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La vi crecer (Capítulo 4)
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Tiempo de lectura: 12 minutos

X

Una de mis películas favoritas es Basic Instinct. Tiene la dosis justa de suspenso y fuertes escenas eróticas, las cuales no aparecen de la nada, de manera forzada, sino que están relacionadas con la trama. Y claro, Sharon Stone está para partirla al medio.

Cuando, pasadas las diez de la mañana, Carmen llegó a casa, me vino el recuerdo de una escena de esa película. Y no me refiero a una de las tantas escenas de sexo precisamente.

La protagonista estaba implicada en un asesinato. Años atrás ella había escrito un libro, y en él se describía un crimen exactamente igual a aquel del que se la acusaba. A simple vista parecía una poderosa prueba en su contra, pero la protagonista esgrimió un argumento simple pero irrefutable: Si ella hubiera cometido el homicidio ¿lo habría hecho igual a aquel otro homicidio ficticio que se narraba en su libro? Ciertamente, eso sería autoinculparse. Nadie sería tan estúpido como para hacer eso.

Ahora aquella prueba que parecía ponerla entre la espada y la pared, más bien le jugaba a su favor. Era impensable que ella haya sido tan torpe, y mucho menos que lo haya hecho de manera deliberada. Todo parecía indicar que alguien trataba de inculparla.

Cuando Carmen llegó, con su gesto de aquí no pasó nada, me vino a la mente esa escena. Si me hubiese sido infiel ¿Sería tan tonta como para llegar tarde a casa, despertando así mis sospechas? Definitivamente sería más fácil aprovechar uno de sus pocos días libres, y mentirme diciéndome que debía ir a trabajar. Así podría llegar a casa en un horario normal sin levantar sospechas.

Carmen no dijo nada. Mantuvo su actitud serena y autoritaria de siempre. Sin embargo, me pareció percibir que esa apariencia de normalidad era forzada.

Se fue a duchar. Luego me dijo que se iba a dormir.

Dejé pasar un par de horas, en las cuales la desconfianza iba en constante aumento. ¿Era mi corazón herido o mi orgullo lastimado el que atormentaba mi alma? Quizá ninguno de los dos. Tal vez era el miedo ante la posibilidad de dejar de pertenecer a esa familia, y por consiguiente, a dejar de vivir bajo el mismo techo que Lelu, sin jamás haber concretado nada.

Aun así, necesitaba saber la verdad. Fui a nuestro cuarto, con el mismo sigilo con el que, entre sueños, había ido al cuarto de Lelu. Abrí la puerta. El picaporte hizo ruido, pero cuando entré, Carmen dormía profundamente.

Sólo vestía ropa interior blanca. Las sábanas estaban a un costado, ya que hacía calor, y mi mujer no era amante del aire acondicionado. La luz del atardecer entraba a raudales al cuarto, e iluminaban el delgado y bello cuerpo de mi esposa.

El celular descansaba sobre la mesita de luz. Toqué uno de los botones laterales, y la pantalla se iluminó. Deslicé mi dedo sobre el aparato, para quitar el protector de pantalla. El teléfono no estaba bloqueado, por lo que no era necesario poner código alguno. El ícono de Whatsapp esperaba a ser tocado. ¿Habría algo ahí? Carmen es inteligente y mañosa. Nunca dejaría mensajes incriminatorios. Salvo que quisiese que los encuentre, claro.

No sé —y hasta ahora sigo sin saberlo— si fue por miedo o por resignación. Pero, de momento, dejé el celular en la mesita de luz.

Me subí a la cama, y vi de cerca a Carmen. Dormía plácidamente. El estrés que sufría en su trabajo no se veía reflejado en su rostro.

Acaricié sus pequeñas tetas. Pellizqué su pezón. Carmen balbuceó algo entre sueños. Metí la mano en su entrepierna. La bombacha estaba húmeda. Yo no era el único con sueños lujuriosos, por lo visto.

El abundante vello del pubis no podía ser cubierto por la tela de la prenda íntima. Me excitó ver esa desprolijidad en la elegante y siempre prolija Carmen.

