El despacho del señor Luis era tradicional. Una imponente mesa de gruesa madera negra, una silla de escritorio acolchada del mismo color y una estantería con libros.
Raquel, una empleada que se había incorporado a la compañía hace un mes, permanecía de pie sujetando una carpeta. Pantalones y chaqueta grises de vestir, zapatos de tacón. Frente amplia, ojos verdes, gafas y el pelo recogido en un moño.
La empleada estaba nerviosa, las mariposas revoloteaban en su tripita y apretaba la carpeta con fuerza contra su generoso pecho. En su cabeza se agolpaban todas esas historias que había oído sobre su jefe. Decían que "se calzaba" a su secretaria con frecuencia y que estaba obsesionado con el culo de ambos sexos. Su compañera Lucía, le comentó haber visto como le daba un azote a Paco.
– Raquel, Raquel… veo que no has hecho bien tu trabajo.
La aludida no respondió. Estaba allí para recibir una reprimenda, quizás incluso para ser despedida. Eso último no entraba en sus planes. Necesitaba el trabajo, quería el trabajo, el trabajo estaba incluso por encima de su dignidad. Este último pensamiento la asustaba y excitaba a un tiempo. Se dijo para si misma que si se llegaba a ese punto, sería ella quien pondría condiciones.
– ¿Qué vamos a hacer contigo? – continuó su jefe mirándola directamente a los ojos.
Raquel bajo la mirada un instante y luego levantando la cabeza y tragando saliva tomo la palabra por primera vez.
– Necesito el trabajo. Puede hacer conmigo lo que quiera.
Luis miró a su empleada de arriba a abajo con deseo. "¿Podría tocarle las tetas y sobarle el culo?". Algo le decía que ella estaba deseando todo aquello. Había tenido a otras y otros en aquella posición. Algunos habían rehusado la propuesta y él lo había respetado. Es verdad que entre sus fantasías se había colado la idea de forzar a alguien, hacerlo contra su voluntad. Pero su estilo no era aquel, cada cual podía elegir, el solo preguntaba, hacía proposiciones. Si alguien las catalogaba de indecentes, ese no era su problema. Por ejemplo, su secretaria. Se lo había propuesto y ella había aceptado. Todos los martes lo hacían. Ella venía con falda y sin bragas a la cita y se inclinaba sobre el escritorio. Él se acercaba, levantaba la falda y contemplaba durante unos segundos el trasero de su subordinada. Luego se bajaba los pantalones, se sacaba el pene erecto y la tomaba por detrás. Ambos jadeaban mientras los huevos chocaban contra las nalgas desnudas.
El tema con los hombres era distinto. No deseaba mantener relaciones sexuales con ellos, sin embargo, no renunciaba a verles el culo, a humillarles. Hace dos semanas Jorge había aceptado y se había bajado los pantalones en ese mismo despacho dejando a la vista un trasero con algo de vello. Luis se había quitado el cinturón y había azotado las posaderas de su empleado. Era delicioso ver como se contraían justo antes de recibir cada golpe. Jorge tenía el rostro tan colorado como el culo al acabar y su pene se levantaba excitado. Luis también había tenido una erección. La próxima vez, amenazó a su empleado, habría testigos. Sí, podría invitar a su secretaria. Por un lado, cuando era una mujer la amonestada, le daba reparo que otra mirase, era como ponerle los cuernos con luz y taquígrafos. Sin embargo, en el caso de los varones podría ser excitante, seguro que a su secretaria "la ponía" ver como calentaba el culete de un chico.
"Culete" le gustaba esa palabra, le daba un tono juguetón. La había oído recientemente cuando había tenido que hacer unas pruebas médicas. "Bájate los pantalones justo hasta debajo del culete". "Vamos a ponerte una inyección en el culete". Oír esas palabras, en boca de una enfermera o doctora joven, de alguna manera, resultaba refrescante. Como si por unos instantes el "culo" dejase de ser algo tabú.
