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La gata del Call Center
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Tiempo de lectura: 4 minutos

Trabajar en un call center es el trabajo perfecto para quienes no se adaptan a las normas. Es un trabajo bien pagado, sencillo, mecánico, que deja libre la mente para lo que desees.

Y mi mente deseaba ser una chica.

Mi transformación tomó tiempo, pero en este negocio, tiempo tienes de sobra. Y con independencia financiera, pude dar los pasos que deseaba.

Para mis compañeros yo era un chico, aunque no sabían más que eso. Siempre fui solitaria, y como el trabajo en equipo es innecesario aquí, nunca me vi forzada a interactuar con nadie.

Durante más de un año consulté con mi doctora. Ella me recetó las hormonas necesarias, y durante ese tiempo las he tomado religiosamente. Los cambios en mi cuerpo han sido evidentes, pero solo para mí.

En el trabajo, aprovechando la vestimenta informal, usaba grandes camisetas dos tallas más grandes, y jeans anchos. Mi figura, ya mediana (1,70), se veía aún más disminuida y me permitía pasar aún más desapercibida. Mi cabello largo era algo usual entre los hombres, así que a nadie le importaba.

En el espejo, en la privacidad de mi departamento, mi piel se empezó a sentir más suave. Mis caderas se empezaron a llenar más. Mis nalgas, ya de por sí mi atributo más preciado, se volvieron aún más hermosas. Mis tan esperados pechos dieron sus primeros asomos, y logré tener una B pequeña. Las camisetas apenas alcanzaban a disimular, y me encontré a mi misma encorvándome para que no se notaran mucho.

Me entusiasme por los excelentes resultados. Me esforcé con mi dieta y ejercicios y poco a poco logré una hermosa figura. Delgada y curvilínea.

Pero no era suficiente. Era hora de salir a la luz. El paso siguiente era el más trascendental, el más difícil. El mejor.

Acumulé vacaciones, ahorre todo el dinero que pude, y me preparé.

Agendé mi tan esperada cirugía: mis tetas. Siempre ansié tener un hermoso par de tetas, y ahora era el momento de conseguir lo que deseaba.

Los implantes de 650 cc me dieron justo esos jugosos y apetecibles pechos talla 32 DD que deseaba. Unas semanas de descanso, y mis joyas se veían perfectas. El espejo dejo de ser suficiente. Me sentía liberada. Quería ser deseada.

El día de mi regreso al trabajo lo ajusté para coincidir con Halloween. Tradicionalmente era un día de trabajo normal, pero muchos llegaban disfrazados. Cabe recordar que yo trabajo con hermosas mujeres, bien putas además, y ese día suele ser una pasarela de hermosos cuerpos en reveladores trajes, para el gusto de todos los presentes.

La oportunidad perfecta.

Fui a una sex shop, el lugar perfecto para conseguir un disfraz sexy. Elegí a Gatúbela. Un traje de látex negro y completamente ajustado, que se marcaba perfectamente a mi nueva figura. Mi pene, invisibilizado en la ajustada entrepierna. Mis tetas casi reventaban del traje, que las juntaba y marcaba el perfecto escote. Encima de eso usé un brassier push-up de Victoria Secret, para maximizar el impacto.

Botas de tacón de 12 cm, me daban un contoneo exquisito y me respingaban mi culito. Un antifaz y unas orejitas de gata completaron el atuendo.

Llegó el día. Entré en a las 7 pm, a un medio turno que terminaría a media noche. La sala, una colección de disfraces de todo tipo, se detuvo a mi entrada. Por supuesto nadie me reconoció, y la mirada de todos pasó desde mis tetas al verme de frente, hasta a mis nalgas al pasar. Entré justo detrás de dos de las más bellas chicas del lugar, una vestida de Jessica Rabbit, con el vestido rojo escotado y abierto de pierna casi hasta la cintura; y la otra como conejita Playboy, con las nalgas al aire bajo unas mallas de red, y un enterizo rosa. Ambas creyeron que la atención era para ellas, y al voltear atrás, su asombro fue solo ligeramente superior a su envidia. Esta gata se comió a esas conejitas.

