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Irina, la rusa
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Tiempo de lectura: 9 minutos

Argentina, año 1979, provincia de Buenos Aires, en algún lugar del partido de Vicente López.

“Disculpe, señor Mamani, no se imagina cómo me tranquiliza volver a verlo. En realidad, no vine hasta aquí para querer molestarlo o para quitarle su tiempo, pero, es que…”, le dice al entonces joven adulto Mauricio, una mujer de cabello ondulado color sangre, cuyos ojos verdes oscuros estaban con los lagrimales hinchados de tanto haber llorado. Hablaba entrecortadamente, le costaba un gran esfuerzo solamente lanzar una sílaba de su boca. El nudo que tenía en la garganta se convirtió en un nudo gordiano, y le dolía mucho. Apenas podía mantenerse en pie de lo temblorosas que estaban sus piernas. No se tenía que estar perfecto de la vista o del oído, para darse cuenta de que aquella muchacha de rostro aniñado, estaba hecha una lamentación.

“No tiene idea de cómo se tranquiliza mi alma de por fin encontrarlo”, soltó la chica de nombre Irina, Irina Uvarova, antes de lanzar un sollozo lleno de pena. “Hace días que no logro dormir”, y lanza otro sollozo parecido. “Lo venía buscando por todos lados”, le dice luego, sin dejar de darle la mirada. Un mirada que le suplicada ayuda. El delgado indio la miraba con asombro absoluto y con una tristeza cada vez más molesta, no entendía y no esperaba lo que le estaba pasando, y quería entender lo que estaba pasando, habían pasado un mes y semanas desde la última vez que se vieron. “¿Pero qué le pasa señorita Irina? Acláreme las cosas, por favor se lo pido. Me está rompiendo el corazón”, le dice tratando de soñar afable con ella.

“Tengo miedo señor Mamani, por favor ayúdeme. Tengo mucho miedo, y mi padre también tiene miedo por mí”, y de ahí no pudo continuar más con su relato. Empezó a lanzar un llanto ensordecedor, que en realidad era catártico, mientras no dejaba de decir repetidamente lo aterrada que estaba. Un llanto que sólo paró paulatinamente cuando éste la abrazó, con la misma intensidad y el mismo entusiasmo, con que el padre de ésta –el viejo colorado barbudo que se parece a León Tolstoi–, lo abrazó a él una vez. El pobre amerindio estaba conmovido, el desconsuelo de una mujer siempre lo ponía melancólico. Todos sus sentidos estaban estremecidos, al igual que los de su amigo y compañero de trabajo de periodismo –el ingenuo utopista– que estaba con él, y de las ancianas vestidas con chola y los seminaristas que justo estaban ahí de paso.

Ese es, ahora que estamos volviendo a la actualidad, un recuerdo que el ahora arrugado Mamani siempre tiene presente. Lo tiene presente cuando se despierta y cuando se va a dormir, cuando come y cuando se baña, cuando escribe y cuando discute con su editor sobre el formato que deberían llevar los libros que quiere publicar. Cuando lo entrevistan y cuando habla por teléfono o se manda mensajes con su hijo biológico hablando de literatura, política y otras cosas. Cuando juega con su segunda hija adoptiva, de nombre Lesya, y cuando habla con su segunda esposa, de nombre Olena. Lo tuvo presente cuando la conoció y cuando fue a visitarla muy malherida todos los días al hospital. Cuando sintió que se estaba enamorando de ella y que no podía dejar de verla. Cuando le declaró lo que sentía por ella y ésta en principio le rechazó. Cuando ésta lo fue a buscar, y se fueron a vivir juntos. Cuando se casó con ésta y firmó los papeles de adopción de su niña que, al igual que su otra hija, físicamente no se parece a él ni por un corto cabello.

Y a veces se aflige indisimuladamente por ese recuerdo. A veces no puede evitar emocionarse, y derrama lágrimas que quedan colgadas en su mentón afeitado de hombre mayor, muchas veces delante de su nueva esposa y su nueva hija, que no pueden evitar preguntarle por qué está llorando y se angustian por él. Éste les miente, diciendo que es por algo que vio, leyó o escuchó en las noticias, relacionado a un crimen de odio, cosa que solía sucederle.

Incluso hay música que trata de evitar, total o parcialmente de escuchar, porque enserio se pone mal. Por ejemplo, a los italianos Lucio Battisti, Mina Mazzini y Lucio Dalla sólo los podía oír en su lengua materna. A los mexicanos Juan Gabriel, José José y Armando Manzanero los tenía definitivamente prohibidos en su repertorio de escuchas. A los españoles Mecano, Raphael y José Luis Perales, también. Aunque a veces dejaba pasar alguna que otra canción de los bolivianos Kjarkas.

