Aprovechando su estado de euforia, Ana había planificado la tarde para toda la familia, pero por separado. Ella había quedado con María en La Vaguada para hablar de todo lo relativo a su traslado y de paso ir de tiendas, y a mí me tocaba llevar a los niños al cine. Miré la cartelera y tomé conciencia de que ese fin de semana no tenía visos de remontar. Si al menos hubiera podido elegir la película y disfrutar de ella tranquilamente… “El Sueño de Gabrielle” sonaba sugerente, evocador, pero cuando la opción con la que compites es “Capitán Calzoncillos” sabes que tienes las mismas oportunidades de ganar que España en Eurovisión. Luego nos juntaríamos allí.
Ella apenas probó bocado en la comida, y sin haber aún acabado el postre, se levantó para darse una ducha y arreglarse. Yo ya había terminado de recoger cuando apareció ella, radiante, el pelo suelto, look mojado, labios rojos definidos y maquillaje perfecto. Vestido corto de tirantes que permitía apreciar unas piernas esculturales, unos hombros morenos y marcados y un prominente escote.
– ¿Pero vais de tiendas o a la Joy Eslava?
Intenté bromear, aunque mi sentido del humor oscilaba entre el verde bilis y el negro azabache. Entonces Ana pronunció una frase profética que me hizo sentir un profundo desasosiego.
– Venga, amore, no te enfades, que todo va a salir bien.
Según reconocidos historiadores, esa misma frase ha sido pronunciada a lo largo de la historia en infinidad de ocasiones y diferentes lenguas; Cleopatra se la dijo a Marco Antonio, Julieta a Romeo, Eva Braun a Adolf Hitler, Jackie Kennedy a su marido, o más recientemente Mariano Rajoy a Luis Bárcenas… y siempre con funestas consecuencias. Aunque lo que más me jodió de su soflama era el modo en que se dirigía a mí. Sólo había dos palabras que me produjeran el mismo rechazo que “amore”, y eran “gordi” y “cari”. Primero, porque nunca sonaban sinceras; segundo, porque parecían sacadas de MHYV; y finalmente, porque ese léxico edulcorado siempre precedía a una cesión, otra más, por mi parte.
Ana dio un beso a los niños y yo le acompañé a la puerta. Si algo bueno tenía el estar enfadado es que me confería ciertas prebendas, así que a su beso de despedida respondí atrayéndola hacia mí y bajando las manos hasta su culo mientras contemplaba un primer plano de su escote que cortaba la respiración.
– Se te nota el tanga.
El comentario hizo que mi posición perdiera fuerza.
– Ya veo que se te ha pasado.
Sus ojos brillaban realzando su sonrisa.
– Y se te ve el suje. Si no hubieras quedado con María estaría celoso.
Bromeé acompañando la observación de una caricia por encima de sus pezones que reaccionaron al instante, pero ella no se amilanó y al momento noté que su mano apretaba mi paquete.
– Si María tuviera esto igual me lo pensaba, jajaja. Llámame cuando salgáis del cine. Si ya hemos terminado de mirar tiendas estaremos tomando un café en Taruffi.
La sola idea de encontrarme con su amiga María me incomodaba. Era una chica rara, arisca, de trato difícil. Yo trataba de ser encantador con ella, derrochaba simpatía, era un actor de método, pero todo lo abierta, risueña, conversadora y accesible que se mostraba con Ana, se tornaba en frialdad y desinterés cuando yo intentaba entablar conversación con ella. ¿Fría? No. Era gélida, un bloque de hielo. ¡Qué digo un bloque de hielo! Era el Perito Moreno de la enfermería, la Princesa Elsa de Frozen, y no sólo por su carácter glacial, sino por su espectacular físico.
