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La búsqueda (capítulo III)
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Tiempo de lectura: 27 minutos

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Capítulo 1: En el pasado, Isa tiene sexo causal; Moní utiliza a un amigo para conseguir una venganza. En el presente, Moní e Isa van camino a un bar.

La búsqueda

Capítulo 2: En el presente, Moní accede a ayudarle a Isa a ligar con su exprofesor. En el pasado, las chicas coordinan esfuerzos para tener sexo con el mismo tipo durante una fiesta.

La búsqueda (capítulo II)

Capítulo 3

“Media luz” había dicho Mario cuando las invitó a ese café. “Medía luz” había sido poco decir. Moní miraba a su alrededor y no veía más de las caras de Mario y de Isa que ciertos cambios brumosos en sus expresiones cuando hablaban. Una atmósfera roja y densa inundaba el lugar, y sólo cada tanto, la luz de una lámpara giratoria, con diseños arabescos, se colaba desde el exterior y hacía que los tres pudieran verse con una claridad ligeramente mayor. De pronto caía la oscuridad, y solamente podían verse el brillo de los ojos.

Sentados —o más bien, desparramados— sobre almohadones y descalzos como exigía el reglamento del lugar, los tres hablaban tranquilamente. Estaban casi solos en un salón al fondo del café, donde sólo había otros dos hombres (¿amigos? ¿pareja?), que parecían comunicarse sin hablar.

A Isa, Moní y Mario los separaba una mesa diminuta, que tenía rueditas, y que cada uno se acercaba, según quisiera dar un trago a su bebida. Moní sentía que Isa sonaba ebria, pero no había bebido más que un chai, servido en una tasa enana y ancha. Moní la escuchaba acariciar los labios de esa taza con el dedo, mientras Mario hablaba; y pensaba que Isa estaba imaginando que esa taza era su vulva.

—Después de eso fue todo cuesta abajo —les contaba Mario—. Perdimos gran parte de la cooperativa, mis compañeros y yo. Pero debimos saberlo. Es una desastrosa idea poner una cafetería en esta ciudad, tan llena de cosas, y esta clase de ideas siempre empeora cuando uno de tus “socios”, por llamarlo así, no está tan comprometido como el resto. Ahora que tu seas chef, Isa, me gustaría que me contaras si es así de riesgoso también en la cocina. La verdad espero que no.

—¡Pero, profesor, ese socio, su amigo, lo hizo por una buena razón! No me diga que usted no se habría fugado de la nada si hubiera tenido una oportunidad así, con una muchacha tan misteriosa, tan aparecida de la nada. Y piense que no se fugó con el dinero de todos, ¡eso ya habla bien de él! El deseo a veces puede más que los planes, ¿no le parece?

Moní no estaba entendiendo nada de la conversación, en la que Mario estaba contando qué había sido de su vida después de dejar de ser maestro. Mario tenía una extraña forma de construir sus ideas: le gustaba describir sus fracasos. Fracasó como escritor, como profesor y, finalmente, con el plan de poner una cafetería. Tenía algo de neurótico, pensaba Moní, que las hubiera invitado a una cafetería para contarles eso.

—Perdón, me perdí en algún punto. ¿Me puede recordar cómo fracasó como profesor? Creo que era la parte de la historia que nos interesaba —preguntó Moní, tratando de que su sarcasmo sonara como auténtica curiosidad.

Isa sonrió, despampanante e inocente, con sus mejillas regordetas y lisas, como si Moní le hubiera dicho un chiste que le había divertido. Aprovechó la oscuridad para patear a su amiga que, como estaba casi recostada en el piso, recibió la patada en un muslo. Isa seguramente habría querido decirle con esa patada “cállate, me arruinas el ligue”, pero el efecto fue el contrario en Moní. Se sentía tan atraída por su amiga, que sentir su pie en el muslo era todo lo que hubiera querido, y este pequeño éxito la inspiraba a criticar más duramente a Mario. Mientras la conversación seguía, Moní varias veces cerró los ojos por unos segundos, para imaginarse que Isa se despegaba del exprofesor y venía a besarla a ella, haciéndola recostarse en la penumbra y entre los almohadones rojos.

—Sinceramente, a los directivos no les gustan mis ideas políticas. Yo creo que es necesario impartir cualquier materia desde un punto de vista social: la escuela sirve, en mi opinión, como preámbulo…

—¿“Para una nueva forma de pensar la revolución”? Sí, ya lo sabemos —recordó Moní. En el fondo, la idea le gustaba. O más bien, en el pasado le había gustado.

—¡Exacto! Y, bueno, un despido de ciertas escuelas privadas cierra mucho tus posibilidades futuras.

—Yo creo que debería seguir intentando —dijo Isa. —No hay muchos profesores con su pasión, ¿sabe?

Isa asió entonces uno de los brazos de Mario, para comunicarle esta convicción. Moní rio atronadoramente. Si Isa estaba actuando, le parecía que su actuación era muy ingeniosa: apelar a la confianza herida de un fracasado es, regularmente, un camino directo a la cama.

—¿“Su pasión”? ¿Apelas tan pronto a su pasión, amiga Isa? —dijo, burlona.

—La pasión no es suficiente —dijo Mario, sin darse por enterado ni del chiste, ni de la mano de Isa, que ahora asía su brazo. —Por eso me disculpo con ustedes; debí poner mi responsabilidad con mis estudiantes antes que mis propias ideas. No debía dejarlas.

—¡Eso es estar entre la espada y la pared! ¿Quién puede decidir en esa situación? —dijo Isa lentamente, acercándole la cara a Mario, que veía fijamente su taza, temblando en la mesita móvil.

¿Por qué Mario no alejaba a Isa, pero tampoco reaccionaba a su cercanía física? Mario ya no era un jovencito universitario: entraba en esa época en la que uno ya no se sorprende de que le digan “señor”. En lo que él llamaba “experiencia”, pensaba que había mujeres (de todas las edades y estratos sociales) que coquetean por deporte. No es que sean insensibles, pensaba, o que quieran confundir a los hombres. Todo lo contrario: son muy concretas y claras. Su convivencia posee algunas dinámicas del ligue (la cercanía física, los cumplidos, la voz melosa, las insinuaciones), pero sin que esto refleje interés en lo más mínimo. Logran erradicar el interés hablando habitualmente de sus parejas, o coqueteando con varios a la vez, o coqueteando con unos hombres a la vista de otros con los que también han coqueteado. Lo hacen porque les complace sentirse vistas y deseadas. El hombre cortés, pensaba Mario, puede permitirse ruborizarse y sonreír tontamente. Pero nada más: no es amable tomarse este coqueteo en serio, ni presionar con insinuaciones a las mujeres que se insinúan solamente para sentirse fuertes y alegres.

Este no era el caso de Isa, por supuesto. Pero tengamos en cuenta que ustedes y yo sabemos que Isa tenía sexo casual desde hacía un par de años: que esa era la manera en la que se relacionaba con su cuerpo. También sabemos que, en algunas de sus “búsquedas”, usaba a Moní como trampa para los hombres. Pobres tontos: prendados de la belleza de su amiga, caían más bien en las redes de Isa, en cuanto Moní les hacía esos desplantes que ella tanto disfrutaba. Sin embargo, Mario no sabía nada de esto, y la presencia de Moní, tan sarcástica como estaba, más bien inhibía cualquier propósito que pudiera tener de cortejar a Isa.

