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La otra Marta, placer y dolor (IV)
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Tiempo de lectura: 8 minutos

Me mira, sonríe, pasa la boca sobre la mía al tiempo que con la palma de la mano me da un azote en el trasero, susurra:

– Tienes prisa,

– No, mi tiempo es tuyo.

– Eres una perrita muy juguetona.

– Si, juguetona y muy caliente.

Tras darnos una ducha rápida que nos dejó como nuevas, nos vestimos solo con unas camisetas anchas y un pantaloncito, sin ropa interior. Saciadas de sexo, en aquel momento sentíamos otra necesidad, hambre de comida. Como la tarde ya estaba avanzada, propuso que nos trajeran algo, acepté su sugerencia de comida italiana.

Cuando llamaron al interfono, abrí yo la puerta y frente a mí una mujer, rápidamente deduje que se conocían por los saludos efusivos que se prodigaron. Marta la cogió por la cintura, más con un gesto de posesión que de cariño, mientras le estampaba dos besos cerca de la comisura de los labios.

Se llamaba Flora, nos había traído, ñoquis, fettuccines y pizzas, además un par de botellas de vino chianti. Mi primer contacto visual de ella fue que le calcule alrededor de 50 años, de mediana estatura, lo primero que destacaba era su delantera, con una chaqueta de punto ajustada que remarcaban el volumen, pelo rubio claro recogido con una cola, algo maquillada sin exceso, labios carnosos, su falda larga plisada se ajustaba a unas buenas caderas y se le adivinaba un culo generoso, con zapatos de medio tacón, parlanchina y con la sonrisa en los labios.

Aceptó de buen grado la invitación de Marta y nos acompañó en la comida, dijo que tampoco había probado bocado desde su desayuno, entre anécdotas y comentarios, comimos y bebimos. Ya terminada la comida, sentadas en los sofás, Marta acercó su nariz al cuello de Flora alabando su perfume para seguidamente reposar la cabeza en el pecho de Flora, bromeando sobre su tamaño, para terminar comparándola a una vaca lechera, ella no se ofendió, reía, dijo sentirse orgullosa por su tamaño y que no todo el mundo podía disfrutarlas.

Ante mi sorpresa se levantó y se desprendió de la chaqueta, enseñándonos el sujetador rosado de satén que llevaba, forcejeó un momento, bajó las copas del sujetador hasta que consiguió hacerlas salir por encima de la tela, pechos blancos con oscura aureola y pezones grandes, tras balancearlos a ambos lados y elevarlos varias veces, se movieron delante de nuestros ojos, se los acariciaba, oprimiéndose los pezones, llevándolos hasta su boca y succionarse ella misma el pezón.

Sonrió complacida cuando Marta se las sobó y gimió cuando le tiró de los pezones. La situación me resultaba incomoda, callada observando todo lo que sucedía, la verdad es que en este punto, mis piernas temblaban. Me entró el pánico, cuando dirigiéndose a mí, riéndose colocó uno de sus pechos sobre mi cara. No sentía vergüenza pero sí un estado de confusa excitación. Me tomó la cara con las manos. No dejó que dijera ni una sílaba, ya que inclinó la cabeza hasta poder atrapar mis labios y meterme la lengua, de tal modo que respondía a su beso o me asfixiaba contra la espalda del sofá. Al mismo tiempo que me introducía una mano por debajo de la camiseta y me acariciaba los pechos, libres del confinamiento de un sujetador. Eché la cabeza hacia atrás al notar sus dedos jugar con los pezones, jadeé y gemí, todo en voz baja. Estaba un poco aturdida pero no podía negar que aquella estimulación, tan sutil, sería un incentivo, un adelanto de lo que podría venir.

– No es por nada pero me gustas -Soltó Flora sonriendo maliciosamente.

– Es una buena chica, dócil y le gusta el peligro -dijo Marta.

– Eso parece -Flora riéndose.

