Era una noche de junio, en la que iba a haber un tiempo despejado, sin una nube y con plenitud de la luna de fresa, luna llena de junio, en pleno solsticio. Un tiempo tan agradable me hizo proponerle salir un rato, los dos solos, sin amigos, sin interrupciones, sólo ella y yo. Como casi siempre, me respondió con un SI lleno de ilusión y alegría, aunque me planteó un reto: ¡sorpréndeme! o ¿acaso no eres el rey de las sorpresas?
¡Y cómo me conoce, porque me encanta que me reten!
Nos pusimos en marcha, sin rumbo fijo… de momento. Mi cabeza empezó a dar vueltas sin parar, porque… me apetecía algo íntimo, pero muy especial. Eso sí, algo tenía claro, le encanta el vino, y sé cómo apenas dos o tres copas le despiertan fácilmente la líbido. Ya lo tenía. Puse el navegador y nos dirigimos a la playa. Allí disfrutaríamos de una cenita romántica en un pequeño restaurante que conocía prácticamente a la orilla del mar.
La cena fue distendida y relajada pero, eso sí, no faltó una buena botella de albariño muy fría que fue saboreada por ambos, quizás un poco más por ella, como yo había previsto. Los comentarios fueron dulces y tiernos, pero, a la vez, se fueron volviendo más picantes hasta ser directamente intencionados. El vino es su debilidad, y esta vez yo quería jugar con ventaja.
Acabada la cena, le dije que nos esperaba la brisa marina mientras recorríamos el paseo marítimo. Mi chica, con sonrisa inacabable y ojos infinitamente alegres, me asintió con la cabeza cogiéndome de la mano y llevándome a rastras fuera del restaurante, sin dudar ni un momento. Y es que sólo ella sabe cómo cogerme de la mano como nadie nunca lo ha hecho antes.
Empezamos a caminar por el paseo marítimo, en dirección justamente hacia donde teníamos el coche aparcado.
Y fue entonces que me dijo de ir a la arena a ver la luna, a lo que le contesté que sería mucho mejor que fuera la luna quien nos mirara a nosotros. Riéndose me preguntó que le estaba proponiendo y, tras besarla apasionadamente, le pedí que me esperara dos minutos. Rápidamente me acerqué al coche y recogí del maletero una pequeña mochila-nevera y una manta de viaje que siempre llevamos. Como siempre la previsión, mi gran baza.
Totalmente sorprendida de cómo volvía de cargado, fue ella la que esta vez me abrazó y besó sin mesura, con mis manos tan lamentablemente ocupadas con los bártulos que traía conmigo.
Quitándonos los zapatos nos metimos en la arena y nos acercamos a la orilla, escogiendo un lugar alejado de miradas indiscretas. Me cogió la manta y la extendió sobre la arena. Dejé la nevera y nos tumbamos sobre la manta, ofreciendo nuestro beso más húmedo a la envidiosa luna que ya sólo atinaba a mirarnos, como de reojo.
Tras unas cálidas y tiernas caricias, me detuve y abrí la mochila. De ella extraje una pequeña caja, dentro de la cual había un vaso con una vela y unas cerillas. Al encenderla, su luz se reflejó en sus preciosos ojos. Mis manos extrajeron a continuación una helada botella de champán acompañada de dos copas, y tras abrirla le pedí un brindis. Ella brindó por nosotros dos, yo sólo supe brindar… por ella, siempre.
No pude evitar lanzarme a besarla y no dejamos cada uno de sorber ansiosamente el champán de la boca del otro. Poco me importaba ya donde se encontrara mi copa, pues no podía prestar atención a nada que no fuera ella, su cuerpo, su cara, su boca, su cintura, sus pechos, sus caderas, y finalmente, pero muy pronto, su sexo.
La empecé a notar muy excitada con mis caricias, y ello la lanzaba sobre mí, hasta el punto de empujarme y tumbarme sobre la manta, poniéndose a horcajadas encima mío.
Tumbado como estaba sólo acerté a agarrarla fuertemente de las tetas, mientras ella había dejado su copa y agarrando la botella, bebió de la misma derramándose de sus labios gran parte del champán.
Su blusa blanca mojada me mostró como se le marcaban sus erguidos pezones. Mis manos descendieron a sus caderas, levantando su falda para cogerle y amasarle todo su culo con total ansia y desesperación.
Dejando la botella me desabrochó el pantalón y bajándomelo de un tirón a la vez que mi bóxer engulló todo mi pene, hecho un verdadero mástil, en su boca, succionándolo con deseo y fruición.
Se me pusieron los ojos en blanco, quizás huyendo de visionar tanto placer como el que me hacía sentir, y me concentré para evitar correrme y poder disfrutar infinitamente de todo el gusto que me estaba ofreciendo.
Y es que esta chica me llevaba a límites insospechados, y mientras me inclinaba a ver cómo me chupaba sin cesar, ella levantaba un poco su mirada para observar en qué punto de gozo me encontraba. Esa noche había decidido llevar ella todo el control, y el champán, le acababa de dar el atrevimiento necesario, si es que no lo tenía ya desde la propia cena, con aquel vino tan oportuno.
De momento dejó de lamer mi pene que brillaba reluciente a la intensa luz de la luna y poniéndose de nuevo sobre mí apartó sus bragas y se metió mi pene hasta el fondo de su vagina. En la noche se escuchó un gemido de placer incontrolado y, como si estuviese poseída, empezó a cabalgarme con firmes y rápidos movimientos que dejaban mi miembro casi fuera cuando ella ascendía y en la más absoluta profundidad cuando se lo penetraba de nuevo.
El ritmo fue creciendo a la par que sus gemidos convertidos prácticamente ya en gritos, cuando, de pronto, escuché mi nombre salir como de su interior más profundo, y noté como se contraía su vagina totalmente aprisionando mi pene, todo lo cual me hizo derramar todo mi semen en su interior, mientras ella caía totalmente tumbada sobre mí con una risa entre la felicidad y la locura que me hizo sentir el hombre más poderoso y afortunado del mundo y susurrándola "qué bien follas" a su oído me quedé dormido entre sus brazos, pensando cómo había ascendido a la luna llena de fresa en la corta noche de solsticio de verano.