Moní e Isa nunca habían intentado cazar a un tipo que conocieran las dos y, quizá por esta novedad, la técnica no parecía estar funcionando como otras veces. Y no era que Mario fuera especialmente insensible a la belleza de ambas; en realidad, estaba estupefacto. Moní era tan hermosa como había sido, solamente que un cierto cansancio —que Mario sabía identificar, con su corazón de asalariado— la hacía, si cabe, más sublime aún. Mario había crecido en el mundo de fin de siglo, un mundo aún muy romántico, y encontraba hermosa la languidez y la tristeza. Nunca lo podría haber dicho en voz alta, habría sonado pedante y cosificador. Es más, probablemente ni siquiera podría habérselo confesado a sí mismo, pero en realidad Moní lo excitaba precisamente por esos rasgos: ojos lánguidos sobre un pecho turgente; unos diálogos acariciadoramente crueles, en una voz que a él le comunicaba tristeza. Su cabello, ese que Moní detestaba tanto, extrañando sus cuidados rulos de preparatoria, de un vivo color cobre, en realidad le fascinaba a Mario.

¿E Isa? Isa tenía un mundo de rasgos encantadores. El pelo rubio, abovedado, cayendo apenas sobre su clavícula. Las piernas enfundadas en mezclilla, que ahora se apoyaban claramente contra los muslos de Mario, y ese pecho regordete como sus mejillas, hermosamente puesto en una blusa escotada y garigoleada. Mario no sentía confianza suficiente como para ver a Moní, de manera que se la imaginaba frente a él mientras veía su taza. Pero sí había tenido confianza y oportunidad para ver a Isa. Vio de reojo cómo en medio de ese escote se dibujaba la línea de los senos hasta un poco más abajo de la mitad. La belleza de Moní era etérea, terrible como la de una diosa antigua; la de Isa, terrestre y concreta. El mismo Mario había sugerido ese café por si las chicas querían “tontear”, como él llamaba a ese coqueteo falso: la oscuridad animaba a las insinuaciones. Pero, aunque hasta ese momento se había mantenido completamente en dominio de sí mismo, si Isa se le acercaba más terminaría teniendo una erección visible y problemática.

—¿Entonces no es cierto el rumor? —preguntó Moní de pronto, sacando a Mario de sus propias preocupaciones.

—¿Rumor? —preguntó Mario.

—Sí. Se decía en la prepa que usted se había acostado con… en algunas versiones era una maestra. En otras era una alumna. En otras, un alumno. Durante una semana (o cosa así) fue todo un misterio saber con quién había sido.

—Con nadie —dijo Mario, sereno pero categórico. —Es un rumor del que nunca había sabido, pero jamás habría hecho algo así.

—Y, sin embargo, está aquí con nosotras. ¿No? —insistió Moní.

—Sí, Moní. Estoy tomando algo (¿les gustó, por cierto?) con dos exalumnas adultas a las que extrañaba.

—¡Está delicioso! —dijo Isa, con una vocecita aguda.

Se arrepintió de inmediato. Mario y Moní se veían intensamente. Mario se sentía acusado. Sus ojos desmentían su tono de voz sereno. Moní, desde hace un rato, estaba irreconocible. Cuando Isa dijo “está delicioso”, se refería a las bebidas, contestando a lo que había preguntado Mario. Pero, de pronto, se dio cuenta de que Moní y Mario habían empezado a discutir sobre sexo, y en ese contexto la palabra “delicioso”, aunque fuera aplicada a una bebida, sonaba muy desafortunada.

—No está mal —dijo Moní, tomándose lo último que le quedaba a su café con ron antes de levantarse rumbo al baño. —Me piden otro.

—Te acompaño —dijo Isa, levantándose.

Mucho antes de llegar al baño, en un pasillo más exterior del local, un poco más iluminado, pero aún de atmósfera roja y lleno de arabescos, Isa detuvo a Moní.

—¿Qué te pasa hoy? —le dijo.

—¡A ti qué te pasa! Por favor, defíneme esto: ¿quieres sacarle algo? ¿Te lo vas a coger? ¿O quieres que sea tu güey?

—¡Primero Dios! Cualquiera de las últimas dos —le contestó la chica, con un tono falsamente reverencial. —Pero estamos yendo muy lento. Y no me estás ayudando.

—Isa, este tipo lleva viéndome toda la noche por encima de la taza. Me ve sin verme, ¿entiendes? Siento que está pensando en mí.

—¡Obviamente, tonta! Ese es el plan, ¿recuerdas? Con esa preciosa carita tuya, ¿cómo no te va a ver? Pero no me lo tomo a mal ¿eh?; también yo lo he sorprendido viéndome, así que a lo mejor tenemos que lanzar una moneda para ver quien se lo come primero.

—¿“Ese es el plan”? ¡Pero es que no me explicaste ningún plan, zorra!

Moní estaba desesperada, y el insulto sonó mucho más desagradable de lo que tenía pensado. No quería decirlo en serio. Era una forma en la que las amigas se llamaban a veces entre ellas, sobre todo en privado. Pero en ese contexto todo empezaba a sonar mal: todo sonaba real. Moní se arrepintió terriblemente cuando vio la cara sorprendida de Isa; Isa vio el malestar en su amiga y le sonrió, como si quisiera decirle, “todo bien, yo entiendo”. Moní respiró aliviada.

—Mira; lo que quiero decir es que esto no me da confianza. ¿Entiendes? Es alguien que conocemos, ¿sí? —aclaró Moní.

—¿Y por qué eso no te da confianza? Bueno, la verdad entiendo que no te guste… eso me parecería una explicación razonable…

—No es eso —dijo Moní finalmente. —La verdad, sí me da un poco de morbo. Quiero ver hasta dónde llegamos; quiero ver cuánto aguanta mis ataques. Pero no me da confianza.

Moní estaba luchando por aclarar algo. La situación (tener que abrir al menos una parte de su intimidad a un tipo mayor que ellas, y que además conocían de años atrás) le recordaba a Moní la escena en la que su padrastro la había visto tener sexo con Eduardo, y eso a su vez le recordaba que, a partir de allí, se había vuelto pobre y desafortunada —lo que, como dijimos, para ella era toda una tragedia.

—¿Qué puedo hacer para que te sientas cómoda? —le preguntó Isa.

Moní no quería ser una estirada, “una aguafiestas” como dicen en los doblajes de las películas gringas, y pensó muy bien en cómo podría tener más confianza, para hacer sentir más cómoda a su amiga.

—Lo quiero romper —dijo, finalmente Moní.

—¿Cómo que “romper”?

—Sí. Romer. Mira, yo veo las personas como ligas: si las estiras mucho, se quiebran… Ahj, es una metáfora tonta, perdón… A lo que me refiero es que quiero que él se abra antes que nosotras. ¿Entiendes? No quiero que nosotras nos ofrezcamos para ver cómo reacciona… como con Javier, ¿recuerdas? No lo quiero así. Quiero que él nos ruegue.

