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Libertad condicional (II)
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En vista del persistente mimbreo del móvil sobre la mesa, Merche lo introdujo en el primer cajón para que dejase de importunar. No le gustaba contestar si en ese momento atendía a alguien, considerándolo una falta de ética profesional.

Cuando terminó el asesoramiento a su cliente lo acompañó hasta la puerta, le dio la mano y se despidió hasta su próxima cita.

Abrió el cajón y devolvió la llamada perdida.

—Hola Soy Mercedes Serra. Tengo varias llamadas perdidas.

— Sí, —respondió el hombre al otro lado de la línea. —Perdone que la haya molestado. Sólo serán unos minutos de su tiempo. Me llamo Mario Cuesta. Soy el abogado de oficio de Hassan Hamidi, —manifestó al tiempo que una voz de fondo le interrumpía gritando “tú no eres mi abogado, huevón”. —Discúlpeme —continuó diciendo. —Estoy en comisaría e intento establecer un diálogo con mi cliente, pero se niega a colaborar. Dice que sólo hablará con su abogada. Si es usted, entiendo que asume su defensa, y por tanto, yo me hago a un lado.

Se hizo el silencio durante unos segundos en los que un sinfín de pensamientos rebotaron en su cabeza hasta que el abogado interceptó el mutismo.

—¿Sigue usted ahí? —preguntó el letrado.

—Sí, sí. ¿De qué se le acusa? —preguntó tras el impasse.

—Robo con arma blanca.

—Es reincidente, —le informó Merche.

—Lo sé, —dijo él. —Le caerán varios años. Su ficha policial es de todo menos alentadora.

—Ya no soy su abogada. Así lo acordamos ambos.

—Él no dice lo mismo, pero siendo así, asumiré yo su defensa.

—Sí, es lo mejor, —añadió. Inmediatamente escuchó la voz de Hassan de fondo.

—No me dejes en manos de este memo, —gritó Hassan intentado hacerse oír.

Merche escuchó sus quejas y permaneció callada con el corazón encogido. Por segunda vez se veía en la misma encrucijada. Pensaba que había dejado atrás al controvertido personajillo y sabía que de un modo u otro siempre terminaba enredada en su tela de araña.

Quería auto convencerse de que se reformaría y ese engaño a sí misma, era poco menos que pedirle peras al olmo.

—Yo me encargo, —admitió con reservas después de meditarlo unos segundos.

—Está bien, —la espero aquí, concluyó el letrado.

Mientras conducía hacia la comisaría dudó de su decisión. Sabía que ésta no conduciría a buen puerto. Él debería haber aprendido ya a afrontar las consecuencias de sus actos. Había tenido la oportunidad de resarcirse y no la había aprovechado. Viendo su ficha, cualquiera entendía que era culpable de todo lo que se le acusaba. Ella podía encontrar otro resquicio legal para que no ingresara en prisión. Lo que no le gustaba era que aquel gandul le tomara el pelo o la tachara poco menos que de ingenua.

Merche entró en comisaría. Todos los allí presentes se voltearon a contemplar la atractiva y elegante fémina caminando con paso firme e imperativo hacia el mostrador.

—Quiero hablar con el detenido Hassan Hamidi, —exigió. —Soy su abogada.

—El detenido ya está con su abogado, —alegó el agente.

—Ahora lo soy yo, —decretó ella sin titubear.

El hombre vaciló, bajó la vista ante la desafiante mirada de la letrada y la instó a seguirla. Abrió la puerta de la sala y la hizo pasar.

Iba con un traje chaqueta gris marengo compuesto por una falda de tubo que cubría sus rodillas y una americana que se ajustaba a su silueta. El abogado la contempló con fascinación, eso sí, acompañada de absoluta discreción. Fue Hassan quien no pudo disimular su atracción hacia ella. Llevaba el cabello suelto y lucía un maquillaje sencillo. No necesitaba más. La mirada del gandul recorrió su anatomía traspasando la fina tela de su atuendo, y la visualizó desnuda como tantas otras veces. Conocía a la perfección cada curva de su fisionomía y la sangre fluyó sin que pudiese evitarlo siguiendo el curso de la gravedad.

Los abogados se saludaron, se dieron la información pertinente y el letrado abandonó la sala alegrándose de abandonar un caso que de antemano sabía que estaba perdido.

Merche cerró la puerta y lo miró indignada.

—¡Hola fierecilla, —saludó Hassan, sin embargo, la mirada inquisidora de ella no daba mucho pie a chanzas fuera de lugar.