“Cómo te quise Irina, cómo te adoré reverencialmente, fuiste la mejor amiga que tuve jamás. Sin ti, y sin tu padre, no hubiera sido nunca el hombre que soy hoy, pero creo que no la pensamos muy bien al decidir casarnos. Cómo me derrumbó la muerte de mi tan querido suegrito”, pensaba dentro de sí.

Lo tuvo presente también cuando escribió hasta el final su último trabajo, al igual que todos los demás trabajos que publicó desde que puso un pie en la transcontinental, ibérica y diversa España, una tierra en la que nunca llegó a sentirse un paria, a pesar de sus temores iniciales. Grande pero imperfecta nación –como cualquier otra–, en la que casi nunca se percibió como un extranjero desde un prisma negativo, y que lo expresó abiertamente sobre todo en su primer ensayo, a pesar de las molestias de algún que otro simpatizante del movimiento etnocacerista peruano, o de algún xenófobo anti-español, que ha leído algunas de sus obras. Pero, con el único con quien tuvo inicialmente el coraje de hablar sobre ese inolvidable recuerdo es con su editor y mejor amigo, diez años mayor que él, un tal Jesús Gustavo Maestro, sevillano pelón y de contextura oronda, resistido a jubilarse mientras todavía le rinda el cuerpo y la materia gris. Un hombre muy profesional a la hora de trabajar con las ediciones y excesivamente confiado con quienes le guardaba algo de cariño. Mamani era una de sus víctimas favoritas.

“Estimadísima Irina, fémina de sonrisa fatigada pero de animosa inteligencia. Cómo maldigo las circunstancias en que nos conocimos, pero cómo bendigo las veces en que dijiste que sentías algo fuerte por mí, haciendo que temblaran todos los suspiros que salían de mi boca y mi nariz. Cómo maldije tu asexualidad, pero cómo bendije y sigo bendiciendo el amor que me expresaste en tu ayuda anímica y académica, y en todo el dinero que invertiste, para que yo pueda cumplir mi mayor sueño. Mencionarte con nombre completo en los agradecimientos de todas mis publicaciones no me alcanza. Aquello sólo sirve para mitigar mi sentimiento de culpa por un pequeño tiempo”.

Esas palabras eran sólo un ejemplo de lo que, al menos una vez a la semana, anotaba en un borrador digital suyo, que iba dedicado enteramente a ella y a Yelena. Borrador que no creía que fuera a publicar nunca, aunque le doliera no poder hacerlo, considerando el hecho de que su ex-esposa le prohibió terminantemente escribir una novela sobre ella y la hija de ambos, aunque le dejó pasar con anterioridad algunas prosas y poemas. Así como también le dejó pasar varias infidelidades, que aunque eran discretas, la ingenuidad de Irina era nula con él, conociéndolo como la palma de su pequeña y femenil mano. Mamani sabía que no tenía ningún derecho a hablar mal de ella, en ningún formato que existiese, tanto hoy como en el futuro. Esa era una de sus más inflexibles reglas, que se había impuesto a sí mismo.

Irina y Mamani se conocieron por primera vez en un baño público de una estación de subte, durante los festejos de fin de año, pero no fue un encuentro nada feliz. Unos de sus ex novios, un patético cocainómano y antisemita, hijo de inspectores escolares y probablemente el peor novio que pudo haber tenido, estaba intentando abusar sexualmente de ella, evidentemente drogado como solía estarlo. El amerindio, que en un pasado ni muy lejano ni muy cercano fue pandillero, con el coraje de los que creen no tenerle miedo a casi nada, se tomó el atrevimiento de entrar a ver qué era lo que estaba pasando, al estar escuchando gritos e insultos de mujer, que no se escuchaban muy fuertes pero sí se escuchaban. Sus orejas eran algo largas y tenía muy buen oído, principal razón por la que le costaba, y le sigue todavía costando, conciliar a veces el sueño.

Ni bien entró sigilosamente, ya se dio cuenta rápido de lo que estaba sucediendo. Ahora escuchaba la voz grave de un hombre, que era dominante, exigente y amenazante, y la voz balbuceante por el alcohol de una mujer, que era cada vez más suplicante. No le hizo falta acercarse más, lo siguiente que hizo fue lanzar un grito adentro y sólo adentro del lugar. El más largo y más bélico grito que podía llegar a hacer su garganta, idéntico al de un guerrero dispuesto a morir estúpidamente en una guerra santa. O al de un guerrillero dispuesto a morir, también estúpidamente, persiguiendo un ideal. Pero estaba cansado, no tenía ganas de pelear un mano a mano con nadie, pero si había que pelear para salvar a alguien, había que pelear, y él lo hacía a lo grande. No era su primera vez.

