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Juego prohibido (1)
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Estábamos sentados, intercambiando miradas, al terminar una fiesta infantil que nunca habría elegido por voluntad propia. A decir verdad, no soy fan de estas cosas, pero esa vez, mi amiga Ana Lucía y yo teníamos un propósito: conseguir el coche para nuestro plan de escapada a la playa. Así que cumplir con ese compromiso era esencial.

Soy Brenda, tengo 18 años, y Ana Lucía, mi mejor amiga de 19, y yo estamos en el primer año de la universidad, estudiando Diseño. Nos conocimos al inicio de la carrera, y desde entonces hemos sido inseparables. Ese fin de semana largo habíamos decidido ir a la playa, pero mis padres no podían prestarme el coche. La mamá de Ana nos ofreció una solución: si ayudábamos con la fiesta infantil de su hermanito Mau, tendríamos el auto para el fin de semana. No parecía tan difícil, así que nos pusimos manos a la obra.

Preparamos todo: la mesa de dulces, las bebidas, los juegos, y los aguinaldos. La temática era de payasos y confeti, así que nos maquillamos y nos pusimos disfraces acordes. Como las dos somos buenas dibujando, nos encargamos de hacer pintacaritas para los niños. Todo quedó increíble, y pronto los invitados comenzaron a llegar. La fiesta estaba animada, y nosotras competíamos por ver quién tenía más niños en la fila para pintarlos. También nos hicimos cargo de la música, bailando y disfrutando tanto que hasta pensamos en voz alta en organizar eventos como una actividad futura.

“Oye, deberíamos hacer esto más seguido, ¡está divertidísimo!”

“Ya sé, pero vámonos a comer algo, ya me cansé,” respondí. Fui por comida: hot dogs, una ensalada de papa que se veía estupenda, y dos Coca-Colas bien frías. Ana me esperaba en la cocina, y ahí nos dimos un buen atracón, quedando llenas como panqués.

Mientras nos relajábamos un poco, apareció su tío abuelo lejano, Tomás.

-“¡Anita! ¡Qué fiestón! Tu madre me contó que tú eres la anfitriona principal.”

Ana, sorprendida, lo saludó con mucho entusiasmo:

“¡Tomás! ¿Cuándo llegaste por acá?”

Tomás, aunque es un tío abuelo, es relativamente joven, tendrá unos 50 años creo. Mientras hablaban, yo me acomodaba el cabello y apenas les presté atención.

-¿Tu amiguita?

¡¡Ah sí, sí!! Brenda, me está ayudando en todo, que queremos ir a Punta este fin de semana entonces estamos haciéndola de grande ensayada.

Saludé de rápido ¿Hola, hola qué tal? ¡Bueno Ana yo le voy a seguir, ah!

No recuerdo haber visto a Ana en todo lo que duró la fiesta.

Cuando ésta por fin terminó y el cansancio se apoderó de mí, la vi a lo lejos por el salón y no miento me pareció que ella seguía con el tal tío platicando de lo más desenfadada: «Oye, ¿me dejas quedarme aquí? No puedo más».

Entré a la cocina y me dejé caer en el sofá del balcón en busca de un poco de descanso.

-¿Qué pasa, chicas, ya cansadas?” preguntó con un tono familiar como queriendo romper el hielo conmigo. Ana, aún entusiasmada, continuó platicando con él, mientras yo revisaba mi teléfono y avisaba en casa que me quedaría a dormir allí.

Estaba realmente agotada y sin ganas de seguir conversando, así que cerré los ojos por un momento, deseando que el sueño me venciera. Cuando los volví a abrir, lo vi tumbado en el sillón de al lado, observándome las piernas de una manera que me hizo sentir incómoda al instante. Aunque Ana estaba muy efusiva, contándole a Tomás nuestros planes para el fin de semana, no pude evitar el malestar que me causaba su mirada. Decidí cerrar los ojos de nuevo, pero esta vez no resistí y, de repente, me quedé profundamente dormida.

-“¿Sabes que sigues igual de linda?” escuché vagamente en mi sopor.

-“Ya, tío, no empieces, sabes en lo que esto va a acabar,” respondió Ana con una mezcla de complicidad y resignación.

El sonido de sollozos y besos se hizo evidente, ese sonido húmedo e inconfundible que producen dos personas besándose con intensidad. Esto me hizo abrir los ojos apenas un poco. Vi a Ana colgada del cuello de Tomás, con los ojos cerrados, mientras él tenía una mano bajo su falda, acariciándola por encima de la ropa. Ana jadeaba suavemente, como si disfrutara cada segundo.

