Agosto (en plena ola de calor). Primer día.
Eran las cinco de la mañana y mi padre nos tenía a mi madre y a mí revolucionados.
–Venga, ¡tomaos rápido la tostada! Hay que aprovechar la madrugada para salir. Es cuando menos tráfico. –decía ante la mirada inquisidora de mi madre.
Estábamos en plena ola de calor y en Madrid, aún de madrugada, empezaba el día sudando gracias a los más de veinte grados que azotaban nada más levantarme.
Cuando me metí en el coche, lo primero que hice fue bajar la ventanilla para no asfixiarme en el horno en que era nuestro coche. Aún contenía el calor de la tarde anterior.
Yo estaba enfadado con mis padres cuando me contaron los planes para esas vacaciones. El mismo de todos los años, realmente. No hacía ni dos días que había cumplido los dieciocho años. Mi mayoría de edad. Y yo quería celebrarlo a lo grande con mis amigos, pero mis padres no me dejaron: nos íbamos a Sierraniebla, el pueblo de mis tíos y en donde mi padre había crecido. Hoy sábado comenzaban cuatro días de fiestas patronales que celebramos cada año con mis tíos.
Aunque me daba pena no coger una buena juerga, la idea de reencontrarme otro verano con mi prima Sara y sus amigas me excitaba. Especialmente por su amiga Lucía.
Mientras recorríamos cientos de kilómetros bajo el sol abrasador, con las ventanillas bajadas que dejaban entrar aire caliente, yo estaba ensimismado pensando en Lucía. La última vez que la vi, el año anterior, se había convertido en toda una mujer, sus pechos abultaban tímidamente bajo su camiseta y sus largas piernas me tenían loco y excitado. Pero lo que más me gustaba de ella era su sonrisa con los hoyuelos que se marcaban. Sin haber besado a ninguna mujer todavía y, por supuesto, virgen, yo creía estar enamorado de ella.
Tras varias horas con varias paradas en gasolineras y áreas de servicio, para repostar y disfrutar del aire acondicionado de los bares, al fin llegamos al pueblo un poco antes de las doce de la mañana.
Mis tíos salieron a recibirnos para ayudarnos a descargar todo el equipaje. En la vieja casa, mis padres se instalaban en la habitación de la planta baja, al lado de la de mis tíos. A mí me tocaba instalarme en el cuarto al lado de la habitación de mi prima Sara. La planta de arriba siempre nos tocaba a los niños. Aunque ya no éramos tan niños.
Sara era un par de años mayor que yo, pelo largo moreno que caía en suaves ondas y unas diminutas pecas en que se concentraban por su nariz y mejillas que acentuaban su pícara sonrisa que exhibía entrecerrando sus brillantes ojos marrones. Nos peleábamos mucho de niños, para disgusto de nuestros padres, aunque con el tiempo estábamos reforzando nuestra relación, a medida que nos íbamos haciendo mayores. Siempre estaba haciéndome rabiar y gastándome bromas pesadas (este verano no iba a ser diferente… bueno… un poco sí).
Saqué mi ropa de la maleta y la guardé en el viejo armario. La madera del suelo crujía con cada paso que daba. Abrí la ventana para dejar entrar un poco de brisa fresca y me tumbé en la cama unos minutos, estirando mis brazos agarrando los barrotes de metal que estaban en el cabecero. En Sierraniebla no hacía tanto calor como en la capital, pero aún así el ambiente era sofocante.
Casi me quedo dormido cuando mi tía gritó ni nombre para que bajase. Salimos al patio exterior, cada uno con una silla plegable, y nos sentamos a tomar un aperitivo, mis tíos, mis padres y yo.
–¿Dónde está Sarita? –preguntó mi padre.
–Pues estará al llegar, ha salido con sus amigas a la verbena que está en la plaza. –respondió mi tía.
–Estará hecha toda una mujer. ¡Desde el verano pasado no la vemos! –siguió mi madre.
–¡Pues sí! Los dos están hechos todos unos adultos. ¡Mirad a este muchachote! –continúa mi tío mientras me da una fuerte palmada en la espalda que casi me tira de la silla.
A los pocos minutos apareció Sara, con la mirada seria de su madre penetrándola:
–¡Señorita, te dije que no llegases tarde! ¡Te estamos esperando para comer!
–¡Perdona mamá!
Sara abrazó a mis padres y a mí me dio un pellizco en el brazo a modo de saludo.
–¡Cómo has crecido, primito!
Yo me quedé estupefacto. Mi prima había cambiado mucho este último año. Diría que estaba más alta. Estaba muy morena y sus pechos se habían desarrollado tanto que eran gigantes.