“¡Qué carajo está pasando acá!”, soltó el hombre, hombre entre comillas, de un metro setenta, saliendo de su escondite. Y lo miró. Lo miró a él con el rostro tenso. Lo miró, con los dientes apretados y con el mismo odio con que suele mirar alguien con el corazón seco a su peor enemigo.

“¡Rajá de acá, sucio indio mugroso!”, le dijo a éste haciéndose ridículamente el macho alfa. Eso a Mamani lo descolocó. Una cosa es que lo insultaran, que por ahí a lo sumo se lo aguantaba, pero de ahí a que lo hagan haciendo referencia a sus raíces, es algo que ni manso o perezoso lo soportaría.

“¡Vuelve a decirme eso y te juro que te voy a dejar sin nariz! ¡Deja a la chica en paz! ¡¿No ves que no quiere tener relaciones contigo?! ¡Drogado de mierda!”, le respondió éste.

“¡¿Te haces el pija dura vos?! ¡¿Te haces el pija de oro?! ¡Rajá de acá, porque si no te rompo todo! ¡¿Me escuchaste?! ¡La re concha bien de tu madre!”, y lo empujó al amerindio en un hombro.

“¡Infeliz!”, dijo la víctima de tal improperio. Acto seguido lo que hizo fue tratar de derribar al patán dándole una fuerte patada en una de sus piernas, tras haberse fijado en que no las tenía bien separadas para hacerle frente. Lo que logró fue que perdiera parcialmente el equilibrio. El desgraciado tenía las piernas de un rugbier.

Acto seguido, lo que hizo Mamani fue darle un golpe seco que fue de lleno hacia uno de sus hombros con su puño derecho, y con su puño izquierdo le dio en la frente. Si no le dio en la mandíbula era porque, como se dijo anteriormente, éste se sentía cansado. Pero su enojo era el doble, casi el triple se podría decir, de intenso.

“¡¿Te haces el malo?! ¡¿Te haces el malo conmigo?! ¡¿Eh?! ¡¿Te haces el malito?!”, decía en voz alta mientras el cretino había caído al suelo y el amerindio le estaba acomodando las costillas. Segundos, y una buena estrategia, le bastaron para hacerlo caer. Y estaba molesto. Muy molesto. Bien molesto. La cada vez más horrorizada Irina, pobrecilla, sólo sabía gritar y llorar. Era lo único que le salía en una situación así.

El delgado indio paró. No hacía falta seguir más. Sabía cuándo debía parar. Su antagonista desistió de la pelea, con el orgullo dañado. Con el orgullo lesionado. Con el orgullo dislocado. Lacerado, lisiado, magullado. Se levantó del piso y se fue corriendo sin decirle a éste una sola palabra, pero tuvo la cobardía suficiente como para arrojarle unas amenazas a la chica de cabello bermejo. “Ya vas a ver vos”, le tiró.

Mamani se quedó en el baño público sólo con la pelirroja. Situación que en ningún momento dejó de ser incómoda, ya que el estado amínico de ésta estaba hecho un pañuelo mojado. Cruelmente arrugado como un papel. Roto como un espejo. No sabía cómo consolarla, no estaba acostumbrado a consolar a una mujer. En realidad, no estaba acostumbrado a consolar a nadie. Su carácter algo rancio como un lácteo que venció hace días, y que durante buena parte de su etapa de adultez temprana fue un rasgo distintivo suyo, no lo ayudaba mucho para eso.

“Ya está, ya se fue, no se preocupe señorita. No la voy a dejar sola. La acompañaré hasta donde me pida, hasta su casa si quiere”, le dijo mientras le tocó suavemente uno de sus hombros. Y eso fue lo que hizo. Al día siguiente Irina fue con su padre y su tío a hacer la denuncia en la comisaría.

Como bien se mencionó anteriormente, Irina era y es, una mujer incapaz de sentir deseo impúdico alguno, condición que era una verdadera ventaja en ciertos aspectos de su vida, y una horrible maldición en otros, especialmente durante su juventud. No le molestaba que la tocasen, pero sólo si no se lo hacían con intenciones de llevarla a realizar prácticas de esa naturaleza. Sí podía disfrutar de la compañía de un hombre, además quería formar una familia y sentía fuertes temores hacia la soledad, pero no quería un varón para tener relaciones de ese tipo. Nunca los quiso para eso.

