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Los ojos de mi vecina
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Tiempo de lectura: 10 minutos

Su nombre era Ana. Era todo lo que sabía de ella hasta ese día en que realmente nos conocimos. Eso y que tenía los ojos color avellana más hermosos que me hubiera tocado conocer, una figura esbelta, que se lograba apreciar a través de su ropa sencilla y holgada; piel blanca y cabello castaño claro a la altura del hombro y una sonrisa hermosa que rara vez sacaba a pasear. Debía tener no más de 35 y no menos de 27 años y hasta donde yo sabía, no tenía hijos, al menos viviendo con ella. Había coincidido unas tres o cuatro veces con ella y su marido en el pasillo de los departamentos donde vivíamos. Ellos se habían mudado hacía unos 5 meses apenas y yo llevaba año y medio, desde mi divorcio, en el departamento de al lado, en el cuarto piso del edificio.

Sabía su nombre porque su esposo le había llamado para apurarla a que saliera en una de las ocasiones que habíamos coincidido, con gesto de frustración. Ella, con la vista baja, había obedecido, sin mirar apenas a verme.

El cuarto piso tenía cuatro departamentos, uno de ellos desocupados, otro semi-habitado por un ejecutivo de una empresa local que lo utilizaba como su discreto nidito de amor, el que ocupaban Ana y su esposo y finalmente el mío.

Mi nombre es Rubén y la historia que les voy a contar tiene que ver con Ana y la manera en que nos conocimos e hicimos amigos, pero antes debo platicarles un poco de mí.

Mi ex esposa y yo teníamos muy claro desde hacía varios años que lo nuestro no tenía ningún futuro. Era simplemente una relación cuyo único vínculo a través de los años, era nuestro hijo Eduardo al cual tuvimos cuando ambos éramos muy jóvenes. Demasiado jóvenes para saber en la que nos metíamos. La rutina nos fue agotando y al final continuamos juntos solo para darle un hogar estable a Eduardo. Cuando él se marchó a la Universidad al otro lado del país, supimos que era el momento para poder separarnos sin que hubiera un encono de por medio. Acordamos los términos de la pensión, la dejé vivir en nuestra casa y me mudé a este departamento donde ahora vivo.

No he tenido una relación seria desde entonces. No estoy listo para dejar ir mi libertad todavía, aunque no he cerrado la puerta a una nueva oportunidad a mis cuarenta años, tal vez después, pero no ahora. Mientras la gente normal mojaba sus ganas en el café o tomando lo ocasional copa y las aventuras de una noche, yo me conformaba con leer y escribir algunos relatos eróticos, algunos pasables, otros no tanto pero era lo que había y de alguna manera, mi trabajo como consultar y entrenador en línea, me daba para vivir bien y mantenerme ocupado.

No les voy a mentir, no soy un adonis, ni tengo una herramienta de 20 cm en todo su esplendor. Ni siquiera sé cuánto mide y no me interesa saberlo, pero estoy seguro que no se acerca ni por mucho a esos terrenos. Creo que soy de tamaño normal y no estoy esperando que me llame una productora de material pornográfico en un futuro cercano. Por lo demás, me mantengo en forma, mido 1.70 m, soy de complexión media, blanco de pelo café claro con un ligero aire intelectual. Básicamente en eso se resume mi vida y lo que le rodea.

Esa mañana me levanté temprano aunque no tenía ninguna clase agendada. Pasé por la cocina y me recibió el agradable olor del café recién hecho por mi cafetera programada. Pensé llenar una taza pero decidí darme un regaderazo primero ya que el incipiente calor del día lo demandaba. La temperatura del agua estaba en su punto y estaba disfrutándola más tiempo del habitual cuando sonó el timbre de la puerta. Supuse que sería algún mensajero con un paquete o correspondencia, aunque no esperaba nada urgente por lo que decidí seguir disfrutando del agua tranquilamente, cuando volví a escuchar el sonido del timbre, esta vez con demasiadas repeticiones. Mascullando maldiciones de grueso calibre, me salí y me puse la bata de baño encima sin alcanzar a secarme el pelo y me puse las sandalias mientras gritaba que iba en un momento.

Con gesto hosco, abrí la puerta esperando ver al mensajero cuando me topé cara a cara con mi atribulada vecina, Ana. Llevaba un holgado short blanco y una camiseta deportiva de esas que se usan para andar cómodamente por la casa. Me quedé boquiabierto sin saber qué decir hasta que ella rompió el silencio.

– Vecino, disculpe que lo moleste, pero tengo una urgencia y necesito de su ayuda, por favor. – Me imploró poniendo una mirada de angustia en sus bellos ojos color avellana.

