Me llamo Rafael, y he contado mi historia de forma muy breve en otro lugar. Aquí me extiendo más, porque me parece que reduje mucho mis vivencias durante el periodo que estaba contando. Así daré más información y compartiré con ustedes lo que ha ocurrido o vaya ocurriendo (si es que algo sucede).
Como digo, me llamo Rafael y soy o era ingeniero; tenía un pequeño negocio, de motores; uno de mis intereses siempre ha sido la invención, con lo que siempre estaba ocupándome de mejorar diseños ya existentes o fabricar prototipos y experimentar. Uno de mis diseños tiene unas características que permiten un desempeño superior en ciertos motores especializados, y eso atrajo el interés de una empresa multinacional, que me compró la patente, seguramente con el fin de evitar la competencia. En estos momentos tengo unos ingresos garantizados para toda la vida que me permiten seguir con una vida no de rico pero sí de persona libre; eso es lo que te da el dinero.
Tengo tiempo para mí, mis gustos y gastos no son excesivos, y creo que en casa vivimos bien, sin estrecheces.
En casa estamos solamente mi hijo Hernán y yo; él tiene 20 años, estudia en la universidad, y parece contento. Mi mujer falleció hace unos años, y este golpe tan duro lo sentimos enormemente él y yo y lo superamos juntos. Ahora cada uno tiene su vida, más o menos separada del otro, con sus ocupaciones, pues yo sigo dedicándome a investigar en mis cosas y él continúa con sus estudios, amigos…
Tengo 58 años, y, como dije, mi hijo tiene 20; soy algo mayor para padre de alguien tan joven; la diferencia con mi mujer era de trece años; yo me casé talludito, pero fui muy dichoso. Y dichoso he sido hasta ahora, en que esta obsesión me acomete de continuo.
Toda mi vida he sido heterosexual, no he sentido la tentación de otros hombres, ni interés especial; como todos, aunque algunos nieguen que les pasa, puedo ver que hay hombres guapos, atrayentes, pero de manera digamos desinteresada, sin que me atrajeran. Tampoco siento asco ni repulsión por los homosexuales, que tanto derecho tienen a querer a quien les dé la gana que consienta como los demás. Eso no ha sido un problema en mi vida. De modo que yo estaba sereno, y después de la muerte de mi mujer, tras un periodo de luto que me mantenía alejado del sexo, volví en algunas ocasiones a tener sexo con alguna prostituta, o alguna masajista, cosa que era lo que más me gustaba, pues me encanta el contacto de las manos, de los cuerpos, las respiraciones cercanas… Tengo algunas chicas de confianza, y a ellas voy de vez en cuando y me quedo satisfecho un tiempo. A mi edad tampoco quiero grandes actividades fiesteras ni excesos.
No me cuido especialmente, pero estoy bien de salud, si bien con un poco de panza, pero nada excesivo. Tengo bigote, que he llevado toda la vida, y una perilla que de vez en cuando hago desaparecer, y luego dejo crecer otra vez.
Ya he contado suficiente sobre mis antecedentes, creo, y lo que ustedes quieren saber es lo que va pasando con mi actividad sexual u obsesión, seguro, porque para eso se viene a este sitio.
Pues bien, empiezo:
Mi hijo y yo nos vemos diariamente, claro, comemos juntos, nos repartimos las tareas de la casa si hace falta, ya que viene una señora un par de veces a la semana, deja preparadas algunas cosas para comer, y otras las hago yo. Intento aprovechar el tiempo disponible, y tengo ocasión de repartir mi ocio y mi trabajo sin conflictos. Hasta aquí todo va o iba discurriendo con serenidad, sin grandes altibajos en mi bienestar. Me sentía bendecido por los dioses del hogar y la vida social.
Hasta que llegó el momento. Mi hijo se parece a mí a su edad, el tipo de cuerpo es parecido, hay gestos heredados… Lo normal, se dirán ustedes. Sí, así es. Lo que no es normal es que yo, al verlo, al ir hablando con él o simplemente verlo moverse por casa, o salir con los amigos, o ir a acostarse, me fijaba más detalladamente en él, pues era como yo mismo vuelto a mi juventud visto desde la distancia de mi edad. Un detalle fue el que marcó la diferencia en mi mirada sobre él. Cuando iba o venía acabé fijándome en su paquete, que destacaba en los pantalones. Yo más bien siempre he sido modesto en esos asuntos, pero por cuestión de modas o lo que fuera a mi hijo se le notaba bien claro el paquete de sus testículos y pene, o huevos y verga, si lo prefieren.
Este interés, que podría haber sido pasajero y carente de significado, sin embargo fue creciendo con los días, pues no podía dejar de mirar su entrepierna, e imaginarme como sería sin ropa. Desde pequeño no le había vuelto a ver sus cosillas, pues una vez alcanzó cierta edad él ya se duchaba solo y yo no me inmiscuía. La ropa se la compraba él, yo le daba el dinero para la general, y si se trataba de algo especial, pues lo sacaba de su asignación; si bien había comprado junto con él alguna ropa exterior e interior, no me había llamado la atención.
Sin embargo, ahora… ahora sí que no podía pensar en otra cosa que en su verga. La mía se ponía húmeda con esos pensamientos, sin intención mía, no se ponía erecta del todo, pero sí de manera que se notaba, lo cual me obligaba a cambiar de posturas, generalmente buscando la incomodidad, para que se me desinflara la hinchazón, intentando que no se me notara nada; mas los ojos no tenían otro sitio donde mirar, donde acabar cualquier comentario sin relación con el sexo o el cuerpo o la ropa o lo que fuera; que si hacía calor, que si el equipo local iba mejor o peor (generalmente peor), que si las papas las dejábamos freír más tiempo: todo eso acababa en su triángulo, y entre mis piernas se instalaba un pequeño gusto eléctrico sostenido, que me revolvía allá abajo los huevos y la verga, alegre ahora como hacía tiempo que no estaba. Quizá más que gusto era un gusanillo que me corría ombligo abajo hasta la verga tan contenta de recibir aquel regalo tardío.