Tironeé de la bombacha. Uno de sus labios vaginales quedó a la vista. Besé su muslo, mientras seguía bajándole la prenda. Di un lengüetazo al labio. Estaba húmedo y sabía a mujer. Luego mis labios se cerraron en el clítoris, presionándolos con rudeza. Carmen despertó, escandalizada.

—¿¡Qué hacés, Eze!?

No le hice el menor caso. Seguí con mi tarea lingual hasta que sus quejas se acallaron por sus propios gemidos.

Deslicé mis manos por debajo de su cuerpo, y me apoderé de su colita de manzana. Magreé las nalgas con violencia, mientras mi boca se empapaba de sus fluidos. Mi nariz se hundía en el frondoso vello pubiano, y mi lengua no dejaba de trabajar sobre el sexo de mi arisca esposa.

Carmen no duró mucho tiempo. Luego de unos minutos de intenso labor, me agarró de los pelos, y cerró sus piernas en mi cara. El orgasmo fue muy intenso para ella. Largó un grito que probablemente fue escuchado por Lelu.

Pero yo apenas había empezado.

Sin molestarme en ponerme preservativo, la abracé, le di un beso, haciéndola saborear sus propios fluidos que todavía estaban en mi lengua. Ella recibió el beso, asombrada pero obediente. Luego mis labios bajaron por su cuello de cisne, hasta encontrarse con sus lindas tetas. Mis dientes se cerraron en su pezón.

Carmen gimió de dolor y placer. Intentó apartarme, pero yo seguía pegado a su pezón, como un vampiro hambriento.

Entonces la penetré. Llevé mi mano a su cuello e hice presión. Mientras las penetraciones aumentaban en intensidad, la mano apretaba con más fuerza.

—Despacio Eze —gimió Carmen.

Al escuchar esas palabras, no hice otra cosa que imprimir mayor presión en su cuello, y ahora con las dos manos. La presión no era suficiente como para causarle un verdadero daño, pero sí para que le quedara en claro quién era el que mandaba ahora.

Empecé a darle cortas y violentas embestidas. Carmen se corrió otra vez. Yo sentí mi entrepierna arder. Dejé de penetrarla. Me arrodillé a un costado. Me masturbé en su cara, hasta que unos intensos chorros de semen se eyectaron de mi sexo y bañaron el rostro y el cuello de ella.

La agarré de las caderas, ante su silencio sumiso, y la hice girar.

—Pará Eze, se va a ensuciar la almohada con tu leche. —se quejó ella, a lo que respondí dándole una sonora nalgada. —¿Qué te pasa? —inquirió.

Me había puesto al palo de nuevo. Le di un beso negro, mordisqueé sus glúteos y le di una nueva nalgada. Apunté mi lanza de fuego a su cráter. Agarré sus glúteos y los estrujé, al tiempo que mi verga empezaba a meterse otra vez en esa conchita empapada.

—¡Ay! —gritó Carmen.

Pero yo seguí poseyéndola sin piedad.

Cuando acabé, la dejé en la cama, agitada y confundida. Al salir del cuarto, el celular de Carmen vibró sobre la mesita de luz.

—Atendé, debe ser por algo de tu trabajo —dije, dejándola sola.

Hay verdades que no son necesarias confirmarlas.

XI

¿En qué momento mi pasajero oscuro me derrotó? Supongo que es difícil ganar una batalla cuando, en principio, nunca se luchó.

En efecto, hacía tiempo había sucumbido a mi duelo interna. Espiar a Lelu, tocarla mientras dormía, besarla cuando cayó rendida ante el alcohol, espiarla en el baño… Todas esas eran señales de que hacía tiempo el hombre decente que alguna vez fui, había quedado enterrado en el pasado.

Como dije al principio, la cuarentena nos obliga a convivir con nosotros mismos, y saca a la superficie ciertas facetas que antes se mantenían ocultas hasta de nosotros.

Con Carmen ahora compartimos esas extrañas e incómodas situaciones que consisten en: yo conozco su secreto, ella sabe que yo conozco su secreto, y yo sé que ella sabe que conozco su secreto, y aún así, no decimos nada al respecto.

