Nara apareció detrás de su mamá por el costado de la ventana del auto. Mariella se inclinó sobre el capó y agitó su mano con una sonrisa en la boca. Yo llevé las mías al volante y le devolví la sonrisa. Intenté no mirar a Nara, pero me fue imposible. Estaba hermosa. La nena había crecido demasiado rápido. Tenía diecinueve años y había comenzado a estudiar algo en la facultad. Nunca me acuerdo qué. Esa tarde de verano, apareció con una remera blanca hecha un nudo en el medio y una minifalda a cuadros de tonos tierra que ni por casualidad le cubría la mitad de las piernas. Su pelo negro recogido en una coleta apretada. Masticaba un chicle que le hacía temblar la nariz de tanto en tanto. Las caderas se le habían ensanchado, y sus piernas se habían vuelto más musculosas. Me miraba como siempre, con esa sonrisa a medio hacer y los ojos apagados, seductores. No pude apartar la mirada de sus tetas que se abultaban debajo de la tela blanca. “Qué pendeja de mierda, mirá cómo aparece” pensé. La voz de Mariella me arrebató del ensueño.
—Amor… Perdoná que te hicimos esperar. Nara se tardó dos horas para vestirse —se quejaba mientras apoyaba el antebrazo en el borde de la ventana del auto.
—No pasa nada.
El plan de esa tarde consistía en llevarla a las afueras de la ciudad para enseñarle a manejar. Mariella estaba obsesionada con que su hija aprendiera. Decía que ella misma había aprendido de mucho más joven, y que era un conocimiento básico de… ya ni recuerdo. Mariella tiene una propensión a hablar demasiado. Quizás eso fue lo primero que me atrajo de Nara. Su silencio. No necesitaba palabras. Se quedaba sentada en la mesa o en el sillón y su belleza juvenil persistía en el aire. El verano pasado, la había mirado demasiado, y ella terminó dándose cuenta. Desde entonces, sin decir ni una sola palabra, nos miramos, casi como cómplices.
Se subió al auto y se sentó al lado mío. Mariella me miraba fijo mientras me hablaba. Y yo hacía una fuerza sobrehumana para que mi mirada no descendiera al infierno de las piernas de Nara. Pero, por los bordes de mis ojos, estimaba que la pollera se le había subido un poquito más.
—Por favor, tengan cuidado. Cuando terminen, llevala a la casa de Rolo que hace mucho que no la ve y ya se anda quejando.
Asentí con la cabeza. Nara no dejaba de mirar hacia el frente con esa sonrisa picarona que la caracterizaba. Fingí querer arreglar la traba de la puerta. Y, mientras Mariella se iba, agaché la mirada. Por el borde de la minifalda, asomaba una línea rosada de encaje. La pija me latió de sólo ver su tanga asomando. El aroma de su perfume combinado con el olor de su piel me embriagó por un momento. Nara puso sus manos sobre mi brazo.
—¿Estás bien, Julio? —me preguntó.
No me atreví a cruzarle la mirada. Pero le contesté que sí y volví a acomodarme en mi asiento.
Conduje en silencio. La calle se desplegaba como una hoja frente a mis ojos. Evitaba mirar hacia el costado derecho de la vereda, por más que implicase un peligro, porque temía por alguna razón que mis ojos se desviaran hacia la hija de la mujer con la que yo estaba en pareja hacía tres años. Sin embargo, Nara llenaba el auto con su aroma a fresas. Yo la inhalaba por la nariz y cerraba los ojos de tanto en tanto. Mi pija comenzaba a palpitar debajo del pantalón. Sentí un calor insoportable desprenderse de mis poros. Supongo que ella también lo sintió, porque comenzó a moverse inquieta en el asiento. Miraba por la ventana, escupía el chicle, o se arreglaba el labial en el retrovisor. Retorcía la cola en el asiento, apretaba sus piernas. Suspiraba, como cansada o aburrida, y llevaba sus brazos a los caños del cabezal del asiento. Sonreí disimuladamente.
—¿De qué te reís? —me preguntó divertida.
La miré. Por la ventana entraba un viento que le desarreglaba la coleta del pelo y algunos de sus cabellos le flameaban en la cara. Sus ojos color miel se encendían con el brillo del sol que golpeaba contra el auto, como si consumieran la luz y la dispararan de nuevo hacia afuera.
—Quedate quieta, nena. Estás muy convulsiva —le respondí sin borrar la sonrisa que ella había descubierto.