Ahora esta obsesión me iba dominando todo el día de todos los días, con un apetito incapaz de saciarse, porque la prohibición superaba el deseo. ¿Cómo resolver esto? He explicado muy resumidamente lo que intenté hacer y lo que logré con mi hijo. Pero hubo otras situaciones que acompañaron a mis intentos de verle la polla, verga, picha, etc. a mi hijo.
Como yo me decía que aquello no podía ser, intenté solucionarlo mediante métodos tradicionales: me masturbaba, intentando que no fuera pensando exactamente en él, pero qué va, siempre acababa pensando en esa carne suya en mi boca, chorreando el semen para que me rebosara y yo me lo bebiera y disfrutara de aquellos herederos míos que mi hijo me entregaba para que me relamiera, pues su semen era descendiente del mío, según alocadamente yo atisbaba mientras me corría y movía la cadera atrás y adelante, ayudando al gusto que me daba estar en aquella situación imposible. Una vez terminaba de correrme y gozar como hacía tiempo, tanto que casi me desvanecía, y cuando me ponía a descansar de aquella corridota, pensaba que aquella era la última vez, que tenía que poner fin a esta locura que me poseía, la obsesión interminable. Si todo había ido bien hasta el momento, y mi vida se encaminaba a una serena vejez con seguridad material, algo que muchos desearían, qué descenso a los infiernos podía ser esto que me pasaba, si yo dejaba que me arrastrara a un pozo en el que no se veía fondo.
No les parecerá sorprendente saber que estos buenos propósitos desaparecían al poco, y todo volvía a empezar. En este laberinto estaba yo, con miradas que me traicionaban, masturbaciones cuando Hernán se marchaba, limpieza de mi verga cansada y vuelta a empezar. ¿Qué hacer, qué hacer?
Lo primero que hice fue volver a mi masajista preferida, para que ella me cansara, me dejara satisfecho y lograra que, agotado, se me olvidara la entrepierna deseada. Al principio sí, Elisa me satisfacía, como siempre, y yo volvía, duchado después del aceitado y manoseado, tranquilo, sereno, dispuesto a volver a mis quehaceres… Hasta que volvía aquel empeño de mi picha en mostrar que no estaba muerta, que estaba de parranda.
Con todo aquello decidí que lo mejor sería enfrentarse al problema de un modo racional, metódico; mis ganas de aprender no habían tenido límites hasta el momento, con lo que me puse a ver qué pasos podía dar para ir logrando mi propósito. ¿Cuál era? Chuparle la vergota a mi hijo, y después ya se vería.
Caminando por la calle, que fue donde se me ocurrió esta idea, y más sereno por haber tomado esta decisión, vi que mi apetito se dirigía también a otros jóvenes o mayores que se cruzaban conmigo. Cerca de casa hay un paseo muy concurrido, en el que no faltaban ejemplos de varones a los que observar; con discreción, eso sí, no fuera que me ganara un golpe o unas palabras de más (merecidas, seguramente, en nuestra sociedad, porque con una chica no me hubiera pasado nada). Merecidas por la costumbre, no por la moral ni la ética ni la divinidad, que no tenían nada que ver aquí, y a las que yo había tirado por la borda desde aquel momento.
Hombres había de todas clases, de todos colores y tonos, de todos tamaños y bellezas. Sí, ahora yo consideraba a los hombres por su belleza, lo que antes había sido algo secundario, en el trasfondo, pero sin alterar mi gustos heteros, o eso me parecía, porque por ahora yo seguía siendo virgen de hombre, ya que ni desde muchacho había tenido esos intereses en que se comparten pajas y para sentir más se la meneas al otro, que así goza más.
Sentado en un banco veía pasar aquella gente, y en mi fiebre interesada les ponía un pero a este o aquel, aprobaba que los pantalones marcaran culo, o desafiaran con paquete y forma anatómicamente correcta, y tanto; quienes eran gordos podían tener un pasar porque una vez acostados aquellos muslotes y esos brazos amplios podrían darme acogida, y, siempre pensando que la gente no sudara, se hubiera bañado, restregado bien, perfumado… teniendo en cuenta todo eso, a la mayoría podía dársele un pase. Pero ¿un pase de qué? Pues al jovencito me lo llevaba y lo relamía de arriba abajo, y su pronta erección me satisfacía la boca con su carne dura, enhiesta, combativa; al hombre mayor, con la misma operación, se me acomodaba una carne más tierna y cultivada, que sabía agradecer los lengüetazos y los dedos que apretaban pezones, o acariciaban huevos, fueran peludos o no; a los que quedaban en mitad, la cuestión era conocerlos y poder disfrutar de la manera que mandasen, aunque fuera simplemente por compañerismo y morbo de rozar a otro hombre íntimamente, estando los dos solamente dispuestos a colaborar en el goce final, en la corrida que ponía premio al esfuerzo de caricias, besos, chupeteos.
En aquel banco yo viajaba como cualquier descubridor antiguo, pues todo era tierra incógnita, y no podía fiarme de ningún mapa. Eso reflexionaba cuando se me ocurrió: pero si el conocimiento del mundo, bueno o malo, está en Internet, cómo es que no consulto primero. Así era, yo, que quería ir a la acción, no tenía un plan definido sobre cómo actuar, cómo conseguir hombres que me apartaran de la perdición de perderme a mi y perder a mi hijo en la pasión repentina y pegajosa.
Mañana sigo.