Isa sonrió. La idea le parecía un poco arriesgada para utilizarla en una persona que a ella le gustaba mucho, con la que quería seguirse viendo, pero había cualquier cosa por su amiga y aceptó. Isa sería leal hasta el final. Sonrió y besó a Moní en la mejilla. Un escalofrío eléctrico recorrió la espalda de Moní. En ese momento estuvo segura: tenía que intentar ese día tener sexo con Isa. La curiosidad era demasiada y la humedad de su entrepierna comenzaba a doblarle las rodillas.

Cuando volvieron del baño, Mario le preguntó a Moní con aplomo:

—¿Y tú, Moní? ¿En qué estás? ¿Qué se ve en tu futuro próximo?

—¿Por qué pregunta por mi futuro, profesor? No lo indague, que está prohibido. No le ande preguntando al tarot qué fin nos darán los dioses.

—¡Un poemita de Horacio! ¡Bonito, bonito! —reconoció Mario

—Usted siempre ha sido fácil de complacer —siguió Moní. —Si yo quería exentar, sólo tenía que poner atención a los poemas que lo hacían llorar.

—¡Me declaro culpable! —exclamó Mario, encantado, antes de tomar su expreso de un golpe, como si fuera un shot.

—Y llevar ombliguera también ayudaba… —dijo Isa, riendo.

—¿Perdón?

—Sí. Nos dábamos cuenta Isa y yo de que le gustaban mis ombligueras, ¿no? Me resaltaban. ¿Verdad? Usted me veía y se sonrojaba horriblemente, y luego no me podría volver a ver en toda la clase.

—Me agradaba tu carisma, Moní, y me sigue agradando —contestó Mario

—Cambió de verbo, ¿lo notaste? —declaró Moní. —No digo “gustar” sino “agradar”.

—Lo noté, lo noté. Creo que está sugiriendo que no le gustabas —continuó Isa.

—No, no. Se está lavando las manos. Por supuesto que le gustábamos mis ombligueras y yo.

—En todo caso, Moní, si eras de mis mejores alumnas, ¿como por qué razón no ibas a exentar?

—Ah… pero no era su mejor alumna, ¿verdad?

Moní, que ya había planteado este tema en el subterráneo, lo volvió a sacar. En la esquina contraria a la de los hombres eternamente reprobados y las chicas “más buenas”, había un grupo de cinco chicos, ñoños a más no poder, por los que ese profesor tenía una especial afinidad. Moní nunca le perdonó eso.

—Fuiste la que más poemas llegó a saberse. Y parece que aún tienes mucho de eso en el corazón. Desde que llegamos, has citado por lo menos tres.

—Hablemos de eso, entonces —contestó Moní. —Muchos de esos poemas eran amorosos… eróticos, algunos de ellos. ¿Eso le gustaba? ¿Le gustaba que sus alumnas los leyéramos? ¿O prefería que los leyeran sus alumnos? Casi siempre ponía a leer a los hombres, ¿le gustan más los hombres, o temía que escucharlos de boca de una mujer le sacara una erección?

—Estás presionando por el lado equivocado. Esa es nuestra tradición poética. El español tiene poesía filosófica, poesía mística y poesía erótica. Las cosas son así, ¡y son preciosas así! No podemos sencillamente saltarnos todos esos textos, ¿verdad? Además, a esa edad, muchos de tus compañeros conectaron con la lectura precisamente por sus hormonas. Te apuesto que alguno que otro se los plagió para ligar.

En ese punto, se dio un silencio en la discusión. Moní no estaba derrotada. Estaba reordenando sus ideas, preparando a sus filas para un nuevo ataque.

—Creo que podemos decir que es un empate técnico, ¿no? —dijo Isa, riendo, sabiendo que Moní veía toda la conversación como un reto.

—Entonces todas las veces que lo vi admirando mi cabello… —preguntó Moní.

—¿Disculpa? —preguntó Mario.

—Mi cabello, ¿no le gustaba?

—¡Claro que sí! —aclaró Mario. —Tienes un cabello muy lindo. A mí me encantaría tener un cabello así.

Ante esa respuesta (¡envidia!, ¡no atracción, sino envidia!), Moní ya no tenía recursos. Quizá, después de todo, siempre había interpretado mal los gestos de Mario; quizá si era homosexual. Pero entonces la situación dio una vuelta de tuerca. Mario sintió la necesidad de agregar algo más a lo que ya había dicho. Si el objetivo de Mario era resistir a la tentación que Moní quería imponerle, en ese momento cometió un error decisivo. Añadió:

—Perdonen, por favor. Como Moní habló de ese rumor sobre mí, creo que me he puesto un poco a la defensiva. Ha sido una actitud muy impropia de mi parte. Definitivamente ustedes son encantadoras, pero eso no significa que me hubiera dado la oportunidad de no ser profesional, ni con ustedes ni con nadie. Entiendo que sospechen de todo profesor, pero, por favor, créanme: yo creo que hay principios.

Al hacer esa aclaración —que podía leerse como una confesión velada, Moní lo tenía justo donde lo quería. Era sólo cuestión de tiempo para verlo caer. Se levantó tranquilamente y dijo:

—Entiendo, profesor —dijo, alargando esta última palabra. —Yo también me disculpo… ¡Pero lo que no le disculpo es no haberme pedido otro café como le pedí!

—No ha venido ningún mesero…

—¡Y qué mesero va a meterse a esta cueva sin luz! Tendré que ir a pedir otro yo misma. Y como creo que consideraría “impropio de su parte” no pagarnos lo que estamos tomando, yo misma pagaré mi cuenta.

—¿Impropio eso? ¡No, por favor! —aclaró Mario, aprovechando otra oportunidad para hablar de sus principios. —Mejor cada quien lo suyo. ¡Nunca les pagaría la cuenta a dos jovencitas de tanto mundo como ustedes!

—¿Lo notas, amiga Isa? —dijo Moní con un libidinoso guiñito para su amiga. —¡Nos dijo mundanas!

—¿Y me vas a decir que se equivoca? —dijo Isa, criticonamente

Moní rio por última vez, y se fue hacia el pasillo. Detrás de ella fueron los dos hombres que estaban en el salón, que ahora se veía a todas luces que eran una pareja. Isa y Mario se quedaron solos en la oscuridad.

—¿Le incomoda estar solo conmigo?

—Si a ti no te incomoda, a mí tampoco, en lo más mínimo.

—Usted sabe que no: me gusta tenerlo aquí, conmigo.

—Tú y Moní se ven muy seguido aún, ¿verdad? Aunque no van a la misma universidad, parece como si fueran aún compañeras de banca —preguntó Mario, para que la conversación bajara de tono.

—Algo me dice que me preguntará algo acerca de ella.

—¿Ella está bien? Parece más cansada.

—No sé si esté bien, para ser sincera. No sé muchas cosas de ella. A la nueva Moní le gusta escuchar. Es bastante callada; hoy ha sido una excepción. Supongo que debo agradecerle por eso. Usted la saca de sus casillas, ¿sabe? Eso me gusta. Y a ella también le gusta, a su manera.

—¡Y yo que pensé que Moní estaba así porque quería llamar tu atención! —dijo Mario, medio en broma y medio en serio.