—Te lo advertí, Hassan. Te dije que si no te reformabas acabarías mal. Me prometiste que lo harías y quise creerte, pero reitero que contigo es imposible. Acabarás tus días en la cárcel.

—Te tengo a ti fierecilla.

—¿Te parece gracioso todo esto? Porque a mí no me hace ni pizca de gracia. Te advertí que si volvías a delinquir no contases más conmigo.

—Y aquí estás… —subrayó.

—No me subestimes, Hassan o me iré por donde he venido sin mirar atrás.

—No lo hago. Todo lo contrario. Sé que eres la mejor y que me sacarás de aquí.

—¿Tienes dinero para pagar la minuta?

—¿La amistad que nos une no cuenta?

—¿Acaso crees que vivo de hacer obras de caridad? ¿Tengo cara de imbécil, o crees que soy una puta ONG? —preguntó alterada.

—Puedo pagarte en especies, —bromeó él.

Merche lo miró con displicencia, cerró la carpeta y la metió en su maletín.

—Adiós Hassan. Debes aceptar al abogado de oficio. Con tu actitud pasota y tus modales de macarra no voy a defenderte.

—Está bien. Seré bueno, —admitió retractándose.

—Ser bueno no es el único requisito. No tienes dinero para pagar mis honorarios, puedo obviar eso y ser benevolente, pero en cualquier caso tendrás que pagar la fianza. ¿De dónde vas a sacar ese dinero?

—Había pensado que me lo prestaras tú y ya te lo devolveré.

—Ahora si que estoy segura de que me tomas por imbécil, Hassan.

—Conseguiré el dinero. Te lo prometo.

—Tus promesas no tienen ya ningún valor. ¿Cómo vas a conseguirlo, robando otra vez para pagar una fianza por acusación de robo? ¿Cuándo acabará esto?

—Dame una oportunidad.

—¿Cuántas te he dado ya? No soy tu madre, ni tu tutora, Hassan. Dejé de ser también tu abogada precisamente por ésta situación en la que nos encontramos ahora. Tienes que saber qué haces con tu vida y en qué líos te metes. Ya estás crecidito.

—Tú lo sabes bien, —dijo con segundas.

—Adiós Hassan, —se despidió Merche mientras abandonaba la sala de interrogatorios.

A los cinco minutos entró un oficial de policía y le quitó las esposas.

—Eres libre, capullo, —le informó a regañadientes el oficial. —De momento, —matizó a continuación.

El joven se levantó mirando a su alrededor sin entender qué había pasado. Después fue acompañado a la calle, se encendió un cigarrillo, aspiró el humo y lo lanzó con parsimonia dándole de nuevo gracias a Alá. Ahora bien, de sobra sabía que era a Merche a quien debía dárselas.

Por su parte, ella no necesitaba justificarle a su marido los cinco mil euros que pagó por la fianza del muchacho. Sería después, durante la defensa de su caso, cuando sus explicaciones podrían hacer aguas.

Pese a que el indolente joven lograba socavar la estable vida de Merche, sus contrariedades no eran pocas, pues aquel gandul era indomable e indomable seguiría a despecho de sus animosos esfuerzos. Podía ocultar lo de la fianza, lo que no podía era controlar su idiosincrasia. Su impredecibilidad no sólo le incomodaba, sino que la intimidaba, por ello, después de tres meses de armonía volvía a incursionar en su vida sin permiso como si estuviese viviendo un déjà vu. A ella, que siempre le gustaba tener controlado cada detalle de su vida, con él presente, pensar en eso era poco menos que una utopía.

Quiso hablarlo con su esposo. Quiso decirle que había pagado su fianza, sin embargo eso comportaba profundizar en más detalles que no le apetecía contar, como el interés que les había unido durante los tres años de litigios en los que se la estuvo beneficiando con su absoluto beneplácito. Aquel patán lograba que arañase el suelo de una manera que nadie había logrado, incluso había rozado la adicción sexual de necesitar a aquel gandul para aplacar sus desmesurados apetitos sexuales. ¿Podía decirle eso? Obviamente, no.