– Dígame vecina. ¿Qué se le ofrece? – atiné a decir apenas repuesto de la sorpresa de verla ahí a mi puerta después de cinco meses de no dirigirnos la palabra siquiera.

– Tengo una fuga de agua en mi cocina y estoy intentando llamar a un plomero pero no quiero que se me vaya a inundar toda la casa… se está mojando la alfombra… – En este punto se le quebró la voz y sin más, la tomé del brazo y nos dirigimos a su casa. – Mi marido está fuera de casa en un viaje de negocios y regresa hasta la próxima semana. – Me aclaró sin que yo le hubiera pedido una explicación.

– No se preocupe, vecina. Ahorita lo arreglamos. – Le dije mientras entrabamos a su departamento y veía el enorme charco que se estaba empezando a formar, brotando por debajo del fregadero.

– Muchas gracias. – Me dijo todavía con ese aire de angustia. Me metí bajo el fregadero tratando de mantener mi bata cerrada mientras giraba las manijas del agua fría y la caliente también pero el chorro seguía manando con la misma intensidad.

– Supongo que todos los departamentos son iguales así que voy a buscar y cerrar la llave maestra, – le dije. Al hacer esto, me levanté y me dirigí al cuarto de servicio donde, efectivamente, tenían una llave maestra para el agua, similar a la de mi departamento. Esta vez la cerré de igual forma y el flujo del agua paró finalmente.

La cara de Ana se iluminó mostrando esa hermosa sonrisa que sólo me había tocado ver en una ocasión anterior. El estropicio no había sido tan severo después de todo y el agua solo había mojado el borde la alfombra aunque el piso de la cocina parecía un pequeño chapoteadero. Ana cogió su celular e intentó marcar un número. “El plomero” musitó apenas, explicándome el motivo de su llamada. Yo asentí en silencio, dándome por fin cuenta del aspecto que tenía, solo con mi bata de baño y mis sandalias en aquella casa extraña.

– No me contestan. – dijo Ana finalmente y colgó.

– Si gusta le puedo ayudar a encontrar un plomero en un momento. Sólo necesito ir a vestirme y…

– ¿Bueno? – Me interrumpió Ana al recibir una llamada en su celular. – Si. Yo estaba llamando hace un momento. Me urge que me vengan a arreglar una fuga en la tubería de agua…

Después de un momento de silencio en que escuchaba a la voz al otro lado de la línea, contestó.

– No, dos horas es mucho tiempo. Por favor, necesito que vengan lo antes posible. No puedo estar así con la cocina en esas condiciones… – ¿45 minutos? Está bien. Aquí lo espero. Le mando la dirección por mensaje. Gracias. – Terminó la llamada.

– Bueno, parece que ya tiene todo resuelto… – Dije con la noción de que mi tarea ahí estaba concluida.

– Muchísimas gracias, vecino. No sé qué hubiera hecho sin usted.

– No hay de qué. Para eso estamos, para apoyarnos entre nosotros…

Ana me interrumpió diciendo.

– ¿Le podría pedir un nuevo favor, si puede hacerlo? – Me dedicó esa mirada compungida que tan buenos resultados le había dado cuando me sacó apresuradamente de mi departamento.

– Dígame… – Contesté sin saber exactamente de qué se trataba todo aquello.

– Es que, bueno… tuve una mala experiencia con un plomero en una ocasión y la verdad me da temor quedarme a solas con él. Sé que es absurdo y entiendo si no…

– Está bien, no se preocupe, le acompañaré con gusto pero necesito ir a cambiarme primero. – Dije mostrándole mi escasa indumentaria. – Ella sonrió de nueva cuenta.

– Claro, sí. No hay problema. El plomero dijo que llegaba en 45 minutos. Muchas gracias vecino. A propósito, mi nombre es Ana.

– Lo sé. – Dije sonriendo. – Mi nombre es Rubén. Mucho gusto.

Salí de su departamento y me dediqué a preparar mi café, preparé un par de panes tostados con mermelada y me vestí rápidamente con un pants deportivo y una camisa del mismo tipo, y unos tenis. Nada formal para aquella ocasión tan peculiar.

Cuando regresé al departamento de Ana, cuarenta y cinco minutos después, el plomero aún no había llegado. No me sorprendió en absoluto pero no hice ningún comentario al respecto. Ana me ofreció un refresco y lo decliné amablemente. De pronto se formó un espeso silencio entre ambos ya que nuestro tema de conversación solo podía girar en torno al desperfecto del fregadero y así ahí me dirigí.

– Tal vez sea conveniente que vea dónde está la fuga para que no le vaya a querer estafar el plomero, ¿no cree?

