12: 57 P.M. 31.5° Celsius y 64% de humedad. Qué día tan diferente, tan especial. ¡Ni muy nublado ni completamente despejado! Mi esposo da los últimos mordiscos al crocante patacón y en mi plato reposan los restos espinados del «Piska kora» bien asado con el que Kayra me sorprendió. Arroz con coco, papitas fritas y patacones, complementaron su excelente receta.
— ¡Ufff, que calor! —Le hago el comentario a Camilo y veo en su frente el sudor. Una gotita baja de su sien huyendo hacia el pómulo, continuando el recorrido de una anterior, girando por la esquina derecha de su mentón, tentada a caer.
—Sí, Melissa, tienes razón. Si deseas puedes darte una ducha mientras yo recojo la mesa. ¡Hay toallas en!… Bueno, tú sabes dónde están. Anda, ve y te refrescas. Estás en tu casa. —Le respondo con amabilidad, dándole la razón. El almuerzo nos ha dejado más que satisfechos. Kayra se ha esmerado en prepararnos un exquisito Pargo rojo y esos patacones crujientes le quedaron… hummm, sencillamente espectaculares.
— ¿En serio? ¿Me puedo duchar? Me gustaría darme ese baño, muchas gracias. —Le miro con cariño, agradecida con su actitud conciliadora, –con la mirada de siempre– aunque no sé si mi esposo es consciente de ello.
Mariana, con su rozagante rostro, quizás un poco ruborizada, me agradece colocando esa amorosa mirada, la que solía obsequiarme cada vez que yo hacía o decía algo con el fin de satisfacerla y que tanto he extrañado. Se pone en pie y antes de retirarse, acaricia mi mano con disimulada ternura, más no pronuncia palabra alguna.
***
Al empujar la puerta de la habitación puedo observar el orden con la que la mantiene arreglada y bien alisada encuentro nuestra cama. El juego de sábanas con diseños geométricos en variados tonos de azul, le dan un toque fresco y juvenil. El aroma a su colonia se mantiene flotando aun en el ambiente y el cuadro sobre la cabecera, pintado al óleo por nosotros dos a cuatro manos, no lo ha retirado. Nuestra heterosexual imitación de «En la cama: El beso», la obra de Toulouse-Lautrec. Mi rostro, pintado por él y el suyo, por mis manos.
El antiguo armario de madera y chapa de dos puertas, con solo el espejo de la hoja izquierda sobreviviendo a tantísimos años de uso está cerrado, pero las llaves cuelgan de la cerradura, permitiendo adentrarme en una intimidad que desde hace meses, me es ajena. Y con esta extraña sensación, –anteriormente cotidiana– giro la llave y abro de par en par las puertas, que chirrían un poco agudas; un tanto cohibida, desplazo mi mirada por los anaqueles de la mitad para arriba. Su ropa que no es mucha, está bien doblada, –raro en mi marido– del lado derecho. Al izquierdo esta la mía que tampoco es tanta, resguardada del polvo, las polillas y otros bichitos, envueltas con esmero dentro de bolsas transparentes de delgado plástico con cierre hermético.
De la mitad para abajo están los amplios cajones donde guardábamos nuestra ropa interior, las medias que por supuesto en este clima, casi nunca usábamos y en el de bien debajo, dos juegos de cama y las toallas. A un lado el espacio para los zapatos, donde veo que los tiene bien apilados con tan solo tres pares de zapatillas de diferente color, un par de botas de piel marrón «Brahma» con suela amarilla y unas chanclas negras de caucho con doble correa.
Lógicamente no hay zapatos míos, pero al fondo observo una pequeña caja de cartón amarrada tanto a lo largo como a lo ancho, con una cintica roja como si fuese un regalo de alguien, que una vez abierto, sin gustarle lo ha devuelto y ha quedado allí a medio cerrar. ¿Un regalo para mi marido? ¿O de él para alguien más?
Siento la tentación de fisgonear un poco más pero escucho los pasos de Camilo, llevando seguramente los platos al fregadero para lavarlos y me contengo. Mejor abro el cajón y tomo una de las toallas, la que tiene un gran Mandala estampado con sus figuras magentas, violetas y azules, tan espirituales.
Mis manos deshacen el nudo del cordón en mi cintura y por la cabeza me saco el vestido. Hago un doblez a lo largo y lo coloco descuidadamente sobre la cama. No me preocupa quedarme así, de hecho también libero mis tetas de la opresión del ajustado top blanco y solo me quedo con los «cucos» negros puestos. He decidido no cerrar la puerta como mi esposo lo hizo anteriormente, mucho menos la ventana que da al pequeño patio de ropas. Si me quiere ver que me vea, –como me gustaría– aunque lo dudo, pues le escucho ahora tararear «Girls Like You» de Maroon Five, mientras enjuaga la loza.