Con esas premisas y con las reminiscencias del pasado a flor de piel, su deseo se reactivó y empezó a transpirar. Se acercó a su esposo y lo buscó con la mano, y al contrario de ella, éste estaba en su fase REM y entendió que no se iba a despertar ni viniéndose abajo el edificio, por tanto, su mano redirigió la ruta en dirección a su sexo y sus dedos patinaron por su humedad. Bastaron unas cuantas fricciones en la raja para alcanzar el clímax, ahogando los gemidos y elevando sus caderas en una acción impulsiva e improvisada. Después, su ritmo cardiaco retornó a la normalidad y se quedó dormida con la mano en su sexo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Félix tras cinco minutos de incómodo silencio. Normalmente el desayuno era un momento importante del día en donde cada uno exponía lo que iba a ser la jornada aportando la experiencia y los conocimientos del otro. Hoy no era ese día. Hoy era uno de esos repletos de reflexiones internas en el que los dilemas sentimentales opacaban los asuntos laborales.

—Estoy bien, con un poco de jaqueca, —mintió.

—¡Tómate algo! No te vayas así, —le sugirió.

—Lo haré, —afirmó. Después separaron sus caminos y cada cual condujo hacia su respectivo despacho.

Ya en el bufete tomó otro café con su secretaria. Diez minutos de cháchara para a continuación sentarse a recopilar pruebas para el caso en el que trabajaba.

No pasaron ni cinco minutos cuando saltó un mensaje de WhatsApp. Vio de quien se trataba sin abrir la aplicación y lo obvió. Otro “bip” volvió a sonar y escudriñó sabedora de que alguna trivialidad se le habría antojado a Hassan.

—Necesito que hablemos fierecilla. —Sólo será un momento.

Estaba convencida de conocer el verdadero significado de ese “necesito que hablemos”, así como el de “sólo será un momento”. Un momento que bien podían ser dos o tres horas. No necesitaba ni la primera opción, ni tampoco la segunda.

—¡Hassan! Tengo trabajo. Intenta no molestarme. Yo te iré poniendo al día si hay alguna novedad. No te preocupes, —escribió.

—Necesito verte, —repitió.

—No me escuchas, Hassan. O no me lees.

—Es importante, créeme.

—No, no lo es y lo sabes.

—Lo es, —contradijo.

—Está bien. Ven a mi despacho.

—No puedo. No tengo con qué ir.

—Coge un bus.

—No tengo dinero. Lo gasté todo en la fianza.

—¡Serás cabrón!

—¡Vente! —insistió.

Merche sabía que aquella, bien podría convertirse en una conversación de besugos y que podían estar toda la mañana con el toma y daca sin hacerle cambiar de parecer. Barajó la idea de ignorar sus mensajes y también la de apagar el móvil, pero éste era una herramienta importante de su trabajo. ¿Por qué insistía en complicarle la vida de aquel modo? O mejor dicho, ¿por qué jugaba con ella con semejante altanería y descaro? Con todos sus defectos, reconocía que tenía carácter. Su palabra siempre era la última.

—Iré en cuanto pueda, —escribió dando por concluida la conversación.

—No tardes, —contestó haciendo honor al último apunte.

Hizo unas llamadas, recopiló información para uno de los casos en los que trabajaba y revisó su agenda. Tenía una cita en hora y media y otra en dos horas y supuso que sería suficiente para despacharlo. A continuación le dijo a su secretaria que se ausentaba. Seguidamente enfiló hacia el barrio marginal que detestaba. Aparcó varias manzanas antes y caminó en dirección al antro donde tantas veces había estado.

Llamó al timbre y no tuvo que esperar más de dos segundos. La puerta se abrió de inmediato con un atronador ruido. Subió los tres pisos y Hassan la esperaba en la entrada. La hizo pasar y Merche lo contempló de arriba a abajo. Vestía unos vaqueros cortados y deshilachados por arriba del muslo. Sin nada en la parte de arriba, exhibía su fibroso torso con pretensiones provocadoras.

—¿No puedes ponerte una camiseta al menos? —le recriminó.

Pese a ser una mujer acostumbrada a manejar situaciones comprometidas, e incluso al límite, con Hassan se sentía incómoda, ya que entendía que con él no controlaba nada. Todavía estaba todo muy reciente, de tal modo que su atracción animal hacia él era manifiesta y Hassan contaba con ello. Se colocó su mugrienta camiseta de los Lakers para complacerla.

—¿Quién es tu modisto? —bromeó ella viendo la andrajosa prenda de la que, al parecer no tenía intención de desprenderse.

—Me peleé con Emporio Armani y ya ves. Es lo que hay, —dijo haciendo gala de su chabacano atuendo.

Ambos sonrieron.

—Pues aquí estamos, —señaló Merche esperando saber el porqué de su visita.

—Quería darte las gracias por pagar mi fianza. No sé qué habría hecho sin ti.