– Si. Creo que es una buena idea. – Dijo Ana siguiéndome.

Me volví a colocar debajo del fregadero, esta vez sin preocuparme de mi pudor ya que mi pants y mi camisa me cubrían perfectamente. Ana se acercó a mí y se agachó para ver el lugar donde estaba tratando de localizar la fuga, después de un rato se cansó de esa posición y se enderezó sin moverse del mismo lugar.

– Estoy viendo que la tubería después de las llaves está seca así que tuvo que ser en la parte pegada a la pared. – Le dije mientras exploraba esa zona con mis dedos para buscar evidencia de la humedad. Al voltear a verla, me encontré con sus esbeltas y bien torneadas piernas, frente a mí. Asomé un poco más la cabeza y vi el inicio de sus shorts blancos donde se alcanzaba a mirar el contorno de unas braguitas de color azul cielo. Al parecer, ella no se había percatado que me estaba dando una visión privilegiada de sus piernas y la zona VIP. Seguí hablando para no levantar sospechas mientras deleitaba mi pupila con aquel inesperado regalo. – Acá si se siente la humedad y hasta está cayendo una gota todavía. – Dije sin abandonar mi posición.

– ¿Será mucho el daño? ¿Cree que se vaya a tardar mucho?

– Depende de qué tan dañado esté el tramo de tubería. Si tiene que remplazarlo por completo…

Me detuve un momento al girar mi cabeza y ver un poco más allá en el reflejo del horno de la estufa. Ana, sin el temor de ser descubierta, miraba el bulto que se empezaba a formar en mi entrepierna ante el panorama que me ofrecía. Ambos estábamos dando un espectáculo ajeno a los ojos del otro, aunque ahora yo llevaba la ventaja gracias al fortuito reflejo del vidrio opaco del horno. Sentirme observado de esa manera incrementó mi excitación y la tela elástica de mi prenda dio muestra de ello. Aunque la visión reflejada en el vidrio del horno no era perfecta, me pareció que Ana llevaba su mano derecha a su seno y se lo estrujaba con nerviosismo.

– ¿Entonces si es algo grave? – Preguntó llenando el súbito silencio que se había formado entre nosotros.

– No lo creo. Es relativamente sencillo, solo que yo no tengo las herramientas para soldar pero debe ser un trabajo fácil. Déjame ver si alcanzo a ver más daño. – Dije para ganar un poco más de tiempo ante aquella visión. Me di cuenta vagamente que la había tuteado y a ella no pareció importarle demasiado.

– Está bien. Creo que ya se está tardando este señor. – Me pareció percibir un sobresalto en su voz y noté que su mano vagaba de su cuello a sus senos, sin saber que estaba siendo observada por mí. En un arrebato, decidí subir un poco más la temperatura y me extendí hacia adentro con la guisa de alcanzar a tocar la pared y la parte más alejada de la tubería, teniendo buen cuidado de que mi camisa se levantara del pants, exponiendo mi vientre ante su mirada de forma que pareciera un movimiento casual sin ninguna doble intención. Pude notar que Ana se movió un poco inquieta y su pierna girada me ofreció una vista un poco más amplia de sus braguitas azules casi al punto donde se hubiera apreciado el pliegue de su vagina. No corrí con tanta suerte pero con lo que veía me bastaba para hacer de aquel un momento bastante erótico.

– Rubén, necesitas que te ayude con…

La pregunta quedó en el aire porque justo en ese momento tocaron el timbre de la puerta. Ana se alejó de ahí para abrir la puerta y encontró al inoportuno plomero que había llegado finalmente a romper ese mágico momento entre ambos. De mala gana, me levanté del fregadero y le expliqué al muchacho moreno y delgado que se identificó como el plomero, lo que había descubierto acerca de la fuga. Obviamente, mi otro descubrimiento me lo guardé para mí.

Una vez que el plomero se hubiera puesto a trabajar, le acepté el refresco que me había vuelto a ofrecer y platicamos un poco acerca de nosotros. Le platiqué brevemente de mi divorcio, de mi hijo en la Universidad, de mi línea de trabajo y alguna que otra cosa no demasiado trascendental. Ella a su vez, me comentó que tenía 6 años de casada, no tenían hijos aún, se habían movido a la ciudad hacía apenas seis meses gracias a una oportunidad laboral que se le había presentado a su esposo pero que aún tenía que ir de forma regular a liderar un proyecto que había quedado inconcluso en su otra plaza. Entre plática y plática, la observé con mayor detenimiento, sus bonitos ojos, la piel clara que hacía un contraste muy bello con su cabello oscuro, su figura delgada pero bien torneada que se lograba apreciar a través de esa ropa tan casual. Era una mujer bonita sin llegar a ser demasiado bella, y sonreía con los ojos cuando se daba la oportunidad.

