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Las tetas de Isabella
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Tiempo de lectura: 7 minutos

Por la mañana me arreglé especialmente para presentarme con el director. Me puse un pantalón ajustado, pero no demasiado llamativo, una blusa blanca que me quedaba estupendamente. Quizás un poco provocadora, pero qué quieren que les diga, con mis enormes pechos cualquier cosa que no trate de ocultarlos ya es de por sí provocadora. Mis pechos siempre han sido causa de mis problemas y de satisfacciones. Los hombres se vuelven locos por esa parte del cuerpo y en mi resaltan por encima de las demás, como más encima estoy bastante delgada, llaman la atención. Me sentí atractiva y quise arreglarme un poco más. Me maquillé con elegancia y tomé rumbo a la escuela. Allí me recibió el director que en cuanto me vio se mostró muy atento en ayudarme.

– Hola Isabella, gusto de saludarla

-buenos días director

Me llevó a su despacho y ahí le conté mi problema.

-Trabajo en el ministerio de educación y la verdad estoy cansada del acoso de algunos compañeros de trabajo, una tracalada de viejos vinagres que no paran de hacer comentarios cuando paso o lisa llanamente me miran directo a mis tetas, sin ningún pudor, con descaro y deseo, me dan asco y esto lo voy a aclarar hoy, para exigir que sean sancionados o desvinculados.

El director estaba sentado en su sillón y yo paseaba por la sala mientras hablaba. Era una forma de que me escuchara y obedeciera, el ruido de los tacones sobre el suelo ejerce un poder hipnótico en los hombres. Caminaba pausadamente. El director se mostraba muy dispuesto a todo lo que le indicaba, se mostró sorprendido con mi relato

-¿Cuáles son los nombres de todos los involucrados?

– me preguntó.

– Le entregue todos los nombres.

El director hizo un nuevamente un gesto de sorpresa que me extrañó. Se quedó pensando unos segundos y dijo:

– ¿Sabe usted que la acusación es gravísima?

De repente me sentí mareada. Me senté en la silla enfrente de la suya. Él se levantó ahora. Comenzó a pasear. Comenzó a hablarme sobre la acusación expuesta, El director seguía paseando y hablándome, mirándome directamente a los ojos y forzándome a retirarle la mirada.

– Usted viste muy provocativamente

– No estoy de acuerdo. – le dije. – Yo visto muy correctamente, ¿O quiere que lo haga como una monja?

– No como una monja, pero. ¿Me negará usted que esa blusa está a punto de estallarle de lo justa que le queda? – dijo el director con descaro.

– ¿De qué está hablando? – dije airada. – La blusa me queda perfectamente y es usted un desvergonzado.

– ¿Ve de lo que le hablo? ¡Le apuesto a que su camisa no soportaría ni un milímetro más de tensión!

Las formas del director habían sido intolerables así que hice por levantarme. Con suavidad me apoyó una mano en el hombro para que me volviera a sentar.

– Verá lo que haremos. – dijo con calma. – Si usted me demuestra que su blusa no está a punto de estallar yo me encargaré personalmente desvincular a todos los que me ha nombrado, tiene mi palabra. Si no, me confirmará que es culpa suya por lo que proyecta y dejaremos las cosas hasta aquí. ¿Le parece?

Me pareció una desfachatez lo que ese tipo decía, pero la verdad es que me ofrecía una fácil forma de que finalmente recibieran una sanción estos viejos degenerados. Me irritaba la situación, pero le di una opción al director.

– ¿Y cómo sería esa prueba? – le dije.

– Muy fácil, yo afirmo que en su escote no cabe ni una moneda de a 500 pesos.

– Ja, ja, ja. – me reí. – Eso es absurdo, por supuesto que sí.

– Esa sería la prueba. Si yo le pongo la moneda y el botón de la blusa no cede, usted gana.

Eso era, quería aprovechar la coyuntura para abusar de mí y tocarme los pechos. Antes de que pudiera irme se corrigió.

– Yo no le tocaría, simplemente le lanzaré la moneda.

Eso me tranquilizó y acepté. Acordamos las condiciones, yo no podría moverme para esquivar la moneda, la moneda tendría que entrar en mi escote, si el botón saltaba, el ganaba, si se mantenía, lo haría yo.

Todo esto había provocado que me excitara un poco. La inocencia del juego había apartado mis molestias iniciales. Estaba claro que el director sólo quería un juego erótico y eso me gustaba. Llevábamos unos minutos hablando de mis pechos, de lo firmes que se veían en la blusa. No podía controlar que mis pezones se pusieran firmes y que esa dureza se trasparentara a través de la fina tela del sostén y la blusa.