-“¿Hace cuánto no venías a verme?” susurró Ana, apenas audiblemente.

-“¡Muchos meses! ¿Te vas a quedar conmigo o te vas a ir a tu fin de semana?” preguntó él, mientras continuaba besándola, aparentemente desenfrenado. Pero de repente, la voz de su madre rompió la atmósfera:

“Ana, ¿¡estás aquí!? ¿¡Y Brenda!?”

Aproveché el momento para despertarme del todo. Me incorporé justo a tiempo para ver a Tomás tratando de esconder una erección prominente, lo cual me dejó perpleja, aunque no pude evitar notar el tamaño que tenía. Ana rápidamente se acomodó las bragas y le dio un último beso a su tío Tomás antes de responder:

“Sí, aquí estoy, y parece que me he quedado dormida… me he quedado dormida, ¿verdad?”

Creo que Ana, en el fondo, sabía que yo me había dado cuenta de algo.

-“¡Sí, claro, Brenda, que nos vamos mañana, verdad, mamá! Tío, ¿nos llevas?”

¿Tío, nos llevas? ¿Escuché bien? ¿Qué demonios era eso? Se suponía que era nuestro fin de semana (pensé para mí). ¿De qué demonios estaba hablando?

La madre de Ana parecía más que contenta con la idea. «Ay, Tomás, pero en serio, ¿vas a malcriar a esta niña, no tenías ya planes?».

-«Para Anita, cualquier cosa, prima. Yo los llevo, y si quieres, puedo ir por ustedes el domingo», respondió Tomás, tocando el rostro de Ana y besándola en la frente. «¡Qué quieres, mi amor! Por ti, cualquier cosa».

No entendía qué hacía en medio de todo este teatro. La situación me parecía cada vez más turbia. Me sentía atrapada en una historia perversa que no acababa de comprender.

Se abrazaron, y la madre de Ana, con una sonrisa, dijo: «Bueno, me voy a dormir. Tú quédate en casa. Tomás, te toca en el salón. Ana, dale las sábanas. Y Brendita, muchas gracias, guapa, eres lo mejor que le ha pasado a Ana. Hasta mañana, avísenme antes de irse».

Abrazados, Ana y Tomás caminaron hasta el salón. Esta vez se besaron de pico abiertamente sin inmutarse porque ya no había nadie observándoles. Yo, incómoda, me limité a subir al dormitorio.

Ana regresó unos minutos después, con una sonrisa que se extendía de esquina a esquina.

«Bueno, Bren, descansa un poco. Voy a lavarme los dientes, ¿quieres un pijama?». «Voy a explicarle la ruta a Tomás, ¿vienes?».

«Ana, por qué le has pedido que nos lleve?».

«Bren, te va a encantar, es lo más agradable y simpático que hay. Es el mejor, es divertido, encantador. No te enfades, ahora vuelvo».

«Vale, pero no tardes.»

«Bren, vete a dormir. Quiero estar con él un rato, ¿vale?».

Nos miramos fijamente… «¿Sí?»

«Vale», contesté, resignada.

Recuerdo que abrí los ojos y me encontré sola en la cama. Al girar la cabeza para ver el reloj, noté que eran casi las 3 de la mañana. Me puse las calzas y, movida por la curiosidad, salí de la habitación para asomarme al salón. Todo estaba en silencio, y el sillón donde se suponía que debía dormir el tío Tomás estaba vacío. Con sed, me dirigí a la cocina por un vaso de agua, pero al pasar cerca del balcón, noté unas sombras que se movían sutilmente.

Ana y Tomás estaban sentados uno frente al otro en el balcón. Lo que mis ojos vieron fue la escena más erótica que jamás había presenciado. Me escondí detrás de la cortina, observando con cautela. Ana se masturbaba suavemente, vestida solo con una camiseta que apenas cubría su cuerpo. Sus pechos estaban al descubierto, y sus manos acariciaban su sexo mientras le clavaba la mirada a Tomás. Jadeaba muy despacio, con una sensualidad que era casi palpable. Su cabello rubio caía en cascada sobre sus hombros, y se veía realmente espectacular.

Tomás, por su parte, se estimulaba lentamente, con las manos en su falo, mirándola fijamente. Los dos se observaban intensamente en aquel sillón, sin tocarse, moviéndose con una calma y una lentitud que hacían casi imperceptible el sonido de los suaves jadeos de Ana. Era una escena cargada de erotismo, pero al mismo tiempo, llena de una pasión contenida que se manifestaba en cada sutil movimiento.