—Bueno, perdón… Me aburro —dijo.
No había forma de borrarle la risita de traviesa que se deformaba los labios. Cada tanto, la nariz le latía, como una perrita que olía algo, que buscaba algo.
Volví mi mirada hacia el camino. Habíamos llegado a la ruta. Las afueras de la ciudad parecían un desierto casi vacío de no ser por algunos arbustos accidentales o abandonados que irrumpían el llano a la distancia. Cerré los ojos. Cuando yo aprendí a manejar, a los dieciocho años, solía salir a la ruta para conducir con los ojos cerrados. La inercia del movimiento que llevaba al auto me adormecía. Y no sentía nada. Pero de todo aquello ya habían pasado treinta años. Esta vez, cuando cerré los ojos, mientras el viento me golpeaba en el rostro, sentí la mano intrusa de Nara metiéndose entre mis piernas. Me abrió la bragueta y liberó mi pija. Por el tacto de sus manos me di cuenta que estaba dura. Sentí sus labios recorrer el tronco y su lengua acariciar el glande. No quise abrir los ojos. Sólo sentía como Nara me chupaba la pija como una profesional. La sentí moverse, seguramente para acomodar las rodillas en el asiento, y meterse la pija todavía más adentro de la boca. Mi glande se deslizó por el fondo del paladar hasta llegar a su garganta, y sus labios rozaron la base de mis huevos. Nara se había metido toda mi verga dentro de la boca. Algo que su madre, para comparar, no había podido hacer nunca. Se me ocurrió en ese momento que esa no era la primera vez que lo había hecho.
Abrí los ojos. La ruta seguía recta, sin curvas, como si se hubiera diseñado específicamente para que un hombre como yo disfrutara de una buena chupada de pija. Agaché la mirada. La cara de Nara estaba escondida entre mis piernas. Bajé la velocidad. Al mirar hacia el costado, vi la minifalda subida por encima de sus nalgas. Agradecí en aquel momento a la persona que había diseñado esa prenda. A Nara le quedaba de mil maravillas. Agarré la tela con mi mano derecha y se la levanté como un velo por encima de la espalda. Corrí la tanga de encaje rosa que llevaba puesta y le manoseé las nalgas. La piel de Nara era suave, tersa. El tacto de mis manos endurecidas por tantos años de trabajo parecía complacerla, porque sentía las vibraciones de sus gemidos ahogados en mi pija. Despacio, mientras ella hacía su trabajo, mis dedos rosaban los costados de sus labios vaginales. Nara estaba muy mojada. Eso quizás era lo que la tenía tan inquieta. Me volvía loco imaginar que mientras se movía como loca en el asiento de mi auto, su concha se ponía cada vez más húmeda.
Detuve el auto al costado de la ruta, el sonido de las llantas en la banquina me pareció un estruendo delator. Tiré mi asiento hacia atrás. Recién entonces pude verla. Tenía los ojos cerrados. La coleta del pelo desarreglada. La parte de sus cabellos más cercana a la raíz se abultaba como un globo a medio inflar. La forma de mi pija se imprimía en el cachete de su cara, y entonces me miraba e intentaba sonreírme con la boca llena. Me estiré para llevar su asiento hacia atrás, para que estuviese más cómoda. Y, de paso, aproveché para meter mis dedos en adentro de su concha. Nara gimió. El hueco apretaba, pero se notaba que cedía a la presión. Con el dedo índice que me había quedado libre comencé a acariciarle el agujero del culo. Nara no frenó ni un segundo. Se comía la pija con un hambre desesperado. Nos habíamos pasado todo este tiempo midiéndonos, y ahora, en medio de una ruta desierta concretábamos una cogida que los dos sabíamos que tarde o temprano iba a suceder.
No aguanté las ganas de jugar con sus agujeros. Metí hasta el fondo de su concha el dedo del medio y el anular, y clavé mi dedo índice en su culo con el excedente de fluidos. Nara se sacó la pija de la boca.
—¡Ay, hijo de puta! Así… Así… Pajeame —me pidió y volvió a comérsela hasta los huevos.
Entonces comencé a mover mis dedos. Ignoré el sentimiento incómodo en el espacio entre mis dedos que se separaban para entrar por sus agujeros. El placer de tener a la hija de mi pareja comiéndome la pija mientras me la cogía con los dedos era infinitamente mayor a cualquier incomodidad. Como si mis dedos fueran órganos sexuales, se los metía y se los sacaba. Nara se retorcía en el asiento. Su piel se volvía roja, se encendía. Los poros se le abrían, y la pendeja despedía un aroma tan excitante que me pareció de repente que acabaría allí mismo. La frené.