– ¿Te puedo preguntar algo? – Le dije, ya salvado el escollo del tuteo entre ambos.

– Dime, si puedo te contestaré. – Me contestó sonriente aún.

– ¿Cuál fue esa experiencia que tuviste con aquel plomero? – Dije bajando la voz y volteando a ver hacia la cocina a sabiendas de que el plomero no nos podía escuchar acá en la sala donde nos hallábamos.

Ana titubeó un poco y su cara reflejó el disgusto que le provocaba aquella imagen que se presentó en su mente.

– Hmm, fue algo muy desagradable para mí. Hace tres años, ya estaba casada…

– Si te incomoda, no tienes qué platicarlo. Descuida.

La mujer dudó por un breve instante y al final decidió continuar.

– Era una situación similar. Teníamos una fuga en la regadera que goteaba día y noche. Era desquiciante porque el tic-tac-toc era constante. Mi esposo me dijo que llamara a un plomero porque él estaba muy ocupado así que lo hice. El señor se dedicó a hacer su trabajo, muy serio y todo. Nada fuera de lo normal.

– Y luego ¿qué pasó? – Inquirí intrigado por el rumbo de aquella historia y temiendo lo peor.

– Cuando terminó de arreglar todo y le pagué, me pidió que si podía utilizar mi baño y yo accedí. Pasaron los minutos y aquel señor no salía. Lo llamé un par de veces sin respuesta y me asusté que le hubiera pasado algo dentro del baño. Después de la segunda vez que le llamaba decidí abrir la puerta… – Ana hizo un mohín de disgusto al llegar a esta parte de la historia.

– ¿En serio? Y ¿qué viste?

– El señor estaba de pie frente al sanitario, masturbándose…

– Qué barbaridad, no lo puedo creer. – le interrumpí pero inmediatamente me di cuenta que aún no terminaba la historia. Le dejé continuar.

– Y tenía unas braguitas mías en su rostro mientras se masturbaba con los ojos cerrados. Había hurgado en el cesto de ropa sucia y se estaba excitando con el olor de mi ropa interior. “¿Qué diablos crees que estás haciendo?” le grité muy molesta.

– ¿Y él qué hizo?

– Abrió sus ojos espantado y volteó a verme justo en el momento en que empezó a eyacular. Cuando se giró, en vez de que su corrida cayera en el sanitario, se esparció por el espejo, por el lavabo y aún unas gotas cayeron en mi cara. Me acuerdo y me da un asco, todavía a veces siento la mejilla mojada…

– Lo siento. – Dije sin poder dejar de sonreír internamente ante la imagen que se mostraba en mi mente. Tuve el buen tino de no dejar que esa sonrisa se manifestara en mi rostro y puse la cara compungida más creíble que pude encontrar en mi repertorio. Con eso fue suficiente para no regalarla.

– El señor se disculpó tratando de darme mis bragas de vuelta y yo le dije que saliera inmediatamente de mi casa. Apenas se subió los pantalones y salió como exhalación secándose las manos contra el pantalón. Me quedé rabiando mientras trataba de limpiar el lavabo y el espejo antes de que llegara mi marido…

– ¿Quieres decir que él no sabe nada de esto? – Pregunté

– No, no lo sabe, solo el plomero, que por supuesto jamás regresó, yo, y ahora tú. Así que cuento con tu discreción. Mi esposo es muy celoso y a veces no reacciona bien ante estas situaciones.

– Pierde cuidado, será nuestro secreto. – Dije guiñándole un ojo.

– Gracias Rubén. Gracias por todo. – Me dijo tomando mi mano con un gesto de gratitud sincera. Recordé que esa misma mano estaba acariciando sus senos antes de que llegara el joven plomero y me estremecí por dentro. Siempre he tenido debilidad por las mujeres casadas, pero eso es tema para otra historia.

– No tienes nada qué agradecer, Ana. Ha sido un placer hacerte compañía en lo que termina el trabajo…

Como si lo hubiéramos conjurado, el plomero se acercó a nosotros y le comunicó que ya había quedado reparada la tubería. Volteó a verme para decirme el costo de la reparación pero ella tomó el mando del asunto. Cuando nos quedamos solos de nueva cuenta, el momento de magia había desaparecido y sólo me quedó despedirme de ella de la manera más efusiva que pude, reiterándole que podía contar conmigo para cualquier otra crisis que se pudiera presentar.

No me imaginé que esa oportunidad se volvería a presentar cinco días después.

Dark Knight

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