Entre cierro la puerta del baño, dejando la toalla colgando de la percha atornillada al caoba tablero y descorro la cortina de la ducha. Hay una barra de jabón casi nueva y por supuesto un frasco de shampoo, pero ni loca me lo pienso lavar de nuevo. Caen refrescantes por delante las gotas frías, descendiendo desde mi cuello y mis hombros hacia la redondez de mis pechos. Reaccionan mis pezones endureciéndose involuntariamente y me giro un poco de izquierda a derecha para empaparlos de una buena vez. Deslizo sin afanes el jabón sobre cada una de mis bubis, sosteniendo el peso de su operada redondez en la cuna de mi mano libre, para luego recorrer las axilas, cada uno de los brazos y mis manos.
Espumas blancas rodean mi vientre plano con su hundido ombligo y la suave depresión en mis pocas estrías, –apenas visibles después de mi embarazo– reciben la leve presión de la barra de jabón. Igual mi cintura estrecha y los conejitos en mis caderas, albergan el mismo trato. La nalgas si me las sujeto y las aprieto con los dedos, después de enjabonarlas; mis caderas y los muslos, mis pies… siendo mío todo el cuerpo, aquí sola con los ojos cerrados, deseando que vuelva a ser de él.
Con cuidado de no mojar mis cabellos, voy girando dentro de la ducha, para que el agua borre con la presión de sus chorros, lo que quede del jabón. Me siento tranquila y alegre después de todo, aunque temerosa de enfrentarme a lo que me resta por contarle. Pero pienso en este instante, –cerrando el grifo– que no me ha ido… ¡No nos ha ido tan mal! ¿Dudas? Persisten sí, continúan para Camilo muchas y algunas nuevas para mí.
Se supone que se ha mantenido solo y me han contado que me extraña, que aún me ama. Pero… ¿Y Maureen? Ese intercambio de miradas, su cariñosa complicidad, ese beso tan sonoro en su mejilla y aquel abrazo… ¿Estará esperando a que me vaya rechazada para quedarse aquí con él? ¿Y Elizabeth? Ella podría estar igualmente interesada en mi marido, –a pesar de estar casada– demostró congeniar bastante con él y tuvo además, la férrea voluntad de no dejarse enredar por la telaraña de piropos que Chacho le decía para llevársela a la cama aumentando un renglón más, su lista de conquistas. Lo cual le encantó de ella, como me lo confesó hace un rato Camilo, diferenciándola de mí. ¿Seguirán en contacto? Y mientras la toalla absorbe la humedad sobre mi cuerpo, siento una gran curiosidad por esa cajita casi escondida qué encontré. ¿Qué podrá contener?
***
Mariana se está demorando en el baño, como lo hace usualmente. Mientras tanto preparo dos sencillos pero efectivos «Indianápolis», algo cargados la verdad. Creo que se me ha pasado la mano con la medida del vodka, que no a si con el Blue Curaçao. Cuatro cubitos de hielo nadando en cada vaso y ya está.
Paso de la cocina hasta el porche, insistiéndome a mí mismo en no voltear a mirar hacia mi alcoba, evitar la tentación de esa puerta abierta, respetando su intimidad y aunque mi corazón si lo desee, mi razón exige bienestar sentimental. Ya suficiente tuve con aquellos recuerdos sobre mi afición por sus pies. La esperaré sentado, fumando.
***
Aun envuelto mi cuerpo por la toalla, anudada por la mitad sobre mis pechos, salgo del baño más fresca y bastante relajada. A mi marido ni lo veo por ahí y tampoco lo escucho cerca, tan solo la música sonando proveniente de la sala. He dejado mi bolso en el suelo, –a un costado del sofá– así que debo ir por él, tal cual como estoy. Camilo está fuera, sentado en su silla mecedora fumando y sumido con seguridad en sus pensamientos, no se da cuenta de mi travesía. Me regreso a la alcoba, me deshago de la toalla y aterrizan sobre la cama, desnudas pero secas, mis nalgas y a mi lado el bolso, frente a las puertas abiertas del armario.
Hummm, suspiro hondamente al tener frente a mis ojos la tentadora visión de aquella cajita de cartón. Imagino que mis brazos se estiran y mis manos la alcanzan. Tengo instalada en mi ADN, la curiosidad desmedida de los felinos, así que dando una rápida mirada hacia la puerta para confirmar que no existan moros en la costa, sigilosa me arrodillo y la tomo con cuidado. No pesa mucho, pero siento que se desplaza libre algo dentro de ella.