—Te quiero comer la concha, pendeja —le dije.
Saqué mis dedos y me los llevé a la boca. El sabor que tenían me embriagó. La puse de espaladas a la ventana, con los pies subidos al asiento. Le separé las rodillas y, después de acomodarme hacia el costado, me quedé embobado mirándole la concha. Nara sostenía la tela de la minifalda hacia arriba, dejaba al desnudo su sexo, el perineo y el agujero de su culo. Su piel blanca se volvía rosada. Con una de mis manos, agarré la tanga de encaje rosa que la cubría y se la arranqué de un solo tirón. Nara sonrió. Los labios de su concha estaban inflados e irritados por la cogida que le habían pegado mis dedos. Chorreaba un líquido espeso que goteaba en medio del segundo agujero y caía en el asiento del auto. La miré de nuevo, y Nara lanzó una risita torpe que, como un disparador, me hizo reaccionar. Pasé mi lengua de arriba abajo. Primero por el agujero de su culo y luego por el de su concha. Ella inhaló un gemido y llevó una de sus manos a mi cabeza. Yo la agarré de las nalgas, por debajo de las piernas, y la acerqué a mí para poder comérmela mejor. Trabajé los costados, sus labios, el clítoris diminuto, rosado, prístino que se endurecía con cada lamida. La mano de Nara me apretaba el pelo y me empujaba aún más contra su cuerpo. Le metí dos dedos en el agujero de la concha y saqué mi cara tórrida por el placer. Le llevé el sabor de su sexo a los labios y la besé como nunca había besado a nadie.
Sentí en ese momento su lengua impetuosa que chocaba con la mía. Gemía despacito y, cuando lo hacía, despedía de su boca el sabor a chicle de menta en forma de aliento. Apresé su lengua entre mis labios y aceleré el ritmo de mis dedos que se clavaban en su concha. Nara comenzó a convulsionar. Sus gemidos se volvieron más marcados. Me empujó hacia atrás y, sin sacarse mis dedos de su agujero, disparó un chorro explosivo, relativamente breve de fluidos. Mientras duraba el disparo, se contorsionó trayendo el pecho hacia adelante. Los pezones se marcaban en su remera blanca. Me quedé petrificado del sólo verla. Nara se relajó de a poco.
—¿Y eso…? —pregunté.
Nara se encogió de hombros, sonrió.
—Me sale todo el tiempo —me respondió haciéndose la tonta.
—Hacelo de nuevo para mí, pendeja… Dale —le ordené.
Volví a besarla. Mis dedos retomaron sus movimientos dentro de su concha. Con la mano que me quedaba libre, agarré la remera hecha un nudo y desnudé sus tetas. Eran grandes, como las de su madre, y la coronaban unos pezones rosados algo oscuros. El rebote de sus senos era perfecto. Una vez que la carne se le acomodaba, volvían a su postura como músculos endurecidos. Mientras la masturbaba, me llevé a la boca una de las tetillas y la acaricié con la lengua antes de morderla suavemente. Costó poco volver a provocar una explosión semejante a la anterior. Nara me dio un golpecito en la cabeza para avisarme que iba a suceder de nuevo. Y yo llevé mi cara a su concha justo a tiempo para que me bañe con el fluido. Mientras chorreaba, abrí mi boca y dejé que me diera de beber del chorro. Mis dedos se escaparon hacia el agujero de su culo y se incrustaron en él. No costó en lo absoluto. Las paredes de su segundo agujero se dilataron de inmediato con el paso de mis dedos. Mi lengua irrumpía en su vagina. El sabor de sus chorros era delicioso, una especie de agua de fuente con la que se me ocurrió que podría hidratarme por el resto de mi vida. Tuve que sostenerla para no interrumpir mi trabajo, porque se estremecía, trastornada por la sacudida que le había producido el líquido.
Nara, que no podía parar de gemir como una puta, volvió a echarme hacia atrás. Con el empujón, me acomodó de nuevo en mi asiento. Se puso encima de mí, y comenzó a acariciar mi pija con los labios de su concha hasta que el palo quedó completamente lubricado. Una vez que decidió que era suficiente, se la metió despacio ella solita. El interior de Nara era suave, como pomposo. Sus labios no deglutían mi pija, más bien, como si fueran una segunda boca, la lamían, la ingerían con un movimiento suave, persistente y sosegado. Vi desaparecer el tronco de mi pene dentro de ella y sentí sus labios conchando contra la base de mi pija. Estaba a punto de desmayarme. Dejé caer mi cabeza hacia atrás, pero ella se sostuvo de mi nuca. La miré.
