Mi nombre en Bernardo. Esta historia me sucedió cuando tenía cuarenta años. Hace ya algunos ayeres, allá por el 2010.
La casa de al lado duro mucho tiempo en renta. Renteros iban y venían. Hasta que finalmente fue habitada por su dueña; Roxana, una señora recién divorciada, y Rosy, su hija de 16 años. Rosy tenía estatura de acaso unos 1.50 m, muy chaparrita; pero que ya se le empezaba a notar los cambios físicos que ofrece la llegada a la bendita adolescencia.
Rosy cursaba la preparatoria, y su madre, Roxana, tenía un negocio de venta de ropa que requería estar ausente en su casa de manera constante. Por lo que era común que Rosy se anduviera o estuviera sola en su rutina diaria. Para ello, teníamos una relación de vecinos muy cordial de ayuda mutua; ya saben, prestamos de herramienta, tazas de azúcar, etcétera. Sobre todo, como yo conocía algo de sistemas computacionales, era muy común que me buscara para ayudarle con la configuración de su laptop, la instalación de algún programa, repararle de algún virus o cualquier otro pormenor relacionado a ello.
Por mi lado, nunca he aparentado mi edad, y siempre he tratado de conservarme en forma y activo. Así que era muy común que las vecinas me vieran haciendo algo en la casa. Ya fuera cortando el césped, pintando la casa, lavando el auto, y demás actividades de reparación o mantenimiento. Se volvió muy común saludarnos de “¡Hola vecino! ¡Que trabajador!”, y yo respondía con un “¡Hola vecina! Aquí nomas”. Pero cuando solamente era Rosy, agregaba alguna adulación extra en los saludos… “¡Que guapo vecino, tan trabajador!” … “a ver si luego se pasa para acá para pintar el barandal”.
Conforme la pequeña Rosy iba creciendo, las adulaciones iban cambiando con connotaciones de doble sentido… en una ocasión, cuando estaba barriendo la cochera después de terminar de hacer una carne asada, me dijo “¡Ay vecino, luego se pasa a mi cuarto a recogerme también! ¿he?” … o cuando estaba colocando sellador para lluvia en las paredes con brocha, me dijo “¡Hola vecino! A ver si me presta su brocha y le echa una manita para pintar mi casa por dentro ¿he?”, y soltaba una sonrisa pícara. Yo solo me limitaba a reírme, pero no veía con malicia ni mal intencionado su forma de saludar.
A veces cuando iba a mi casa a buscar de mi ayuda, o cualquier otra excusa; me encontraba leyendo o viendo alguna película (dos de mis aficiones más arraigadas); y aprovechaba el motivo para quedarse a platicar. Platicábamos de todo un poco; de música, libros, cine o cualquier otro tema que fuera tendencia; al parecer le gustaba que le diera mi punto de vista de cualquier tema que se le viniera en mente. A ella le llamaba la psicología y nos entreteníamos analizando películas. En otras ocasiones me pedía que le recomendara algún libro sobre determinado tema o género, lo que gustoso le compartía.
Fue por eso por lo que le empecé a llamar la atención, pues los chicos de su edad no tenían tema de conversación, además que se entretenían con cosas de futbol o videojuegos. Eso me lo hizo saber más delante, pero en ese momento no tenía idea que ella me veía de ese modo.
Cuando llegó a los dieciocho años, los coqueteos fueron más evidentes. Pero yo no fui quien se dio cuenta. Fue mi esposa que me llego a decir “¿No te das cuenta de que la vecinita se te queda viendo mucho? El día que estabas plantando el árbol frente a la casa, ella venia caminando y desde cuadras antes no te quitaba la mirada”, y yo de “Ha, ¿sí? No, no me había dado cuenta”; “nomas ten cuidado, no te vaya a meter en algún problema” me dijo en tono de advertencia.