Una melena larga, lisa, rubia deslumbrante, recogida habitualmente en una trenza que dejaba al descubierto un cuello pálido, una piel nívea, suave, delicada, que contrastaba con la rotundidad de sus rasgos faciales y la dureza de su expresión. Unos ojos grandes, azules, de una intensidad y energía comparables al laser de un sable Jedi. Alta, extremadamente delgada, estilizada, con un perfecto culito respingón… sólo había algo en ella que me producía el placer de una pequeña venganza personal ante su indisimulada indiferencia: sus tetas. Su incomodidad con ellas, que parecía sólo perceptible a mis ojos, me confirmaba que sus escotes pronunciados eran únicamente una fingida pose de auto-confianza, de reafirmación… Como si llevara escrito en ellas “sí, las tengo pequeñas, pero firmes y duras”, si es que un mensaje tan largo pudiera escribirse en un espacio tan pequeño.
Mientras caminaba por la Avenida de Monforte de Lemos con Lucas y Sofía de la mano no podía evitar pensar en el futuro tan oscuro que se me presentaba; ciudad nueva, casa nueva, amigos nuevos, vida nueva… ¿Quizás estaba siendo excesivamente negativo? También podría ser que fuera una nueva oportunidad para recuperar cosas que habíamos ido perdiendo a lo largo de los años; pasión, ilusión, sorpresa, complicidad… alegría. Sí, eso era, habíamos cambiado alegría por comodidad, y como en los timos telefónicos más burdos, nos negábamos a reconocerlo por vergüenza y preferíamos obviarlo.
– Papá, ¿podemos darle algo?
La pregunta de Sofía me sacó de mis preocupaciones y me devolvió a la realidad. La miré sin entender nada y seguí la dirección de su dedo índice, que apuntaba hacia un orondo cantante callejero, que sudoroso y enfundado en un frac al menos dos tallas inferior a su propietario, se afanaba en entonar un aria, engolando la voz de manera que en las notas más graves y peliagudas su rostro adquiría una tonalidad rojo burdeos por la falta de aire y sus ojos parecían salírsele de las órbitas.
“Qui dove il mare luccica
E tira forte il vento
Su una vecchia terrazza
Davanti al golfo di Surriento
Un uomo abbraccia una ragazza
Dopo che aveva pianto
Poi si schiarisce la voce
E ricomincia il canto
Te voglio bene assaje
Ma tanto tanto bene sai
È una catena ormai
Che scioglie il sangue dint' 'e 'vvene sai”
Saqué unas monedas del bolsillo y Sofía corrió rauda ante la presencia de aquel sosias de Pavarotti para dejarlas caer sobre un paño mugriento que amortiguó el tintineo de la escasa calderilla recolectada. El mendigo le dedicó una sonrisa y revolvió su pelo en un afectuoso gesto de agradecimiento.
– Vamos Sofi, que llegamos tarde.
Volvió dando saltos y se colgó de mi mano.
– Papá, ¿soy guapa?
– Claro que sí, Sofi. Eres la niña más guapa del mundo.
– ¿Más que mamá?
Me sorprendió su pregunta
– Igual que mamá. Las dos sois preciosas.
– Ya. Es lo mismo que me ha dicho el señor que cantaba.
Me detuve instantáneamente y me giré justo a tiempo de ver cómo el obeso operista recogía sus bártulos, y al cruzarse nuestras miradas me dedicó una reverencia y una amplia sonrisa.
No podía imaginarme cómo un personaje así podía conocer a mi mujer. No existían dos mundos más alejados, dos escalas sociales más diferentes, dos físicos más antagónicos… La llegada a la entrada de La Vaguada con el consiguiente alborozo de los niños me sacó de mis cavilaciones y me devolvió a la cruda realidad: pack de palomitas, refresco y película infantil.
Un ronquido ahogado coincidió con los títulos de crédito en la pantalla y el encendido de las luces. Al salir de la sala los niños repararon en una sesión de cuentacuentos que estaba a punto de comenzar, y me pareció una buena idea dejarles entretenidos mientras iba al encuentro de Thelma y Louise, así que después de la orden de no moverse de allí y esperar a que volviéramos nosotros, les dejé absortos en las explicaciones de una señora mayor que con profusión de gestos y un lenguaje corporal exagerado mantenía la atención de todos los pequeños que la observaban sin perderse detalle.