—¿Entiendes que no soy tu madre?

—Lo tengo claro. Mi madre me abandonó. Eres mucho más que eso, —señaló, por lo que Merche quiso tragarse sus palabras.

—Pues no actúes como un niño. Te he pagado la fianza. No tendría por qué haberlo hecho. Pero, al margen de eso, ¿sabes que me pones en una situación embarazosa con tus arrebatos y tus rabietas? El estar aquí en estos momentos ya me coloca en una situación comprometida, por no decir en un aprieto, sin mencionar el hecho de abandonar a otros clientes para satisfacer tus pueriles caprichos.

—Antes no ponías tantos reparos para venir.

—Las cosas han cambiado, Hassan. Creí habértelo dicho.

—¿Tú crees que han cambiado?

—No lo creo. Lo afirmo.

—Bueno… ¿Cómo iba a darte las gracias si no? Te fuiste de la comisaría sin darme la oportunidad de hacerlo.

—Podrías haberlo hecho por teléfono.

—Soy un caballero. Las cosas importantes se dicen de tú a tú.

—Sí. Te falta el sombrero, —bromeó. —Tu caballerosidad sería de elogiar si fuese auténtica, pero sabes que no lo es.

—Menudo concepto tienes de mí, fierecilla.

—Nos conocemos un poco, Hassan.

—Es cierto. ¿Sabes qué pienso?

—Sí, —afirmó.

—¿Cómo lo sabes?

—Tu entrepierna habla por ti y siempre va por delante. Vas a reventar ese andrajoso pantalón.

—Veo que no se te pasa nada por alto. Eres muy observadora. Esa es mi fierecilla.

—Esta vez no, Hassan. No hagas que me arrepienta de mi generosidad.

—Todo lo que hice lo hice por ti.

—No puedo creer que estés hablando en serio.

—Créeme que así es. Era el único modo de llamar tu atención.

—¿Sabes que eso es acoso?

—Yo lo llamaría amor.

—No degrades esa palabra a ese nivel. Nuestra relación era únicamente carnal.

—¿Puedo preguntarte algo?

—Adelante.

—¿Me has echado de menos durante estos tres meses?

—Mi vida ha estado muy tranquila todo este tiempo. Esa es la verdad.

—Pero no has respondido a la pregunta.

—Te mentiría si dijera que no, pero sólo en casos puntuales, —admitió.

—¿Para aplacar tus picores? Yo lo he hecho cada día.

—No sé si te he dicho alguna vez que quiero acabar con esto, o si te lo he dicho tropecientas veces.

—¿Tu marido te hace feliz?

—¿Y a ti qué te importa?

—Eso es un no.

—No, no lo es, es un sí.

—Para ser abogada no sabes mentir, fierecilla. Sabes que si no soy yo será otro a quien busques en un momento dado para que calme tus picores.

—¿Por qué eres tan cabrón?

—Puede que lo sea, pero también soy franco.

—Ésta relación nunca debió prolongarse tanto tiempo.

—Yo nunca te obligué, fierecilla. Yo soy quien te busca ahora, pero recuerda que eras tú quien lo hacía en el pasado para apaciguar tu entrepierna.

—Eres un cabronazo.

—Sí. Soy tu cabronazo.

—¿Entiendes que no quiera seguir con eso? ¿Podemos dejar ya esta conversación y centrarnos en lo verdaderamente importante?

—¿Qué es más importante que esto? Mi vida es una mierda, ya lo sabes.

—¿Por qué dejaste el trabajo?

—Me echaron.

—Algo harías para que te echaran.

—Soy un puto moro, ¿recuerdas? Además, me pagaban una mierda.

—Y es más fácil conseguir dinero a punta de cuchillo, ¿no?

—De un modo u otro, siempre he sobrevivido. Nunca le he hecho daño a nadie.

—Quien lo diría atracando e intimidando cuchillo en mano.

—Como te he dicho, era una manera de acercarme a ti.

—Pero no era la primera vez, ni la segunda.

—Eran otros tiempos.

—Sí, claro.

—Sabía que no te mantendrías al margen, pero en el supuesto caso de que no quisieras hacerte cargo de mi caso, como segunda opción estaba la cárcel. Allí te dan de comer y he de reconocer que últimamente pasaba mucha hambre, de las dos, —destacó.

—No hablas en serio.

—Totalmente.

—Puedo mover algunos hilos y conseguirte un trabajo.

—No te molestes fierecilla. Nadie quiere a un delincuente, y menos si es un puto moro.

