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Las alas del ángel
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Tiempo de lectura: 10 minutos

Lo peor eran las alas. Aún a su avanzada edad, se defendía razonablemente bien con esas manos y esos dedos que a otros dibujantes le resultaban tan complicados de plasmar en el papel. Sus pechos eran generosos, no solo en su desproporcionado tamaño sino también en el esfuerzo que suponían: esos dos círculos, o dos medios círculos cuando Angélica llevaba puesta su toga blanca, eran muy sencillos de dibujar y lo que más alabanzas suscitaba entre sus escasos fieles. Sus curvas eran más complejas, sin duda, sobre todo a través de esos ropajes de los que invariablemente acabaría despojándose. Tenía que encontrar el punto intermedio entre el recato y el erotismo, y había quedado insensibilizado al erotismo con toda la pornografía que había visto durante los últimos veinte años. Pero todavía se manejaba bien, sobre todo cuando miraba sus viejas ilustraciones.

Y, sin embargo, las alas… si ya de joven le había costado poner una pluma detrás de otra, si le había costado hacer las alas de Angélica consistentes y etéreas al mismo tiempo, esa tarea se convertía en misión imposible a su edad. Borró la chapuza que había hecho, dejando a su celestial creación sin esos dos apéndices que terminaban de convertirla en el icono que era. O que, en propiedad, había sido. Los chavales de hoy en día se hacían pajas con dibujitos japoneses en vez de con su arte.

El zumbido de ese artefacto infernal que llamaban erróneamente teléfono le sacó de su mesa de trabajo. Se incorporó con dificultad (si su vida hubiera sido un tebeo, habría incluido una onomatopeya para describir el horroroso ruido de sus huesos) y consultó el móvil, ávido de novedades. Si resultaba ser un correo spam, iba a tirarlo por la ventana.

Sin embargo, al leer la misiva digital que le habían mandado los organizadores de ese evento de cómic, casi deseó que hubiera sido eso.

"Buenos días. Lamentamos informarle de que, pese a que apreciamos su contribución al Noveno Arte, el calendario ya está establecido y no podemos modificar ningún acto. Asimismo, la titularidad de los stands es inamovible, por lo que no podemos ofrecerle un espacio.

Además, nuestro evento es para todos los públicos, por lo que sus proyectos no son los más adecuados para nuestra propuesta.

Le agradecemos su interés y le deseamos lo mejor. Un saludo".

Y ya estaba. Después de una vida dejándose los dedos y los ojos, una respuesta que habría sido ofensiva hasta para un chaval primerizo que manda sus inexpertas viñetas a alguna editorial francesa. Rabioso, empezó a escribir su desafiante respuesta:

"Estimados mingafrías puritanos:

He podido comprobar en vuestra página web que en esta edición habéis invitado a dos actores, a un youtuber y a varios jóvenes que se disfrazan de personajes que, en muchas ocasiones, provienen de los videojuegos u otras formas de entretenimiento que nada tienen que ver con la historieta.

Sinceramente, creo que no me merezco este ninguneo. En los ochenta, antes de que muchos de esos chavales (y quizá ustedes) nacieran, Angélica vendía más que la Vampirella o la Red Sonja. Y, aunque no soy un Moebius ni un Hal Foster, ni mis guiones tenían la profundidad de un Art Spiegelman, seguía siendo arte. Entre paja y paja, mis historias daban que pensar. Pero parece que hay más sitio en vuestra mierda de evento para gilipollas que solo saben gritar en Internet que para mí.

Por último, no quería despedirme sin destacar vuestra hipocresía al condenar mis dibujos como inapropiados cuando varios de vuestros invitados viven de enseñar su cuerpo en Internet, disfrazados de los mismos cinco personajes. Yo, por lo menos, acepto que lo que hacía era arte erótico. Pero vosotros condenáis mis dibujos y aceptáis esa forma de prostitución virtual, y ahora seguramente me respondáis que alguien enseñando las tetas o marcando el paquete no está necesariamente sexualizado. Venga, idos a tomar por culo.

En fin, seguiré dibujando. Solo espero que, cuando me muera, no me hagáis un homenaje".