Marta me instó a que recogiese la mesa y esperase, me limité a obedecer, mientras ellas salían de la sala, dejándome sola. Pasado un buen rato regresó, apareció envuelta en un batín de raso negro, zapatos tacón de aguja y medias. Mi pulso se aceleró cuando pegó su cuerpo al mío. Sonrió al percibir mi temblor, algo nerviosa y asustada.

– ¿Estás lista para dar un paso más? -pregunto seria.

– Si… ¿qué más quieres de mí?

– ¿No lo adivinas? -Bromeó, impregnando sus palabras de un tono seductor, sonreía a la vez que se mordía ligeramente su labio inferior y penetrándome con sus ojos gris verdosos. Se desprendió del batín y quedo con corset negro de látex con liguero, muy ajustado, alzándole el pecho, cortado a la altura de la cintura, para que se viera bien el tanga a juego con las medias negras. Me quedé mirándola a los ojos un segundo. Y pensé, ¿qué podía perder?

Me ofreció la mano, cogí sin rechistar y la seguí como un perro faldero. Me empujó con suavidad para que subiera unas escaleras, me cedió el paso para entrar a una buhardilla y cerró la puerta. No pude evitar una mirada furtiva, predominaba el color rojo y negro en cortinajes de terciopelo, techo de madera, todo con una luz muy tenue. En una de las esquinas un diván y en la otra una especie de camilla. En una pared colgaban, látigos, floggers, esposas… sobre una mesita velas, alguna de ellas encendida. Fantasías sobre la humillación y la dominación pasaron por mi mente de una forma frenética y más aún cuando apartó un cortinaje y en el centro de la sala, el cuerpo blanquecino de Flora, colgaba del techo mediante una polea, brazos en alto, los pechos aún por encima del sujetador y con bragas. A pesar de estar en aquella posición atada y sin posibilidad de escapar, al vernos sonrió. Marta se le acercó y le abofeteó en la mejilla con fuerza, suspiro sin ninguna queja. Tiró de la cuerda que la sostenía, tensándola y obligándola a que se pusiera de puntillas.

Empezó de manera acompasada, palpándole los pechos, pellizcando un pezón, mientras con la mano libre los palmeaba, ella soltaba gemidos, luego otro y otro, sus enormes tetas tomaron una coloración casi morada. Entonces para demostrarle su control empezó a insultarla con palabras soeces y que la íbamos a tratar como se merecía. Mientras una mano le estrujaba un pecho, los dedos de la otra sobre la tela de la braga, frotaban los labios vaginales. Tembló cuando separando la tela, los dedos recorrieron arriba y abajo la entrada de su vagina. No tardó en que los dedos se deslizaron dentro. Estuvo jugando con ella, demostrando que estaba bajo su control, salían y entraban, obligándola a chuparlos y volver a metérselos. Decidió torturarla doblemente, tirando de uno de los pezones, mientras palmeaba más abajo.

Yo, asistía de pie observando callada todo cuanto acontecía. Mi excitación había reemplazado al miedo, mis pezones erectos contra la tela de la camiseta y de nuevo esa humedad que se me estaba gestando entre las piernas. No me podía creer lo que me estaba pasando al ser yo misma de alguna manera también utilizada, aunque hasta aquel momento de espectadora pasiva.

Le suplicó que no parase porque quería correrse, pero ella en postura enfadada y como ofendida le recriminó entre insultos que no diera órdenes a su ama. Le colocó una mordaza de donde colgaban dos cadenas con pinzas para los pezones, le soltó la cola y su pelo cayó sobre sus hombros, me invitó a ponérselas. Flora me miraba directamente a los ojos, desafiante, como si dijera “a ver si te atreves“. Cuando pincé uno de los pezones gimió lo que le permitió la mordaza y me animé con el otro. Marta tiró de la cadena de tal manera que los pezones quedaron tirantes y en alza.

