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La prueba de una aventura
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Tiempo de lectura: 5 minutos

Carmen oyó el sonido del despertador de su móvil a las once, y alargó el brazo para deslizar el dedo índice sobre la pantalla y apagarlo; después abrió los ojos. El dormitorio estaba en penumbra; la claridad del día, filtrada a través de los estores, daba un aspecto irreal a la habitación; bueno, eso y lo bien que se sentía esa mañana, no como otras, en las que se despertaba desgastada, sintiéndose vieja, no: esa mañana se sentía joven. Le vinieron a la cabeza borrosas imágenes de lo ocurrido durante la tarde y noche del día anterior, y una leve sonrisa se le dibujó en la boca. Se inspeccionó el cuerpo mentalmente, haciéndose una especie de TAC: los miembros estaban relajados; el torso irradiaba calidez; la cabeza descansaba; eso sí, notó que estaba completamente desnuda bajo la sábana. "¡Cómo!, me acosté desnuda", pensó, y rio para sus adentros. Acto seguido, se levantó.

En fin, estaba desnuda, sí, no se había puesto el pijama de verano, ese tan fino que hasta los oscuros pezones se le transparentaban, pero sí se había duchado: un perfume a rosas difuminado proveniente de la tibieza de la cama recién abandonada lo delataba. Carmen se puso una batita y salió del dormitorio.

En el saloncito había orientativas pistas sobre lo acontecido hace relativamente escasas horas: una botella de vino tinto Chianti vacía y dos vasos de caña manchados y un cenicero a rebosar de colillas sobre la mesita de centro, y dos condones con los depósitos llenos de semen cerrados con un nudo en la abertura tirados en el suelo, junto al sofá. Carmen recogió las basuras con ambas manos y se dirigió a la cocina. Una vez tiradas las pruebas de su aventura al cubo, preparó la cafetera italiana y cogió dos magdalenas del mueble despensa.

"Carmen, oh, oh, Carmen"; "Sigue, no-no pares, Aurelio, ahh, ahh".

Le vino esto a la memoria. Carmen, repantigada en la silla, obtenía flashes de sus recuerdos. "Pero ¡tanto no había bebido!", pensó. No, Carmen, no, tanto no habías bebido, sin embargo el cerebro a veces nos juega malas pasadas y, algo que deseábamos apasionadamente, lo borra del intelecto y lo graba en las emociones; así que, Carmen, debes traspasarlo desde tu pecho a tu cabeza, tarea harto difícil. Carmen, ¿cuándo fue la última vez que follaste antes que esta?

"Fue con mi marido; yo ya estaba dormida; él llegó del restaurante, me despertó el portazo; él entró en la habitación, se quitó la camisa, se sacó la polla por la portañica del pantalón, me destapó, me subió el camisón hasta el cuello, me apartó la tirilla de las bragas y, de un tirón, me arrancó el sujetador; luego se subió encima mía, olía a sudor, alcohol y mujeres; me salivó y mordió las tetas brutalmente, y me penetró; noté la abrupta presión en mi entrepierna y decidí gemir lastimerante para que acabase antes: pronto, se corrió, y se durmió; unos días después me separé, luego nos divorciamos".

¿Y antes?

"Mi marido…".

No, Carmen, digo antes de tu marido…

"Antes de casarme fui novia de un muchacho muy dulce; era músico, me componía letras, canciones; cuando hacíamos el amor, él, se diría, se posaba sobre mí, como una mariposa, me susurraba al oído mientras me montaba, yo le sujetaba las nalgas y lo apretaba, le marcaba el ritmo, pues él se extasiaba mirando mi rostro y nunca me ponía a punto para el orgasmo: se sacudía lánguidamente cuando se corría y me llenaba de besos; no puedo decir que no me gustara, pero una, en fin…".

Carmen, entonces… has tenido orgasmos, ¿verdad?

"Pocos, sí, y a mi edad, que rozo la cincuentena, ¡ay!, pero ayer…"

Ves, Carmen, a través de una emoción, el orgasmo, resurge la memoria.