Miró el mensaje durante varios minutos, paladeando la humillación a la que sometería a esos niñatos imberbes que habían decidido que tenía que conformarse con su mierda de jubilación en vez de ganarse unas perras firmando cómics y regalando dibujos. Se los imaginó recapacitando, pidiéndole perdón, tal vez creando una polémica que hiciera que sus páginas originales se revalorizaran.

Se imaginó también el precio de la luz y el agua subiendo, y se imaginó depender de los organizadores de ese evento o de sus amigos al año siguiente. Resopló y puso el dedo sobre la tecla retroceso.

«Tendría que haberlo copiado para cuando me diagnostiquen un cáncer o algo así» -pensó con amargura, pero decidió dejarlo estar. Al menos él tendría la victoria moral.

-Bueno, ahora…

Ahora, nada. Porque, sin la posibilidad remota de que le pagaran por sus dibujos, tenía poco sentido agarrar el lápiz, ni hablar ya de la tinta.

Hizo descender sus ojos sobre el lápiz como un juez haría caer su martillo. Por culpa de ese lápiz. Por culpa de ese lápiz había tenido que cenar un bocadillo de chóped, por culpa de ese lápiz sus mejores ideas habían sido olvidadas en suplementos y revistas que ahora acumulaban polvo, por culpa de ese lápiz había tenido que conformarse con una foca frígida que le había humillado a diario durante sus treinta años de matrimonio.

No supo si tosía o lloraba, solo que tuvo que agarrar uno de sus papeles para limpiar sus gafas. Pese a todo, fue un papel vacío, sin la efigie sagrada de Angélica dibujada en él.

Se dirigió a sus estanterías, mirando esos tebeos que casi agradecía no haber podido vender. La mayoría se encontraban sepultados en revistas eróticas de poca monta que el desarrollo natural de los acontecimientos había acabado condenando al ostracismo, y pocas veces habían sido reeditados en un formato decente. Pero, aun así, seguía habiendo lectores de su quinta que de vez en cuando le mandaban correos cantando las bondades de Angélica o explicando cómo había revolucionado sus hormonas adolescentes.

«Aunque luego esos cabrones no me compran un triste dibujo» -pensó, cabizbajo. Ay, tendría que haber nacido veinte años después, y se habría forrado haciendo dibujos guarros en Internet. O veinte años antes, y no le habría pillado tan fuerte la crisis de los medios impresos. O, qué cojones, no haber nacido en ninguna coordenada espaciotemporal. Tal vez eso hubiera sido lo mejor.

Aun así, pensó al hojear esas páginas donde aparecía su creación, algunos de esos dibujos y esos guiones justificaban una vida. La fórmula era sencilla: Angélica bajaba del cielo para ayudar a algún desdichado y, en el camino, había algún chiste o encuentro de carácter sexual. Tanto daba que enseñara las tetas para que un cura superara su crisis de fe como que su desnudez en la vía pública permitiera a un manifestante huir de la Policía. Esos argumentos rutinarios le habían permitido hacer crítica social y religiosa, y estaba orgulloso del fondo de humanismo que había conseguido imprimir a historias como esas. Se había llevado elogios y se había llevado un buen dinero de las ventas. Aunque sus editores todavía le debían un pico considerable.

«Me deben mucho más de lo que jamás me darán» -pensó, amargado. Tumbarse en la cama solía suponer un remedio para sus males, pero solo cuando podía dormir. No cuando la tos y el frío cortaban cada respiración. No cuando podía confirmar, por la humedad de sus sábanas, que lo que le había hecho quitarse las gafas era el llanto.

Aun así, su cuerpo decidió hacerle el único favor que le había hecho ese lustro y le permitió dormir.

Cuando despertó, era de noche. El frío invernal, de nuevo, había encontrado su lugar a través de las ventanas y las puertas de su destartalado piso. Se arropó con las sábanas, tiritando y tosiendo de nuevo. Pensó en levantarse y hacerse la cena, pero solo lo pensó. Hacía demasiado frío.