Me preparé. El director lanzó una moneda. No pude evitar moverme un poco ante la inminencia del choque del metal con mi pecho. La moneda rebotó y cayó al suelo justo al lado de mis piernas. No me atreví a agacharme a cogerla. Tanto hablar de mi blusa y mis pechos y tenía miedo de que si me agachaba estos se salieran de su sitio. Tampoco quería que el director se agachara en un lugar tan comprometido para mi así que deslicé mi pierna derecha y la tapé con el tacón.

– ¿Me da la moneda para que la lance de nuevo?

– No la veo en el suelo, lo siento. Tome otra. – mentí.

– Convendrá en que ha sido culpa suya. No debe moverse o habrá que suspender la prueba. – dijo con seriedad.

– Perdone, tendré más cuidado.

– Mire Isabella, lanzo otra, pero ponga las manos detrás.

Así lo hice. Me quedé sentada en la silla, con un pie sobre la anterior moneda de 500 pesos y con las manos atrás, entrelazadas. La postura me resultaba enormemente sensual. Era una exposición total de mis pechos, a los ojos de ese hombre. El juego era tan inocente como sus intenciones y eso me provocaba una mayor excitación. Me gustaba pensar cómo tenía que apuntar la moneda mirando fijamente mis enormes tetas e imaginándoselas a través de la tenue tela de la blusa.

De nuevo lanzó la moneda y de nuevo me moví un poco cuando vi que impactaría contra mi pecho. Fue instintivo. Otra vez la moneda rebotó contra mi pecho por encima del escote y cayó al suelo. De nuevo lo hizo en un lugar comprometido y tuve que taparla con el otro tacón. De nuevo le dije que no veía la moneda.

– No podemos seguir así. Usted siempre se va a apartar.

– Lo siento, tendré más cuidado. – dije.

– No, más lo siento yo. Lo vamos a tener que dejar. – Me dijo e hizo un gesto de levantarse.

– No, insisto. – dije yo porque la verdad es que me contrariaba interrumpir el juego en ese momento. Quería ver qué ocurriría y me gustaba la situación que estaba viviendo. El director era un hombre respetuoso y me ponía a cien exhibir mis potentes pechos ante los ojos de un hombre que tenía que estar excitado.

– Cerraré los ojos y ya está. – le dije.

Pero al director no le convencía. Parecía que había perdido el interés por el juego. Decía que al final los abriría y me movería. Yo quería continuar así que le propuse que me los vendara si no se fiaba. Estuvo de acuerdo.

El director tomó un pañuelo que había en un cajón. Entonces me dí cuenta de que quizás me había pasado proponiéndole que me vendara. Ya no podía echarme atrás. Como tenía las monedas escondidas en mis tacones no quise cambiar de postura. Me vendó de espaldas. Lo hizo con más suavidad de la que pudiera imaginarse en un hombre. Luego se dio la vuelta y volvió a su lugar en la mesa. Debió hacer algunos gestos con los dedos y me preguntó si veía cuántos dedos tenía. Le dije la verdad, que era que no. Me extrañó sentir su voz como más cercana. Lo achaqué a que la repentina oscuridad me habría afinado el oído, pero también pensé que podía ser que se había recostado sobre la mesa.

Estaba arrepentida de haber aceptado. Vendada, no sabía dónde estaba el director. Podía haberme mirado desde la altura de la mesa con total descaro el canalón que formaban mis pechos. Eso me gustaba, pero también me hacía sentir vulnerable. Era una situación muy morbosa.

Con estoicismo esperaba la llegada de la moneda. Mis manos seguían atrás en la silla. El director rebuscaba en su cartera y me dijo que no encontraba otra de a 500 pesos. Antes de que quisiera buscar, le propuse que lanzara cualquier otra.

– Tiene que ser de a 500 pesos, es lo que hemos hablado. – me dijo.

– Bueno, pues dos de cincuenta. – le dije en broma.

Sentí el impacto de la moneda que no me golpeó de canto sino de frente en medio del pecho. La moneda se deslizó lentamente por entre mis pechos evitando quedar atrapada en el sujetador a pesar del estrecho espacio. Sentí su calor – pues estaba inusualmente cálida – bajar por mi vientre y quedarse atrapada a la altura de la cintura.

Estaba claro que a mi blusa no le había pasado nada. Pero el profesor explicó que era una de cincuenta, que faltaban otras. Eso de otras me extrañó, pero entendí que no tendría el cambio suelto. Me había gustado la experiencia, los instantes previos a recibir el suave golpe. Sentir un cuerpo caliente que invade tu intimidad sin poder hacer nada al respecto. El estar con los ojos vendados ante un desconocido. Me excitaba. Sentía la humedad que llegaba a mi tenue tanga y los pezones me quemaban en los pechos.

