como mi ángel de la guarda.

—Bueno mujer siempre queda urgencias, el Samur o el ropero de la parroquia —mientras me reía de manera socarrona.

Incorporó sugestivamente su cuerpo, desplazándose sinuosamente hasta el otro lado de la cama, dándome un suave y cálido beso en la comisura de los labios y se acurrucó con cierto ademán mimoso entre mis brazos. Puso su pierna sobre mi cuerpo estirándose y colocándose estratégicamente encima del rabo reaccionando al instante, poniéndose en primer tiempo de saludo. Estaba un poco dubitativo si tenemos en cuenta que no nos conocíamos de nada, no sabía a qué carta quedarme. La agarré con fuerza de las nalgas que empujando hacia mí, mientras mi boca giró para buscar un pezón de Mónica. De manera traviesa empieza a palparme todo mi ser.

—¿Te gusta, mi paisano? —Mientras su entrepierna buscaba ubicación en el cipote.

Movió el asunto hasta lograr una erección tremenda, y se sentó encima de mi virilidad con decisión violenta, ella misma dejó sus ojos en blanco abandonándose al placer. En manera relajada pero pasional fuimos luchando por tocarnos, por acariciarnos buscando el clímax final. La lucha fue larga, pero sin brusquedades. Comprobé que cuando mordía sus labios vaginales se retorcía. Era su punto débil hacia el camino final del deleite. Sus pezones estaban a punto de explotar, duros desafiantes, totalmente hinchados. Sus sonidos guturales avisaban de su próximo orgasmo. Tensó todo el cuerpo, sujetó la respiración y de su garganta salía un sonido gutural de satisfacción. Un espectáculo insuperable, para seguir un momento de relajación. La cara interior de sus torneados muslos tenían ese brillo que da la humedad de sus flujos. Sus brazos me apretaron por el cuello y sólo dijo alto y claro:

—¡Qué momento!

Se levantó y dando saltitos se fue hacia la ducha, la que hace apenas unas horas vio su estado tan preocupante. Pasado un tiempo, no muy largo, volvió a la habitación totalmente desnuda, dirigiéndose a su maletita, de donde saco un tanguita muy pequeño negro. En nada se vistió con una camiseta roja y unos vaqueros cortos. Levantó su cara y mirándome con cierta mueca buscó provocarme.

—¿Puedes andar? ¿Llamo al 112? ¿Vienes conmigo a desayunar por la Plaza Mayor chocolate con churros?

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