Durante la comida, en el salón–cocina de la planta baja (la zona más fresca de la casa) mis tíos y mis padres se pasaron la comida poniéndose al día y por momentos la conversación se tensó con temas de tierras y herencias… pero finalmente el ambiente siguió su curso natural y alegre.
–¿Y bien jovencitos? ¿Esta noche vendréis a la verbena? –preguntó mi tío.
–¡No papá, me llevo a este conmigo a una fiesta privada con mis amigos! ¡Luego si eso nos aparecemos por allí! ¿Te parece bien, primito?
¡Yo asentí, qué remedio! No tenía ningún amigo en el pueblo. Así que siempre me tocaba ir con mi prima a todos lados.
Tras la larga sobremesa, todos nos fuimos a dormir una siesta durante las horas de más calor. Cuando ya era casi de noche, nuestros padres se estaban preparando para ir a la verbena (era el primer día de cuatro y ellos siempre aguantaban las cuatro rondas de fiesta) mientras yo y mi prima salíamos hacia la plaza para encontrarnos con sus amigos.
Al llegar, allí estaban: Lucía, Amparo, Borja y uno nuevo: Jonathan. Los conocía de todos los años, aunque siempre creía que no les caía muy bien. De allí nos fuimos al bajo de la casa de Amparo en donde nos esperaban varias botellas de licores, cervezas y un equipo de música para pasar las primeras horas de la noche.
Agarramos todos una cerveza y comenzamos a bailar. Tenía la sensación de que todos sus amigos me clavaban la mirada. Bailamos alguna canción lenta. Amparo y yo, Sara y Borja, Lucía y yo, Sara y Jonathan…
–Espera… –le dije a Lucía mientras veía cómo Jonathan le comía la boca a Sara.
–¿Es que tu prima no te ha dicho que tiene novio?
Me pilló por sorpresa, pero continué pegado a Lucía. Al fin y al cabo, era mi objetivo de esas vacaciones: poder besarla y… ¿por qué no? ¿quizá tener sexo por primera vez?
De tanto beber, no pude seguir el ritmo y, tras vomitar en la calle tuve que irme a casa. Sara me acompañó antes de regresar a la fiesta.
–¡Los de ciudad no aguantáis nada eh! –me dijo descojonándose de mí.
Me dejó en el cuarto y se fue de nuevo con sus amigos.
Yo, después de haber vaciado mi estómago, me encontraba un poco mejor y, tumbado en la cama, recordaba el baile con Lucía. Como nos pegábamos para bailar lento. Me estaba empalmando y comencé a frotármela. Hasta que se me puso dura. Entonces proseguí y cuando estaba en el clímax, la imagen de Sara besando a Jonathan se me vino a la cabeza. Intenté borrarla en ese momento, pero ya era tarde, me estaba corriendo.
Segundo día:
Al día siguiente, por la mañana temprano salimos toda la familia de excursión. Caminamos durante unas horas por las verdes praderas y bosques. A través de las ramas de los árboles se iba filtrando la luz de la mañana. Olía a tierra húmeda y a flores mientras los pájaros que anidaban en la copa exhibían su canto. El sendero que seguíamos terminaba en el río. ¡No podía faltar un verano sin un chapuzón en el río!
Sentados en la orilla, nos comimos los bocadillos de tortilla que mi tía había preparado la tarde anterior y había envuelto en papel de aluminio. Todo estaba en silencio, que únicamente interrumpía por el murmullo del agua. Nuestros padres se mojaron los pies y comenzaron el camino de regreso. Sara y yo nos quedamos un poco más.
–¡Ahora os alcanzamos, viejales! –les gritó Sara.
Sara se sentó a mi lado y comenzamos a charlar:
–No sabía que tenías novio.
–Bueno, es un rollo, vamos a ver en qué da. Pero eso no es lo importante, primito. He visto cómo te comes con la vista a Lucía. ¿Te gusta?
–Diría que sí, Sara.
–Estás de suerte, –me dio una colleja– ayer hablé con ella. Y también le pones mucho. ¡Quiere hacérselo contigo!
–No me gastes bromas. Ya no somos unos niños.
Sara se puso seria.
–No es una broma. Te lo digo de veras. Quiere hacerlo contigo, me ha dicho que está cansada de los chicos del pueblo. Ninguno le gusta.
Mi cara cambió de semblante. Me mostré interesado. ¿Perdería mi virginidad?
–¿De verdad?
–Sí. Pero me ha pedido que te diga una cosa muy importante. Si tú quisieras follar con ella tendrías que hacerlo a su manera. Es muy tímida y no quiere que la veas desnuda. Tendrías que seguir unas normas.