Saqué el móvil, que había silenciado durante la película, y comprobé que tenía una llamada perdida de Ana. Marqué su número pero una interminable serie de tonos dio paso al abrupto fin de llamada. Volví a probar con el mismo resultado, así que me encaminé hacia Taruffi por si me estaban esperando ya en la cafetería. Para mi desconcierto, no estaban allí, así que comencé a deambular por las tiendas de moda, aunque sabía que no sería tarea sencilla dar con ellas.
Después de recorrer todas las plantas y más tiendas de las que yo pensaba que pudieran existir dentro del sector del textil, y cuando ya estaba a punto de desistir y volver para oír cómo terminaba la historia del cuentacuentos, pasé al lado de varias tiendas de lencería y al llegar a la altura de Calzedonia reparé en una pareja de chicos preadolescentes, que, nerviosos, intentaban disimular algo mientras un tercero entretenía a la dependienta. En un primer momento pensé que estaban intentando robar algo, y aunque no soy de naturaleza heroica, sí que adolezco de una curiosidad patológica, con lo que no pude evitar seguir en la distancia su salida apresurada y ver cómo se refugiaban en los baños.
Imbuido del espíritu de Mike Hammer, David Addison y Sonny Crockett, y animado por la enclenque constitución de los jóvenes rateros, me dirigí divertido a reparar la travesura, intuyendo que su botín consistiría en unas bragas brasileñas, un tanga de hilo o un sujetador de encaje que les sirvieran de inspiración para sus futuras pajas. Y todo parecía confirmar mis sospechas cuando entré con sigilo y únicamente encontré cerrada la puerta del baño exclusivo para discapacitados. Me acerqué lo suficiente para escuchar con claridad la atropellada conversación de los excitados adolescentes.
– ¡Joder! ¡Qué paja! Ponlo encima de la taza que podamos verlo los tres.
Había dicho “ponlo” y “verlo”, con lo que las opciones se reducían a tanga o sujetador. Orgulloso de mis cualidades detectivescas, me disponía a interrumpir aquel momento de fogosidad, cuando las siguientes frases cayeron en cascada echando por tierra todas mis conjeturas y llevando mi corazón al borde del colapso.
– ¡Joder! ¡Mirar! ¡Qué pedazo de tetas tiene la morena!
– ¡Jooodeeer! ¡Qué buenas está! Y tiene que estar super cachonda, mirar cómo tiene los pezones. Ufff.
– ¡Mirar! ¡Mirar la rubia ahora! ¡Hostia puta! ¡Son lesbis!
¿Morena? ¿Rubia? El aire empezaba a faltarme. El último en intervenir continuó.
– Mirar, mirar, ahora es cuando la rubia se quita todo. ¡Jooodeeer! ¡Tiene el coño depilado!
– Pero casi no tiene tetas tío, está plana. En cambio mira la morena. ¡Qué tetazas!
El tercero confirmó la opinión.
– Tiene las tetas mucho mejor, ¡y mirar qué cara de zorra! Esa se tiene que comer las pollas a pares.
– ¡Qué dices! Pero si son lesbis.
– Igual son bisexuales.
– Pues a mí me gustan los pezones rosas de la rubia.
No me podía creer que estuviera asistiendo a semejante tertulia. ¿De verdad estaban hablando de Ana y de María? Mi cuerpo temblaba de nervios y excitación.
– Calla, calla, que ahora se quita lo de abajo la morena.
– ¡Joder! ¡Qué culazooo! A ver si se agacha.
– ¡Mirar! ¡Se da la vuelta!
– Ufff ¡Lo sabía! ¡Qué coño más negro! ¡Melafo!
– ¡Me corro! ¡Me corro! Ahhhh
– ¡Yo también! Ahhh. Toma leche, rubia.
– Ufff. Yo se la doy a la morena, chúpamela puta, ¡toma! Ahhh.
