Soy Any, tengo 47 años, casada hace 25 años y puedo decir que disfruto el sexo de una manera increíble, he ido poco a poco descubriendo cosas que me dan mucho placer, perdí el miedo, eliminé los prejuicios de mi vida y he explotado todo aquello que puede hacerme gozar.
Debo contar que no siempre ha sido así, pasé de ser una chica reprimida, pacata y temerosa a descubrir lo extremadamente exquisito del sexo, hasta en algún momento, considerarme adicta, una ninfómana de tomo y lomo, al punto de que hubo momentos de desesperación por estar con alguien, pero con el tiempo lo he ido controlando y ha sido realmente sorprendente el manejar lo salvaje e instintivo a mi antojo para mi satisfacción.
Al decidirme empezar a contar mis historias sexuales creo que es parte de abrir otra faceta de desinhibición y no puedo dejar de pensar que a otros les pueda calentar lo que he hecho y contaré. Es parte de un morbo bastante depravado que lean mis relatos e imaginar en mis lectores alguien con una vulva jugosa y dilatada, unos pezones erectados o un pene grande, duro y caliente a punto de explotar… de solo escribirlo se me hace agua la boca… y otras partes…
Ya lo estoy disfrutando y empezaré con mi gran secreto…
“Crecí en una familia extremadamente conservadora y católica, en donde todo lo relacionado con el sexo era pecado, que el acto mismo era para procrear, que si alguna mujer tenía pensamientos, actos o relaciones antes de casarse era una sucia, vulgar, prostituta que se iría al infierno. Al mismo tiempo estudié en un colegio religioso que abordaba la sexualidad desde lo sagrado y con el sentido de tener bebés. Mis amigas de esa época, creo, eran iguales (aunque ahora puedo afirmar que eran unas reprimidas igual que yo y que ocultaban sus deseos más perversos para no “pecar”).
Bajo todo ese precepto la relación en general con los hombres era de amistad, aunque tuve 2 pololos, pero fue lo más extremadamente sano: darnos unos besos, casi piquitos, tomarnos de las manos y salir a pasear y eso sería todo. Aunque tenía una linda figura, contorneada, lindos pechos, acinturada, bonitas piernas y un derrier bastante apetecible, jamás usé ropa que denotara mis atributos, a tal extremo que ni yo me apreciaba… ¿por qué? Bueno… porque era pecado pues!!! Por otro lado compensé esa nula capacidad de coquetear o seducir con ser destacada en deportes, en temas académicos era excelente, pero por sobre todo sobresalían mis dotes de liderazgo, lo que era muy valorado entre mis pares y adultos que me rodeaban y eso me hacía sentir bien, aunque vacía, veía a parejas demasiado cariñosas, de vez en cuando me enteraba de alguien que se había “acostado” con tal o con cual o chico muy popular y me daba algo de pena/rabia, peeero no estaba pecando como ellos, al contrario, ya tenía mi cupo en el cielo, jajaja.
Pese a todo lo que quería que los demás vieran en mí, hacía “cosas” a escondidas. Cuando descubrí la masturbación, lo hacía con tanta frecuencia como podía, dormía sola, así es que antes de dormir era mi hora preferida. Mis caricias consistían en frotarme o apretarme cierta parte que me producía una cosquilla en todo el cuerpo y que luego me dejaba muy relajada, sin embargo como lo hacía a hurtadillas, sabía que no era bueno y que estaba pecando, lo que desencadenaba un gran sentimiento de culpa, puedo decir que hasta sufrimiento…
Como los chilenos tenemos la característica de ser doble estándar, mi familia no era la excepción. Mi mamá era madre soltera (años más tarde me enteré que yo fui fruto de una infidelidad de mi progenitor y que mi mamá tuvo vaaarias parejas sexuales); además en mi casa vivía con un tío, que fue una figura paterna muy buena, era bastante popular entre las damas del sector y supe que le gustaban las prostitutas, dejó varios hijos botados y luego de años se casó con la concubina oficial que tuvo. Bueno, ese tío, le gustaban las mujeres y harto, siempre tenía revistas de adultos, ¿y por qué lo sé?… porque me metía en sus cosas a trajinar y las veía, es más las buscaba con ansias. Ver a esas mujeres voluptuosas provocaba sensaciones en mí que no podía explicar. Me imaginaba yo con esos pechos enormes, con esa vulva provocadora y haciendo todas las poses que ellas hacían, tocándose, lamiéndose, mirando con esa cara de caliente, esos días que miraba esas revistas mi masturbación era más intensa y jugosa, ufff… yo quería hacer tooodo eso… peeero no podía o no debía, porque era pecado pues!