Después de culminar la penetración absoluta, Nara levantó la mirada y me sonrió.
—Sos una pendeja muy traviesa, ¿sabés? —le dije a media voz.
—Me gusta portarme mal —me respondió aguantando un gemido.
—A ver… Mostrame lo mal que te portás…
La dejé saltar un rato arriba mío. Pero el rose de su interior con el glande fue en algún momento insoportable. Sentí la necesidad de tomar la iniciativa. La eché contra el volante. El auto dejó sonar un bocinazo breve y delator. Pero no me importó. Una vez que la acomodé contra el volante, tomé fuerza con las caderas y, recostándome sobre ella, comencé a mover mi cintura.
Nara seguía agarrada de mi nuca, gimiendo desesperada. Yo sentía su concha mojarse cada vez más con cada embestida. Mi cara se hundía entre sus tetas, y mi lengua relamía sus pezones. Volví a apresar una tetilla entre los dientes. La miré desde abajo. Nara tenía la cara deformada, los ojos cerrados, el ceño fruncido, la boca a medio abrir.
—¿Así que te gusta portarte mal, pendeja…? Dale, pórtate mal entonces. Bancate la pija, puta, dale —le dije entre dientes.
Nara no podía hablar. Seseaba el inicio de una afirmación que no llegaba a ser un sí. Se interrumpía con gemidos. Yo sentía el roce de su teta derecha que me acariciaba el rostro. Las embestidas que le estaba dando hacían que su carne saltara de arriba abajo. La dejé ir. Cayó sobre el volante, y volvió a sonar la bocina. Al tomar distancia, pude ver cómo mis empujones le hacían rebotar las tetas. La remera blanca le cubría sólo el cuello y los hombros. Nara volvió a convulsionar. Se arrancó de mi pija y volvió a soltar uno de sus chorros que me mojaron el torso y el abdomen.
Pero ya era demasiado tarde para detener mis perversiones. Estaba, después de todo, cogiéndome a pelo a la hija de Mariella. Mientras Nara chorreaba, metí mi verga lubricada en su segundo agujero. Ella abrió los ojos de repente, como asustada. Tardó en reaccionar y, para cuando lo hizo, mi verga se había incrustado hasta la mitad en el agujero de su culo.
—¡Ay, sí, por Dios! ¡Metémela por el culo! —gritó y su cuerpo cayó contra el mío, metiéndose lo que restaba de mi pija.
—Mirá cómo se te abre todo el agujero del culo, pendeja… Seguro ya te lo hicieron varios…
Nara sonrió y se llevó las manos a la cara. Puse mis dedos en forma de garfio y comencé a masturbarle la concha mientras me la cogía por el culo. Mi pija se deslizaba con suma facilidad dentro del segundo agujero.
—Sí… Estoy seguro que ya te cogieron el culo a vos, pendeja puta.
Nara se río. Yo sabía que era cierto. El poco esfuerzo que fue requerido para que mi verga entrara por sus agujeros era la prueba. La miré de arriba abajo. Me la imaginaba como la puta de todos. Los vecinos, los profesores de la facultad, sus compañeros de curso. Me imaginé que se la había cogido todos y cada uno de ellos. Algunos, incluso, a la vez. Me excitó imaginarla recibiendo pijas como una puta desinhibida. Entonces me la cogí más fuerte. El agujero de su culo estaba menos dilatado, por lo que generaba más fricción. Tuve que llevar saliva al palo varias veces. Pero nada de eso debuto las embestidas que le pegué. Nara gemía, gritaba, me arañaba el pecho o el cuello tratando de agarrarse. Yo no aguantaba más.
—¿Dónde querés la leche, pendeja? ¿Dónde la querés?
Nara me miró. Sus dientes apretados unos contra otros. El sudor de su frente le pegaba unos mechones diminutos de cabellos a la piel. Tenía los ojos encendidos. La cara, enrojecida. Estaba echa una salvaje.
—¡En la concha! —me ordenó.
—Así me gusta… Eso… Ponete bien puta para mí.
Saqué mi pija de su culo y volvía a embestirla por la concha.
—¡Llename, llename! —me exigió—. ¡Llename de leche, Julio! ¡Por favor!