La tos y las lágrimas le recordaron que, lejos de esos mundos de fantasía que solo su lápiz conseguía trasladar imperfectamente al mundo real, seguía siendo un ente físico, un ser patéticamente decadente. Un puto viejo que había dejado de cotizar y que, en consecuencia, se había convertido en una carga para todos los jóvenes que pensaban que nunca se encontrarían en su situación.

«Que se vayan todos a la mierda» -pensó, con los ojos abrasados por el agua. Él tenía sus principios, tenía sus logros, era mejor que todos ellos. Y, sin embargo, solo de pensar en su absurda rutina (en cocinar, en dibujar, en irse a la cama una y otra vez tras la titánica tarea de salir a hacer la compra), le daban ganas de que todo terminara. Me rindo, Dios, decía. No sé qué te he hecho, y espero que no sea nada personal, pero me rindo. Cerró los ojos, sollozando como un bebé, dejándose llevar por esa oscuridad que no exigía nada de él para devorarlo, que no le juzgaría ni le haría sufrir cuando acabara con su existencia.

La luz que respondió a su ruego fue tan brillante que tuvo que despegar los párpados, contra todos sus instintos, para poder constatar que existía. Y existía, tal y como él la había concebido. Su pecho latió al ritmo de majestuosas trompetas celestiales, anonadado ante la imaginación que se tornaba en esquizofrenia.

Porque lo que estaba delante de él habría sido considerado imposible, aunque él estaba seguro de su certeza, porque ningún hombre habría podido imaginar algo como eso. Como esas curvas, amplias y maternales, que la toga blanca no podía ocultar. Como esos pechos cuya enormidad aún tapada era imposible de ignorar por un viejo que, de puro viejo, se había vuelto infante de nuevo. Por su pelo radiante y rubio, de una pureza que ninguna mujer real tiene. Por ese rostro de estatua esculpida por cuerpos celestiales en pasional explosión.

Por sus alas, que rodeaban con un halo flamígero a esa Angélica que había imaginado hacía tanto tiempo. Ella se acercó a él, acariciando sus mejillas con un tacto que hizo que la gelidez de su piel desapareciera.

Alzó su mano trémula hacia ella, cuyos ojos tiernos habrían sido anatema del deseo en cualquier otra circunstancia, pero que estaban acompañados de una belleza angelical que apelaba tanto a los instintos carnales como a los más elevados entendimientos. Hipnotizado, tocó la mejilla de esa aparición, notando cómo dentro de sus calzoncillos revivía algo que creía muerto. Su erección, pura y viril como la de un adolescente, saludó a la musa que tanto le había eludido durante los últimos años.

El dibujante intentó decir algo, pero la voz se resistió a escapar de sus labios agrietados y viejos. Ella lo notó, y tal vez por eso colocó un dedo sobre su boca. Luego, se inclinó sobre él, rozando con sus dos paradisíacas protuberancias el pecho hundido de su creador. Le acarició la cara con un cariño que no dependía de la visibilidad de sus abdominales o del grosor de su cuenta bancaria, con una empatía que no pedía nada a cambio.

Sus labios se rozaron con el ardor de dos galaxias copulando, con unos besos breves que parecían aterrizar justo cuando los necesitaba. Intercambió rápidos y furtivos mordiscos con la excelsa criatura, dejando atrás cualquier atisbo de duda o de miedo. No se explicaba cómo había aparecido en su habitación una muñequita como esa, pero sabía que esa sería la última oportunidad de llevarse un recuerdo lúbrico y agradable al otro mundo. Si es que existía tal cosa.

«A la mierda» -pensó, con una boba sonrisa, al ver cómo ese rostro se separaba de él al besarlo, al notar en ella una respiración excitada y sentir el palpitar de su sangre divina al tocar su cuello. Agarró sus pechos, que no cabían en sus manos, y experimentó un tacto de nube lluviosa en verano, de algodón de azúcar en la feria del pueblo. Las apretó con delicadeza primero, luego con fuerza, gozando de esas dos mamas maravillosas, de una suavidad que le hizo sentirse en el cielo. Tal vez lo estaba.

