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La sombra de lo desconocido (4)
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Tiempo de lectura: 9 minutos

Di un salto hacia atrás como si hubiera visto un fantasma.

– ¡Ana!… ehhh… os he estado buscando por todas partes.

– ¿Estás bien Dani? Saluda por lo menos, ¿no?

Movió los ojos hacia su amiga

– Hola Els… ¡María! Hola, María, ¿qué tal estás?

Mientras plantaba dos besos en las mejillas de la princesa rubia, que ella pareció recibir con una mueca de desagrado, los ojos de Ana me fulminaron. Después de tantos años juntos no me hacía falta un manual para descifrar su significado, y ésta en concreto quería decir “¿Estás tonto? ¿Qué coño te pasa?”. Por respuesta, me encogí de hombros y esbocé una sonrisa casi tan artificial como el tono de mi voz fingiendo un falso entusiasmo.

– ¿Qué tal las compras? ¿Habéis vaciado las tiendas? ¿Qué habéis comprado? A ver, a ver…

Cogí una de las bolsas que sostenía Ana y lo primero que saqué fue un tanga negro de encaje con transparencias que hizo dispararse mi deseo imaginándola esa misma noche en casa sólo con él puesto y unos zapatos negros de tacón a juego. La miré y otra de sus miradas me transmitió una gran incomodidad por su parte, que yo interpreté como un gesto de pudor por estar su amiga delante, así que intenté bromear sobre ello mientras jugueteaba con el tanga en mi mano.

– Mmmm, qué sexy vas a estar con esto, jajaja. Estoy deseando llegar a casa y que te lo pruebes.

– Dani, ¿quieres dejar de hacer el gilipollas? ¡Es de María!

La sonrisa se me heló en la cara y mi mano se quedó paralizada, inerte, sujetando en alto el tanga de la princesa de hielo. La miré y tragué saliva. Sus mejillas, habitualmente blancas, ardían de calor. Era la viva imagen de Nicole Kidman en Moulin Rouge, y yo no podía dejar de imaginarla semidesnuda, posando para Toulouse-Lautrec con aquel sugerente tanga, como una prostituta francesa del siglo XIX, despojada de todo signo de soberbia y en actitud sumisa y complaciente.

María me arrancó su tanga de las manos con un ímpetu desmedido y lo guardó precipitadamente en su bolso con una expresión de ira contenida y más que evidente vergüenza. Un bufido de fastidio salió de su boca.

– Ya está bien, joder.

Ana se encogió de hombros y alzó la mirada en un gesto de desesperación y hastío. Me encantaba su voz aunque el tono fuera de reproche.

– Podéis esperarme ahí al lado tomando algo o en el parque infantil de bolas, que igual es más apropiado para vosotros. Voy a buscar a los otros dos niños, que por lo menos son mis hijos.

Y dio media vuelta, dejándonos a María y a mí frente a frente, rodeados de un silencio tremendamente incómodo y eterno. Estaba meditando yo sobre las teorías A y B de Richard Gale sobre la temporalidad, pensando si sería posible que en otra dimensión veinte segundos pudieran equivaler a un lapso de tiempo infinito, cuando la voz autoritaria de Frozen me devolvió al presente.

– Pues me invitas a tomar algo, ¿no?

Ella mantenía los brazos en jarras, las piernas ligeramente separadas, y una mirada desafiante y provocadora. La primera idea que cruzó por mi mente fue estrangularla con mis propias manos. Luego, fijándome en su carita de muñeca diseñada por ordenador en 3D y en sus rasgos duros y a la vez sensuales, se me ocurrió que una alternativa mejor para ambas partes sería desnudarla allí mismo y follarla contra el escaparate de Pimkie, marcando su culo contra el cristal y sosteniendo en mi mano su pierna derecha flexionada, mientras ella pasaba sus brazos por mis hombros susurrándome al oído que no parara, sin dejar de gemir.

Llegué a la conclusión de que lo más adecuado sería un término medio entre las dos opciones; follarme a la rubia de hielo salvajemente mientras estrangulaba su cuello níveo. He leído que mediante la hipoxifilia o asfixia erótica se consigue una mayor satisfacción a través de la disminución de la respiración durante la actividad sexual. Como era de esperar, con una personalidad tan comedida y poco dada a los excesos como la mía, no hice ninguna de las dos cosas, y me limité a impostar una sonrisa más y hacer lo que siempre se me ha dado mejor: seguir la corriente.

– ¡Eso está hecho! ¿Caña o café?