–Sí, claro –dije extasiado– ¿Qué tengo que hacer? ¿Le regalo flores? ¿La invito a cenar?
–No. Es más fácil que eso. Estas son las dos instrucciones que has de seguir, como cuando éramos niños y teníamos nuestras claves para salir a jugar, yo os ayudaré:
–Uno: Durante la verbena, hoy te irás conmigo a casa antes que el resto. Nuestros padres no volverán hasta altas horas, como siempre. Allí la esperarás desnudo encima de la cama.
–Dos: No la puedes ver y no le puedes hablar.
–Muy sencillo. Solo debes recordar y cumplir dos cosas.
–Sara, ¿Cómo no la voy a ver?
–Sencillo. Te pondrás una venda en los ojos.
–Vale, y, ¿cómo voy a saber cuándo entra ella y sale de la habitación? ¡A ver si voy a estar esperando desnudo y entra alguien!
–Fácil: yo te dejaré en el cuarto y me iré golpeando dos veces la puerta. Esa será tu señal para desnudarte y ponerte la venda. Ella entrará y cuando terminéis ella dará tres golpes en la puerta que sepas que está del otro lado y podrás quitarte la venda.
Aunque la proposición era extraña, tampoco tenía otras opciones. ¡Lucía había accedido a acostarse conmigo!
–¡Acepto!
Sara sonrió. Y acto seguido se metió al río a darse un chapuzón sin quitarse la ropa. Salió empapada y no pude evitar quedarme embobado viendo sus enormes pechos balanceándose mojados a través de la camiseta acercándose a mí. ¡Pero debía centrarme! Esa noche tenía que darlo todo.
Al llegar de nuevo a casa, todos se fueron a dormir la siesta correspondiente. Yo no podía, estaba tan nervioso que no pegué ojo. Me quedé tumbado pensando en esa noche. Lo había imaginado tantas veces, y… ¡hoy iba a ocurrir! Un ruido me distrajo de mis pensamientos en la habitación de al lado.
Me acerqué todo lo despacio que pude para que no crujiese la madera y, aunque la puerta estaba cerrada, a través de la cerradura antigua pude ver cómo dentro estaba Sara tumbada metiendo su mano a través de las bragas masturbándose y soltando algún que otro leve gemido. Me empalmé de golpe. Al mirar mi pantalón haciendo las veces de tienda de campaña, moví mi pie derecho haciendo que la madera rugiese y, asustado, corrí a mi cuarto de nuevo.
Esa noche repetimos. El bajo de la casa de Amparo tenía todo preparado. Comenzamos a beber y a bailar. En un momento dado, Jonathan me ofreció un trago de su bebida… se lo acepté y, según daba el primer sorbo, escupí todo de golpe, salpicando a Amparo. El muy hijo de puta había puesto tabasco en la bebida.
–Los de ciudad sois muy delicados –dijo señalándome con desprecio.
Comenzó a reírse a carcajadas hasta que le interrumpió el puño de Sara.
–De mi primo sólo me rio yo, ¡subnormal!
Ese fue el germen de una acalorada discusión entre la pareja que culminó con mi prima cogiéndome de la mano y yendo directos a la casa.
–¿Estás bien? –pregunté.
–Sí, primito. –la notaba triste–. Tranquilo. Ahora céntrate en lo tuyo. ¿Recuerdas el plan?
–Sí: dejas el cuarto. Dos golpes. Me desnudo y coloco la venda. Al terminar espero tres golpes para quitármela.
–Eso es.
Y así lo hicimos. Cuando Sara dejó la habitación golpeó dos en la puerta. Me desnudé, me tumbé en la cama y me puse la venda. Al rato, el crujir de la madera anunciaba la llegada de Lucía. Sentía cómo tiraba su ropa al suelo.
La cama chirrió cuando se subió en ella. Se tumbó encima de mí, desnuda. Podía sentir el calor de su cuerpo. Se inclinó para besarme con mucho cariño y acto seguido se sentó en mis piernas para comenzar a menear mi polla que ya estaba erecta desde el minuto cero. La acercó a su generoso vello púbico y comenzó a frotar para seguir con los labios de su vagina restregándola. Yo estaba gozando como nunca. No me había imaginado que eso era tan placentero. ¡Y además con Lucía!
Sentía sus flujos vaginales, calientes, mientras mi polla rozaba su coño y… de repente… me corrí. Mi polla espasmódica expulsó varios chorros de semen. Mi inexperiencia hizo que apenas durase unos minutos. Acabé con mi torso salpicado de semen. Ella se levantó rápidamente y se fue.
Escuché los tres golpes en la puerta.
Me quité la venda y me limpié. ¡Menuda mierda!