Desanudo la cinta roja y levanto la tapa, para llevarme una sorpresa. Un carrito a escala, réplica exacta en miniatura de mi Audi rojo con el techo negro, se encuentra dentro. Se aceleran mis pulsaciones y me echo para atrás, soltando la caja repentinamente frente a mis rodillas, para llevar mis manos a la boca, tan abierta por el desconcierto como mis ojos. ¡No, no puede ser posible!
Solo me queda comprobar algo, pero tiemblo de solo pensar que sea cierto. ¡Pufff! Tomo por el techo el modelo, lo levanto y finalmente, –temiendo hacerlo– le doy vuelta y compruebo que sobre la parte negra, pintadas en esmalte, se encuentran las dos emes rojas con las cuales Camilo lo marcó para mí.
***
— ¿Melissa, por qué tanta demora? Se están deshaciendo por el calor los cubitos de hielo del coctel que te preparé. ¿Te encuentras bien? —Le pregunto y me pongo en pie, dirigiéndome hasta la alcoba.
Me encuentro a Mariana desnuda y de rodillas en el piso, al frente del armario abierto y en sus manos el «Bburago» a escala, vuelto al revés. Sus cabellos secos, el rostro pálido con un gesto de preocupación y las curveadas pestañas, humedecidas por unas nacientes lágrimas.
— ¿Fuiste tú, cierto? —Le pregunto a mi esposo, al borde de un nuevo llanto.
— ¿Yo, qué? —Respondo con rapidez haciéndome el distraído, frunciendo el ceño, levantando mis hombros y junto a ellos en mis manos, su coctel y el mío.
— ¡No existió tal accidente de motocicleta! Lo fuiste a buscar y se pelearon. ¿No es así? —Camilo sigue de pie, exactamente recargado contra el marco de la puerta, sin atreverse a dar un paso más, pero cambia de pose, ahora muy recto y petulante, la faz de su cara se transforma y me responde altanero…
— ¡Y qué, si fui yo! ¿Te duele mucho como le quedo la carita? ¿Por eso estas llorando?… ¡No lo puedo creer! ¿Por ese hijueputa malparido?… ¡Si claro! Que más se puede esperar de una mentirosa, falsa, hipócrita y puta de mierda que aparte de ponerme los cuernos con el tumbalocas ese, decidió hacerle regalitos a su amante, entre ellos este modelo que yo… Melissa… ¡Yo te regalé! —Mariana continua postrada a un metro de mí, y llorando.
—Me lo entregó Rodrigo cuando puso en mis manos las llaves del Audi que te compré. De milagro no terminaste traspasándole a él, la propiedad de tu automóvil, aunque incontables veces sí que ocupó el puesto del piloto, lugar que te pertenecía y que nunca me cediste.
Y respiro hondo, tragándome el orgullo. ¡Yo y mis putas cagadas! ¿Qué podría decir? ¿Cuál excusa sería ahora valedera? ¡Ninguna por supuesto! Decido quedarme rendida en el suelo, desnuda de mentiras como mi piel, sin fijarme demasiado en sus groserías, pues el amor que siento por mi esposo, puede más que sus malas palabras. Lo que me duele más es verme descubierta, por mi propia curiosidad.
— ¡Creo que es mejor que te vistas y te marches! No tiene sentido seguir buscando una salida a tu infidelidad. ¡Ya no eres mi esposa ni nada para mí! —Con rabia y un inmenso dolor en mi corazón le grito, al no hallar en mí, la serenidad que tanto me pidió mi amigo. Me doy vuelta y sobre el mesón de la cocina dejo los dos vasos. En la sala desconecto con furia el cable de alimentación del mini componente y me hundo en el sofá… a llorar en silencio.
— ¡Noooo, nooo, no!… ¡Mi vida!… ¡Amor, yo!… —Le grito cuando lo veo salir furioso de la alcoba. Agitada apoyo mis brazos cruzados al borde de la cama y sobre ellos oculto mi cabeza sin dejar de llorar a mares, entre hipidos, suspiros y una gran falta de aire.
***
¡Maldita sea! Lo he perdido ahora sí, –pienso– y no llega a mi mente ninguna solución. Solo el recuerdo de esa tarde, cuando fui a su casa a buscarlo después de hablar con Carmen Helena en la oficina y comprobar que entre los dos, efectivamente no había sucedido nada. ¡Un premio, por tu fidelidad! Sonriéndole coqueta le dije cuando le entregué en su caja original, negra por detrás y amarilla en los costados, pero en el frente con su acrílica vitrina, la réplica a escala de mi automóvil, sin papel de regalo por envoltorio. Así de simple y de sencilla, sin importarme regalar lo que mi esposo meses atrás, al empezar todo este maldito teatro, me había obsequiado.
