El ama de llaves caminó con determinación por los pasillos del caserón vestida con un traje negro, su rostro reflejando el rictus serio de quién considera al orden un dios. Tras ella, cabizbaja y nerviosa, moviéndose con sigilo como quien considera hacer ruido una ofensa, con poco o nada de entusiasmo, se dejaba llevar una de las criadas.
Acababan de reñirla y, por añadidura, se había llevado un bofetón. La pálida mejilla, ahora colorada, escocía, pero las duras palabras y la humillación dolían más. De alguna manera había aguantado la compostura y pese a todo lo que sentía, in extremis, había logrado mantener sus ojos azules secos.
– Vamos a ver a Don Luis. Responde a lo que se te pregunte y obedece. Tu situación laboral en esta casa depende de ello. – Espetó la de negro golpeando con los nudillos la puerta de una habitación ante la que se habían detenido tan solo unos segundos antes.
La muchacha levantó la cabeza con toda la calma que logró reunir y respondió en algo que parecía más susurro que voz.
– Sí señora.
Instantes después, la voz ronca y grave del dueño se dejó oir, algo atenuada, tras la puerta.
– Adelante, está abierto.
La mujer que comandaba la expedición giró el picaporte y entró seguida de la joven.
Don Luis, que se encontraba sentado leyendo un libro, levantó la vista, se quitó los anteojos y observó a la joven criada, mirándola de arriba a abajo. Luego, miró a la mujer de mayor edad y aguardó la pertinente explicación.
– Siento molestarle Don Luis, pero la señora, como usted sabe, se encuentra en cama, recuperándose de un catarro y necesitamos que alguien imponga disciplina.
El caballero asintió y dirigiéndose esta vez a la joven, preguntó.
– ¿Qué tenéis que decir al respecto?
La criada, bajando la vista para mostrarse humilde, expuso el motivo por el que estaba allí.
– … no fue mi intención señor, le pido disculpas. – añadió a su confesión levantando la mirada y pidiendo con sus ojos, algo de compasión.
Don Luis no mostró compasión.
– Traed la vara. – ordenó dirigiéndose al ama de llaves.
– ¿Cómo os llamáis? – preguntó a la sirvienta mientras esperaba.
– Yo, señor, yo me llamo Laura.
La mujer volvió con el instrumento de castigo y se lo entregó al dueño del caserón. Posteriormente pidió a la criada que se inclinara, subió sus faldas y desatando las enaguas dejó sus tiernas y pálidas nalgas al aire, expuestas a la vergüenza y humillación.
Poco después, Don Luis descargó el primero de muchos azotes.
……..
La puerta se abrió y Laura, con las lágrimas todavía resbalando por sus encendidas mejillas, salió de la habitación en dirección a su cuarto. El ama de llaves, generosamente, le había concedido una hora de reposo antes de volver a sus quehaceres.