Maya caminaba por una de las estrechas callejuelas de la Roma imperial al amparo de las sombras. Llevaba el cabello cubierto por una capucha, tenía magullada la rodilla derecha por una caída, le dolían las piernas de tanto caminar y tenía miedo de ser descubierta. A esta hora, imaginaba, alguien habría dado la voz de alarma en casa de sus amos y estarían buscándola. Escapar era un deporte de riesgo y ser capturada podía tener consecuencias terribles que iban desde severos castigos hasta, en los casos más graves, ser sentenciada a muerte.
Después de todo no era más que una esclava, un botín de guerra.
Lucía, 22 años, la hija de Livia y Marco, se enteró de la fuga por boca de su doncella de compañía, Úrsula. Úrsula era una mujer esbelta y atractiva de piel oscura que la había acompañado desde niña enseñándola los secretos de la vida.
– ¿Cómo ha sucedido? ¿Por qué? – Preguntó Lucía.
La idea de huir era absurda. Su casa no era ni mucho menos uno de los peores sitios para vivir. Su madre era ciertamente caprichosa y alguna vez había golpeado con una vara los muslos de las sirvientas cuando, según ella, no la habían dejado guapa. Su padre, como cabeza de la familia, tenía poder y carácter y debía ser obedecido en todo momento. Pero en líneas generales era un hombre justo y práctico.
– Si me lo permite, Domina, esa chica es estúpida. – dijo Úrsula con su innata capacidad de síntesis.
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Al día siguiente la noticia corrió como la pólvora. Maya había sido capturada y todos en la casa habían sido citados en el salón. Lucía recibió la noticia y sintió un cosquilleo en su estómago. Sabía que no tenía nada que temer, pero la sola idea de poder estar en el pellejo de la joven esclava la ponía nerviosa y, extrañamente, la excitaba. Aun así en su interior confiaba en que su padre mostrase clemencia.
El salón era un murmullo constante. Una sirvienta alta hablaba con otra baja inclinándose ligeramente para hacerse oír. Paris, el encargado del jardín, llevaba "pantalones" cortos y tenía el torso desnudo mostrando músculo. Otros tres esclavos, permanecían en pie. Uno de ellos, el de más edad, era el contable. A su lado estaba el nuevo, Crotos, esbelto y con barba, recientemente adquirido por Livia y del que se decía pasaba más tiempo que su marido con ella. El tercero en discordia, de origen griego, tenía grandes ojos, una nariz demasiado larga y cara de susto. Cerca de la entrada estaban las cocineras, comandadas por Karen, una mujer de pechos generosos y trasero redondo que, en el terreno amoroso, prefería compañía femenina.
Marco entró acompañado por su mujer, tras ellos, con las muñecas atadas y el rostro sucio venía Maya, escoltada por un soldado que tiraba de la cuerda. La rehén vestía con el mismo atuendo con el que había huido, el mismo con el que había sido capturada, una sencilla túnica llena de manchas.
– Crotos, encárgate de la esclava. – intervino Livia.
– Ahora mismo Domina.
El soldado entregó la cautiva al esclavo, y asintiendo con la cabeza a modo de saludo se despidió del dueño de la casa.
Éste esperó a que el eco de las pisadas de las caligae o sandalias sobre el mármol dejase de oírse antes de tomar la palabra y dirigirse a los asistentes.
– Creo que todos conocéis las leyes y que huir es una falta grave. Creo que a pesar de vuestra condición, en esta casa se es justo y se atienden las demandas. Nunca se castigará una opinión… pero escapar es intolerable.
Maya comenzó a llorar pidiendo clemencia.
– ¡Silencio! – dijo la mujer del dueño propinándole una sonora bofetada.
La muchacha, con la mejilla encendida, calló, sustituyendo las palabras por ahogados sollozos.
– Serás marcada y recibirás una docena de latigazos. – sentenció con voz grave el pater familias.
Crotos usó la cuerda con la que estaba atada la joven amarrándola a una argolla que colgaba del techo y tirando de ella con el fin de tensarla. Maya quedo con los brazos estirados, medio colgando, con la punta de los pies tocando el suelo.
Instantes después, el jardinero vino con un recipiente y una varilla de metal que terminaba en forma de "S" y se retiró. Crotos, usando una antorcha prendió la madera que se encontraba en el interior del contenedor metálico e introdujo la punta de la varilla en el fuego. La "S" fue cogiendo temperatura hasta ponerse incandescente. El esclavo levantó el instrumento presentándolo al público.
– Por favor, por favor… – comenzó a sollozar de nuevo Maya, comiéndose sus propios mocos.