De todas formas, yo se lo hago recordar, de manera implícita, cada vez que puedo. Principalmente en la cama, donde, desde hace una semana, soy el amo y señor, y hago con su cuerpo lo que quiero. Carmen, ya sea por culpa o por compensación, desistió de su imposición de sexo monótono y moderado.

Frente a Lelu fingimos tener una relación igual a la de antes. Yo la espero todas las mañanas con el desayuno preparado, y Carmen mantiene su puesto de sargento del orden.

Lelu sigue con su vida de adolescente pseudofamosa. Si hay algo que me gusta hacer, es observarla sacándose fotos, o mejor aún, sacarle una foto yo mismo, para que luego la suba a internet, y después, ansiosa, revisar el celular, viendo el impacto que causan sus publicaciones.

Si hay algo de bueno en estar consciente de que tu matrimonio está llegando a su fin, y no parece tener solución, es que las consecuencias de una infidelidad ya no se ven tan catastróficas. Incluso una traición podría significar la libertad.

Lo malo es que la pequeña Lelu no me da señales concretas de que, si me tiro el lance, voy a ser correspondido. Es cierto que cada vez somos más compinches, y que las citas mientas Carmen está trabajando, se hicieron algo cotidiano, y que cuando pasea por la casa con sus prendas diminutas parece notar la admiración que despierta en mí su figura. Pero aun así, estas cosas, en el mejor de los casos, podrían considerarse un sutil coqueteo de su parte, y nada más.

Aun así sigo empeñado en estar con ella. Las dudas e incertidumbres desaparecieron, y mañana jugaré mis cartas.

Hoy pasamos un buen rato juntos. Por una vez, dejé mis quehaceres de lado, y me quedé rondando el living, ya que noté que ella tampoco pensaba pasar el día encerrada en su cuarto.

Llevaba un top blanco, con un dibujo en el centro, y unos de sus diminutos shorts. Como de costumbre, la warrita no llevaba corpiño y sus pezones, cuando no, se marcaban en la tela.

—¿Estás aburrida? —le pregunté.

—Bastante. A veces ya no sé qué hacer acá en casa. Está bien que salgo a hacer las compras, y a veces me hago la tonta y me quedo charlando con Prisci en alguna esquina, peo no es lo mismo…

—Así que rompiendo la cuarentena ¡Muy mal señorita! —bromeé.

—No te hagas el boludo, vos vas a comprar al mercado y tardás una hora.

—Okey me descubriste, pero hablando en serio… —dije. Apoyé mi mano en la suya, la cual, a su vez, estaba sobre sus piernas, por lo que aproveché para tocarlas con sutileza — vos siempre podés contar conmigo. Aunque te parezca un viejo bobi, si estás aburrida o te sentís mal, siempre podés acudir a mí.

—Ya lo sé Eze, no sabés lo mucho que aprecio tu cariño.

—Obvio, además, sé que vos también me querés. —dije, medio en serio y medio en broma.

—Claro que te quiero. Y si pudiese haber elegido un padre, seguro te elegía a vos.

—Qué lindo lo que me decís bebé —Acaricié su mejilla con ternura. —¿Vemos una peli a la noche? —pregunté, consciente de que Carmen aún dormía, y siempre era mejor tener nuestros encuentros cuando ella no estaba.

—A la noche tengo zoom con las chicas. Pame está mal porque hace mese no ve al novio.

—Pobre Pame —Ironicé.

—No te rías malo —recriminó ella, dándome un codazo— bueno, mañana vemos la peli. Me gusta que sea a la noche, además, no sé a qué hora me levantaré mañana.

—Cuando quieras bebé.

—Pero te voy a pedir una cosita —agregó, con cara de pícara.

—Qué.

—Cuando mañana vayas al súper, como quien no quiere la cosa, traete un par de botellas de tinto. —me guiñó el ojo.

—Como quieras, pero esta vez no te pases, el otro día caíste rendida, te tuve que llevar a tu cama.

—¡Ay, sos un amor!

Me abrazó y me besó. Me pregunté qué sucedería si Lelu mañana toma tanto vino como aquella vez ¿me conformaría con robarle un beso? Lo dudaba.