– Quiero verte el culete. – dijo rompiendo el silencio.
– Perdón.
Luis se levantó de la butaca y se acercó a la mujer, que esperaba tensa.
– ¿Vas a darme un beso en la boca o prefieres que te despida?
Raquel, sin pensarlo mucho, besó los labios de su jefe abriendo la boca y permitiendo que las lenguas se encontrasen en una danza obscena de saliva. El sexo era algo húmedo, incluso a veces salvaje y guarro. Raquel se reafirmó en su idea de llevar la iniciativa. Si iba a ser humillada sería haciendo lo que ella quería, si la iban a follar, quería ser la que se ponía encima.
– No besas mal. ¿Me enseñas el "pajarito"?
Luis encontró la situación interesante, la chica tenía arrojo y control. ¿Sería valiente? Pronto lo sabría. Pero de momento la idea de enseñarle el pene no le disgustaba. Así que se desabrochó los pantalones y el botón, bajó la cremallera y se quedó en calzoncillos. Como había esperado, fue ella la que tiró de la ropa interior dejando al aire el medio erecto miembro. Luego, sin que nadie se lo mandase, se quitó sus pantalones de vestir, se bajó las bragas y se sentó en la mesa con las piernas abiertas, dejando a la vista una frondosa mata de vello púbico.
Luis aprovechó la ocasión para penetrarla sin muchos miramientos. Raquel gimió.
Después de un par de minutos, excitado, el hombre decidió recuperar el control. Raquel tuvo que ponerse de pie, apoyar la palma de las manos contra la pared y ver como su jefe la follaba por detrás.
– Me gusta tu culo. – dijo dándole un sonoro azote.
Terminada la parte más sexual. Luis decidió que su empleada necesitaba ser castigada en consonancia con su falta y extrajo una vara del cajón.
– Te voy a pegar en las nalgas y quiero que cuentes cada golpe y me des las gracias.
Raquel tragó saliva, no se esperaba aquello. Quería más sexo, al menos había estado disfrutando. Pero aquello.
Tomo la palabra en un intento de recuperar la ilusión de control.
– ¿Cuántos me vas a dar?
– 30 – respondió Luis con sequedad.
– Inclínate sobre la mesa y saca el culo. No quiero movimientos raros. Nada de intentar escabullirte. La más mínima falta de indisciplina y quedas despedida. ¿Está claro?
Raquel, temblando, asintió.
La contundencia del primer azote no la pilló por sorpresa. Sabía que su jefe iba en serio. Hasta el número diez, la cosa fue más o menos bien. La vara silbaba e impactaba sobre su trasero que, previamente, había contraído en un vano intento de amortiguar el dolor. Luego, el panorama cambió, era difícil presentar las posaderas para un nuevo latigazo. La cabeza ordenaba, pero el cuerpo, sabiendo lo que le esperaba, tardaba en reaccionar. Con el número 20 llegaron las lágrimas y al llegar al 25 el pis, para su vergüenza, se le escapó.
Luis se detuvo contemplando las desnudas nalgas, escuchando el ahogado sollozo de la empleada.
– Por favor, imploró, no me pegues más.
– ¿Te despido entonces?
– No, eso no. Estoy preparada para el siguiente – respondió la mujer.
Luis descargó dos nuevos golpes muy seguidos y se detuvo unos segundos para acariciar las nalgas y meter un par de dedos en la vagina de Raquel, que, en aquel momento, confusa, no sabía si gemir o llorar. El respiro duró poco y el antepenúltimo impacto la dejó sin aliento. Luego cayeron dos más.
La chica lloraba mientras se frotaba las nalgas en busca de alivio. No la importaba estar desnuda, humillada, en ese momento todo lo que quería era aplacar el escozor.
Luis, que también era humano, sacó un bote de cremita del cajón y con delicadeza la extendió por el colorado culete de su subordinada que ya había dejado de llorar.
La crema trajo alivio, frescor y una pizca de excitación. Al fin y al cabo el trasero es una zona erógena.