Volvió a lanzar otra moneda. Esta quedó atrapada en mi sujetador, cerca del pezón derecho. Debía ser una moneda pequeña, tal vez de 100 pesos. No dije nada más y esperé. Llegó otra que cayó del otro lado, rozando mi pezón izquierdo. Estaba cachonda perdida. Me sentía como las strippers que se dejan meter los billetes en el escote, con la exposición del que no puede defenderse. Mis manos no se movían de mi espalda, mis ojos no veían nada, pero mi cabeza imaginaba demasiado. Las monedas estaban calientes, tanto como yo. Podía sentir la primera en mi cintura, las otras dos en los pechos.

Llegaron más monedas. El golpe contra mi pecho me recordaba la sensación del embestir del miembro del hombre cuando taladra tu interior. Cada golpe de moneda era un embate en una penetración prolongada. Mis labios se abrían de placer al sentir las monedas por todo mi sujetador rozando mis pechos por todas partes. Ya habían entrado más de media docena, debían quedar pocas. No me preocupé de contarlas ni de preguntar cuándo terminaría una experiencia tan libidinosa y sensual. Sentía que las últimas monedas llegaban como con menos recorrido. Pensé que tal vez el director se había recostado de nuevo sobre la mesa. No oí nada porque todos los nervios de mi cuerpo estaban en mis pechos y en mi concha entreabierta. Mis manos atrás, mis ojos cerrados aún a pesar de la venda. Sabía que el director estaba muy cerca de mí y que observaba con descaro mis pechos desde un plano privilegiado, pero eso lejos de molestarme me excitaba aún más. Mis pechos estaban como una roca, las monedas seguían fluyendo. No sé cuándo empecé a gemir. Lo hice suavemente, eran pequeños sonidos cuando sentía un objeto que buscaba su sitio en mi pechera. Me sentía sucia con tanto dinero encima y al mismo tiempo tan poco. Era como una puta barata a la que se le paga con suelto.

En algún momento sentí la respiración del director a escasos centímetros de mi boca. Fue instintivo, acerqué mis labios. Él debió retirarlos un poco. Le busqué con mi boca y encontré otra cosa más caliente. Era su pico ahí al lado, me lo introduje en la boca como pude. Estaba tan caliente que me quemaba. Se la chupé tan bien como pude. Tragaba su salado miembro con un hambre tremenda. Sentía como entraba todo su tronco hasta el fondo de mi garganta, no podía evitar expulsar grandes chorros de saliva que me ayudaban a lubricarla mejor. Paraba un poco y me introducía sus testículos, los masajeaba con mi lengua. Me la volvía a introducir entera, hasta el límite de mi garganta, tragando y tragando. Él gemía como un loco. Le daba buenos lametones desde la base hasta el mismo glande. Ahí me paraba y pasaba mi lengua por toda la superficie. Y de nuevo bien adentro.

Estuve un buen rato dándole a la lengua. Sentí que era inevitable que se corriera y así lo hizo. La abundante leche inundó mi paladar y mis dientes, todo fue para adentro y lo que no bien que me encargué de que no se perdiera. Le pasé la lengua por las comisuras de su miembro, limpiándosela en cada vericueto. Había terminado como un loco, conteniéndose el hacer más ruido por estar en su despacho. En todo el proceso no me había puesto la mano encima. A pesar de sentirme tremendamente sucia me sentía respetada y en cierto modo inocente.

El semen seguía dentro de mi garganta cuando me quité la venda. En ese instante el director dio un tirón del último botón de mi blusa. El dinero fluyó como en una máquina tragamonedas cayendo por todo el suelo. Mis pechos habían explotado y salido con violencia de su prisión de tela. Me quité las monedas que pude de mi sujetador, ahora avergonzada de que me pudiera ver las tetas. Saqué las que había por mi cintura. Me quise marchar precipitadamente, sin decir nada más. Traté de componer mi blusa porque no podía dejar mis pechos así. Le pedí algo para reparar la blusa. Buscó en sus cajones y me ofreció un clip. Extendí mi mano para recogerlo, pero entonces lo tiró al suelo. Tuve que agacharme mientras me sujetaba los pechos con una mano, pues querían salir del sostén. Compuse como pude la blusa y me marché avergonzada del despacho.

Al salir del despacho pasé por donde estaban todos mis compañeros y sentí que me miraban con morbo, no sé si habían visto o escuchado todo. Levante mi cabeza y trate de caminar lo más digna posible, con la blusa media abierta y manchas de semen salpicadas por todas partes.

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