– Batido natural de nata…

Y pasándose las manos por su cuerpo en un ajustado recorrido desde el pecho hasta las caderas, añadió

– Creo que me lo puedo permitir, ¿no?

Ya salió la niñata pija y presumida con aires de superioridad. Y remató entre risas.

– Y con mucha canela ¿eh? Que dicen que es afrodisiaca.

Ese último comentario me hizo fruncir el ceño, temiéndome una encerrona comparable a la de los aqueos en Troya. María nunca me había hablado con tanta soltura y confianza, y que no estuviera Ana con nosotros me hacía sentir incómodo y vulnerable. Volví con su batido y mi Estrella Galicia, y antes incluso de que pudiera abrir la boca, se desencadenó la batalla de Little Bighorn y comenzaron a lloverme flechas lakota, cheyenne y arapajó por todas partes.

– Vaya, ya veo que eres súper sofisticado y glamuroso eligiendo bebidas. ¿Quién es tu modelo a seguir? ¿Homer Simpson?

Intenté rehuir una confrontación directa en la que tenía todas las de perder y opté por la ironía como método de distensión.

– Iba a pedirme un Martini seco, agitado, no revuelto, pero con este calor me apetecía algo frío, helado, a juego…

– ¿A juego con qué?

– Contigo.

Una broma tan inocente como mal calculada y un inoportuno guiño cómplice acompañado de una sonrisa que pretendía ser amistosa pero que ella debió entender ofensiva, hicieron que su maquiavélica mente comenzara a diseñar las formas más humillantes y dolorosas de tortura.

– ¿Puedes pedirme otra pajita para el batido? Ana dice que eres un experto.

Su mirada encendida y una media sonrisa no presagiaban nada bueno. Su tono de voz había cambiado de pija cantarina a daga voladora, y aún así, yo no estaba preparado para esa crueldad extrema de las que sólo son capaces las mujeres más bellas.

– ¿Experto en batidos? No, no… son muy dulces y me empalagan.

Me quedé con las ganas de añadir “casi tanto como tú”. Entonces María estalló en una risita cargada de maldad.

– No, experto en pedir pajitas ja ja ja.

Me quedé lívido, me faltaba el aire, quise mascullar una explicación a modo de disculpa, pero tampoco sabía a ciencia cierta hasta dónde Ana le habría hablado de nuestra vida sexual y si cualquier información que yo pudiera darle le serviría para alimentar sus ataques.

Como en una final de Wimbledon entre Federer y Djokovic, mi mirada pasaba de su escote a sus ojos y vuelta, intentando escudriñar un pliegue que me permitiera confirmar que aquellas tetas firmes y diminutas eran las mismas que acababa de contemplar en el vídeo de los adolescentes pajilleros.

La sonrisa que dibujaron sus labios me hizo saber que en ese set me había pillado varias veces en aquella trayectoria cambiante, y creo que fue eso lo que hizo que retornara a ella su habitual chulería, su pose de superioridad, una confianza que aumentaba alimentándose de la mía, a la que ya se le había encendido el piloto rojo que anunciaba encontrarse en la reserva.

– ¿Estarás contento no? Ciudad nueva, vida nueva…

Su gesto burlón y su tono sarcástico me pillaron desprevenido, pero intenté mantener la corrección.

– Bueno, no me hace especial ilusión. Estábamos muy a gusto aquí y es un cambio muy grande…

– Seguro que un cambio os viene muy bien. Sobre todo a Ana, que está ya un poco harta de la rutina.

¡Zasca! ¿Me lo parecía a mí o eso había sido otro ataque personal en la línea de flotación?

– La verdad es que Ana es muy especial. En el trabajo nos tiene a todas enamoradas… bueno, y a todos, jajaja.

“¿Y a todes no?” pensé para mis adentros sin atreverme a exteriorizarlo, ante esa muestra de lenguaje inclusivo que tan mal casaba con mis preferencias por la economía del lenguaje y mis dudas de hasta qué punto la elección del género de las palabras podría contribuir a una igualdad real y efectiva de los sexos.

María seguía tan agradable conmigo como acostumbraba.

– Nadie entiende que puede ver Ana en ti para estar contigo, pero a mí sí me gustaría saber qué viste tú en ella, qué te enamoró de Ana.

Ese intento de acercamiento por su parte y el interés que mostraba hizo que me relajara y me envolvió la nostalgia de un pasado lejano e idílico. Me aclaré la voz y esbocé una sonrisa recordando.