Ambos rieron un momento. Luego, todo quedó en silencio. Entonces Isa empezó a secretear con Mario, tomando siempre su hombro derecho. Seguían casi recostados sobre los cojines de mullido rojo.

—Bueno, de un momento a otro, Moní va a regresar. Supongo que tengo que plantearle esto ya, en caliente. ¿Quién sabe cuándo volveremos a tener la oportunidad?

—Te escucho, ¿todo está bien? —dijo Mario. El tono en su voz podía ser cortesía o preocupación, era difícil decirlo.

—Digamos que yo podría ayudarle a tener algo con ella. ¿Estaría de acuerdo? (No, no me responda aún.) Pero… pero, en ese caso…

Y en ese momento Isa, que soltó el brazo de Mario, apoyó su mano sobre el pecho de él, y así empujado, lo hizo recibir un beso largo y enérgico. De esos besos en los que los labios no se separan ni un momento los unos de los otros, y en los que la intensidad no viene del juego de roces, fruncimientos y posiciones de labios y lenguas, sino de un sólo golpe constante, hambriento de contacto, y de la respiración entrecortada de quienes se besan.

—Pero, en ese caso, ya no va a pasar esto.

Mario ya tenía una respuesta preparada. Dejó que Isa lo besara porque eso era lo que él mismo había querido (en realidad, ese era su único objetivo claro desde que llegaron al café); pero también porque, después de eso, tenía una salida relativamente fácil. Planeaba decirle a Isa que tuviera en cuenta a Moní: que no era cortés dejarla como mal tercio en una situación en la que ella ya de por sí estaba incómoda. Planeaba decirle que su compromiso como profesor se extendía a sus exalumnas, y que él no pensaba que fuera posible que tuvieran ninguna clase de relación amorosa. Esto, por supuesto, era más o menos falso (porque no había tenido problemas con el beso), pero le servía a Mario para escaparse de cualquier actividad más comprometedora.

Y, cuando se preparaba para decir todo esto, Isa lo detuvo.

—Sólo que, entre esas dos opciones que le propongo, usted no va a decidir como querría.

Y, a una velocidad pasmosa, Isa le desabrochó el cinturón y desabotonó el gastado pantalón caqui. Quitó su mano del pecho de él y la introdujo en el pantalón. Asió el miembro del exprofesor, que ya estaba completamente erecto (primero, por la provocación del Moní; luego, por el beso de Isa). Más que masturbarlo, lo recorría delicadamente con el objetivo de adivinar su forma. El tronco se engrosaba hacia la mitad, e Isa imaginó que se sentiría como un segundo glande cuando la penetrara.

—¿Quiere que le de mi calificación, profesor?

Sólo entonces Mario comenzó a entender exactamente en qué se había metido. Estaba en medio de un mar de sensaciones, acrecentado por la oscuridad del lugar. En la roja penumbra casi absoluta se distinguían solamente un brillo en cada pupila de isa, y la silueta resplandeciente de su sonrisa, que la escasa luz dibujaba, proyectándose en sus dientes pequeños y cuadrados. Mario tenía la impresión de estar siendo dominado, no por una chica menor que él, sino por una fuerza. Una fuerza, no de la naturaleza, sino “del ambiente”, creada dentro de ese lugar, por su mismo diseño arabesco y secreto. Esta cosa sobrenatural que sentía en Isa se correspondía muy bien con la habilidad que mostró la chica cuando dejó de inspeccionar su forma, y empezó a masturbarlo. Sin casi usar los dedos, la palma de su mano (lindamente regordeta, como todo su cuerpo) presionaba más o menos, según subiera o bajara. Hacia la mitad, pasado ya el retraído prepucio, tomaba fuerza, cambiaba el movimiento vertical por uno diagonal, que hacía que la base del pene se ladeara deliciosamente. Además, cada tanto, añadía un giro de muñeca justo en este punto. Esta clase de movimientos Mario los conocía en sí mismo como posibles, pero sus parejas generalmente no los realizaban y él nunca había sabido cómo describírselos.

Pero mientras sentía todo esto, el exprofesor había empezado a pensar en las referencias que Moní había hecho al sexo toda la tarde. Para él, habían sido sólo hostilidades, dirigidas a molestarlo por alguna razón desconocida. Cuando fue su profesor, Moní nunca había sido amable, pero siempre había sido suficientemente respetuosa. Mario atribuyó este cambio, en parte sí a la diferente autoridad que ahora tenía (sin su aura, sin su cátedra, un exprofesor es como un dictador caído en desgracia, a punto de ser fusilado), pero necesariamente se debería también, y sobre todo, a un problema en la vida de Moní. Por eso preguntó a Isa “¿Ella está bien? Parece más cansada”. Alguno podría pensar que estas reflexiones ayudarían a Mario a reducir su excitación y, finalmente, a detener a Isa —que era lo que Mario quería a un nivel racional. Sin embargo, el misterio que rodeaba a Moní y a todo el encuentro en realidad lo excitaba más. De cualquier manera, hizo un acopio de fuerzas y terminó diciendo:

—No. Basta. Esto tiene que parar. Déjame, por favor —e intentó sacudirse a Isa. Lo intentó un poco, sin voluntad y sin éxito.

Isa, sorprendida, se detuvo, pero no quitó la mano completamente. La dejó sobre el bello púbico de Mario, aún dentro de su pantalón.

—Entonces su respuesta es que quiere que lo ayude con Moní, ¿no? Triste, pero yo entiendo.

—No dije eso. Solamente para. Esto no me parece bien.

Cuando Moní regresó con su café nuevo (tibio ya, porque estaba haciendo tiempo para Isa), encontró a la vez mucho y poco. Como ya hemos dicho, los ojos y los dientes, y una pálida silueta eran lo único que se veía si no los inundaba una luz externa, que hacía posible que se vieran con más claridad. Así, Moní encontró los ojos de Isa muy cerca de los ojos de Mario, tan cerca que ella debía estar casi encima de él. Sin embargo, Moní no podía saber que Isa aún tenía la mano dentro del pantalón del exprofesor.

—“Aquí pasó lo de siempre”, por lo que veo —regañó Moní, mientras se sentaba. —Isa, ¿algo que quieras compartir con el grupo?

—No hay mucho que compartir —contestó Isa, sabiendo que Moní no veía su mano. —Me le aventé y no resultó. A veces se gana…

—Pues yo te veo bastante aventada aún —interrumpió Moní.

—Me rechazó, pero no me alejó, como puedes ver —dijo Isa.

—Isa, por favor, hay que ser sensatos. Los tres estábamos pasando un rato agradable, ¿no? Será mejor que no me presiones mucho —empezó Mario. Isa descendió hasta su miembro, y empezó a masturbarlo nuevamente, pasando apenas las yemas de sus dedos por el tronco. La intención era disuadirlo de decir cosas así. Cuando Mario se calló, Isa se detuvo y alejó nuevamente la mano.

—Lo que usted diga, profesor —dijo ella finalmente, victoriosa.

—Ya que Isa empezó de impertinente, creo que es el momento adecuado para uno de esos incómodos juegos de preguntas —sugirió Moní.

—Eso se hace en fiestas y con alcohol —contestó Isa—; aquí tú eres la única que ha tomado algo.