Llegué a la universidad de la misma manera, pacata. Hice buenos amigos y formé grupo con algunas, las que eran mucho más desinhibidas que yo, hablaban abiertamente de sus experiencias sexuales sin tapujos y de vez en cuando me decían “Any, cómo, ni una paja te echas? No sabes de que te pierdes!”. Obviamente yo jamás de los jamases habría admitido que mi pasatiempo preferido era darle acción a mi clítoris.
Al irme a la U, significó que me trasladara de ciudad, lo que a mi parecer me daba un poco más de libertad, una bastante restringida que me autoimponía. Una de esas libertades fue el empezar a masturbarme frente a un espejo, descubrí con un asombro único que yo tenía labios vaginales debajo de mi tenue vello. Debo admitir que de verdad no sabía que existían en mí, es decir, no me los había visto antes y fue motivo para aumentar mi grado de placer el explorarlos y sentir como se humedecían y abrían al contacto con mis dedos.
Por lo general me tocaba en la mañana y durante la noche varias veces, era casi un vicio el hacerlo, ansiaba desocuparme de mis quehaceres para sumergirme en la lujuria de mis manos. Cuando me tocaba dormir en otra casa o con alguien por trabajos, era motivo instantáneo de mal humor, sentía que el experimentar orgasmos día a día era casi vital.
En las mañanas, unos minutos antes de levantarme, empezaba a juguetear un rato con mi clítoris, hasta que me empezaba a calentar, poco a poco empezaba a sentir ese cosquilleo que bajaba desde mi vientre hasta mis piernas y luego buscaba la presión o roce exacto para llegar al clímax, sentía un relajo exquisito y el ánimo de empezar mi día.
Por la noche luego de una ducha, rodeaba mi cuerpo húmedo con una toalla e iba a mi habitación, cerraba con seguro la puerta y empezaba mi ritual. Me ponía frente al espejo y poco a poco dejaba caer la toalla o jugaba con ella, solía hacer poses eróticas, calientes, jugaba con mi boca y lengua, acariciaba mis pechos y frotaba mis pezones, imaginaba a una audiencia varonil frente a mi y bailaba de manera provocativa, me excitaba la idea de que me vieran y me desearan.
Parte del juego era sentarme frente al espejo, abrir mis piernas, mojarme los dedos y empezar a recorrer ese canal de placer, exploraba cual movimiento era más rico que otro y descubrí con gusto que mientras jugaba con mis pezones y hacia círculos suaves en mi vulva se aceleraba en extremo mi corazón, mi respiración se convertía en gemidos, abría los ojos y veía luces y formas distorsionadas, creo que lograba un orgasmo tan intenso que quedaba empapada y exhausta, de mi concha salía una vertiente de líquido de textura y aroma nauseabundo que hacía que este espectáculo fuera incomparable… luego de eso, como podía me acostaba, en ocasiones, desnuda para seguir ultrajando mi entrepierna varias veces más durante la noche.
Al día siguiente, al llegar a mis clases y actividades era la tradicional Any, buena para reírse, opinar, alzar la voz y golpear la mesa cuando correspondía, la buena alumna que se sentaba en primera fila, la que se sumergía en la biblioteca, la que ayudaba a los compañeros cuando les costaba, la que se metía en cuanta reunión u organización estudiantil, la correcta, la “asexuada” jajaja, inclusive la tachada ocultamente de frígida.
Pero nadie sabía que me mantenía extremadamente ocupada para calmar esa bestia caliente que tenía en mi interior, la lujuriosa y depravada Any y que esperaba ser liberada cuan lobo espera la noche…