Salude con una sonrisa, como si fuera lo más normal, y al sentarme en mi puesto la sorpresa fue pasando a entendimiento. No había alguien más que se sentaba ahí? Aquel chico que a nadie hablaba? Lo despidieron? Lo cambiaron? No, no cambió, se liberó.

Mi teléfono sonó, y con la voz femenina de años de práctica, contesté: Habla Jackie? En otra vida, Jonathan había contestado, pero eso quedó en el pasado.

El susurro estruendoso llamó la atención de los supervisores, y luego del jefe de piso. Nadie más estaba trabajando, y los teléfonos sonaban sin parar. Todos comentaban a quien tuvieran cerca, mas nadie se atrevía a decirme nada. Luego de unos minutos, fue el jefe quien saliendo de su oficina, pidió orden y me mandó a llamar.

-Gonzalez? -Me llamó. Obviamente sus ojos no le permitían llamarme por mi nombre de chico, por lo que optó por mi apellido.

Entramos en su oficina, y cerró la puerta tras de mí. Era un hombre alto y obeso, de unos 50 años, tosco de carácter y de pocas palabras. Esos jefes que miden a la gente con una mirada.

Se sentó en el borde de su escritorio, sin invitarme a sentarme, así que me quedé de pie en medio de la oficina, manos al frente, mientras su mirada se clavaba en mí.

-Gonzalez? Repitió

-“Jacqueline”, le afirmé. Para evitar cualquier duda en su mente.

-Que significa esto?

-“Soy yo, señor”. Contesté

-Que se supone que debo hacer yo con alguien así como usted?

-Lo que usted desee, señor.

Nunca había hablado así. Nunca me había sentido así. Pero en ese momento no me quedaba duda que podía hacerlo. No llegue buscándolo, pero cuando lo pensé, sabía que no me había nada que no pudiera conseguir.

Me le acerque despacio, y puse mi mano en su pierna. Su sorpresa duró unos instantes, pero al sentir mis tetas rozando su cuerpo, tuvo que llevar sus manos a ellas.

Sus manos eran enormes, pero mis tetas no le cabían. Las acarició y sobó hasta que pasó a liberarlas del látex que apenas las atrapaba.

Le puse mis pechos en su cara y pasó a chuparlos y relamerlos como si tuvieran cubiertos del más delicioso dulce. Sus manos me agarraron las nalgas con la fuerza de quien no puede resistir dejarlas ir.

Mis manos no se quedaron ociosas. Saqué su pene ya duro y lo empecé a sobar firme y suavemente, como solo unas manos femeninas pero hambrientas lo pueden hacer.

De pronto, sin avisarle, eche hacia atrás su cabeza, dejándolo acostado en el escritorio, y baje a chuparle ese pene con todo el gusto que tenía.

No le estaba dando placer, me estaba dando gusto yo con esa tranca. La estaba haciendo mía, sacándole todo lo que tenía para darme.

El gemía y se llevaba las manos a la cabeza, fuera de sí, como quien no sabe cómo llegó ahí, pero no quiere parar jamás.

Cuando sentí esas venas dilatarse, y esas contracciones que anuncian la venida, puse esa verga entre mis tetas y ellas recibieron la deliciosa corrida.

Al venirse, él dejó salir un gemido largo y fuerte, y durante un largo tiempo se quedó tendido donde estaba.

Yo me levanté, di la vuelta al escritorio y me senté en la silla de la oficina, justo frente a su rostro, con las piernas cruzadas. Mirándolo a los ojos, lentamente tomé con el dedo hasta la última gota del semen que tenía en mis tetas, y relamiéndome acabé de limpiarme.

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