—Van las reglas —empezó Moní, sin contestarle a Isa—: Una persona, llamémosla A, apunta a alguien que crea que ha dicho una mentira sobre algo; ese alguien va a ser la persona B. Luego, una persona C formula una pregunta, que la persona B tiene que contestar diciendo la verdad. Isa, creo que has mentido; profe, pregunte por favor.

—Isa, ¿de verdad te gustó tu chai, como nos dijiste? —dijo Mario después de pensarlo. Entre más durara y más neutro fuera el juego, menos problemas tendría.

—¡Qué clase de tontería es esa! —dijo Moní.

—Sí, profesor, gracias por preguntar —dijo Isa y le dio un beso en la mejilla a Mario.

—Eh, eh, sin contacto en el juego —dijo Moní.

—¿Esa es una nueva regla? Bueno, está bien —dijo Isa, acariciando secretamente el pubis de Mario durante unos segundos. —Me parece que va, profesor.

—Moní, creo que mientes —dijo Mario, auténticamente interesado en saber más sobre ella.

—Moní, ¿por qué dejaste la escuela? —preguntó Isa. De verdad, esta vez.

Moní tuvo que pensar unos largos diez segundos para saber qué quería responder. Isa y Mario se habían preocupado por su silencio, pero cuando habló, lo hizo con su lindo tono desafiante.

—La culpa la tuvo Danielle. Cuando se burló de mí en el concurso de talentos, decidí cogerme a Eduardo para vengarme. Y lo hice.

—¡Detalles! —gritó Isa, alargando la ‘a’ y la ‘s’. Hubiera jalado por el brazo a Moní, si eso no hubiera implicado sacar la mano del pantalón de Mario.

—Tardé semanas en trabajarlo. Fue en mi casa. Era muy torpe —allí rio. Tanto Mario como Isa reconocieron nostalgia. —No… la verdad fue excelente.

—Lo extrañas —dijo Mario.

—Creo que sí —confesó Moní. —En fin, ya no quería ver a ninguno de los dos después de eso. Igual ya no faltaba más que un semestre para terminar. Lo hice en prepa abierta ¡y a la universidad! ¿Qué importa ya todo eso? Vas Isa, tu turno.

—Moní, creo que mientes —dijo Isa, de inmediato

—¡Otra vez! —exclamó Moní, temerosa de que indagaran más al respecto. No quería contar la historia de su padrastro, ni sus consecuencias.

—Sí, otra vez —contestó Isa. —Profesor, por favor, su pregunta.

—Moní, no había ningún rumor sobre mí, ¿verdad?

—No. Yo se lo dije a una amiga: “seguro se cogió a la maestra de francés, o a alguno de sus alumnitos queridos”. Era completamente de broma, y jamás volví a escucharlo. En realidad, a la mitad del grupo le daba igual que usted se fuera, un tercio estaba molesto porque, sin usted, perdía los puntos extra que les había dado, y algunos otros (sus alumnos favoritos e Isa) lo lloraron como si se hubiera muerto.

—¡Eres una exagerada! —sentenció Isa, que llevaba varios minutos masturbando a Mario para ver como reaccionaba a la respuesta de Moní. —Pero sí, profesor, varios de nosotros lo extrañamos muchísimo. Moní, te toca

En ese momento, una luz llegó de afuera, iluminando momentáneamente el cuarto. Moní aún estaba pensando en Eduardo y no notó la mano de Isa.

—Isa, creo que mientes.

—Pruébamelo, a ver —contestó su amiga.

—¿Recuerdas que Danielle contó en ese concurso que algunas de “las más buenas” se la mamaban a los profesores por exentar? ¿Recuerdas qué dijiste en ese momento?

—Refréscame la memoria.

—Me dijiste en privado: si el profe Mario me hubiera dicho, “Isa, exentaste”, yo le respondía, “¿seguro, profe? Revise bien”. Y si me hubiera dicho, “no, Isa, te faltaron décimas; pero hay una manera…”, yo le respondía “sólo si usted arriba”.

—¡Moní! —exclamó Isa, falsamente molesta.

—¿Verdad? ¿Mentira?

—¿Como por qué preguntas eso? ¡El caso es preguntar cosas que crees que son mentira!

—Verdad, entonces —concluyó Moní. —Profe, le toca.

Mario aún estaba estupefacto, pero necesitaba conservar la entereza.

—Moní, creo que mientes.

—¡Dios, siempre conmigo! ¿Celosa, amiga Isa?

—Eternamente, mi amor —dijo Isa. Ese término, “mi amor”, era usual en Isa con sus amigas, pero Moní lo recibió, en ese contexto, como un excelente augurio para sí misma. —Dices que no lamentarse que se fuera el profe Mario. Pero creo que es falso. Varias veces dijiste que te gustaban sus clases…

—Algunas de sus clases…

—Algunas, pues. Y me criticabas, porque creías que quería acostarme con él… —Isa tenía que ser muy cuidadosa, para lograr el efecto que quería —Pero hay alguien aquí con quien quieres acostarte, ¿verdad?

Fue un balde de agua fría. A Moní no le hubiera preocupado la pregunta si hubiera sido sobre Mario. La respuesta habría sido “me da morbo; sí… sí me lo cogería”; así, era sincera consigo misma y no le demostraba demasiado interés. Pero esa no fue la pregunta de Isa. ¿Desde hace cuánto tiempo había notado Isa que Moní le traía ganas? Ruborizada hasta las orejas, Moní transformó su vergüenza en ira.

—¡Zorra! —la llamó. —Parece que ya sabes que sí.

—Fantástico. Pero aún creo que mientes. Profe, por favor, su pregunta.

Esto le daba a Mario la ocasión de plantear una observación que él mismo había hecho:

—Moní, mi pregunta es un poco invasiva. Rompamos las reglas del juego, ¿te parece? Yo te la digo en voz baja y tú puedes elegir si contestarla o no.

—¡Váyase al diablo! —dijo Moní, altanera —Haga su pregunta en voz alta, ¡y más le vale que sea la misma en la que está pensando!

—¿No eres heterosexual, verdad? —dijo Mario, que no lo preguntaba de mala fe, ni dándose cuenta de que estaba haciendo trampa.

—¡No recuerdo nunca haber dicho nada sobre eso! ¿Cómo podría haber mentido? —dijo Moní, encendida en ira. No había terminado de decirlo, cuando ya se había dado cuenta de que se estaba confesando. —Soy suficientemente hetero.

—¿Suficiente para qué? —preguntó Isa, a quien la actitud de Moní comenzaba a preocuparle de nuevo. —Oye, es fantástico que seas bisexual. Me gustaría que me lo hubieras dicho. Ya casi no hablamos como antes, ¿sabes?

—Yo no dije nada de eso —concluyó Moní, cruzándose de brazos. Inmediatamente se sintió estúpida: se cruzó de brazos para declarar caso cerrado, pero ni Isa ni Mario podían ver sus brazos cruzados.