Mientras, en la estancia el silencio era absoluto.
– Procede. – indicó Marco.
Crotos se acercó con el instrumento. La joven, horrorizada, temblaba tanto que perdió el control de su esfínter orinándose encima.
– ¿Dónde hago la marca? – preguntó el esclavo.
Livia se acercó a la joven. La escena, a pesar de su violencia, la excitaba sobremanera. Ayudándose de una pequeña daga, rasgó el vestido de Maya exponiendo completamente uno de los senos de la esclava coronados por un oscuro pezón. Por un momento, la esposa de Marco, sintió la tentación de lamer el terso pecho, pero desistió.
Maya volvió a gemir, gemidos que se transformaron en un aullido de dolor cuando el metal incandescente tocó la piel abrasándola. La varilla dejó marcada la S en la teta y el ejecutor arrugó la nariz al percibir el olor a quemado.
Sin dar tiempo a que la chica se recuperase de la agresión, Crato rasgó el vestido exponiendo la espalda de la fémina, dejando la piel joven y tierna al aire.
– ¡Empieza! – ordenó Marco.
El cuero silbó e impactó con un chasquido contra la carne desnuda dejando un grito y una línea roja.
– Uno. – contó en voz alta el portador del látigo.
No más de 5 segundos después cayó el segundo azote dejando una nueva línea a escasos centímetros de la primera.
– Dos.
Lucía siguió el castigo desde la distancia, al principio hechizada por los golpes y el modo en que el cuerpo de la joven se retorcía. Luego miró al resto de personas que allí se encontraban. Algunos apretaban los dientes, otros estaban a punto de llorar y otros eran difíciles de leer, se diría que en cierto modo disfrutaban. Seguro que más de uno estaba teniendo una erección y más de una se estaba mojando. El espectáculo público no dejaba a nadie indiferente.
Livia y Marco, a mitad de castigo, abandonaron la estancia camino a sus aposentos. Una de las cocineras los siguió de lejos. La puerta estaba entornada y se asomó. Livia estaba inclinada sobre la mesa, con el culo al aire. Detrás, su marido se estaba masturbando. Su pene se veía enorme, cálido, palpitante en contraste con su trasero caído, pálido y algo desinflado. La sirvienta, precavida, se ocultó tras la puerta dejando de mirar. Pronto llegaron a sus oídos gemidos y jadeos. La imagen se mezcló en su imaginación con la del látigo mordiendo la piel de Maya. De repente le entraron ganas de frotarse. Su mano se deslizó bajo el vestido y sus dedos comenzaron a dar pequeños tirones al vello púbico que allí crecía. El acto sexual duró más bien poco y los jadeos fueron sustituidos por la respiración agitada del varón, exhausto tras unas pocas embestidas.
– ¿Se lo has dicho a tu hija? – preguntó Livia.
– No, todavía no. – respondió el marido.
La cocinera oyó la conversación y esa misma noche, mientras sobaba las posaderas de la cocinera jefe, le contó todo.
Al día siguiente, antes del almuerzo, el rumor había llegado a oídos de Úrsula quien, como es natural, lo comentó con una sorprendida Lucía.
– ¿Decirme el qué? – preguntó a su doncella.
– No lo sé domina, pero…
– ¿Pero qué? Habla sin miedo.
– No sé, a lo mejor hablaban de matrimonio.
Esa noche Lucía durmió más bien poco. En su cabeza se sucedían los posibles candidatos. Desde un senador entrado en años calvo y con barriga amigo de su padre, hasta el caprichoso joven de moda, de quien se decía que cada noche dormía con una diferente. También se comentaba que era un aficionado a las prácticas masoquistas y que más de una prostituta había recibido azotes en las nalgas. Otro soltero de oro era Antonio, soldado que pasaba de los 30 años, de reconocido valor. De este último se comentaba que era homosexual. Lucía imaginó como sería vivir con alguien que, evidentemente, te pondría los cuernos con otros hombres para satisfacer sus deseos carnales. Por un momento pensó en un pene grande abriéndose paso en su… Un momento, ¿qué pasaría si solo le gustaba meterla por el ano? La idea de recibir semejante miembro por el ojete la excitaba y asustaba a un tiempo, pero había algo mucho peor que todo eso, algo que no había confesado a nadie. Lucía, a pesar de su edad, era virgen.