XII

¿Fue otro sueño?

Por esta vez el que se pasó de copas fui yo. Como un asustadizo adolescente fui vaciando la copa para que el alcohol mitigue el miedo. Vimos una película. Esta vez elegí yo: un policial español, bastante bueno, pero al que no le presté la menor atención.

A eso de las diez llegó el sushi que había pedido a través de una aplicación. Lelu dejó una botella de vino sobre la mesa ratona, y una segunda botella al lado del sofá en donde estábamos sentados.

—Así no tengo que ir a buscarla después —dijo.

—Que chica práctica e inteligente —me burlé.

Comimos y bebimos mientras miramos el filme.

—Ya te digo que el asesino es ese —dijo Lelu, señalando al amante de la protagonista.

Pasamos la noche bromeando y bebiendo. Lelu se había puesto el perfume importado de su madre. En mi hijastra la fragancia se sentía más deliciosa. Vestía una calza negra y una remera gris. Demasiado recatada por tratarse de ella.

Cuando terminó la película abrimos la segunda botella.

—Voy a decirte algo, aprovechando ahora que estoy medio borracha —dijo Lelu.

Sus pómulos estaban colorados, y en su rostro se dibujó una sonrisa pícara y una tanto avergonzada.

—¿Me tengo que preocupar? —dije yo, atajándome.

—No sé, yo sólo te digo que últimamente vos y mamá hacen demasiado ruido a la mañana.

Me dio vergüenza el comentario. Tomé un trago largo de vino.

—Lo bueno es que se están llevando mejor. —Agregó ella.

—No te creas —contesté—. No todo lo que brilla es oro.

—¿Entonces es un último manotazo de ahogado? Dicen que la vela arde con más potencia cuando está a punto de apagarse—La miré, con asombro. —No pensarás que soy tan estúpida como para no darme cuenta de que hace rato ya no son la pareja que eran —dijo ella—. Pero bueno… —resopló— en fin, tenía una pequeña esperanza, pero supongo que siempre es mejor soltar.

—Lo que me va a resultar muy difícil es no verte todos los días. —Largué, sin pensarlo—. Estoy demasiado acostumbrado a vos.

—Podés verme cuando quieras, tonto. Y… ¿Ya hablaste con ella?

—Me gustaría que primero pase la cuarentena. —Confesé.

—Que paciencia… —dijo. Luego me miró con algo de lástima y me preguntó—: Tiene a otro ¿cierto?

—Digamos que hay un noventa y nueve por ciento de probabilidades de que así sea.

—Qué perra tramposa. —Se indignó Lelu.

—No hables así de tu madre.

—Ay, sos tan tonto como bueno.

Lelu me abrazó. Yo le retribuí, aferrándome a su cintura de avispa. Me dio un beso en la mejilla. Nuestras miradas se encontraron. Miré sus labios carnosos. Estaban a unos centímetros de los míos, al igual que la otra vez cuando le había robado un beso cuando cayó rendida al sueño. Sólo que ahora sus ojos estaban bien abiertos. Sentí que su respiración se tornaba agitada.

La besé. Sus labios sabían a uva y alcohol. La abracé. Metí la lengua y masajeé la suya. Mis manos se deslizaron lentamente por sus caderas.

Lelu se apartó. Se puso de pie, dispuesta a irse. La agarré de la muñeca, con la misma vehemencia con que últimamente poseo a su madre. La atraje hacia mí. Lelu me dio un tortazo con el que me dio vuelta la cara.

Se fue corriendo a su cuarto.

—¡Luciana! —grité.

La seguí hasta su cuarto. Poco me faltó para entrar y poseerla por la fuerza, pero la sensatez hizo una inesperada y oportuna aparición. Me quedé detrás de la puerta.

—Lelu, hablemos por favor.

No dijo nada. Esperé unos minutos y la dejé en paz.

Bajé a ordenar el living donde habíamos cenado. Estuve tan cerca, pensaba para mí. Sin embargo, no dejaba de ser una victoria. El beso duró apenas unos instantes, pero fue un tiempo demasiado extenso si se tiene en cuenta que ella supuestamente no quería recibirlo.