Escucharla decir mi nombre me puso aún más bravío de lo que ya estaba.
—Dale que te preño, puta. Dale que te preño —le advertí.
Y los dos pegamos un grito que se censuró por la bocina que otra vez volvía a sonar. El semen salió como disparado de mis huevos. Los latidos de mi verga y los de su vulva se confundieron al punto de que ya no podía saber cuál era cuál. Y nos quedamos así, apretados el uno al otro. Pasmados, bobos. La besé con mis labios lerdos, y ella sonrió con un gesto tonto.
Volvimos a hacerlo una vez más, pero la noche amenazaba en el horizonte y teníamos que volver. Nara protestó. Pero le prometí que lo volveríamos a hacer las veces que ella quisiera. Me chupó la pija todo el viaje de regreso. Le hice una broma. Le dije que dejara de hacerlo porque me iba a sacar leche en polvo. Fue efectiva. Le causó gracia. Me gustaba verla reír.
Estacioné en la esquina de la casa y vi la figura rechoncha de Rolo que salía a recibir a su hija. Hablaba por teléfono y nos saludaba con la mano. De la nada, nos hizo una seña para que esperemos y se giró preocupado con la llamada.
—Después se queja que no lo visito —dijo Nara—. Si cuando vengo nunca me da bola. Además, ya soy adulta yo. Hago lo que quiero.
La miré. Su ánimo había caído considerablemente. No sabía cómo expresar que la entendía, que tenía razón. Así que, en vez de decir algo estúpido, volví a llevar mis manos debajo de su minifalda.
—A ver, me parece que hay algo que me olvidé acá… No sé —le dije en tono de broma.
Nara se rio. Le metí tres dedos en la concha. La vi estremecerse. Estaba húmeda, la cubría una combinación de sus fluidos y mi semen. Acerqué mis labios a su oído izquierdo.
—Miralo a tu papá —le susurré—. Quiero hacerte chorrear en frente de él, vos que sos una nena tan buena.
Nara gimió y pegó los ojos a la espalda de su padre.
—No le saques los ojos de encima mientras sentís cómo te pajeo, pendeja… Te calienta ser así de putita, ¿no? Te encanta portarte mal a espaldas de tus papás, ¿verdad?
—Sí… Sí… Me encanta —murmuró Nara sin quitar sus ojos del objetivo.
—Mirá si se da vuelta tu papá y te ve así. Siendo pajeada por los dedos del nuevo novio de su exmujer.
—Ah… Cae desmayado —susurró con una sonrisa traviesa.
Me hizo reír la imagen del imbécil de Rolo cayendo desmayado.
—No te preocupes que, aunque se desmaye, no voy a dejar de meterte los dedos por la concha.
—Ay, no. Por favor… No pares… No pares.
Volví a repetir la maniobra. Mis dedos anudar y medio clavados en su concha, y el índice enterrado en su culo. No tardó mucho en empezar a retorcerse. Y, después de eso, tardó menos en explotar con un chorro. Estaba a punto de gemir, pero la callé con un beso de lengua mientras sentía el fluido dispararse entre mis dedos. Cuando acabó, saqué mi mano, y ella se acomodó la minifalda. Nos quedamos riéndonos como dos tontos. Su padre se dio vuelta y cortó la llamada. Se acercó al auto con una sonrisa patética.
—Hola, Julito. Amigo, ¿cómo estás? —dijo con una sonrisa que desnudaba sus dientes amarillentos—. ¿Cómo fueron las clases?
—Bien —le respondí cortante.
—Estás grandote, amigo, eh… ¿Qué hacés para estar así de musculoso?
Lo miré con la cara inexpresiva.
—Se cuida con la comida y va al gimnasio, papá —dijo Nara bajándose del auto—. Algo que vos deberías hacer más seguido.
Se saludaron y Rolo me despidió. Mientras se alejaban, vi que una gota caía por la pierna de Nara. Ella se giró y yo sonreí. Le lancé un beso en el aire, y ella hizo el gesto de comérselo a dentadas. Me guiñó un ojo y desapareció de mi vista.
La tanga rota había quedado atrapada al costado del asiento. Antes de tirarla por la ventana, la olfateé sólo para comprobar que todavía mantenía el aroma delicioso de Nara. Volví a casa sonriendo como un adolescente idiota. El espacio entre mis dedos dolía. Mientras manejaba, abría y cerraba las manos. Me daba la sensación de que entre más doliera, más placentero sería el recuerdo.