La mano del ángel se posó en su esternón, obligándole a retirarse gracias a una fuerza sobrehumana. Por un momento pensó que lo hacía como castigo por haber tocado sus pechos, pero nada más lejos de la realidad: al contrario, aquello parecía haberla excitado. Angélica se mordió el labio, contemplando a ese mortal cuyo pene recibía sus asaltos con un entusiasmo que nunca se ablandaba. Acarició su miembro a través de sus pantalones, con tal destreza que el líquido preseminal los manchó en cuestión de segundos. El artista jadeó, animal, seducido. Su creación expulsó una risita que nada tenía de perversa, que cayó sobre él como un chorro de agua fría en una boca sedienta. Le bajó los pantalones y los calzoncillos, dejando al descubierto una polla veterana, pegada a dos cojones en los que la gravedad había hecho sus estragos. Pero, en ese momento, mientras ella se agachaba para que sus genitales quedaran al nivel de sus ojos, ni la mujer más exigente habría podido ponerle un pero.

Y ella no se lo puso. Por el contrario, sus dos manos níveas se cerraron con gentileza en torno a sus gónadas, masajeándolas. La criatura sonrió, sin perder su halo de bondad. Sus alas se movieron, juguetonas, mientras la lengua del ángel ascendía desde la base de su miembro hasta la punta, una y otra vez. El dibujante gimoteó, aferrándose a las sábanas para no caerse del placer. Un hilo de baba caía de él, el masaje seguía estimulando sus zonas erógenas más ignotas.

-Sí… sí, querida, sí… te amo…

Ella volvió a reír y detuvo los preliminares. Sin retirarse siquiera el cabello, sin usar las manos, se metió su polla en la boca, bautizándola con esa saliva almibarada. Y, luego, abajo. Abajo del todo, como ninguna profesional había sabido hacer. Y, luego, arriba. Glup, glup, glup. Un ruido que otros llamaban pecaminoso e infernal, pero que él no podía sino asimilar al Paraíso del que había surgido ese ser.

La mamada fue lenta, romántica, preciosa como un poema torpe escrito por un niño a su maestra. Cuando llegó a su fin, se derramó dentro de ella con un alarido, expulsando ese semen ya inservible para la vida pero que su organismo ansiaba liberar.

Angélica se retiró, aún sonriente, y jugueteó con ese pene que empezaba a quedarse flácido.

-Espera… no creo que pueda…

Le miró fijamente con esos ojos de océano calmado, sin dejar de rozar las venas de su aparato con sus uñas. La sensación que aquello le causó fue maravillosa, casi mejor que el sexo oral. Su miembro latió, como si su mero contacto pudiera devolverle la vida. Alcanzó un estado semiflácido y, aún manchado con su blanca pasión, supo reconocer la belleza que tenía delante.

El ángel se incorporó, batiendo sus alas, y se alzó como la ornamenta más destacada en su mugriento cuarto. Alzó el brazo hacia ella, temblando de miedo como un drogadicto que acaba de descubrir que el amor de su vida es la heroína.

-Espera… no te vayas, por favor…

Ella lo miró desde su evidente superioridad, sin arrogancia, sin conmiseración. Despegó sus labios para hablar con un dulce timbre que masturbó sus tímpanos:

-No te voy a abandonar.

Tras decir eso, sucedió un milagro. Uno pequeño en comparación con lo que había visto, uno de tantos, pero un milagro al fin y al cabo. Y es que su toga, sin que ella tuviera que hacer ningún movimiento, se dejó caer al suelo. El artista estuvo a punto de dejarse los ojos en esa figura que la ausencia de ropajes revelaba, y que tantas veces había dibujado sin saber que podría aparecer ante él.

Su figura de reloj de arena, de un reloj blanco de mármol, destacaba sin duda por sus dos pechos. Dos pechos más grandes que su cabeza, pero sin la rigidez artificial de las tetas operadas. Esas dos ubres eran una parte orgánica de esas carnes rollizas, de un cuerpo perfecto que Rubens se habría muerto por pintar. Sus alas, regias y orgullosas, la hicieron volar hacia él. El pene del dibujante reaccionó del único modo posible, erecto como nunca antes. Habría jurado que ganaba uno o dos centímetros, centímetros que la ausencia de una mujer como esa le había negado.