Me fui a mi cuarto, con mucha incertidumbre y con ciertas expectativas.

Debía hacer pronto mi próximo movimiento. ¿Qué pasaría si Carmen se enteraba de lo sucedido? Seguramente aprovecharía para echarme como perro. Era la excusa que le estaba faltando para librarse de mí y quedarse con su chongo de turno. Y yo me quedaría sin el pan y sin la torta. No creía que Lelu fuese a delatarme, pero mi mujer podría notar que algo raro sucedía entre nosotros.

Eran las dos de la madrugada y no podía pegar ojo. Varias veces estuve a punto de mandarle un mensaje a mi hijastra, pero me contuve. No debía actuar como un acosador. Debía jugar bien mis cartas.

Tuve una erección. Me masturbé una, dos, tres veces pensando en ella. Pero aun así no pude conciliar el sueño. Me di una ducha. Me dio sed, así que fui a la cocina a tomar algo.

Me sorprendió ver la luz encendida. Me pareció oír algún ruido. ¿Lelu estaba despierta? Pensé que quizá lo mejor sería dejarla en paz. No sería inteligente importunarla habiendo pasado tan poco tiempo desde nuestro incidente.

Sin embargo, no me terminé de decidir a hacerlo. Así que simplemente entré a la cocina, con la persistente sensación de que era una mala idea.

La imagen que presencié en ese momento parecía sacada del paraíso —aunque también podría venir del infierno—. Lelu vestía únicamente un bikini blanco de encaje. Estaba sentada en una pequeña silla, en una posición tal que la mayor parte de sus glúteos no estaban apoyados sobre la silla, sino que se encontraban perfectamente a la vista. Su torso estaba inclinado hacia adelante. Su pelo suelto, corrido a un costado del hombro.

Se dio vuelta y me miró. Una mano estaba apoyada en su cabeza, en un gesto que podría parecer de hastío. Sin embargo, la expresión de su rostro no era fácil de descifrar. Lelu no se movió, se quedó en esa pose durante incontables segundos. Por un momento pensé que se quedaba así sólo para provocarme. Pero luego vi que, en una esquina, sobre otra silla, estaba el celular. La cámara apuntaba a ella.

Se escuchó el sonido proveniente del aparato. Lelu había programado la cámara, y la cuenta regresiva llegaba a su fin. Me ignoró y miró a la cámara, la cual disparó el flash cuatro o cinco veces.

—Ya me voy a dormir —susurró.

Se bajó de la silla. Yo me acerqué a ella. La agarré de la cintura. Aún me daba la espalda.

—¿Qué querés Eze? —preguntó.

La abracé por detrás. Mi pelvis se apoyó en sus carnosas nalgas. La agarré del mentón e hice girar su rostro.

Nos miramos en silencio. Ella acercó sus labios. Yo recibí el beso. La lengua de Lelu empezó a moverse hábilmente en mi boca. Apreté mi cuerpo al suyo. Sus glúteos sintieron el endurecimiento de mi miembro. Mis dedos se movieron, disfrutando de cada fibra de su cuerpo, hasta que llegué a sus pechos, a los cuales me aferré con locura. Los masajeé, con violencia, mientras nos seguíamos comiendo la boca. De repente, sentí cómo Lelu se las arreglaba para mover su mano hasta llegar a mi sexo. Lo apretó con la misma intensidad con que yo magreaba sus tetas. Movió mi tronco como si se tratase de una palanca. Parecía jugar con él.

Se dio vuelta y me sonrió, en un gesto un tanto perverso.

Me arrodillé. Acerqué, con timidez, mis labios a sus glúteos. Los besé con suavidad. Luego los lamí, una y otra vez. Lelu se inclinó y se apoyó sobre la mesada. Mordí una de sus nalgas. A ella pareció divertirla. Le bajé lentamente la bombacha. Sus nalgas estaban separadas una de otra. Enterré mi cara entre ellas y olí. Saqué la lengua y froté con ella su arito de cuero. Lelu gimió. Lamí una y otra vez, hasta dejar su culo lleno de saliva. El sabor de su carne era el más delicioso que había probado en toda mi vida. Hundí mis dedos en los cachetes, mientras ahora la lenga la perforaba, enterrándose varios milímetros.