¿Cómo esperaba Moní acostarse con Isa si no podía decirle ni siquiera que le atraían las mujeres? No, no las mujeres. Una mujer: ella, su mejor amiga, que era bellísima, que había superado su inseguridad a la fuerza, y que había salido fortalecida de una relación detestable. Le atraía Isa. ¿Eso significaba que le atraían las mujeres? Sería igual de estúpido que decir que le atraían los poetas españoles, así, en general, porque se sabía un par de los poemas que Mario recitaba. En fin, el problema era ¿cómo esperaba…? ¿Qué? ¿Ligarse a Isa? Tener sexo con ella, en todo caso, si no podía ni plantearle la posibilidad. Moní había sido siempre de esas personas que dicen “bueno, yo tengo muchos amigos homosexuales, pero…”, y ese “pero” refleja que no se preguntan sobre la naturaleza exacta de la homosexualidad, que no le dan el mismo valor que a la heterosexualidad y que no la conciben en sus propias vidas.

—Me va —dijo finalmente Moní —Como usted rompió una regla conmigo, y me preguntó algo sobre lo que no podría haber mentido, ahora lo elijo a usted y yo misma hago la pregunta: ¿Cuántas veces se ha masturbado pensando en mí?

Moní lo preguntó visiblemente molesta. Todo el jugueteo que había habido en sus preguntas sobre sexualidad estaba ausente de ésta. En ese momento una luz volvió a entrar del exterior. Moní miraba a Mario a los ojos —por suerte para él y para Isa—, pero sus ojos eran fulminantes. Su cara estaba dominada por un rojo intenso, que ocultaba las pecas de abajo de sus ojos. Luego, la misma Moní agregó:

—No, no. Más concretamente. ¿Cuántas veces se masturbó pensando en mí, siendo mi profesor?

—Dos —respondió Mario. —Y me llena de culpa.

—¡Llénese de lo que guste! ¡Dos veces! ¡Degenerado grotesco! Ahora debe decirme exactamente lo que pensó.

—No creo que deba responder a eso —dijo Mario. —Fue hace mucho tiempo. Y entiendo que lo consideres con tanta dureza, siendo tú la afectada. Pero no pasó nada, ¿verdad? Nadie salió lastimado.

—¿No cree que deba responder? ¡Eso lo decido yo, y sí que va a responder!

—Muy bien… —Mario tomó un largo aliento —En una ocasión, fantasee que me hacías sexo oral. En otra ocasión, que Isa y tú tenían sexo con algunos de sus compañeros.

—¿En el salón, quiere decir? —insistió Moní

—Esto es muy incómodo… —musitó él.

—¡Moní, por Dios! Vamos a cortar esto aquí —dijo Isa, claramente preocupada.

Isa por fin sacó entonces la mano del pantalón del exprofesor y fue a abrazar a su amiga. Una sola lágrima se deslizó por una sola de las mejillas de Moní, corriendo apenas el poco rímel que llevaba puesto. Moní estaba acostumbrada a la autocontención, y no quería ser abrazada en público, estando así de triste. “Porque vendrán las vecinas y no quiero que me vean tan pobre”, era un diálogo que entendía perfectamente. Se encascaró, por lo tanto, e Isa no sabía cómo llegar a ella. Sólo se le ocurrió darle una serie de besos tiernos en la mejilla que Moní le prestaba (porque la otra, la mejilla de la lágrima, la tenía escondida).

Lo que pasó después algunos podrían llamarlo hipocresía o actuación. Seguro hay quien creerá que Moní solamente estaba fingiendo su tristeza y su enojo, para ser si Isa venía a tranquilizarla. Eso es improbable, porque Isa jamás había tranquilizado a Moní. ¡Todo lo contrario! La contención emocional era más bien cosa de Moní, desde siempre. Pero Moní, recordémoslo, nació como una chica rica, y durante casi toda su vida había sido una estudiante de escuela privada. Esa clase de gente es utilitaria en todos los momentos de su vida. Saca provecho de su llanto, tanto como de su ira. Por tanto, no es extraño que la ira y la vergüenza de Moní se borraran de un momento a otro, a la vista de un gran objetivo. Dio un brusco giro y se apresuró a besar los labios que estaban besándole la mejilla. Isa se alteró y los rehuyó por reflejo, pero Moní insistió e Isa no tardó en encontrar en el beso de su amiga la misma satisfacción que encontraba en cualquier beso. Isa trató de tomar su cara, porque le gustaba tocar la cara de las personas mientras las besaba. Tuvo el mal tino de intentar tocar la mejilla que estaba húmeda de llanto, así que Moní le tomó la mano violentamente para evitar que sintiera su lágrima. Como Moní no quería parecer “una intensa” ante Isa, una llorona aún afectada por esa ira que ya se estaba diluyendo en su cerebro, aprovechó esa captura de la mano de Isa para llevarla a su pecho. Isa, tan caliente como estaba por Mario, se apresuró a acariciara.

El vestido de Moní era compacto y lustroso, y aunque se distinguía perfectamente la voluminosidad de su pecho en contraste su torso delgado de ninfa, no se distinguían las formas del pecho, que eran lo que Isa quería sentir. Por eso, y pensando que estaban abrigadas por la oscuridad, Isa bajó el cierre y retrajo el vestido con fuerza. Los pechos de Moní salieron de un salto, no a la luz (que no había), pero sí al tacto de Isa, que redondeó los pezones con la yema del dedo índice. Primero uno, hasta que se irguió, y luego se vino abajo en una aureola grande e hinchada; luego el otro. Entonces Isa se apresuró a besarlos, y pasaba una y otra vez de la dulce boca de Moní a sus compactos y enhiestos pechos. Isa pensó que, si las esculturas de bronce se empezaran ligeramente a derretir al sol, tendrían pechos a la vez tan firmes y tan cálidos como los de su amiga. Moní pensó en cómo Eduardo había tocado sus pechos cuando la había puesto contra la barra de su cocina. Pensó en cómo sus parejas, las dos anteriores a Eduardo y los hombres que vinieron después, habían tocado sus pechos. No había conocido nada parecido.

Isa comenzó a bajar más el vestido. Con él, bajaban también sus labios. Había empezado besando el espacio que había entre los pechos de Moní, tocando con una mano cada uno de ellos, y restregándolos contra su cara. Luego, había bajado hasta su vientre. Moní pensó que le quitaría el vestido completamente, que le quitaría la ropa interior y le haría sexo oral. Isa definitivamente parecía ir hacia allá. Había ocupado un lugar entre las piernas de Moní, y una de sus manos, de pronto, sin que Moní se hubiera dado cuenta, ya estaba acariciando la cara interna de sus muslos.

—¡Cómo se tarda! —pensaba Moní, y se contradecía de inmediato: —¡Ojalá que se tarde mucho!

Cada vez que los labios de Isa se despegaba de su piel, Moní los evocaba; y cada vez que volvía a sentirlos, eran mejores (más suaves, más tiernos, más diestros) de lo que recordaba de un segundo antes. Quién sabe a dónde hubiera llegado Isa si Moní no hubiera tenido un orgasmo. Sí, un orgasmo. ¿Que no puede producirse un orgasmo solamente a besos, nos objetará algún lector o lectora? Nos disculpamos: no tenemos más pruebas que haberlo visto en más de una ocasión.