Señalándome donde colgaban látigos y floggers, me sugirió coger uno. Indecisa, vacilé unos instantes, en cual debía coger. Tomé una larga fusta, ella cogió un azotador de tiras. Con pocos miramientos tiró de la braga, por entre sus muslos un descuidado y frondoso vello oscuro cubría su pubis que resaltaba contra la blancura de la piel. Me hizo colocar detrás, ante mis ojos las nalgas y el ano. Eran nalgas de caderas, maduras, poderosas, sólidas dispuestas a someterse. Descargamos el primer azote y otro… perdí la cuenta, con cada golpe, su vientre se sacudía. La inercia y el morbo se habían apoderado de mí y me resultaba excitante azotar aquel prieto trasero, cada vez más de un rojo subido. Marta se la veía disfrutar con toda esa humillación, no me moví cuando pasó la mano por dentro de mi pantaloncito, con las uñas me arañó el pubis y repasó la canal de mi coño.

– Estás muy mojada. ¿No vayas a correrte? De momento lo haces muy bien.

A continuación aflojó la cuerda y la tensión del cuerpo colgado desapareció inclinándose, con el azotador fue separándole las piernas, golpeando la parte interna de los muslos a la vez que la entrepierna. Cuando le soltó la mordaza, suspiró profundamente y babeó, tenía una expresión en su cara de viciosa que no había visto hasta entonces.

– Delicioso, ¿verdad? -Le preguntó.

– Sí, mi ama. Estoy bien.

– Tengo algo que te va a encantar -Marta me hizo un gesto y acaté el arrodillarme frente a sus piernas groseramente abiertas.

– Cómemelo, pequeña perra… Chúpame mi puto coño peludo -Soltó Flora.

Acerqué la cara, su vulva rezumaba jugos que brillaban a través del rizado vello y ante mis dudas, Marta me empujó hacia ella cogiéndome con suavidad la cabeza. Me facilito el acceso a su coño flexionando un poco más sus piernas y entonces empecé a lamer. El aroma que emanaba aquel coño era intoxicante, por decir lo menos, pero dejándome llevar por la lujuria y el desenfreno mi lengua se deslizó entre la masa de vello púbico tratando de abrirse paso, de labios grandes de rojo intenso, quizás por los fustazos recibidos, hasta que encontré un clítoris muy erecto, parecido a un pequeño pene, lo mordisqueé y chupé como si fuera lo último que jamás me pondría en la boca.

Ella se balanceaba con unas embestidas furiosas, refregándose contra mi cara haciendo que el ruido de su coño empapado resonara en toda la sala. Empecé a chupárselo hasta que mi cara se mojó con el jugo que segregaba. Ella ronronea como una gata, soltó un alarido cuando Marta tiró de golpe de las pinzas que le sujetaban los pezones. Fue delirante como no cerré la boca para recibir un violento orgasmo con chorros sucesivos que entraron en mi boca y me bañaron la cara. La humedad me delataba, un sentimiento de placer, seguido de un tremendo orgasmo que sin poder remediarlo había irrumpido de golpe. Me dejé caer sentándome en el suelo, estaba como mareada. Me ayudó para levantarme, pasó la mano por mi cara y se la besé, abrí la boca y acepté su lengua, recogiendo parte de los flujos que aún mojaban mis labios. Me dio un beso salvaje, incluso hasta hacerme daño. Hizo que me sentara en aquella especie de camilla, mi estado era de confusa excitación.

– No ha sido difícil, ¿verdad? , eres capaz de eso y mucho más -Mientras sujetándome de los hombros tiraba para que me tumbase en la mullida plataforma, puse objeciones, palabras de que me relajase, que estuviese tranquila. Finalmente me tumbe completamente.