Limpio mi humedecida nariz con el antebrazo derecho y empiezo a colocarme de nuevo la ropa. Ya vestida de nuevo guardo el modelo dentro de la caja, lo amarro con la cinta y lo dejó como estaba, al fondo del armario. Cierro las puertas y echo llave, dejando todo como antes, menos la toalla que esta húmeda y la llevo conmigo, pasando cabizbaja por la cocina hacia el angosto patio de ropas para colgarla.
Al regresarme, observo a mi esposo sentado en el sofá. Vencido, llorando derrotado casi en silencio y humillado por mí culpa también. Y yo, sigo con mi llanto y mis lamentos, unidos a los de Camilo, entre espaciados suspiros. Quizá sea la última vez que lo veré. ¡Esta vez no pude vencer al destino!
Recojo mi sombrero, las gafas y mi bolso, pero antes de darme la vuelta para salir, extraigo del interior, la carpeta plástica blanca y el sobre de papel amarillo. Se los alcanzo pero mi esposo no quiere recibírmelos.
—Sigo siendo tu esposa. Bueno, hasta ahora. —Le digo extrayendo del interior de la carpeta, los folios partidos a la mitad de la solicitud de divorcio que mi abogado redactó y Camilo firmó sin rechistar, el día antes de marcharse de la casa. Me arrodillo y se los pongo en sus manos.
—Seguimos estando casados, Camilo. Nunca dejé que el abogado los presentara ante el notario. Pero eso ya no importa. ¿No es verdad? —De pronto mi marido levanta por fin la cabeza, me mira detenidamente con sus ojos aguados y luego los posa en las blancas páginas, leyéndolas con desgano.
—Ese juguete no significaba mucho para mí, lo siento pero es la verdad. Nunca jugué con carritos ni aviones, mis hermanos nunca me dejaron. Las muñecas y cocinitas de plástico eran todo en mis juegos, en mi imaginado mundo infantil. Sin embargo sí que debí darme cuenta de que a ti, por ser hombre, te gustaba mucho y te importaba. —Camilo tira los papeles al piso, pero me escucha con atención.
—Desprecié tu obsequio y nunca me imaginé que al regalárselo a él, sería el motivo final para que me despidas de tu vida. Lo lamento, lo siento mucho, Camilo.
— ¡Es una maldición entregar a otro, lo que con cariño te han ofrecido! —Me responde sin añadir nada más, mirando de nuevo al suelo.
— ¡No empecé a llorar por él! De hecho se lo pronostiqué más de una vez. Sabía que algún dia, tarde o temprano le iba a suceder, y claramente se lo merecía. —Le digo a Camilo al verlo sentado en el sofá, encorvado con la cabeza gacha y con sus brazos estirados, descolgados por entre el abismo de sus piernas abiertas, entrelazados sus dedos… ¡Descargando en lágrimas, su dolor!
—Lloraba por mí, de vergüenza al verme descubierta por ti de esa manera. Nunca debí regalarle ese autito, jamás debí haberme metido con él. Te herí también en aquella ocasión, cuando llegaste a casa feliz para entregarme las llaves del auto nuevo y cuando me entregaste igualmente la caja con ese modelo a escala, y otro idéntico para Mateo, sin darle la debida importancia a tu obsequio. Lo dejé por ahí, colocado en una estantería de tu biblioteca para que lo vieras unos días y luego de unos meses, cuando estabas de viaje supervisando las adecuaciones de una de las casas que yo había vendido, limpiando el polvo decidí guardarlo, debajo de unos cuadros que dejé pintados a medias, al comenzar a trabajar en la constructora.
—Claro, por supuesto. Más güevón yo, pensando que finalmente se lo habías entregado a nuestro hijo. ¡Qué estúpido soy! ¿Cierto? —Y tomo con afán, los papeles de piso, juntándolos de nuevo y mirándola, le digo a mí todavía esposa…
—Supongo que me tocará volver a Bogotá y tendremos que empezar de nuevo todo esto, desde ceros. —Le digo decepcionado.
—Pues si no quieres escucharme ni verme más, como siempre me has dicho Camilo… ¡Como quieras, quiero! —Y me marcho, sollozando hacia la casa.