—Puedo hacerlo. Es cuestión de que quieras tú.

—No quiero darte pena.

—No lo haces.

—¿Sabes lo que quiero?

—¿Qué?

—A ti.

—No me jodas, Hassan.

—Es lo que más deseo. Joderte. Eres mi diosa. La dueña de mis pajas.

—No sigas por ese camino, Hassan.

—Mira como me tienes, —dijo cogiéndose el abultado paquete. —Déjame complacerte como mereces. Sé que lo deseas tanto como yo.

Merche dio media vuelta para marcharse y Hassan la retuvo en la puerta, se pegó a ella por detrás, le apartó el cabello y le mordió el cuello. Ella se resistió intentando que emergiera su temperamento al mismo tiempo que la hinchazón de su hombría presionaba en sus nalgas a través de la fina tela de la falda mientras sus pezones se endurecían.

—Te deseo fierecilla, —le susurró al oído.

Merche se negaba a someterse de nuevo a sus deseos y con esos postulados, le costaba reconocer que también eran los suyos hasta que cerró los ojos y dejó de pensar dejándose llevar por un apetito que la arrastraba a la lujuria una vez más. Su amante le restregó su abultada entrepierna entre las nalgas como si pretendiera penetrarla así, después le dio la vuelta, se acuclilló, subió la falda, bajó sus medias y sus bragas y abrevó en la fuente de la que manaba el néctar de la diosa que era para él, mientras a ella le costaba mantener la estabilidad. La lengua repasaba cada pliegue de su sexo haciendo pequeñas incursiones para después centrarse en el botón. Merche cogió su cabeza e hizo presión para que no escapara. Un dedo se hundió buscando el recóndito punto G, a la vez que el clítoris recibía el golpeteo de diligentes lengüetazos e irremediablemente se corrió con profundos jadeos pronunciando su nombre. Hassan se incorporó, desabotonó su bragueta y la verga saltó como un resorte, le levantó la pierna a ella, se cogió la polla y se la hundió con un certero golpe de riñón. Merche exhaló un gemido al sentir la vigorosa verga abriendo sus carnes y Hassan inició un vaivén de sus caderas al tiempo que la despojaba de la americana y la camisa para a continuación apoderarse de sus pechos lamiéndolos con auténtico fervor. Mordió sus pezones, los retorció y los estiró con los dientes en un afán de empacharse de ellos.

Merche echó la cabeza hacia atrás disfrutando de las sensaciones. Se agarró con ambas manos a las duras nalgas de Hassan, apretándolas con saña como una gata encelada. El cipote arremetía con fiereza en su coño a un ritmo endiablado y con él, ella gozaba de cada uno de los embates, con cada una de sus caricias y con cada uno de sus mordiscos. Fue el momento que Hassan aprovechó para comerle la boca pillándola por sorpresa. Aquello iba contra sus principios más básicos, pero no pudo librarse de su ímpetu. Después sucumbió a las sensaciones. La lengua de Hassan buscó la de Merche y de forma automática se enroscaron sistemáticamente en un intercambio de saliva para después morderse los labios con verdadera pasión.

La polla de Hassan buscaba sus profundidades incrustándose hasta lo más profundo de su ser. Su pelvis acompañaba los bruscos movimientos de él en una sincronización que los llevó a ambos a un orgasmo compartido. Notó la leche caliente abarrotando su útero al tiempo que ambos amantes compartían su placer sin abandonar el beso. Ahora bien, cuando tomó conciencia supo que había roto el pacto inquebrantable que tenía consigo misma. Sólo su marido la besaba y así debería haber seguido siendo, pero ya estaba hecho. No había vuelta atrás para eso, ni tampoco para el polvo del que también ella se había beneficiado. No se enorgullecía. Tampoco se arrepentía. Sólo lamentaba ceder siempre ante aquel gandul al que no lograba arrancarlo de su vida.

—¿Te ha gustado el beso? —preguntó Hassan.

—Eso ha sido un desacierto.

—Ha sido nuestro primer beso. Eso debe significar algo.

—Significa que es el primero y el último, —dijo mientras recogía sus bragas del suelo para vestirse.

Hassan se sentó en el cochambroso sofá con las piernas abiertas mostrando sus vergüenzas con indecencia. Después frotó su miembro de forma pausada mientras contemplaba a Merche vistiéndose.

—¿Qué coño estás haciendo? —pregunto ella.