Esa beldad sobrenatural posó sus labios vaginales, rosados y tiernos, en su glande. Se frotó contra él, dejando escapar gemidos de pasión que no podían ser falsos, sin llegar a descender sobre el falo que ansiaba empalarla, que había nacido para ello. Como una pluma remolona que se resiste a aterrizar en el pavimento, el cuerpo angelical de su creación descendió, dejando que el pene de ese pobre mortal se clavara en ella. Y que, después de unos minutos de espera gloriosa, desapareciera enterrado en su interior.

Entonces, empezó a botar.

La fricción masajeó su poste que, cual espada llameante de arcángel, se incrustó sin problemas en su nuevo hogar. El ángel apoyó sus manos en el pecho de él, masajeándole con la suavidad de unas manos que nunca se habían ensuciado en ese mundo. Sus caderas se movían con una cadencia deliciosamente impredecible.

Ese ritmo, al principio lento y dulce, se acabó tornando en una cabalgata pasional. Los pechos de esa eufórica mujer botaban, haciéndole babear.

-Ven aquí-suplicó-. Quiero… quiero tocarlos, por favor…

Ella obedeció, inclinando su tronco sin dejar de moverse. El artista sostuvo esas tetas mientras hacía patéticos intentos de embestirla desde abajo. Ansioso, se metió sus pezones en la boca, chupando con fruición, poseído por el entusiasmo más infantil. Engulló todo lo que pudo, succionando como si esperara que algo saliera.

Y salió.

Aunque se sorprendió, no dejó de chupar cuando la leche escapó de sus pezones. Se trataba de una leche condensada y dulce, de una calidad mucho mayor a la que podría haber encontrado en una lata. Esa ambrosía se deslizó por su garganta, dándole energías renovadas. La abrazó, rozando sus alas, mientras los dos aumentaban el ritmo. El artista gruñó, Angélica gimió. Se miraron a los ojos, compartiendo un momento de conexión que solo podía existir entre dos seres que se habían creado el uno al otro. Azotó sus nalgas, tan enormes como hermosas.

Llegaron a su clímax al mismo tiempo. Angélica chilló, recibiendo gustosa su semilla, soltando sobre su pene unos jugos del sabor de la miel. Se retiró, revoloteando ligera y sonriente. Su expresión tenía la candidez de una primavera que piensa que derrotará al invierno para siempre.

Le tendió la mano.

-Sígueme-imploró, sin perder su compostura. Extendió la mano hacia él-. Ven conmigo.

El historietista permaneció tumbado, entre resuellos de la más variada índole, pero que denotaban un entusiasmo que se impuso al cansancio.

-¿A dónde me llevarás?

El beso en su frente fue ominoso, pero no le importó.

-A donde nunca tendrás que sufrir de nuevo.

Sabía lo que quería decir. No era tonto, y se había labrado una carrera atendiendo a los simbolismos. Quizás en su juventud habría rechazado su oferta, alegando un deber hacia el arte o la historieta, pero había cumplido con ese deber hacía mucho. Por eso, sin mirar atrás, se dejó llevar de la mano, ascendiendo con unos ojos llorosos de júbilo.

Por delante de ellos se abría una escalera hecha de nubes.

Durante el último evento del cómic español, hubo una gran cantidad de actos y exposiciones. Entre los concursos de disfraces y las firmas de libros hubo una de ellas que pasó relativamente desapercibida, pero que logró arrancarle una lágrima a más de un visitante.

Se trataba de los últimos bocetos de un olvidado artista, expuestos después de una repentina muerte por infarto atribuida a los efectos secundarios de la viagra que habían encontrado en su organismo. Independientemente de las trágicas circunstancias de esos dibujos, estos eran excepcionales para un hombre de más de ochenta años. Los pechos de Angélica eran firmes y realistas, esa sonrisa era excepcional, las manos eran la envidia de cualquier artista primerizo que se limita a calcar.

Pero lo más llamativo de todo eran las alas. Unas alas que parecían escapar del papel, volando con una libertad que solo da la inexistencia.

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