***
Entro en la cocina para buscar a Kayra, agradecerle sus atenciones y despedirme. Será imposible ocultarle la amargura de mi estado y el rojo en mis ojos, por lo mismo sigo adelante con los lentes puestos.
— ¿Kayra? —Pronuncio su nombre pero sigo sin ubicarla. Tal vez se encuentre arriba en el segundo piso, arreglando las habitaciones, así que salgo al comedor y me dirijo hacia las encaracoladas escaleras, centradas frente al amplio salón.
— ¡Mi niña! ¿Me necesita? —La escucho hablarme, sin embargo no la veo aparecer en la curva que dibujan los escalones al descender.
—Pufff –exhalo– ¡Me voy! Solo quiero despedirme y agradecerte por todo. —Tomando aire para tranquilizarme, le respondo.
— ¿Pero cómo así? ¡No puede ser! ¿Tan rápido? —Y ahora si la observo bajar un tanto apurada, limpiándose las manos con la esquina de su delantal blanco.
Al terminar de bajar las escaleras y colocarse a mi nivel, sin decirle nada, me abrazo a ella, recostando de medio lado mi cabeza sobre su pecho. En seguida siento como la corpulencia de su cuerpo me acoge cálida, abrazándome con sus poderosos brazos. Una mano suya, –creo que la derecha– me acaricia los cabellos con maternal ternura y ya no puedo detener mis suspiros e inconsolable, tampoco mis sollozos.
—A ver, a ver… Cuéntele a esta vieja sus pesares, mi niña. ¿La ofendió el joven Camilo? —Me pregunta y aunque deseo responderle de inmediato, se me atragantan las palabras con las cuales deseo explicarle a Kayra, que mi marido no es culpable. ¡Gagueo y suspiro, lloro y balbuceo! Al momento puedo decirle…
—Él no… ¡Mi esposo, no!… aghhh, fui yo… Yo, me… Ehhh, le abrí las putas patas a otro. ¡Camilo es inocente!… Y yo, Kayra… Una hijueputa infiel.
—Llora mi niña, llora. Aquí estoy a su lado para que vierta sobre mí hombro, sus desconsoladas lágrimas. No soy quien la tiene que juzgar, ni tengo porqué. Ni siquiera mi niño. —Me responde dándome repetidas palmaditas en mi espalda.
—Por lo visto él ya ha dictado su parecer, pero será usted la que tomé el camino que su decencia le dicte. Si se va ahora y lo deja intranquilo, o si por el contrario levanta su cabeza y se devuelve a su cabaña, para en frente del joven Camilo abandonarlo en paz, al confesarle las circunstancias que la envolvieron para hacerle lo que le hizo, y asumir con decoro el destino que usted con su decisión escribió para sí. Y si en ese camino escogido, su esposo no la acompaña más, no lo fuerce ni le desvié usted, de la elección que él tomó. —Kayra tiene mucha razón, pero el valor se me acobardó ya dentro de mi inseguro interior, a pesar de dejarlo así adolorido, para que otra mujer venga y él… ¡La pueda amar!
— ¡Pero lo amo! ¿Qué hago, Kayra? Nunca dejé de hacerlo y nunca lo dejaré de amar. —Le respondo pero continúo aferrada a ella, con mi apenado llanto.
—Si lo ama, como me dice, creo entender que entre usted y él, no existieron contrariedades graves, por lo tanto no comprendo… ¿Qué necesidad tenía usted de buscar problemas, deshaciendo sabanas de otro camastro? —Y al terminar su pregunta me aparta de ella, tomándome por los hombros, para luego retirar con sus gruesos dedos, mis lentes de sol y auscultar con sus iris negros, los enrojecidos ojos míos.
— ¡Un error! Un tentempié ni dulce ni salado. Nunca fue fuego que me hiciera arder, una brizna encendida, que al final me quemó. —Le explico.
— ¿Y le duró mucho la calentura, mi niña? —Me pregunta Kayra, con un desacostumbrado gesto de seriedad.
—No mucho, porque tampoco deseé darle muchas largas. Apenas lo suficiente para que dejara en paz a una amiga y darle un escarmiento, haciendo que se enamorara de mí. Pero ya ves, al final logré completar una de esas metas, la otra la conseguí a medias. Y esas pocas veces fueron suficientes para desarmar las bases de mi hogar. ¡Camilo no me va a perdonar nunca! Y jamás, lo olvidará. —Ahora soy yo quien tras terminar de hablar, le acaricio el rostro y empinándome un poco, beso su mejilla izquierda.