La atmósfera era tan densa y excitante que resultaba imposible apartar la mirada.

Ella se levantó y, sin dejar de tocarse, caminó lentamente hacia él. Se acercó, llevando su pelvis a la altura de su boca, y él comenzó a besarla con una devoción casi reverente, mientras ella le sostenía la cabeza con delicadeza. La conexión entre ellos era palpable, una mezcla de intimidad y deseo que no había visto antes. Lo que más me llamaba la atención era la ausencia total de prisa en ambos; se movían con una calma tan profunda, como si tuvieran todo el tiempo del mundo para darse placer.

Decidí que ya había visto suficiente. Subí de nuevo a la habitación, me tapé con las sábanas y comencé a temblar, el impacto de lo que acababa de presenciar recorriendo mi cuerpo. Eventualmente, el sueño me venció de nuevo.

“Breeen!!! ¿Café? Buenos días, despierta, que tenemos un largo camino por delante,” escuché la voz animada de Ana, sacándome de mis pensamientos a la mañana siguiente.

“¿Dormiste bien? ¿Dónde has estado?” le pregunté, tratando de sonar casual.

“Aquí contigo, solo estaba con mi tío preparando el desayuno. Tenemos todo listo, solo báñate, ya nos vamos.”

“Ana, ¿qué pasa con tu tío?”

“¿Qué pasa de qué? ¿Te gusta?” respondió con una sonrisa traviesa.

“¿Qué dices? A ti es a la que te gusta,” le contesté, sorprendida por su respuesta.

“¿Y a quién no? Es encantador, me encanta, además es divertido. Anda, apúrate, que ya me muero por tomar el camino,” dijo mientras se alejaba.

No sabía si la madre de Ana no notaba tanta efusividad entre ellos o si simplemente se hacía la loca. Nos despedimos entre miles de abrazos y besos en la mejilla, mientras Ana y Tomás intercambiaban miradas y sonrisas que parecían decirlo todo. Había algo en la forma en que hablaban sobre el viaje que casi me hacía sentir como una intrusa en su pequeña burbuja de complicidad.

El camino, no les miento, fue muy divertido. Este hombre no paraba de hablar, llenando el auto con su plática, la música y las anécdotas que contaba con una naturalidad desbordante. La experiencia que tenía en la vida se reflejaba en el trato que nos daba, y logró que las cinco horas de viaje se sintieran sorprendentemente cortas.

Por fin llegamos. Play Escondida, una playa nudista que no estaba en nuestros planes, se reveló ante nosotros. El lugar era un paraíso terrenal, con un hotel majestuoso de seis estrellas que parecía sacado de un sueño. Ana, con una sonrisa deslumbrante, se colgó del cuello de Tomás y le plantó un beso en la mejilla. “Te amo, gracias por traernos. ¿Nos vemos el domingo? ¿O te puedes quedar?” le susurró, con un brillo en los ojos que me dejó inquieta.

Definitivamente, ya no podía más con aquella situación. Todo me resultaba demasiado extraño, demasiado fuera de control.

“Oigan, basta. ¿Qué es este plan? ¡Este no era nuestro plan, Ana!” exclamé, intentando recuperar algo de la cordura que parecía haberse desvanecido desde el inicio de aquel viaje.

Ana me tomó de las manos, y debo decir que ella siempre ha sido hermosa. Rubia, de ojos verdes, con labios gruesos y sensuales. Siempre ha sido atractiva, y aunque nunca he tenido inclinación por las chicas, ella siempre ha sido una excepción en mi mente, algo que nunca me había atrevido a explorar. Se acercó a mí con una suavidad que desarmó cualquier intento de resistencia. Entregó una de mis manos a su tío y, entre los dos, me rodearon en un abrazo que me dejó sin aliento.

Ana, con un susurro que apenas se diferenciaba de un beso en mi cuello, me dijo: “Vamos a jugar… ¿Quieres? Él sabe hacerlo… Nos va a enseñar.”

El suspenso se tensaba en el aire, y cada palabra que Ana pronunciaba parecía invitarme a cruzar un umbral del que no habría retorno. El latido de mi corazón resonaba en mis oídos mientras me preguntaba en qué punto habíamos dejado atrás la normalidad. La idea de jugar, de explorar lo desconocido, se mezclaba con el miedo y la excitación que sentía al estar atrapada entre ellos dos.

Cada segundo parecía alargarse mientras mi mente luchaba entre el deseo de escapar y la irresistible atracción de lo prohibido.

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