Mi vida es una carrera por la aventura, a pesar de tener solamente 32 años, siempre he tenido un gran gusto por las mujeres en general, no soy de hacerle cuestión a algunas de ellas, no me interesa si son más chicas o si son más grandes, me gustan todas y cada una de ellas tiene algo que ofrecer. He tenido varias relaciones de variada intensidad, pero no he podido ser fiel más que un par de años, no porque me dejaran de gustar mis parejas, sino porque me tentaba la idea de tener otras mujeres al mismo tiempo.
Debo reconocer que considero que en la variedad está el gusto. Pero he sido lo suficientemente amplio en mis relaciones, ya que cuando las iniciaba, siempre les decía a las mujeres que podían estar con otro hombre al mismo tiempo y que adelantaba ese comentario al inicio de la relación, para no tener problemas luego. Las reglas del juego eran para los dos por igual. En todos los casos ofrecí la misma posibilidad. De hecho una cantidad interesante de mujeres no aceptaron una relación conmigo, y las que lo hicieron nunca me enteré que usaran esa libertad sexual que les ofrecí.
Pero sucedió que a los 28 años me encontré en una fiesta de cumpleaños de un amigo mío, Sebastián, nos conocíamos desde la escuela primaria y desde allí tuvimos una relación amical muy estrecha.
En dicha reunión había una mujer realmente muy inquietante, sobre todo su vestimenta era impactante, tenía una vestido rojo, ajustado a su cuerpo, le llegaba arriba de las rodillas, realmente era fantástico, senos no muy grandes, una cintura perfecta, una caderas notables que terminaban en una nalgas pomposas. Tenía zapatos rojos brillosos, de taco muy alto, unos pendientes dorados al tono con una pulsera que llevaba en su muñeca de la mano izquierda.
Su cabello negro azabache le llegaba hasta la mitad de la espalda, tenía pintados los labios al tono con el vestido y los zapatos, al igual que las uñas, mientras que sus párpados mostraban un leve color celeste.
Mi amigo me la presentó, como a otros participantes en esa velada, yo me acerqué a ella un momento más tarde y le dije si me acompañaba a beber algo en el interior de la casa. Estábamos en un amplio patio. Su nombre es Alana.
Accedió gentilmente. Conversamos toda la noche y le dije, casi a las cuatro de la mañana, que la llevaba a su casa en mi automóvil.
Me dijo que sí. Fuimos a buscar el rodado y la llevé. Cuando llegamos a la vivienda, le dije que la invitaba a cenar cuando ella dispusiera. Me dijo que el jueves por la noche estaba libre.
Nos encontramos ese jueves y comenzamos una relación. Ella me dijo que trabajaba en una casa de venta de perfumes y que solía ausentarse un par de días por semana porque realizaba pedidos y entregas en otras ciudades cercanas a la nuestra.
Yo le comenté que trabajaba como directivo de una universidad privada, ubicada en el centro de la ciudad.
Así estuvimos una par de años hasta que decidimos ir a vivir juntos. Siendo una mujer bastante apegada a ciertas normas sociales, le pregunté si deseaba contraer matrimonio, me dijo que no, que bastaba con vivir juntos, que conmigo se sentía muy plena y que le encantaba estar a mi lado.
Durante los años de relación tuvimos varios encuentros sexuales, aunque no muchos, su trabajo impedía que pudiéramos vernos más seguido en la semana. Mi trabajo tampoco contribuía. Así fue que nunca tuvimos una vida social amplia, sino limitada a nuestras familias y algunas salidas esporádicas.
Nos mudamos a un departamento ubicado en el centro de Las Barcas, una ciudad que mezcla lo nuevo con lo antiguo. La convivencia era muy buena, tuvimos relaciones íntimas con mayor asiduidad, Alana era una mujer abierta pero hasta cierto punto. Algunas cuestiones sexuales que me gustaban mucho, como por ejemplo, el sexo anal o terminar en su boca y que tomara mi semen, eran cosas que tenía vedada.
El tiempo fue pasando, ya casi dos años, ambos seguíamos con nuestros trabajos y con nuestras rutinas.
En cierta ocasión cuando llego a la universidad dos compañeros estaban charlando animadamente en el patio, cerca de la escalera que daba al gimnasio de la facultad. Me acerqué a ellos y me metí en la conversación.
Juan estaba comentando que había ido hasta la ciudad de San Roque y había concurrido a Singapur, éste era una burlesque muy conocido por la zona, caro por cierto, donde solían ir de fiestas los turistas.
Me fui con dos amigos, dijo Juan, estuvimos en la barra tomando unos tragos y a eso de la una de la mañana pasamos hacia el interior del ambiente Azul, llamado así porque todo era azul en su interior y allí entre luces tenues, desfilaban un conjunto de señoritas que eran elegidas por los clientes para mantener relaciones sexuales.
Juan dijo que había una mujer impactante de unos 25 a 30 años, que le pareció maravillosa. Que no tenía palabras para poder describirla.
Fuiste con ella. Le pregunté.
No, me dijo, ella es muy cara.