— ¡Te quiero mucho, Kayra! No te olvidaré y prometo llamarte de vez en cuando. ¿Y Maureen ya se fue? Me gustaría darle un abrazo y hacerle prometer que cuidara muy bien de Camilo. —Le pregunto, pero ella primero gira levemente su cabeza hacia la izquierda, luego se le forma una H en la mitad de su frente, justo encima de la nariz e inquisidora, aguza su mirada como intuyendo hacia donde van mis palabras.
—Maureen salió hace rato, acompañada por ese par de inmorales caprichosos. Pero si no se encuentran por ahí, con gusto se lo diré. Siempre será bien recibida en esta casa. El señor William la extrañará tambien. Y por el joven Camilo… ¡Descuide que entre todos lo cuidaremos bien!
—Gracias por todo, Dushi querida. ¡Dios te bendiga! —Con esas palabras me despido y aunque espero que Kayra me escolte hasta la salida, no lo hace y se da la vuelta para dirigirse hacia la cocina. Me enfrento de nuevo al sol de estas tardes, protegida por mi sombrero y la oscuridad de mis lentes.
Abro la puerta de madera y tras de mí se queda mi marido y yo sin él, mi felicidad sin la suya y de paso le incumplo la promesa a nuestro pequeño hijo. ¿Qué le diré cuando me vea llegar sola, sin su amado papito agarrado de la oreja?
***
Sumido en los dolorosos recuerdos que me dejó Mariana, con las manos tapando mis oídos intentando no escuchar mis pensamientos, escucho de nuevo algo afónicos los golpes en la madera del marco de mi puerta…
— ¿Joven Camilo? ¿Podría intercambiar con usted, algunas palabras?
—Por supuesto. Claro que sí, desde que no sea algo que tenga que ver con ella. Ya se marchó y espero que no vuelva.
—No se mienta y mejor muérdase esa lengua, mi niño. No desee para usted un mal que después con el tiempo, no lo podrá reparar. La señora Melissa se va a ir de nuevo sola y lastimada. Y usted aquí se va a quedar con más nubes negras, que con su cielo despejado. Creo mi niño que es mejor salir de estas cuatro paredes de madera y se dé prisa para buscarla, no vaya a ser que su mujer cometa alguna locura. Se ha ido con el corazón en el puño, sin conseguir lo que vino a buscar.
—Pero Kayra, si yo no hice nada. —Le comento levantándome del sofá y ella me responde con su caribeña sabiduría…
—Precisamente mi niño, bien lo dice su alma buena. ¿Va a dejarla ir, sin hacer lo que al abandonarla, tuvo que hacer primero? Usted debió preguntarle con la razón y ella responderle desde el corazón. Usted escucharla desde el comienzo y luego mi niño, decirle al final lo que sentía. Y ella, y de eso estoy muy segura joven Camilo, con resignación le iba a oír, acatando su parecer. —Mi negra hermosa se acerca, con sus manos carrasposas y trabajadoras me acaricia las mejillas, limpiando con sus blancas palmas mis cristalinas lágrimas.
—Es usted un hombre bueno, inteligente y servicial. –Continúa hablándome cariñosa. – ¡Amoroso con su hijo, con su mujer y los amigos! No es menos hombre que ningún otro, mucho menos de ese aparecido amante. ¡Valórese! Y no tenga miedo de perderla, mi niño, porque en sus ojos azules acabo de ver la tristeza que le produce alejarse de usted, y no es más que la clara señal de que el hombre que ella ama en verdad, es este que mis ojos están mirando ahora y que algún día se los comerán los gusanos. ¡Y nunca fue ese otro! —Me abraza con fortaleza, rodeándome de su aroma, confrontándome con sus palabras.
—No se trata de barrer todo el polvo de la casa, si por pereza de botar los desperdicios a la basura de lo que le han hecho a su hogar, decide nada más levantar la esquina del tapete de la entrada y esconder la mugre allí, esperando que en los tiempos del olvido, la fortuna tarde o temprano los desaparezca. —Se aparta y prosigue.
—Joven Camilo, usted la ama y aunque está en su derecho de apartarla de su vida, para restablecerse por completo y hacerlo a conciencia, quedando en paz con usted mismo, alcáncela y dejé que ella le explique porque decidió jugarse su prestigio de mujer bien casada, en ese juego de locas pasiones, que como puede usted ver, lo apostado lo perdió buscando algo que tenía ganado en casa. —Sin remedio, al escucharla se me hace un nudo en la garganta y con mi voz entrecortada por el llanto le comento mis temores.
—Pero es que yo… Me va a doler Kayra. Tengo miedo de escucharla y de saber… ¿Y si no fui para ella suficiente?