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Cinco días después de ser marcada y azotada, Maya fue llevada al mercado. Allí un cliente muy concienzudo examinó la mercancía con detalle metiendo los dedos en la vagina de la esclava y dándole algunas nalgadas. Marco, aunque no aprobaba la humillación gratuita, no hizo ningún comentario ni trató de proteger a su esclava. Después de todo había intentado fugarse y aquel hombre valoraba la lealtad.
– Te doy 50 por ella. – propuso el comerciante.
Marco aceptó la oferta sin pensárselo mucho, después de todo no le importaba lo más mínimo la suerte que pudiera correr una traidora.
Esa misma tarde habló con su hija. Una familia recién llegada de Pompeya les había invitado a cenar en su casa el sábado.
– Sabes, tienen un hijo que busca mujer y les he dicho que te consideren como candidata.
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La víspera de la cena, Livia entró en los aposentos de su hija y fue directa al grano.
– ¿Te has acostado con alguien? Y no, no me refiero a ese chico con el que te morreaste hace años.
– ¡Madre!
– Hija, hay que estar preparada. Tu futuro marido querrá meterla y tu tienes que tener cierta experiencia.
– ¿Y cómo propones que obtenga esa experiencia de la que hablas?
Siguiendo las órdenes de su Domina, Úrsula fue en busca del jardinero. Al llegar a la altura de un fuente de piedra le vio. El sol caía sobre sus anchas espaldas mientras atendía con mimo a un rosal. La esclava se quedó mirándole con deseo durante unos instantes antes de hablar.
– Paris, la Domina requiere tu presencia.
El hombre se volvió y asintiendo siguió a la escultural mujer.
– Domina. – dijo Úrsula dejando entrar al jardinero.
– Espera, no te retires. Esto también te concierne a ti. – dijo dirigiéndose a la esclava.
– Madre ¿Qué pretendéis? – intervino Lucía.
– Enseñarte lo que es el sexo. – dijo haciendo ruborizarse a su hija.
– Esclavos, desnudaros. – ordenó a continuación.
Úrsula y Paris se mostraron sorprendidos al principio, pero, habituados a recibir órdenes, se quitaron la ropa.
Livia caminó alrededor de los esclavos mirando con aprobación sus cuerpos atléticos. El culo de Úrsula era perfecto, carnoso, firme y femenino. Sus pechos parecían moldeados por las manos de un escultor y su coño, rasurado, invitaba a la exploración. El varón estaba a la altura, su trasero redondo, prieto, las nalgas firmes divididas por una suculenta raja de la salían algunos pelos rebeldes. El pene, todavía dormido, impresionaba y era hermoso a su manera.
La madre de Lucía acarició las nalgas de Úrsula y después, agarrando el falo de Paris, se dirigió a su hija mientras frotaba el capullo con el pulgar.
– Dependes de lo que quiera tu marido, pero tienes que se tú la que tome la iniciativa. No esperes besos y caricias. Muchos quieren ir a lo práctico, a metértela cuanto antes. Pero para que haya placer todo tiene que estar bien engrasado. Toma tu tiempo, juega con su miembro, lámelo, bésalo, mételo en la boca si es necesario y luego dales la espalda, inclínate sumisa y descubre el trasero, abre las piernas y ofréceles el coño. Pide que te lo chupen, que exploren. Ellos se sienten poderosos poniéndote a cuatro patas.
– Pero… y si hay amor.
Livia soltó una carcajada.
– Tú hazme caso y prepárate para lo peor. Lo otro, si ocurriese, no necesita instrucciones.
El pene de Paris se empinó con las atenciones de la Domina. Úrsula, que tenía algo de experiencia en estas lides, había estado moviendo su trasero de forma sensual de tal modo que incluso Lucía se sentía atraída. En un minuto o así, Paris sujetó a Úrsula por las caderas, colocó su miembro en el orificio de entrada y la penetró haciéndola gemir. Pronto, olvidó que estaba siguiendo órdenes y que sus amas estaban allí y se entregó al sexo con pasión envistiendo como un semental.
Animadas por lo que allí pasaba, madre e hija se quitaron sus ropas y se unieron a la bacanal.
En algún momento Lucía notó la mano de su doncella acariciándole el culo. Después Paris la beso metiendo lengua y por último, mientras yacía tumbada boca abajo, el falo del esclavo encontró camino a través de su sexo penetrándola. Al principio le resulto molesto, pero luego una corriente de placer la recorrió.
– Este es el ano. – oyó que su madre explicaba dirigiéndose a Úrsula.
– ¿Puedo? – dijo esta última.
Y sin esperar respuesta metió el dedo en el recto de la joven quien, con sus dos agujeros invadidos, se corrió sobre las sábanas de su cama entre gemidos
(Continuará)