—¿A ti que te parece? —preguntó él moviendo la mano con parsimonia arriba y abajo. —Me hago una paja.

—¿No has tenido suficiente?

—Sabes que no fierecilla.

—Entonces te dejo con tu paja. Yo me voy, —dijo ella ya con el bolso en la mano.

—¿No te apetece comértela? —le preguntó mostrándole todo su potencial. Merche contempló de nuevo el garrote que la encumbraba a las más altas cimas de un impúdico placer. Su boca se abrió deseosa de forma involuntaria.

—Eres un hijo de puta, —aseveró.

—Lo sé. Y tú una zorra ninfómana. ¡Ven! Y rézale a Alá, —le ordenó mostrándole la desproporcionada polla mientras se estiraba los huevos. Merche metió la mano en el bolso, cogió el móvil y le mandó un WhatsApp a su secretaria para que cancelara sus citas. A continuación se arrodilló ante él, cogió el falo con la mano y antes de metérselo en la boca exclamó:

—¡Menuda verga tienes, cabronazo!

—¡Anda, cométela, que has estado mucho tiempo en dique seco.

Merche escupió reiteradas veces en el capullo, después esparció la saliva por todo el falo y abrió sus fauces para devorarlo emitiendo sonoros chasquidos mientras se atragantaba con el cimbrel. Hassan cogió su cabello y le hizo dos coletas, una a cada lado a modo de asidero, pero también de riendas con las que dirigir la cadencia de la felación.

La cabeza basculaba al ritmo que él marcaba y después de tres largos minutos se sacó el pilón de carne de la boca para relajar sus mandíbulas, por lo que sendos pollazos se estrellaron en su cara sin previo aviso. Después volvió a hacerse con el garrote para recorrer toda su orografía con la lengua hasta llegar a los huevos colgantes. Se introdujo uno en la boca y lo golpeteó con la lengua, a continuación hizo lo mismo con el otro a la vez que su mano se movía arriba y abajo de la estaca. La lengua retrocedió de vuelta por el mismo camino a fin de atrapar de nuevo el glande con la boca y seguir con la felación. Hassan la apartó y le propinó otros dos contundentes pollazos en la cara. No deseaba correrse. Merche se desnudó mientras ambos se miraban con lascivia. Después se sentó sobre él, asió el mango posicionándolo a la entrada de su coño y fue dejándose caer despacio para sentir cada centímetro mientras iba adentrándose en sus entrañas. Con la misma parsimonia volvió a sacársela para ir repitiendo la acción cada vez más rápido.

Hassan la volvió a besar y pensó que su promesa ya había sido quebrantada, por lo que los chasquidos de los besos se unieron a los de la verga percutiendo en su coño. Las manos de él se aferraron a las nalgas de Merche acompasando el ritmo de la excelente jinete. El dedo corazón buscó el ano y desapareció en él al mismo tiempo que el infatigable mazacote aporreaba en sus adentros.

Mientras gozaba de su potro, Hassan le susurró al oído.

—Quiero follarte por el culo.

—Eres un cabrón hijo de puta, —señaló entre gemidos.

Hassan se levantó sin sacársela. Merche no se desenganchó. Se cogió a su cuello y sus piernas se enroscaron en su cintura mientras saltaba sobre el mástil.

—No pares, cabrón. No pares de follarme, —gritó con desesperación, pero Hassan extrajo su verga y dejó a Merche en el suelo ordenándole que se colocase a cuatro patas.

—¡Muéstrame tu culazo en pompa! Quiero rompértelo a pollazos.

Merche siguió sus órdenes, se inclinó en el suelo y apoyó la cabeza en una almohada mostrándole sus encantos. Sabía el suplicio que venía ahora, pero conocía el irreverente goce de después.

Hassan observó un instante la octava maravilla y babeó mientras se frotaba la verga. A continuación se acuclilló, se la cogió, la ensalivó, la dirigió a la entrada del ojete e introdujo la cabeza morada. Merche mordió la almohada para no gritar. La polla siguió avanzando hacia las profundidades haciéndole saltar las lágrimas. Era inútil pedirle que se detuviera porque no iba a hacerlo, de modo que tragó saliva y aguantó estoicamente el doloroso proceso de la dilatación hasta que un vislumbre de placer se mostró en sus esfínteres, de tal modo que los gritos ahogados en la almohada se liberaron tornándose en gemidos placenteros perturbados únicamente por las penetraciones más violentas.

Hassan la cogió del pelo con las dos manos cual auriga gobernando los caballos de los carros en las carreras de un circo romano.