Cosa que le trajo grandes problemas a todas sus relaciones amorosas. Una vez, una de sus ex parejas quiso que le hiciera una felación, y ésta se lo hizo, pero al rato terminó devolviendo todo lo que había cenado horas antes. Su último ex novio, que era celoso hasta de su propia sombra, le hacía a la incomprendida Irina un auténtico teatro griego. Creía que le era infiel. En el peor de los casos, éste le decía cosas hirientes haciendo referencia a su ascendencia judía, ya que ésta lo era por vía materna, razón principal por la cual lo terminó dejando.

Durante la mayor parte de su matrimonio, Mamani sólo pudo hacerle el amor a ella a través de sus creaciones literarias. Solía tener carpetas enteras con borradores de papel que guardaba como si fueran fragmentos de oro en un paño. Tuvo que conformarse con crear erotismo a través de sus letras, en los que su casi idolatrada pelirroja era la principal protagonista, con eso más o menos mitigaba un poco sus deseos carnales. Un ejemplo de ello es el siguiente párrafo:

“Irina, qué lástima que no sepa escribir poesía, así te dedicaría las palabras más bonitas del idioma español, usando como real inspiración tus emociones al descubierto. Tu tierno cabello, hambriento de besos y caricias. Tus ojos refulgentes y llenos de humanidad. Tus mejillas demandantes de cariño. Tu boca entusiasmada. Tu lengua traviesa, buscadora de un buen cómplice. Tu mentón pidiendo suavidad. Tu cuello y tus hombros arropados únicamente por el aire. Tus brazos queriendo rodearme. Tus pechos vestidos por la nada misma, suplicantes de unas buenas manos inquietas y una buena boca de hombre. Tus pezones resaltantes como la luz que emiten los lampíridos y jactanciosos de su estado. Tu ombligo expectante. Tu vientre, ansioso de sentir ese calor excepcional desde adentro. Tu espalda que ruega por una temperatura más cálida. Tus posaderas que apetecen de ardientes embestidas. Tu húmeda y a la vez sedienta entrepierna, tapada exclusivamente por el aire, deseosa de tener todas las agradables sensaciones posibles, y que ya se cansó de jugar monopólicamente con tus dedos. Tus piernas implorantes de una buena compañía. Tus pies exigiendo expulsar el frío de piel nívea”.

Otras veces, cuando no aguantaba más el celibato laico inducido, se iba a picotear o a buscar algunas migas para comer por ahí afuera, metafóricamente hablando. A veces tenía suerte y a veces no. Le parecía mucho mejor hacer eso que divorciarse y dejar a Irina para siempre. El amerindio la amaba, aún con su condición, éste la amaba y disfrutaba ser su esposo, al igual que disfrutaba ser yerno de su suegro, el viejo barbudo colorado Sergei, un cocinero que trabajaba en un restaurante de gastronomía rusa. Un hombre inteligente y muy hablador a pesar de que apenas terminó la escuela primaria y su español era imperfecto como una vela inclinada. Opositor político al estalinismo, y satanizado por el régimen, no le quedó otra opción que tomarse el palo e irse de la Unión Soviética con su entonces esposa, recientemente embarazada de Irina, y su hermano Leonid, que para colmo además de ser un opositor político como él, era homosexual. No tenían alternativa más que agarrar las duras y viejas maletas, e irse a hacia donde fuere con tal de no terminar en un gulag haciendo trabajos forzados o morir asesinados.

Mamani también era de hablar por los codos, pero fue su suegro y su primera esposa quienes lo hicieron así. Antes cuando era un chaval viviendo en las calles del conurbano bonaerense, hablaba poco y solía expresar lo que pensaba solamente por escrito. Si decía una palabra era lo elemental, procuraba no hablar de más. Y fue Irina, quien leía en un mes la misma cantidad de libros que su marido leía en un año, la que lo empujó y rempujó para que escribiera con más seriedad y creatividad. Ella no escribía, el que escribía era él, pero le daba las ideas, y buscaba y rebuscaba todos los posibles contactos para que pudiera publicar sus creaciones. Ella ponía la máquina de escribir en las más óptimas condiciones, sin que llegara a faltarle nunca la tinta, así como tampoco una sola hoja. Ella ponía parte de su sueldo de bibliotecaria en el pago de las ediciones, que por muchos años fue un sueldo superior al que recibía el amerindio en su trabajo como periodista, hasta que éste se cansó y se dedicó a la enseñanza superior. Ella, fue su más duradero norte, como bien dijo éste una vez, en una de sus más recientes dedicatorias.

La misma mujer que no le dejó firmar, en ninguna de sus creaciones, bajo un pseudónimo. Por algo que sonara más anglosajón o menos “raro”. “Tu nombre no tiene nada de vergonzoso”, le decía y le repetía Irina a Mamani las veces que creía necesario, en sus comienzos.

“Ser indígena no tiene nada de vergonzoso”.

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