El orgasmo de Moní no fue gritón: fue ahogado. Pero fue ahogado con dificultad. Moní lo había contenido en su garganta como un quejido húmero. Como cuando uno se golpea el nervio de un codo contra una mesa, y antes de insultar se queja desde lo más profundo de la tráquea, así fue el quejido que emitió Moní.

Mario se había quedado paralizado todo este tiempo: no quería ofender más a Moní yéndose cuando las amigas se besaron. Después, se quedó por no estar seguro de que las amigas estuvieran fajando. De haber estado seguro, se hubiera ido, pero casi todos los besos que los pechos y el vientre de Moní recibieron de Isa sonaban justo igual que tiernos besos en la boca. A veces, el sonido de una succión, o la silueta de algún movimiento raro, le sugerían a Mario que era el momento de irse a toda velocidad, pero la excitación lo hacía retrasar la huida. Cuando escuchó el orgasmo, no pudo más dijo:

—Creo que estoy haciendo mal tercio en este final feliz. Disculpen si mi salida es un poco acelerada; espero verlas pronto.

Y entonces pasó algo que amenazó todo. Cuando Mario se levantó, olvidó que tenía el cinturón desabrochado. El cinturón tintineó, llamando la atención de Moní. Justo en ese momento, llegó una luz de afuera de la salita, y los tres quedaron iluminados por unos segundos. Moní tuvo suficiente tiempo para cubrirse antes de que Mario (que estaba viendo a la salida) la viera; ni siquiera intentó subir el cierre de su vestido, pero sí se cubrió con él los pechos, deteniéndoselo con la mano derecha. Por el contrario, Moní había escuchado el tintineo del cinturón y ya sospechaba algo; por eso, cuando la luz los iluminó, ya estaba viendo hacia Mario y notó su pantalón medio abierto y mal colocado. Su ropa interior se podía ver, sobresaliendo un poco, y en ella era evidente el miembro completamente erecto.

Mario intentó irse a toda prisa, pero Moní lo asió de la mano. Como Mario no quería lastimarla, y Moní no parecía querer soltarlo, tuvo que detenerse.

—¡Mira, pero si el muy imbécil se ha estado masturbando escuchándonos! —dijo Moní.

—No, no es eso —confesó Isa. —Está así porque yo…

—¿Se la mamaste cuando yo no estaba?

—No… pero es posible que lo tocara un poco.

—Ah, entonces tú básicamente quieres cubrir todos los frentes —concluyó Moní. Isa no sabía si lo decía en serio.

—Pero… era el plan.

—¿Cómo que plan? —preguntó Mario, que estaba terminando de colocarse bien el pantalón.

—Desde que Isa lo vio en el subterráneo, me pidió ayuda. A veces yo provoco a los hombre, para que tengan sexo con ella. Normalmente no funciona, pero nos la pasamos bien.

Mario se llevó la mano al entrecejo. La situación era más enrevesada de lo que había pensado. ¿Quería seguir allí? No, racionalmente no: le parecía un área moralmente gris. Debía encontrar una manera de salir del problema rápido, y lo que se le ocurrió fue decir.

—Hoy sí funcionó. Parece que Isa ha encontrado su pareja precisamente en ti, Moní. Como el asunto ya está resuelto, insisto en que yo sobro. ¿No creen? ¿Qué les parece si nos escribimos, para seguir en contacto?

Moní aún estaba muy excitada. Quería que Isa continuara. Quería que le hiciera sexo oral. Eso la llevó a recapacitar en un segundo la actitud que había tenido con su amiga al decirle “cubrir todos los frentes”. Se había expresado como un hombre posesivo, no como una amiga. Si quería que Isa la quisiera (y se acostara con ella), quizá necesitaba hacer una pequeña concesión al principio. Dejaría que Mario se la cogiera antes o después de ella esa noche, esperando que poco a poco Isa la prefiriera a los hombres. Por eso dijo:

—Amiga Isa, ¿tú ya no quieres el plan?

—¿Segura? —preguntó Isa.

—El lugar es oscuro y está solo. Casi no lo hemos aprovechado. Sería muy tonto irnos así…

Isa saltó sobre Moní con muchos besos. Moní tuvo que luchar para detener su vestido con una mano y a Mario con la otra, en medio de ese torbellino de gratitud.

—Hagan lo que quieran; yo haré guardia afuera —dijo Moní.

—Yo no quiero hacer nada —contestó Isa.

Moní, la sarcástica Moní, se llenó de ternura y de felicidad al escuchar esto. Pensó que el sacrificio de Moní, su resignación a aceptar que estuviera antes con Mario (a quien nadie, por cierto, le había preguntado nada), había sido suficiente para que Isa rechazara este sacrificio y la prefiriera a ella.

—¿Cómo que no quieres hacer nada? —repitió Moní, aún incrédula. —¿Y el plan?

—Sí, sí, pero en el plan hay tres personas, ¿no? Y la falta un vértice al triángulo.

—No —dijo por fin Mario, categóricamente. —Esto ya se terminó.

Pésimo diálogo, nuevamente. Moní, entonces, como cada vez que Mario le daba la palabra a uno de sus “alumnos favoritos”, se sintió rechazada.

—Le parece muy mal ser un profesorsucho venido a menos, ¿verdad? —empezó Moní —¿No le dan trabajo porque no puede pasar diez minutos sin decir lo que le parece bueno y malo? ¡Imagínese los problemas que tendrá cuando le pongamos una demanda por estupro!

¿Estupro? Moní ni siquiera sabía si eso se decía así. Le parecía una acusación increíblemente grave, y casi se le quemaba en la boca, pero el sentimiento de rechazo la enceguecía. Isa prendió la lámpara de su celular y apuntó a Moní y a Mario. La chica se estaba parando; aún de pie era mucho más baja que él. Isa era mucho más de su tamaño,

—Bésala —le dijo Isa a Mario.

La luz del celular se sentía acusadora. Mario obedeció la orden. Moní también la sintió como una orden para ella. El beso fue todo lo opuesto a lo que pasó con Isa. Los labios de Moní eran simétricos, frescos y deseables; el inferior bastante más grande que el superior, que se apoyaba en él con una curvita respingada: Moní todo el tiempo parecía tener los labios fruncidos. Tan rectos y tan intensos eran. Como casi todo en Moní, tenían algo de felino. Por el contrario, los labios de Mario eran rojos, grandes y sanguíneos; muy femeninos en su cara pálida de polilla de biblioteca.

A Moní le sorprendió descubrir cuánto la excitaba saberse observada por Isa; saber que iba a besar a un sujeto que le gustaba a Isa. Esa feminidad de Mario le ayudaba a transferir a él su excitación anterior. Ambos se dieron cuenta de que se deseaban, y eso les hacía muy difícil acercarse. Les pasaba como a dos muchachitos que fueran a darse su primer beso.

—No lo creí posible —dijo él, llevando la mano a la cara de Moní.

—No, ni yo —contestó ella.

Entonces ambos se imantaron entre sí, cerrando los ojos. Los besos chasqueaban, y los labios se separaban, a veces por periodos largos, en los que los dos juntaban sus frentes y sus narices. Luego retomaban la tarea que Isa les había impuesto.

—“Esto ya se terminó”, ¿verdad? —dijo Moní, antes de emprender el primer beso de lengua.