El calor de la época se hacía de notar en la estancia mal acondicionada, y unido al aumento de la temperatura corporal y al ejercicio, suscitaba una abundante sudoración que abrillantaba el cuerpo de Hassan embelleciéndolo hasta tal punto que el sudor caía en abundantes goterones sobre el cuerpo de Merche. Ésta buscó con la mano su clítoris a fin de darse más placer y alcanzar el orgasmo.

—¡Fóllame más fuerte! —le pidió entre gritos mientras la empalaba. —¡No pares de follarme! —gritó de nuevo ante la inminencia del clímax.

—Sí, mi fierecilla, —articuló él sin apenas aliento bufando como un semental que embestía a su yegua.

El teléfono vibró en el bolso sin que Merche advirtiera la llamada. Sus gritos eclipsaban cualquier otro sonido. Gritó y se explayó sin reservas dando todo lo que tenía, siendo testimonio del goce, así como de una liberación de deseos reprimidos e insaciables, y cuando Hassan le dio todo el placer que cabía esperar, extrajo su miembro del ano, se dio unos enérgicos meneos y expulsó con potentes chorros su simiente sobre las nalgas y la espalda de su diosa. Después se dejó caer exhausto en el suelo. Merche abandonó la postura servil y fue a darse una ducha rápida. Después buscó su ropa y se vistió en silencio ante la atenta mirada de su amante.

—¿Cuándo volvemos a vernos, fierecilla? —preguntó el gandul.

Merche no contestó. Cogió su bolso y se fue con un forzado “adiós”.

Al llegar a su despacho su secretaria la puso al día informándola de que los dos clientes citados estaban molestos por la cancelación de la cita, sin embargo, no era esa su mayor preocupación.

El teléfono vibró de nuevo en su bolso y se sintió abrumada ante la insistencia de Hassan en una situación que se le estaba yendo de las manos. Sacó el móvil para recriminarle una vez más, pero vio que era la segunda llamada de su marido.

—Dime amor, —respondió nerviosa.

—¿Estás bien? —preguntó él.

—Sí, bien. Un poco liada.

—Te he llamado antes.

—Acabo de ver la llamada.

—He oído que Hassan ha vuelto a delinquir.

El corazón de Merche le dio un vuelco ante la inesperada aseveración. No esperaba que se enterara tan rápido.

—Así es, —dijo de forma escueta intentando evaluar hasta donde sabía.

—Imagino que vas a representarlo.

—Sí. He aceptado su defensa, —reconoció intuyendo que también lo sabía.

—¿Por qué no me lo has comentado esta mañana?

—Porque no estaba segura de querer seguir llevando su caso.

—No deberías haberlo hecho. Es un caso perdido y sabes que no te va a pagar.

—Lo sé, —afirmó.

¿Le habrían soplado también el pago de la fianza? De ser así, ese dato llevaba a plantearse otras preguntas para las cuales no tenía respuestas, o al menos, no eran lo decentes que cabía esperar. ¿Hasta dónde sabía? No podía estar segura y esperó a que le formulara la pregunta que podría arrinconarla a la pared, pero no fue así, al menos de momento.

—Te dejo. Tengo que atender a unos clientes, —dijo despidiéndose con una sequedad que no era la habitual.

¿Realmente tenía que atender a unos clientes o no deseaba hablar de temas espinosos por teléfono? Pese a la arisca despedida, su voz parecía tranquila, pero todo el mundo sabía que antes de la tempestad todo parecía absolutamente normal.

Tan sólo quedaba ella en el bufete. No quería irse a casa. No estaba preparada para enfrentarse a él, o no deseaba hacerlo, aunque no se trataba de un enfrentamiento, sino más bien, de reconocer la insidia. ¿Qué tenía que decir en su defensa? Ella era abogada y conocía mil artimañas para retorcer la realidad, pero no estaba segura de si quería hacerlo, o debía tener la gallardía de sincerarse y así redimirse. Su vida en estos tres años había sido como un castillo de arena alejado de las inclemencias del tiempo, de la brisa que pudiese erosionarlo y de las mareas que lo derribaran, pero de repente vino la pleamar y en un instante el castillo se vino abajo.

