La noche del 31, el ánima de Susana sobrevolaba las calles de la ciudad. Su aliento frío de vez en cuando hacía estremecer a algún transeúnte. Susana, de su antigua vida echaba de menos muchas cosas; entre ellas, quizás la que ahora más le importaba, era el calor de un hombre. La Covid acabó con su vida terrenal con un sufrimiento atroz, y acabó con la relación sexual tan satisfactoria que mantenía.
Diego se llamaba, qué habrá sido de él. Susana era curiosa, también como ánima lo era, así que decidió ir a buscar a Diego en el único sitio donde, con total seguridad, siendo la hora que era, casi medianoche, lo encontraría: el chalet de dos plantas donde vivía. Diego era un potentado: su vocación de soltero, soltero de oro para las mujeres, propiciaba que tuviese multitud de aventuras amorosas; fue con Susana con la que estuvo más tiempo, hasta que el maldito virus se la llevó. Susana atravesó el barrio obrero, el de la clase media y aterrizó en la zona residencial. Se deslizó hasta el porche del chalet de Diego y, gracias a su estado inmaterial, atravesó la puerta sin llamar. Allí estaba el vestíbulo, la monumental escalera… Subió. Vio dos siluetas de pie en el pasillo enmoquetado. Oyó:
"Me gusta tu disfraz, Priscila…, jugadora del juego del calamar, es la moda", dijo Diego; "No llevo nada debajo", dijo Priscila; "Veremos", dijo Diego mientras abría la cremallera del chándal de Priscila. De su interior brotaron dos tetas redondas, carnosas, con areolas y pezones morenos, que Diego besó y mordisqueó. "Mmm, Diego, cómo me pones", soltó Priscila.
Susana sintió envidia de Priscila. Se intercambiaría con ella al instante; ah, si pudiese…
"Diego, fóllame".
Diego dejó lo que estaba haciendo, chupar el ombligo, lamer las caderas de la mujer con la que estaba y alzó la vista. Esa voz no era la de Priscila, ni tampoco Priscila le pedía inmediatamente que la follase, antes casi le exigía que le comiera bien el coño. Esa voz… Diego se asustó.
"Diego, fóllame".
Qué insistencia.
"¿Priscila, eres tú?; " Nooo, soy Susana"; "Susana está muerta"; "He vueeelto Diego, fóllame".
Diego tiró hacia abajo del tirante del pantalón del chándal. Diego vio el coño que tenía delante, húmedo, preparado para una penetración sin juegos previos. Diego se desabrochó el pantalón, se bajó el calzón; hizo que ella, valiéndose de un leve empujoncito, apoyara la espalda en la acolchada pared del pasillo, puso el antebrazo bajo la corva de una pierna para levantarla mejor, para hacerse espacio, para abrirle a ella el coño lo suficiente, y metió su polla en la raja. "Uff", exhaló Diego al momento; "Ay, Diego, cuánto te he echado de menos, dame, dame caña". Diego culeó, adelante atrás adelante atrás. "Ah, Diego, dame, más, más, mi coñito te lo agradece, más, más". Esa frase, esa frase, "mi coñito te lo agradece", sólo podía tratarse de…, sí, de Susana, eran las palabras que ella solía pronunciar cuando follaban. "Uff, oh, uff, oh uff". Diego se corrió.
"Anda, niño, qué pronto has terminado, vamos, que ni me enterado, me vas a tener que hacerme una paja antes de irme de aquí". Era Priscila la que hablaba. Diego la miró de abajo a arriba. "Priscila", exclamó; "Sí, Priscila, la que has dejado a medias", protestó Priscila; "Susana, ¿dónde está Susana, qué le has hecho a Susana?"; "Qué Susana ni qué leches, Diego, soy Priscila"; "Susana, vuelve, ¡Susana!". A Diego se le nubló la vista; y superpuesta a esa neblina blanca la imagen de Susana desnuda, tal y como la recordaba, le perseguía. Corrió por toda la casa como un demente, gritando desnudo, deformado su semblante, mientras Priscila, con el chándal puesto, le seguía armada con su móvil: "Sí, les doy la dirección…, que qué le pasa, no sé, ustedes lo averiguarán mejor que yo, pero creo que se ha vuelto loco".