– ¡Uf! Deberías haberla conocido entonces. Era pura energía, alegre, siempre risueña, inocente pero a la vez decidida y resuelta, con una frescura juvenil y sin embargo una madurez tan impropia de su edad…

Vi mi imagen reflejada en los azules ojos de María y exhalé un suspiro.

– En el fondo no creo que haya cambiado tanto. Ana es la mujer más maravillosa del mundo. A veces creo que no me la merezco.

La princesa rubia no perdió la oportunidad de volver a humillarme.

– En eso estamos de acuerdo… no te la mereces.

Volvió a estallar en una risita maléfica y repentinamente su voz adquirió un tono desafiante y autoritario.

– Vamos a jugar a un juego mientras vuelven. ¿Te atreves?

María… un juego… atreverme… No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que la encerrona estaba ideada y lista para su disfrute. Si decía que no, volvería a quedar como un cobarde y un pusilánime. Si decía que sí, le estaría cargando el tambor del revolver para que me ejecutara. En mi particular ruleta rusa, recordé la escena de Robert de Niro y Chistopher Walken en El Cazador.

– Claro que me atrevo. ¿Qué juego es ese?

Pasé la mirada por el resto de las mesas y el interior de la barra intentando divisar un tablero de ajedrez, damas, parchís o un dominó, pero el juego de estrategia de María era menos convencional.

– Dame tus manos y mírame a los ojos. Te voy a hacer preguntas y te demostraré que soy capaz de saber si me estás mintiendo o no.

De repente me encontré concursando en Saber y Ganar con Jordi Hurtado, sabiendo que con cada pregunta me acercaría un paso más al patíbulo.

María debió notar mi nerviosismo en el mismo momento que tomó entre sus suaves y delicadas manos las mías, frías y sudorosas.

– ¿Estás listo, Dani?

Mi nombre en sus labios era La Primavera de Vivaldi. Tragué saliva con dificultad y asentí hipnotizado por su insondable mirada. Conchita la del polígrafo abrió fuego a quemarropa.

– ¿Le has sido infiel a Ana?

– ¡No! ¡Claro que no! ¡Nunca!

Sonrío divertida.

– Relájate, Dani. Sólo estamos hablando. ¿Lo has pensado alguna vez?

– No… bueno, no sé, alguna vez igual sí… pero en plan fantasía… nada real. Yo creo que todo el mundo lo ha imaginado alguna vez en su vida, ¿no?

– ¿Ana también?

– No, no, claro que no – y añadí con orgullo – Ella conmigo tiene suficiente.

– Yo nos estaría tan segura, jajaja. ¿Follasteis en la primera cita?

– Sí.

– ¿Qué es lo que más te gustó de ella la primera vez que la viste?

– Eh… su sonrisa.

María me apretó las manos y arqueó una ceja en señal de desaprobación. No se le escapaba una.

– … Y su culo.

– Eso sí me lo creo – Volvió a sonreír – ¿Y sus tetas?

– ¡Uf! Sí, también. Son una locura. Son ideales… Su tamaño, su forma, su tacto… – Me pareció adivinar un gesto de tristeza en su cara – A ver, que las tuyas también están muy bien…

Había intentado animarla y me había descubierto yo solito. ¿Se puede ser más gilipollas? Ya lo dice el refrán, por la caridad entra la peste. María abrió como platos sus inmensos ojos azules y una sonrisa iluminó su cara.

– ¿Me las has visto?

Aún a riesgo de que supiera que mentía, no podía arriesgarme y confesar que se las acababa de ver en el vídeo que le habían grabado los pajilleros prematuros, así que intenté salir del embrollo lo mejor que pude, que siempre termina siendo una mala forma de hacerlo.

– No, bueno… verlas no. Me las he imaginado alguna vez y me puedo hacer una idea de cómo son…

Lo que sucedió a continuación hizo que mi frecuencia cardiaca sobrepasara los límites de lo recomendable y que, junto con la cuenta, pensara en pedir un desfibrilador. María se desabrochó un botón de su camisa y se inclinó hacia mí, dejando a la vista un escote tan pronunciado que alcanzaba a ver perfectamente sus pequeños pezones rosados. Eran una delicia, algo inalcanzable, una preciosidad, dos guindas que culminaban un postre digno de Oriol Balaguer, mezcla de chocolate blanco y queso mascarpone … y estaban a treinta centímetros de mi boca cuando María se acercó para susurrarme al oído, con una voz tan sugerente y sensual que me provocó una erección inmediata.

– ¿Te imaginarás mis tetas esta noche cuando estés follando con Ana?