"Sí, sí, ayer, me acuerdo, fue…":

"Fui a la playa, como todas las tardes. Puse mi cesta en la arena, me saqué el vestido por la cabeza, extendí la toalla y me tumbé bocarriba sobre ella. Ah, qué tranquilidad, a esa hora, en la que apenas hacía calor, y tan poca gente había, el murmullo de las olas…, ah; cambié de posición y me senté; tengo las tetas grandes, carnosas, y, como me apretaba el sujetador del bikini me lo quité; las tetas cayeron grávidas, libres; luego cogí el paquete de cigarrillos de la cesta, saqué uno y lo encendí; después de fumar, fui a darme un baño corto en el mar; y fue cuando salía que me fijé: un muchacho joven, musculado, moreno y de pelo rizado me estaba observando; no puedo negar que en ese momento me sentí especial, pero también pensé que quizá el muchacho estaba mirando otra cosa, así que giré la cabeza hacia atrás, aunque sólo vi un barco, muy lejos; sí, sin duda me miraba a mí; me doy cuenta de que el tamaño de mis tetas es llamativo, no obstante el muchacho parecía estar mirándome a la cara; volví a sentarme en la toalla, encendí otro cigarrillo".

Aurelio avanzó unos pasos hasta llegar a la posición de Carmen. "Hola", dijo, "¿no me conoces?" Carmen, sorprendida, dijo: "No"; "No, claro", dijo Aurelio, y se sentó junto a Carmen. "Tú eres Carmen, la ex esposa de Ramiro", afirmó Aurelio; "Sí, pero tú ¿de qué me conoces?", preguntó Carmen; "Soy Aurelio, el hijo del por entonces jefe de Ramiro, me traías caramelos cuando ibas al restaurante a ver a tu marido, ¿te acuerdas?, supongo que por hacer la pelota a mi padre", rio Aurelio; "Ahora caigo, ¡oy, hijo, cómo has crecido!", rio Carmen; "La última vez que te vi yo tenía catorce años, te separaste, no volviste más"; "Debes comprender que…"; "Te eché de menos". Esta última frase salió tan de dentro de Aurelio, y fue pronunciada con tal solemnidad, que a Carmen se le transformó el rostro; notó una especie de reclamo en el uso, un algo trascendente, algo que tenía que ver con un profundo deseo. "Oye, Aurelio…"; "¿Me das un cigarrillo?".

Carmen tendió el cigarrillo a Aurelio y le prendió lumbre. Aurelio se tumbó de costado en la arena, cara a ella, sin dejar de mirarla. Carmen no tardó en seguir su ejemplo. Ambos se miraban. Carmen reconoció los rasgos de aquel joven que hace tiempo la miraba de la misma manera; Aurelio, a pesar de los años pasados, veía en Carmen aquella mujer treintañera que excitaba sus sentidos. Al principio, se besaron en los labios, con suavidad; pronto sus lenguas se enlazaron entre sus bocas. Los suspiros de Carmen se ahogaban en los labios de Aurelio. Una mano en las tetas de ella, otra mano en la entrepierna de él, la saliva de la cascada de las bocas goteando en la arena; un gemido de Carmen al contacto de una mano de Aurelio sobre las caderas; "Vivo a dos manzanas", y la invitación de Carmen.

Sentados en el amplio sofá de la casa de Carmen, hablaron, rieron, fumaron, bebieron vino, y, cuando oscureció en el saloncito y hubo que encender la lámpara de pie, se desnudaron. Aurelio se arrodilló en el suelo, metió la cabeza entre las piernas de Carmen y le comió el coño, degustando sus flujos, oyendo sus grititos y jadeos; notó su clímax, entonces se irguió, se puso el condón, la guio para que se levantase y se sentase en su regazo cuando él se sentara, y follaron: las rodillas de Carmen se hundían en el mullido sofá mientras botaba arriba y abajo sobre la dura polla de Aurelio; los pezones, mordidos y besados, trazaban círculos en el aire. "¡Carmen, oh, oh, Carmen!"; "¡Ahh, ahh, ya, córrete, ya!", gritaba Carmen; y Aurelio eyaculó. Después, tras acabar la botella de Chianti, hubo otro polvo. Esta vez precedido de una mamada de Carmen para que Aurelio recuperase el tono: inclinó la cabeza sobre el regazo de Aurelio y chupó, lamió y mamó; luego, apoyando las manos en el reposabrazos, se puso a gatas para que Aurelio la penetrara a placer. La columna inclinada, el culo subido, el torso adelante y atrás, las tetas bamboleándose, las recias manos de él sujetas a la cintura de ella para no errar nunca en la diana del coño. "¡Ahh, más, más, sigue, no-no pares, Aurelio, ahh, ahh!"; y el ronco rugido de la corrida de Aurelio.

Y, ahí, en la cocina, sentada frente a la mesa de formica, Carmen se masturbó. Esta tarde iría de nuevo a la playa.

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