—Cogeme Eze —dijo entre gemidos.

Esas eran las únicas palabras que podían haberme hecho desistir de seguir con mi cara pegada en su culo.

Me paré. La agarré de las caderas.

—No se te ocurra acabar adentro. —dijo, consciente de que ninguno de los dos interrumpiría ese momento para correr a buscar profilácticos.

Separó sus piernas. Me acomodé, apunté mi lanza a su cueva. Hice un movimiento pélvico y se la metí. Ella soltó un largo gemido.

Se sentía la humedad de su sexo. Mi verga se resbalaba con facilidad, a la vez que su hermoso orto se sentía deliciosamente en mis muslos cada vez que la penetraba. La agarré otra vez de las tetas y ahora empecé a metérsela con mayor velocidad.

Lelu gritaba sin pudor, cada vez más fuerte, mientras me lo cogía en la cocina.

Sentí que ya no iba a aguantar más.

—¿Vas a acabar? —Preguntó ella, demostrando que tenía más experiencia de la que pude haber imaginado.

—Sí —dije, agitado.

Dejé de penetrarla. Lelu se dio vuelta y se arrodilló.

Pensé que debía masturbarme hasta acabar en su cara. Pero Lelu me arrebató la pija y se la llevó a la boca. Empezó a chupármela. El placer era demasiado intenso. Mi hijastra me miraba a los ojos con cara morbosa mientras me la mamaba. Su cabello estaba despeinado y se movía para adelante, interrumpiendo su labor. La ayudé a acomodárselo, y ella siguió chupando.

Hice un movimiento y se la enterré hasta la garganta. Lelu abrió desmesuradamente los ojos, y empezó a hacer sonidos, como si se estuviese atragantando. Golpeó mi pierna. La liberé de mi verga. Lelu tosió y escupió con abundancia. Sus ojos lagrimeaban, y su maquillaje comenzó a correrse. Una puerca hermosa mi Lelu.

Cuando descansó lo suficiente le arrimé mi verga babeante de nuevo. Ella no le hice asco y se la tragó de nuevo. Enseguida llegó el orgasmo. Mi pija explotó y largó un montón de semen, el cual cayó adentro de la boca de Lelu, hasta la última gota.

Abrió la boca y me mostró que el líquido viscoso que todavía no se había tragado.

Después cerró la boca y vi cómo un movimiento en su garganta evidenciaba que algo entraba por ella. Abrió la boca de nuevo, sonriente, y me mostró que ya no quedaba nada de semen adentro. Aunque entre sus dientes todavía se veían unos finos hilos de mi leche.

—¿Viste? Soy una nena mala —dijo.

Se paró, y se despojó de su última prenda, el corpiño. Sus tetas de pezones rosados quedaron frente a mí. Las besé. Mordí los pezones mientras masajeaba su culo.

—Vamos a tu cuarto —propuse.

Lelu fue correteando, desnuda, hasta su habitación. Cuando llegué, me encontré con que la puerta no abría.

—¡Andate degenerado!, te voy a acusar de abuso —gritó con crueldad.

Empujé con más fuerza, hasta que se abrió. Lelu fue a la cama y se tiró boca arriba. Abrió sus piernas y las flexionó.

—Dale, haceme lo que tanto querías hacer, viejo pervertido.

Me desnudé por completo. Me fui al encuentro de mi amor imposible. Mi cuerpo marrón y lleno de vellos contrastaba con su piel suave y blanca. Aun así, nuestros cuerpos se mezclaron y se convirtieron en uno sólo durante toda la noche.

Perdí la cuenta de cuántas veces acabé, pero sin dudas batí récord.

A las siete de la mañana la dejé dormida, completamente desnuda sobre la cama. En la habitación quedaba un intenso olor a sexo. Me di una ducha. Tenía mucho sueño, pero aun así me dispuse a preparar el desayuno para Carmen, quien no tardaría en llegar.

Continuará

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