Llegue a pensar que solo eran paranoias de una esposa celosa; pero en otra ocasión un amigo que andaba de visita también me hizo una observación similar cuando tocaron la puerta y fui a ver quién era; ahí estaba la pequeña Rosy en una pose muy coqueta y con un escote muy pronunciado, había ido con la excusa que le prestara el baño porque había olvidado las llaves de su casa y su mama no estaba; pero cuando ella se percató que estaba mi amigo, cambio de actitud y hasta se cubrió su escote de manera casi inmediata.
Le di el pase al baño y después se fue. Mi amigo se me quedo viendo con cara de interrogatorio y me dijo en tono de burla “¡Caray, cabrón! ¡Como la traes! De seguro ya te las estas cogiendo ¿verdad?”. Y yo con cara de incertidumbre le respondí “¡Nooo! ¡¿Cómo crees eso?! Está bien chiquilla, hasta podría ser mi hija, además es como de la familia”.
-Pues a lo mejor tú la ves así, pero ella a ti no. ¿no me digas que no te has dado cuenta? –me seguía recalcando mi amigo.
Esas dos anécdotas fueron determinantes. Fue entonces que ya me había sembrado la duda y la idea de la posibilidad de que llegara a ocurrir algo entre la pequeña Rosy y yo. Fue entonces que la empecé a mirar con otros ojos, y notar que ya su cuerpo había cambiado, y ya no era la niña que había llegado a vivir al lado de mi casa hace dos años. Caí también en cuenta que sus senos y glúteos habían crecido, su cintura se había delineado y sus caderas ensanchado.
Sin embargo, su estatura no había cambiado del todo y seguía conservando sus 1.50 metros de cuando la vi por primera vez, pero con más curvas; de hecho, sus curvas de adolescente se resaltaban aún más, por lo compacto de su cuerpo. Así que decidí cambiar mi actitud hacia ella y empecé a seguirle el juego; si es que así lo era, de otro modo, solo me vería como un viejo rabo verde.
La empecé a saludar de igual modo en que ella lo hacía, y empecé a hablarle en doble sentido o a decirle piropos, a ver como reaccionaba. “¡Buenas las tenga, y mejor las pase!” le decía, y ella me respondía “Pues cuando usted quiera, vecino” … y ambos nos reíamos. O cuando me veía haciendo algún retoque a la casa y ella me decía “luego se pasa para acá, a seguirle a mi casa”, ya no me quedaba callado y le respondía con cosas como “cuando quieras chaparrita, voy y te limpio lo que se le ofrezca”; y ahí empezaron las provocaciones cada vez más atrevidas:
– ¿Cuándo quiera, vecino? Se me hace que luego se hace para atrás.
– No juegues con fuego, que luego te puedes quemar.
– El que se va a quemar es otro ¡Jajaja! – me decía en modo burlón.
– Ya verás, algún día te voy a dar un susto.
– A ver si es cierto. Pero se me hace que a usted le pegan en su casa.
– ¡Ándale, síguele chaparrita!
Y así seguía sucediendo el jugueteo de palabras e insinuaciones. Además, era más constante la convivencia platicando temas cada vez más íntimos y visitas a su casa para ayudarle en algún reparación o favor. Que, por cierto, cuando era un pendiente relacionado con computadoras, tenía que entrar a su cuarto; y mientras yo me mantenía en el escritorio, ella siempre se adoptaba una posición algo sugestiva en su cama, vistiendo ropas muy diminutas, con el pretexto de que así estaba cómoda en su casa.
Entre las pláticas supe que ya tenía novio; un muchacho de su misma edad, de familia acomodada, bien parecido, que se la pasaba bien con él andando de paseo o de fiesta, pero que, al momento de entablar una plática, no había un tema afín más que hablar de futbol o de gadgets que le compraban sus padres. Me llego a confiar que aún no había tenido relaciones, aunque si habían llegado a tener manoseos y caricias intensas; que prefería que su primera vez fuera con alguien con experiencia, alguien maduro. Todas esas declaraciones solo hacían que me animara cada vez más a dar el siguiente paso y cruzar esa pequeña línea, con riesgo a meterme en algún problema grave o satisfacer mis deseos cada vez más fuertes y cumplir mi fantasía de hacerlo con alguien mucho menor.
Continuará.