Los niñatos se estaban corriendo viendo a las dos amigas en los probadores. Eso me habría podido parecer comprensible. Hasta gracioso si una de ellas no hubiera sido mi mujer. ¿Pero qué coño era eso de que eran lesbianas? En estado de shock, fui incapaz de apartarme de la puerta, pero lo suficientemente ágil como para cuando esta se abrió asaltar a los tres adolescentes con un tono firme y amenazante.
– ¡Policía secreta! ¡Dadme el puto móvil ahora mismo o vamos todos a comisaría!
Esas dos frases me sonaron tan ridículas que por un momento pensé que se echarían a reír, pero al ver cómo palidecieron sus caras y cómo el más pequeño levantaba los brazos sollozando, supe que había funcionado, así que insistí.
– El puto móvil… ¡ya!
El mayor, con ojos saltones y manos temblorosas, sacó su móvil y me lo entregó gimoteando.
– Era una broma… Lo íbamos a borrar ahora.
– ¿Sabéis que esto es un delito? ¿Sabéis el paquete que os puedo meter? A ver qué mierda habéis grabado. Desbloquéalo. Y no se os ocurra moveros.
Actué rápido. Galería. Vídeos. Abrí el último. Bingo. Cuatro minutos y cincuenta y tres segundos de grabación. Play. El corazón a punto de salirse por la boca, los latidos golpeando el pecho. Allí estaban, Ana y María, en los probadores, con varios bikinis. Los tres chicos debían haber entrado después de ellas a la tienda, porque el vídeo empezaba con un plano de Ana con la parte inferior de un bikini rosa y el suje con el que había salido de casa. Luego se lo quitaba y lo dejaba con el resto de su ropa amontonada en una esquina. La escena siguiente hizo que se me pusiera dura al instante. Ana parecía pedirle a María que le pasara la parte superior del bikini y esta jugueteaba con ella y se reía. La dejó caer el suelo y entre risas llevó sus manos a las imponentes tetas de Ana, apretándoselas y levantándoselas entre risas de las dos. Los pezones de Ana aparecían espectaculares, duros, oscuros, deliciosos. Entonces María comenzaba a desnudarse y yo pensé que me infartaba. Los niñatos tenían razón. Lucía un coño minuciosamente depilado y unas tetas pequeñas pero delicadas, con unos pezones rosados que le hacían parecer aún más joven.
Algo me llamó la atención. No me cuadraba. ¿Por qué estaba abierto el probador? Paré la reproducción. Hice zoom en la cara de María. ¡Joder! ¡Estaba mirando a la cámara! ¡Sabía que les estaban grabando! Juraría que su cara esbozaba una sonrisa cuando Ana, de espaldas, se desataba el lazo de la parte inferior del bikini rosa y se agachaba para recogerlo del suelo mostrando su culo en todo su esplendor. Luego se giraba hacia la cámara mirando hacia el suelo, pero su cara desaparecía porque habían hecho un zoom en su coño, llevándolo al primer plano, para volver a alejarse y captar una última imagen de las dos amigas desnudas. Es ahí cuando los tres chicos debían haberse corrido al unísono.
Confundido, mareado, empezaba a dar muestras de debilidad en mi posición, y los tres amigos lo percibían. Tenía que tomar una decisión rápida. No tenía tiempo que perder. Borrar vídeo. Aceptar.
– Toma el móvil y largaros de aquí, capullos.
Echaron a correr como si les persiguiera la parca, pero al salir de los baños uno de ellos se giró y asomó la cabeza.
– Jódete gilipollas, no nos has quitado las fotos del otro móvil.
No pude reaccionar y me quedé petrificado donde estaba. Si entonces hubiera sabido las consecuencias que me traerían esas fotos en el futuro… Me lavé la cara para despejarme y salí de los baños. Fue atravesar la puerta y darme de bruces con Ana y María.
– ¡Hola amore! ¡Estás aquí! ¿Y los niños?