Nos miramos un momento, nos alegrábamos de vernos. Según subíamos a la habitación, en el ascensor, nos fuimos besando, qué importa si hay cámaras de seguridad. Entramos a la habitación más porque recuperamos el aliento para recordar los números.
Nada más entrar, empezamos a besarnos otra vez. Le acaricié mucho la cara. Me encanta su barba y su manera de sonreír. No me importaba que raspara, me había acostumbrado a sentirlo mientras le besaba, y era parte de él; cuando lo recordaba en casa me venía un escalofrío, lo sentía muy cerca.
Ahora sí estábamos cerca de verdad, y no de sueño. El deseo era el mismo. Fuimos en un beso por el pasillo hacia la cama. Nos tumbamos y seguíamos besándonos, las lenguas se entrecruzaban, los alientos se confundían. Tomé su cara entre mis manos y me quedé mirando, sonriente, agradecido por aquel momento, por aquel hombre que conocía hacía tan poco, pero que suponía tanto desde entonces.
Tomé aire en ese momento, y él también. No dejó, sin embargo, de usar las manos, que me bajaron por la espalda, y se metieron bajo el pantalón, levantando el calzoncillo y acomodándose en las nalgas. Así sujeto me volvió a besar, y yo le respondí una vez más.
—Vamos —le dije.
Fuimos al baño, y allí desnudamos, el uno al otro, aprovechando esos momentos para admirar y tocarnos, comprobar que estábamos deseosos como las otras veces. Empecé yo a besarle el cuello, rodeándole para besarlo todo. Le desabotoné la camisa parándome en cada botón, lamiendo su pecho según iba bajando. Botón, beso, lametazo, pezón que adoraba y lamia y chupaba. Así se quité la camisa, besando desde los hombros hasta las manos.
Él me levantó el polo, y me acarició con la mezcla de fuerza y ternura que me volvía loco, apretándome sin que yo pudiera quejarme porque era un placer que se añadía al toque, el saber la fuerza de Juan. Yo iba suspirando, siguiendo su recorrido por mi cuerpo, temblando de vez en cuando por un estremecimiento que señalaba los nervios en tensión.
Le quité primero los zapatos, los calcetines, abrí el cinturón y quité el primer botón. Allí me detuve para mirarle a la cara. Dije su nombre porque me gustaba oírlo, le volví a besar la boca, me puse de rodillas, bajé la cremallera, y le quité el pantalón. Otra vez quería repetir la adoración anterior. Sólo con su calzoncillo, fui marcando con los dedos el contorno de su pene, que estaba semi erecto, mientras yo lo iba tocando para darle forma y vida. El tejido de su calzoncillo era fino, ajustado, me dejaba jugar con las manos con una sensación eléctrica de fuerza y poderío. Qué hermoso era aquel hombre. Subí a besarlo, y bajé a seguir disfrutando e intentando que él disfrutara conmigo. Yo no quería más que servirle.
El calzoncillo estaba lleno de su pene, que yo movía a un lado, para apreciar en su envoltura, pues todavía no era la hora de abrirlo. Tiré del tejido hacia arriba, para marcar aún más las formas y fui recorriendo con los dedos sus muslos, hasta llegar a los lados de los testículos. Metí los dedos bajo el calzoncillo y toqué sus huevos, que estaban ardiendo. La lengua fue a intentar calmarlos, pero sin sacarlos; metí la lengua por el lateral e iba lamiendo sus huevos desde abajo, notando cómo Juan suspiraba y me acariciaba la cabeza.
Lamí el contorno, su entrepierna, notando su olor, bebiéndolo. Iba tocando su polla, apretándola con la mano izquierda. Con la derecha fui a sus nalgas, visité la raja, me interné cerca del ano y sujeté el tronco bajo los testículos. Era hora de librarle de su prisión.
Le bajé con cuidado el calzoncillo, admirando a la vez lo que iba descubriendo. El firme pene de Juan tan cerca de mis ojos, de mi boca. Libre de todo, desnudo, sujeté sus huevos con la mano izquierda y con la derecha paseé por su polla enhiesta.
Apliqué el aceite a la polla y los huevos, que sintieron el calor y el frío alternado de mi mano, de mi saliva, del aceite, del aire que yo le soplaba para avivar ese fuego. Aceitado ya, tomé en la boca su polla y metí primero el glande, y lo apreté con cuidado, controlando que sintiera la presión hasta que deseara. Mientras bajaba y subía la mano por su pene, iba lamiendo y apretando con la boca la cabeza, que sentía mojándose, en mi, y del líquido que iba derramando él mismo. Todo lo aprovechaba yo para apretar y mamar.
Apliqué las manos a sus testículos, suavemente tocando y acariciando. Me fui a su ano y con el vibrador pequeño que tenía en la bolsa de aseo, que había forrado con un condón y lubricado con el aceite, fui tocando toda aquella zona, mientras continuaba con mis mamadas. Juan se movía rítmicamente, me ayudaba a encontrar el mejor movimiento. Subí la mirada a su cara, cuando le fui acercando los dedos al ano, y, encontrándolo, fui abriéndolo con un dedo tentador, que entraba y salía poquito. Aceitado, le metí el consolador en el ano, viendo cuánto podía introducir, y qué le parecía.
Un suspiro me indicó que todo iba bien. Seguí mamando, disfrutando del placer que mi hombre sentía. Aumenté la velocidad del consolador, para acompasarla a la de mis mamadas, y noté cómo se iba afirmando en el suelo, dispuesto para la acometida.
Me agarró de la cabeza y me apretaba y movía fuertemente, con una violencia que a mí me encantaba. Adoraba a aquel macho que era mi amo en ese momento.
Finalmente, con un grito contenido, se corrió un largo rato en mi boca, y, cuando me separaba para respirar, siguió eyaculándome en la cara, en mi sonrisa de orgullo. Seguí apretándole con las manos, hasta que me mandó parar, agotado, después de haber derramado su leche sobre mí.