—Mi niño, no se preocupe por eso. Duele el amor porque esa es la ley de la vida. Tiene todos los bonitos colores del arco iris, aunque se vea tan solitario en un dia gris. Y no solo será de ese azul que tanto le gusta a usted. Vaya mi niño, vaya. Y demuéstrese que tanto vale usted y que tan grande es su amor… ¡Para su mujer!
***
Encontré aliento en las palabras de mi negra hermosa, sí, pero a mis piernas aun no parecía llegar la orden desde mis neuronas, en claro conflicto con el palpitar de mi corazón. Me muevo lento bajando por la calle, pero con ganas de verla en la distancia, aunque no la encuentra mi mirada. Quizás hubiera tomado un taxi, y no me enteré de en cual hotel se hospedaba. Sin embargo al llegar a la esquina, la veo sentada en el andén a mitad de la poco transitada calle Frederikstraat. Dejando pasar una minivan blanca y un sedán rojo con la pintura perjudicada por el sol, me voy acercando y observo como busca desesperada algo dentro de su bolso negro.
—Hola de nuevo, Melissa. ¿Qué se te perdió? —Le pregunto y Mariana sin levantar la vista, no me responde porque no quiere, o sencillamente no se ha dado cuenta de que estoy justo al pie, pero parece murmurar algo consigo misma.
—No te tendré… No tengo nada… Ni un puto cigarrillo. ¡Maldita sea!
Entonces saco del interior de mi mochila sus dos paquetes nuevos de Parliament y se los pongo en frente de su rostro. Levanta su cabeza y me sonríe, pero no las recoge de mis manos. Sopla más fuerte el viento y entonces si reacciona, llevando su mano izquierda a la cabeza para mantener en su sitio, el sombrero de paja.
— ¿Melissa, estas bien? —Preocupado le pregunto.
—Dentro de lo que cabe, si, por supuesto. Ahh y gracias por los cigarrillos, estaba que me fumaba. —Extiende su mano derecha y se los coloco ahí.
— ¿Has venido a buscar respuestas? —Le pregunto a Camilo sin mirarlo, mientras rasgo el celofán del empaque de mis cigarrillos. —Sigue mudo y le hablo.
—Fue la tercera vez que me acosté con él. —Recordando, hablo en voz alta.
— ¿¡Qué!? ¿De qué estás hablando, Melissa?
—El día anterior, le había prometido un premio si se comportaba como un caballero con K-mena. Si rechazaba las estúpidas intenciones de mi amiga. No era exactamente con lo que él pretendía que le recompensara su «fidelidad». —Y entrecomillo con los dedos de ambas manos, la última palabra. Camilo aprieta la mandíbula con fuerza, y se acomoda sobre el hombro izquierdo, el ancho tejido de la correa de su mochila.
— ¡Él quería darme por el culo! Al igual que tú y que muchos hombres más. Le encantaba la forma de durazno de mis nalgas, la textura suave y su dureza. Y deliraba con la idea de poder metérmelo por atrás, sobre todo por la fascinación que le causó saber que yo era virgen por allí. ¡Quería ser el primero y el único! Cuando le entregué en sus manos ese carrito, aunque no se alegró del todo, si pude observar en el verde oliva de sus ojos, ese brillo de felicidad que colocan los niños cuando reciben su regalo. —Llevo el enrollado tabaco a mi boca y luego de medio lado, elevo mi rostro para mirar a Camilo y preguntarle…
— ¿Y mi encendedor? —Me pregunta, levantando el negro marco de sus lentes.
—Lo tienes en tu otra mano. –Y Mariana se ríe de su torpeza. –Creo que los dos necesitamos hablar… Yo… Necesito saber la verdad. —Reúno el valor suficiente y se lo digo, tal cual Kayra y Rodrigo me dijeron.
—Me parece bien, si quieres vamos andando y hablamos. —Le respondo mientras acerco la llama de mi encendedor al extremo del cigarrillo. Y como no me dice nada, pues lo amenazo.
—Te lo voy a contar todo, con pelos y señales. Si ya me estas odiando, quiero que sepas bien como pasó, a pesar de que te va a doler como un putas… ¡Para que me aborrezcas bien!
—De acuerdo. Uhum, me parece excelente. —Le respondo un poco sorprendido por su cambio repentino de actitud o… ¿Personalidad?
— ¿Y esa mochila? —Se me hace raro verlo así, con ese bolso de tela marrón y beige, que le llega a la cintura. Mi esposo me tiende su mano, la tomo para levantarme y echar a andar.
—Hummm… ¿Esta? Me la regaló Maureen al mes de llegar, cuando me acompañó a comprar los víveres. —Le respondo con naturalidad.