Se había estado follando durante los más de tres años que duraron los litigios por sus fechorías a un vulgar delincuente de veintiocho años. ¿Cómo contarle eso? ¿Cómo adornarlo? ¿Cómo decirle que la ponía cachonda y que cada vez que hacían el amor, era la tranca de Hassan la que la inspiraba? ¿Cómo explicarle que aquel gandul desaliñado le había proporcionado los mejores orgasmos en su dilatada vida sexual? ¿Cómo describir su sometimiento voluntario constante? Sin mencionar la aportación de Félix con sus conocimientos y sus enlaces para sacarlo de prisión y como pago, la felonía de ambos. Cada motivo era más abyecto que el anterior y el hecho de representar la verdad desnuda significaba que él no conocía a la mujer con la que vivía. Su única opción pasaba por endulzar sus palabras porque estaba segura de que también tendría que comérselas.

Entró en casa contrita. Cerró la puerta y dejó las llaves en el recibidor. Después entró en el salón dispuesta a encajar todos los golpes. No más mentiras. No más excusas. Se acabó. No deseaba seguir con la máscara del engaño.

La cena estaba ya en la mesa. Félix había encargado unas delicatesen y estaba esperándola para descorchar el “Protos Vendimia Seleccionada del 2020”.

—Hola amor, —saludó él al tiempo que descorchaba la botella. A continuación le dio un beso y sirvió el vino en la dos copas.

Merche estaba confusa. Entendía que todo habían sido cábalas suyas y que no sabía nada de la fianza y mucho menos de sus infidelidades. ¿Qué hacía ahora, seguir interpretando el papel de buena esposa o sincerarse como tenía pensado hacerlo? La siguiente pregunta le indicó el camino a seguir.

—¿Por qué le has pagado la fianza? —preguntó mientras chocaba su copa con la de ella. Después tomó un sorbo del excelente vino.

—Pensé que debía hacerlo, contestó Merche.

—¿Te lo estás tirando?

Era la pregunta del millón. ¿Por qué no le sorprendió? Merche dejó la copa de vino en la mesa y asintió.

—¿Desde cuando? —quiso saber.

—Desde el principio, —admitió.

Un atronador silencio invadió el salón durante diez eternos segundos.

—¿Le quieres?

—No.

—Luego, sólo es sexo.

—Sí.

—Tres años follándotelo son muchos, por lo que deduzco que el sexo con él es insuperable, —insinuó.

Merche guardó silencio, lo que reafirmaba su observación asegurando que algunos silencios eran más reveladores que cientos de palabras.

—Entiendo que no me equivoco, —afirmó, y ella bajó la mirada sonrojada y avergonzada.

—¿Ha habido alguien más? —preguntó.

Merche asintió. No pudo mentir, y tampoco quiso. El paso ya estaba dado y pensó que era mejor hablar de la verdad que duele y luego sana que la mentira que consuela y luego mata, sanar o morir ya poco importaba. Todo cuanto dijera él sería verdad y como mejor defensa sólo cabía decir que su matrimonio había sido una mentira. Eso es lo que pensaría Félix, aunque ella no lo veía de ese modo. Amaba a su esposo más que a nada en el mundo, pese a que su forma de demostrarlo no fuese la más ortodoxa.

—Siento todo el dolor que te he causado, —dijo ella sin ninguna pretensión de defenderse.

—No son los celos lo que me mortifica, sino el no haber sabido hacerte feliz, o lo que es peor, el no haber podido.

—Aunque no me creas, he sido la más feliz.

—Imagino que en algunos aspectos sí, en otros, evidentemente no. No voy a odiarte por ello. Me quedo con nuestros momentos de alegría y felicidad y en los vínculos creados en esas ocasiones. No voy a dejar que el odio borre cada instante de los que hemos vivido y para eso, tenemos que eliminar las barreras de los prejuicios, lo cual requiere coraje. Tenemos que hacer las paces con nuestros días. No podemos olvidar que la vida está de nuestro lado.

Hizo un inciso para sorber de la copa, después continuó.

—Siempre supe que en la cama necesitabas algo más, y aunque no tenía la certeza, estaba casi seguro de que me habrías engañado en más de una ocasión. Eres una mujer muy bella y siempre he pensado que no estaba a tu altura, y ¿sabes? Controlé mis celos y asumí esa idea como algo normal, intentando mostrarme digno de tu amor. Te quiero. Lo soportaría todo para tenerte a mi lado, pero no puedo impedir que te vayas. Si ha llegado el momento, lo asumiré. Eres libre para irte en busca de tu felicidad. Nunca te impediría ser feliz, —dijo cogiendo su mano. Merche apoyó la cabeza en su hombro. Todo lo que tenía que decirle había perdido importancia. Él era capaz de manejar la situación de una manera que ella nunca podría.

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