Flora ya libre de las ataduras, se dirigió a mi clavando su mirada en la mía con sonrisa malévola, en sus manos aprecié un rollo de fina cuerda. Sonrió perversa cuando empezó a desenrollar la cuerda, sujetándome las manos por encima de la cabeza. A partir de aquí, los brazos, una vuelta alrededor del cuello, sin apretar, sólo lo suficiente para hacerme más difícil mis movimientos. Me rodeó por el vientre, la cintura y subió hasta los pechos. La cuerda los rodeó fuertemente, marcándolos, hasta el punto de estallar bajo la tela de la camiseta. Al principio me quejé porque dolía, al poco el dolor se convirtió en presión, la presión en calor. Los últimos atados me dejaron en una posición difícil, la cuerda me rodeó los muslos, tirando de ellos hacia la cabeza. Quedé con las rodillas dobladas, las piernas abiertas, indefensa, impúdica. Nos miramos a los ojos, ellas, yo atada, totalmente ofrecida a sus deseos.

– ¿Te gusta mirar? pues mírate bien -Colocaron frente a mí un espejo en la que me veía reflejada.

– ¡Soltadme! -Grité enojada.

Una brusca maniobra el pantaloncito queda partido en dos, dos jirones arremolinados en los tobillos. Flora se relamía. Tenía ante sus ojos un monte de Venus rasurado, quizás abultado por la postura indecorosa. Su mano se lanzó a acariciar, sus dedos me apretujaron la vulva y el ano, pellizcos a las nalgas. La otra mano, en mis pechos presos, los manipuló y estrujó. Los empujaba hacia un lado, luego hacia el otro, los elevaba y los comprimía, me los torturaba sin piedad. Temblé y me retorcí.

– ¿Te gustan mis caricias, cariño?

– Te gusta el trato que te da, ¿no es cierto? -Preguntaba Marta. Mientras hablaban, sus dedos seguían torturándome. El juego de la sumisión, era demostrar quién manda. Con respiración acelerada, jadeé. Mi cuerpo estaba tenso, excitado, el placer empezaba a invadirme y por momentos temí en no poder controlarme.

– ¿Qué más quieres? -De repente, Flora cesó en la manipulación.

– Por favor… -No entendía su petición.

– Te daremos lo que necesitas -Los ojos de Marta me miraron fijamente. Me besó, no de ternura, sino de contacto profundo. Gemí como dando gracias, como diciendo que sí, que por fin, si aquello era el final.

A petición de Marta, Flora se inclinó sobre la plataforma, colocando la mitad de su cuerpo entre mis piernas, me miraba con lujuria, se relamía los labios. Le hizo chupar un pene de látex, con la mano abierta le daba azotes en el culo y le palmeaba el sexo también. Después se colocó un arnés a la cintura y empezó a penetrarla por el coño, gritos y gemidos, no fingía. Pidió que la enculara, abrió mucho las piernas, apoyando sus tetas sobre mis piernas, vi y note como temblaba, sus piernas se estremecían, movía el trasero. Sus pechos bamboleaban, rozándolos en mi vientre y frotándolos entre mis piernas. Y detrás de ella, Marta, follándosela y empujándola cada vez más fuerte, dejó caer la cabeza a un lado y cerró los ojos, gemía, hasta que se corrió como un animal, para terminar tumbada sobre mí.

– Hace tiempo que no disfrutas de una perrita como esta -. Marta de pie miraba complacida, ofreciéndome a su amiga…

– Mi pequeña no te vas arrepentir, me estabas esperando ¿verdad? -La observaba anodada, mirada de deseo me estaba comiendo con la mirada.

Eso me puso aún más nerviosa, la idea de estar allí tumbada desnuda y dispuesta a ser instrumento de su placer, me hacía sentirme en otra dimensión. Vencida, despojada de todo, iba a ser usada a su antojo, llevada al límite, saciada, lujuriosamente. Serian mis gemidos, suspiros y lágrimas, las que expresaron mi entrega y mi sumisión.

Conseguir el placer salpicado de dolor.

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