— ¡Ahh caray! Está bien bonita. ¿Es Wayuu? —Pregunto para distensionar un poco el ambiente tras haberle expuesto aquel recuerdo, que con seguridad le supo a hiel.
—Sí. Es artesanía original. Y… ¿Cuántas veces, Melissa? ¿Muchas? —Aunque me duela, tengo la necesidad de saberlo. ¡Masoquista que es uno!
—Varias, sí. No tantas como te imaginas ni como él ansiaba. Si por Nacho fuera, nos la pasaríamos culeando dia y noche, donde fuera. Te diré que lo hice con él, las veces suficientes. ¡Las necesarias! —Si su intención es restregarme la traición, pues yo no me voy a amilanar por eso. ¡Del ahogado, el sombrero!
— ¿Cómo así? ¿Necesarias para qué? —Se nota más altiva, más segura de sí misma, y más directa en sus respuestas.
—Para que Nacho se enamorara de mí. —Le respondo en un tono suave pero pleno de sinceridad. Camilo sigue caminando a mi lado pensativo.
***
¿Enamorarlo? Me quedo de una sola pieza, abstraído aquí a un paso por detrás de ella, mientras dejan de transitar los vehículos y por un momento se hace silencio entre los dos, solo roto por el cotorreo de una pareja de loritos verdes apostados sobre un cable de la energía, –en un poste cercano– distanciados uno del otro, como ella lo está de mí.
— ¿Y tú? ¿Cuántas veces lo has hecho con ella? —Le digo, reclamando su atención, casi llegando los dos a la esquina de la calle Breedestraat y en frente está el bar donde solíamos pasar algunas noches bebiendo algunas «Polar», para calmar la sed.
— ¡Qué! ¿Con quién? ¿De qué hablas? —aquella aseveración me intriga, pero creo saber por qué y sobre quién.
—De Maureen, por supuesto. ¿Existen otras más? –De una vez se lo pregunto pues necesito sacarme esa espinita. – ¿Te puedo invitar a unas cervezas? —Le consulto y antes de que me responda, me cruzo la calle dirigiéndome al lugar.
—Ni una sola vez con ella… ¡Hasta ahora! Solo se ha quedado a dormir junto a mí, unas pocas tardes. Solo unas horas Melissa, nada importante. Es menor de edad todavía, a pesar de que en un mes cumpla diez y ocho. Y no, no he estado con otras mujeres.
—Humm… ¿En serio? Tranquilo, si te quedaron gustando los virguitos por mí está bien, no pasa nada. ¡Fresco! Está muy claro que no me debes lealtad. —No dejo que me responda, subo los cuatro escalones de concreto y entro en el bar, para luego dirigirme al cantinero…
—Bon tardi ¿Y dónde está Ernesto? —Pregunto al muchacho «buenorro» que atiende pues no lo veo por ahí y quería saludarlo.
—Buenas tardes, señora. Ehhh, don Ernesto salió hace media hora. Pero no creo que demore en regresar. ¿Quiere usted que lo llame? —Me pregunta el cantinero de manera cordial.
—No te preocupes bizcocho, muchas gracias. Solo quería ver como se encuentra. A ver, a ver… Necesito dos «Amstel» bien frías, por favor. —Le solicito sonriente y guiñándole un ojo.
— ¡Claro que sí! ¿De cuál prefiere la señora? ¿Original, Oro o sin alcohol?
— ¡Melissa!… No me gusta que me llamen señora, o… ¿Es que me ves muy vieja para ti? ¡Jajaja! —Y le extiendo mi mano para saludarlo. El joven se turba un poco pero sin dejar de sonreírme coqueto, me la recibe con algo de firmeza. Tiene las morenas manos algo húmedas y frías.
—Creo que mejor sírveme dos de las que contienen zumo de limón. Y de nuevo muchas gracias, Dushi querido. —La cuestión es calmar la sed y no emborracharme para poder contarle con claridad a Camilo, lo que tanto desea saber.
Solo quedan dos mesas libres, ubicada una cerca de la entrada y otra más en el fondo del local, con la suficiente privacidad para continuar hablando, –con la bandera de Colombia, justo encima del barandal– a pesar de que se encuentre cerca a los baños. Pero es que además, tiene el silencioso ventilador de aspas color marfil, exactamente sobre ella. Y sin preguntarle me dirijo hasta allí, colgando en el respaldo del asiento mi bolso, en una silla plástica deposito mi sombrero y en el centro de la mesa, los lentes, mis cigarrillos y el encendedor.