Cuando este beso terminó, Mario dejó la boca de su exalumna y pasó a su cuello. Al principio no la besó, sino que se limitó a respirar sobre ella, besándola apenas con la barba. Moní gimió con esto; sólo entonces Mario empezó a besarla, y los gemidos se volvieron continuos.

Moní estuvo a punto de soltar su vestido, así que le dijo a Isa.

—Ven, súbeme el cierre.

Isa se mordía los labios, encantada de verlos. No se masturbaba aún: se limitaba a rozar sus piernas y a sentir cómo se iba mojando. Dejó su celular bocabajo, y se hizo nuevamente la oscuridad. Se acercó a Moní por atrás, y le susurró (tan fuerte como para que Mario pudiera oírla):

—Te dije, te dije. Te dije que íbamos a tener que lanzar una moneda para ver quién se lo come primero.

—Cállate y súbeme el cierre —la reprendió Moní.

Esa no era toda la respuesta: Moní planteaba responderle a Isa “yo sólo voy a cogerte a ti”, pero Mario empezó a besar su oreja, y Moní olvidó continuar el diálogo. Cuando Moní ya sentía que Isa tenía bien agarrado el vestido de ambos lados, la escuchó decir:

—Si no quitas la mano, no lo voy a poder cerrar.

A Moní le pareció sensato y quitó la mano. Isa entonces bajó su vestido hasta el vientre. Moní lanzó un gritillo, en el que maldecía a Isa de forma incomprensible. La rubia tomó el brazo de Mario y orientó su mano hasta el pecho izquierdo de Moní.

—¡Isa, si esta no es tu mano, te voy a matar! —se quejó Moní entre dientes.

—Por mi vida, de ofrezco mi mano —le dijo, tomando el otro pecho.

A partir de allí, todo fue confuso. Para Isa y para Mario, porque casi no veían; para Moní, porque los eventos se mezclaban en el tiempo. Es posible que Isa y Mario hubieran tomado cada uno un lado de su cuerpo. Tocaban sus pechos, la besaban en las mejillas. Los labios los distinguía, porque los de Mario eran más grandes. En la oscuridad era normal que uno de ellos la abordara con un beso intenso, creyendo que la besaría en los labios, pero que en realidad en ese momento ella estuviera en realidad besando al otro. La otra persona no se molestaba por eso, y le besaba el cuello, la oreja o la clavícula. A Isa le había fascinado el estilo lento y seductor de Mario para besar esas partes, y ella lo había copiado a la perfección. Según Moní, debió ser Isa la primera que le besó el pecho. No mucho después, los dos competían por quién podía excitarla más. Parecían haberse puesto de acuerdo en que una mano debía estar en la espalda de Moní, otra debía estar tocando sus piernas (aún no su pubis) y los labios debían concentrarse en su torso o en su vientre.

—Recuéstate —le dijo Mario.

Moní se recostó inmediatamente, augurando lo que seguía. Desapareció su ropa interior, tan delicadamente que no lo sintió. Uno de ellos empezó a besar la cara interna de sus muslos, muy cerca de su vagina —en las piernas era difícil saber de quién eran los labios y los lengüetazos. Las piernas eran un punto débil para ella, y necesitaba gritar, pero se contuvo estoicamente. De pronto, sintió una respiración sobre sus labios humedísimos.

—No —dijo Moní claramente.

La persona, quien quiera que fuera, retiró su cara, y colocó su mano.

—Sí —dijo Moní, apenas audible.

La persona entendió que, en ese momento, Moní no se sentía cómoda para recibir sexo oral, y empezó a masturbarla. La otra persona la besaba, mientras tanto, en la boca y toqueteaba sus pechos insistente y sobrecogedoramente. La masturbación era grácil, ligera, iba de los vagina a los labios y, de estos, en círculo, alrededor del clítoris, presionándolo por los lados y como tratando de capturar a un pez huidizo. Luego, por dentro, tocando el punto más sensible, y halando, mientras la muñeca dibujaba círculos sobre en pez, ya dominado. Cuando la persona en cuestión metió en segundo dedo y empezó a embestir, aquello era ya prácticamente una penetración. En torno a los dedos de Isa, las paredes de Moní se contrajeron violentamente por espacio de unos cinco segundos.

La mano entonces se retiró, dejando a Moní tendida, contrayéndose aún, en medio de un clímax que ya no necesitaba estímulos.

—Despacio —advirtió muy quedito la voz Isa.

Moní tuvo miedo de que Isa le estuviera recomendando a Mario que la penetrara. Se hubiera levantado, de haber tenido fuerzas suficientes para hacerlo rápido. Pero no: Isa le puso la mano de Mario, como un remplazo para masturbarla. Mario tuvo el buen tino de tocar su pubis y sus piernas, y sólo luego irse acercando a la vagina. El método de Mario se parecía asombrosamente al de Isa, si bien el de Isa tenía una exactitud especial de mujer. Esto Mario lo comenzaba con sus besos, que llevaban el mismo ritmo y la misma emoción que su mano.

Poco a poco, le fue ganando a Moní el deseo de saber qué estaba haciendo Isa. Como ella no usaba vestido, sino pantalón, era improbable que se lo hubiera quitado en ese lugar. ¿Y si escuchaban a alguien llegar? ¿A un mesero? ¿A otro cliente? Entonces se esforzó en oír. No podía asegurarlo, pero parecía que Isa había sacado el miembro de Mario y lo masturbaba otra vez.

—Cógetela —escuchó, finalmente, de la voz de Isa.

—No puedo —contestó él.

—¿Por qué no? —replicó Isa, tranquila, sin prisa.

Isa estaba acumulando recuerdos, fantasías. No necesitaba que la penetraran o la masturbaran en ese momento. Estaba segura de que tanto Moní como Mario le estaban en deuda: ya les cobraría más tarde, ya sería su turno de estar en el lugar de Isa o de Mario.

—¿Por qué no puede? —repitió. Por primera vez, Isa había tuteado a Mario.

—¿Moní?

—No. No puede. Tiene que rogarme antes.

—Ruégale —confirmó Isa.

Mario dejó de masturbar a Moní.

—Moní… Yo no quería esto hoy, pero estoy profundamente forzado a quererlo. Tú sabes que estoy superado por fuerzas que no se controlan con facilidad. Sé benévola. Te lo suplico.

—Aquí no —dijo Moní. —Vámonos

Todos estuvieron de acuerdo, se vistieron (excepto Isa, que nunca se desvistió) y se fueron.

Los dueños del lugar reconocían, por supuesto, que este cuarto era usado para esta clase de encuentros. Tenían la política de reconocerlos lo más rápido posible, y aislar esta sección de la visita del resto de los clientes. “Tenemos cerrada la parte de atrás”; decían. Quien conocía las razones, sonreía maliciosamente. Quien no, pensaba que hacían limpieza, o que sólo la abrían a determinadas horas.

Nadie del café dijo una palabra cuando Mario pagó. Mario tenía una erección infernal y quería llegar a un motel rápido, así que no pensó cuando pagó. El mesero se puso 30% de propina. Mario también pagó la cuenta de Moní, que mintió cuando dijo que iba a pagarla. No tenía dinero como para desperdiciarlo en dos cafés con ron.

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