Cara, dije, cara, cuánto. Repliqué.
Y me dijo Juan, como alrededor de veinte mil pesos.
¡¡¡Caramba!!! Dije, es algo así como un tercio de mi sueldo.
Y cómo se llama, pregunté.
Eros, como el dios griego del amor.
Bueno, bueno, dije. Cuánta soberbia.
Para nada, me dijo Alberto, mi otro compañero, es una diosa. Ni te imaginás.
La probaste, pregunté. No, respondió, pero verla es un deleite.
Bueno, parece que es hora de ir a trabajar, dijo Alberto. Y nos fuimos a nuestras oficinas los tres.
Por horas, pensé, es como demasiado, que tanto de bueno puede tener una mujer para cobrar esa cifra.
Pero la verdad es que me quedé bastante pensativo respecto de esa conversación. Ya que recordé que en cierta oportunidad el director académico de la facultad había hecho referencia al lugar y a una mujer altamente llamativa, mucho más que las otras damas.
Mi interés se despertó dada la concordancia de los comentarios. Pero no podía sacar de un solo golpe ese dinero de mi sueldo ya que Alana se daría cuenta y no tendría manera de dar una explicación coherente.
De modo tal que fui extrayendo una cierta cantidad de dinero durante tres meses y decidí un viernes visitar Singapur. Alana estaba fuera de la ciudad desde el día anterior, según me dijo, en la ciudad de Libas, a unos 50 kilómetros de Las Barcas, en donde iba a recoger algunos pedidos de perfumes y a entregar otros. No le dije que el viernes iba a salir. Era el momento oportuno para tener una aventura que según amigos y conocidos parecía valer la pena. Y que nunca había tenido hasta entonces. Había sido fiel a mi pareja.
Recorrí unos 25 kilómetros en mi auto y llegue a Singapur. Eran las 22:00 horas, ingrese a la vieja casona, me aposté en la barra y pedí un vodka. Bebida que no tomo habitualmente.
Un rato más tarde, pasé al interior del salón Azul, se acercó una mujer de unos cuarenta y cinco años, muy bella y eróticamente vestida y me dijo, con suavidad al oído, quiere ver de qué se trata, caballero.
Sí, contesté, lacónicamente.
Bien, me dijo, haré pasar a las señoritas.
Gracias, respondí gentilmente.
La penumbra era mucha, podía divisar los cuerpos casi desnudos de esas hermosas mujeres, pero no podía divisar sus rostros.
La madama estaba a mi lado. Le pregunté si podía acercarme, me dijo: sí, pero no tanto. Me preguntó si tenía alguna preferencia específica. Le dije: si, Eros.
Eros, me respondió llega a las doce de la noche. Faltan quince minutos.
La espero a ella, le dije con una leve sonrisa.
Ella me devolvió la sonrisa y me dijo que iba a avisarle al camarín.
A las doce en punto apareció una mujer despampanante, todo su cuerpo brillaba en esa luz tenue de la estancia, tenía sobre su cuerpo una especie de glitter como única vestimenta. Era radiante.
Me miró, sonrió, y se dirigió hacia el fondo de la habitación.
La madame me dijo que la siguiera.
La seguí.
Ella iba bastante delante de mí. Ingresó a una habitación. Y cerró la puerta.
Llegué, moví el picaporte para abrir y pasé a la habitación, la luz era casi nula.
Ella me esperaba tirada sobre la cama, boca arriba, con las piernas semi abiertas, me desnudé rápidamente, tenía mi miembro erecto. Llegué a la zona de su vagina y comencé a lamerla, cuando dejé de hacerlo e intenté legar a su boca, me di cuenta, para mi asombro, que se traba de Alana, me quedé unos segundos atónito, mirándola, no dije nada. Ella tampoco.
Ingresé con mi pene en su vagina húmeda y entré y salí de su cuerpo con mucha fuerza, luego la di vuelta y le coloqué en seco mi miembro en su orificio anal, me costó ingresar, pero forcé el ingreso hasta que pude llegar hasta el fondo. Hasta. Eros o Alana, ya no sabía bien lo que era cierto y lo que no, emitió un leve gemido, pero nada más.
Salí de la parte posterior de su cuerpo y le dije que se diera vuelta, obedeció calladamente, se puso boca arriba, coloqué una rodilla a cada lado de su rostro y volqué mi semen sobre su boca y su cara. Me miró fijamente. Por unos instantes. Me sonrió. Esperó a que le dejara espacio para moverse, cuando ello ocurrió, se levantó de la cama y se retiró en silencio.
Estaba aturdido. Fui a la toilette, me higienicé. Volví al salón Azul, me dirigí hacia la madame y aboné la cifra solicitada por Eros.
Salí de Singapur a eso de las tres de la mañana. Encendí un cigarrillo y caminé lentamente hacia el auto. Abrí, me senté. No podía salir de mi asombro. Ese asombro no me permitía pensar. Me preguntaba qué podía decir cuando volviera a ver a Alana, cuando la tuviera frente a frente. Encendí el motor, y me volví a casa con la mente en blanco.