En ese momento pude ver que Ana se acercaba con Lucas y Sofía de la mano.

“Donnez-moi une suite au Ritz, je n'en veux pas

Des bijoux de chez Chanel je n'en veux pas

Donnez-moi une limousine, j'en ferais quoi?”

Mi corazón latía al ritmo de los primeros compases de “Je veux” de Zaz.

…………

¡Zas!

– ¡Ay!

¡Zas!

– Dani, ¿pero qué coño haces?

El segundo azote sobre el culo de Ana había sonado aún más fuerte que el primero y habían marcado sus nalgas, que empezaban a mostrar un tono rojo intenso. Lo que había empezado como unas caricias sobre su cuerpo desnudo tumbada boca abajo en la cama, se había transformado en un masaje erótico en el momento en que había llegado a la parte posterior de sus muslos y ella había abierto las piernas de un modo sutil, dándome a entender que estaba dispuesta y caliente. Lo comprobé al llevar mi mano a su coño y escucharla gemir con el primer roce entre mis dedos y los labios de su vagina. Estaba mojada, el flujo delataba su excitación, y lo que tendría que haber sucedido en ese momento era que hubiéramos follado como lo hubiéramos hecho cualquier otro día, cualquier otra noche en las que nos buscábamos y dábamos rienda suelta a nuestra pasión como lo habíamos hecho desde que nos conocimos.

Pero esa noche fue distinta. Mientras mis dedos penetraban el coño de Ana y ella arqueaba su espalda y levantaba ligeramente su impresionante culo para sentirlos más dentro, sufrí una especia de alucinación, en la que, como Samuel L. Jackson en Tiempo de Matar cuando se cargó a dos miembros del Klan, mi alma pareció abandonar mi cuerpo y elevarse para contemplarnos desnudos sobre la cama, excitados y ebrios de deseo. Sólo que a quien veía cuando Ana giraba la cara pidiéndome más y más fuerte con la mirada no era a ella, sino a María.

– “¿Te imaginarás mis tetas esta noche cuando estés follando con Ana?”

Imaginaba estar follando a la rubia de hielo y eso hizo que mi excitación se disparase por encima de cualquier límite conocido hasta entonces. Levanté el culo de Ana un poco más hasta colocarla a cuatro patas y le metí mi polla dura y erecta como nunca de golpe. El calor de su coño me volvía loco, el chapoteo de sus jugos cuando entraba y salía de ella frenéticamente, sus gemidos, más de excitación que de dolor, cuando la azotaba, su voz entrecortada y sus jadeos.

-Sí Dani… sí mi amor… ahhhhhh

Ana estaba disfrutando como nunca y yo pensaba en María. No tenía ningún sentido. No cambiaría a mi mujer por nada del mundo y menos por la pija de su amiga, pero allí seguía, follándola con todas mis fuerzas, escuchando el sonido de mi pelvis al chocar contra su culo una y otra vez. Tiré fuerte de su pelo, recogido en una coleta que la hacía parecer más joven, y ella respondió con otro gemido.

– Dani… joder… me matas.

Sólo cuando estaba a punto de correrme y me agarré con fuerza a sus tetas, tomé conciencia de la realidad y antes de descargar toda la tensión acumulada por lo ocurrido durante el día y vaciarme en oleadas de semen, acerté a decir su nombre.

– Me corro Ana… me corro.

Ana aguantó a cuatro patas mientras yo no paraba de correrme en su interior, llenando su coño, hasta que me vacié por completo y ella cayó exhausta sobre la cama, sudando, temblando, jadeando.

– Amore, ¿estás bien? ¿qué te ha pasado? ¿has estado viendo una peli porno? ¡Uf! Ha sido increíble. Eso sí, las tetas me van a doler una semana, jajaja.

Se dio la vuelta recuperando la respiración y pude admirarla tumbada frente a mí, su preciosa cara aún acalorada por la excitación, sus tetas enrojecidas, sus pezones oscuros duros como piedras y su vello púbico empapado por mi semen, que se había ido deslizando fuera de su coño cuando estaba boca abajo. Llevó allí sus dedos para comprobar los daños, y al notar el alcance de mi corrida, se levantó con una sonrisa, encaminándose hacia el baño.

– Malo, malo, malo, jajaja. – movió su dedo índice impregnado en mi semen, negando en señal de un fingido reproche – Estás muy cambiado… y muy guarro, jajaja.

Viendo su culo desaparecer tras la puerta, tumbado en la cama, agotado física y mentalmente, sólo pude pensar en que la amaba con todo mi corazón.

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