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Infiel por mi culpa. Puta por obligación (5)
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Tiempo de lectura: 20 minutos

5. Señales confusas

La verdad es que el agua de la piscina está cristalina. Algunas hojas pequeñas, más los cadáveres de diminutos insectos voladores y una oruga negra de líneas rojas y amarillas, reposan en el fondo. No mucho por aspirar pero igual muevo con parsimonia el limpia fondos, agitando levemente la superficie con el ir y venir del tubo de aluminio, que en el fondo provoca pequeñas olas.

Y extingo así en silencio la espera, estirando mis brazos, bloqueándola en mi mente. Con ello hago tiempo y por igual, intento deshacer los nervios que se han instalado en mí. Escucho el sonido del timbre, late fuerte mi corazón y se revuelcan las entrañas. Es ella seguramente, mi ex mujer y mi amado tormento.

Me doy la vuelta por la otra esquina hasta el lado opuesto de la piscina para dar la espalda. Aun no me siento capaz de verla, –aunque su olor llega a mí con fuerza– sé que puedo parecer un cobarde por ello, como si el culpable de nuestra separación fuese yo, pero esta sensación es tan rara, –entre felicidad y amargura– que me supera. Escucho voces en la cocina mientras sigo en lo mío haciéndome el despreocupado.

Llevan allí unos momentos y la carnavalesca risotada de Kayra, –que se superpone a la de Mariana– ya está suspendida en el ambiente de la cocina, retumbando de improviso las paredes y la calma con la que hablaban ellas, antes tan bajito.

¡Ya vienen! Las observo gracias al reflejo que me brindan los cristales de la ventana, aquella que era la habitación de Mateo en la cabaña donde ahora vivo solo.

Se ha colocado el vestido negro con rombos multicolores que le regalé con la ilusión de que lo luciera junto a nosotros, –mi hijo y yo– en las vacaciones de la pasada semana santa. No se pudo, nunca sucedió. Se acerca por detrás, dos pasos retrasada de mi negrura tan querida, que me trae la acostumbrada limonada con cubitos de hielo para refrescarme.

¡Esta hermosa! Siempre lo ha sido… Bella elegancia de un metro sesenta y cinco, un poco más alta por su blanco sombrero, todo en ella tan bien puesto. Delicada, inteligente, divertida y sensual. Escultura de belleza griega tan esbelta. ¡Diestro y esmerado Dios cuando le dio la vida! Mi Blanca Nieves de un cuento de hadas sin sus siete enanos, bueno solo con uno: ¡Mi pequeño Mateo! Qué ella muy sonriente a pesar del doloroso esfuerzo, me obsequió hace más de cinco años, y yo su príncipe fiel, creyendo hace tanto que era el único con quien ella había decidido escribir su historia, con el acostumbrado final aquel… ¡Y fueron felices por siempre!

¿Pero qué carajos ha pasado con su pelo? Sus cabellos eran largos hasta por debajo de la cintura, rozando con las puntas el inicio de sus nalgas; y de un negro azabache que con los rayos del sol, matices azulados destellaban, otras veces ondulando violetas por la brisa.

Fue lo primero que me gustó de ella, al observarla de espaldas en la plazoleta de la universidad, zarandeada por los brazos de aquel abusivo idiota que tenía por novio. Al girar su rostro después de la traicionera bofetada y mirarme unos minutos después con su carita de sorprendida, al ver a su querido agresor, repentinamente tirado en el suelo después de recibir dos puñetazos míos, supe en ese instante que estaría yo disponible para ella, toda mi vida.

¡Cómo me enamoré del celeste de sus redondos ojos!

¡Sí, claro que sí, no me avergüenzo en absoluto al recordarlo! Sucumbí ante el infinito azul de ese par de cielos, aunque estuvieran esa tarde tan inundados por sus propias tormentas. Y dos perfectos arcos de espesas cejas negras sobre ellos los enmarcaban, haciéndolos más nítidos y expresiva su mirada, sin poder decidirme por alguno de los dos, con todo y sus largas pestañas curvadas, anegadas por el caudal de sus lágrimas.

De sus facciones tan angelicales como alargadas, destacaba para mí, su perfectamente esculpida nariz recta y que coqueta terminaba aguda y respingada en la punta. Las mejillas albas, de estilizados pómulos en forma de diamante, armoniosamente permanecían todos los días cuando la observaba, con un leve rubor destacando sobre toda su tez tan suave como paño de terciopelo italiano, y blanca como su alma.

Un hilito de sangre que de su gordinflón labio inferior, huía perezoso hacia el hoyuelo en su mentón, cubrió en su momento un pequeño lunar que tiempo después mis besos descubrieron. El superior más delgado, para nada menos deseable, y su boca toda en conjunto, se asemejaba al botón de una rosa roja que abiertos ya sus pétalos, mostraba la perfección de una dentadura perlada en una sonrisa dadivosa y cautivante.

Sería una injusticia no hablar del largo de su cuello, estilizado y convertido por mis labios en una pista casi llana, donde aterrizaban mis besos y la humedad de mi lengua, derribando dos centímetros por debajo de sus orejas, la poca resistencia a mis caricias.

Humm… Y sus hombros redondeados, de similar medida que sus caderas, dejaban caer de un lado y del otro, unos brazos tonificados, femeninos y para nada musculosos, pero fuertes cuando lo requería, como los sentí aquella tarde, con sus dos nacaradas manos sobre mi pecho, –diez hermosos dedos con uñas cortas, coloreadas de pálido rosa– al empujarme con decisión apartándome de su espacio con la intención de socorrer a su amor lesionado, sin dejar de decirme…

— ¡Estúpido! ¿Quién carajos te crees? Métete en tus putos asuntos.

Dejé de admirar su rostro y de ahí para abajo poco pude observar, pues en ese momento Mariana lucía un grueso pullover blanco y con el cuello tipo cisne, bastante holgado como las mangas, –apropiado para aquel mes de frías lloviznas– así que me quedé con las ganas de fijarme si tenía unas tetas grandes, medianas o pequeñas. Meses después bienaventurado, pude darme cuenta de que su busto encajaba perfecto en una copa B, al ganarme la lotería sin comprar boleto alguno, y tenerla debajo de mí, recorriendo con mi boca y mis dedos, la redondez y tibieza de sus bubis, celebrando ser su novio oficial.

Para ella le faltaba, para otros hombres tal vez fuera así y sin embargo dentro de mis cánones de belleza, tenían la medida perfecta. Ni tan grandes para que mi boca abierta no los abarcara, ni tan pequeños para desgastarlos con tan solo una mirada. Dos volcanes de carne, tersos y tibios al tacto, tan tiernos como atractivas el par de areolas cónicas y de un castaño claro que los decoraban, dignas de lamer sin descanso, sobre todo cuando Mariana se encontraba excitada o acalorada. Y despuntando en los centros de las cimas, en un tono más oscuro, no muy grandes pero apetitosos sus gorditos pezones.

Ni hablar que del atrayente cañón formándose entre sus mamas, descendían mis caricias infinitas hasta las cordilleras de sus costillas. O del valle pulido de su epidermis que recorriendo va por el centro hasta alcanzar un oblicuo ombligo, que con algo de timidez se esforzaba por esconder de las cosquillas que la punta de mi lengua juguetona, le producía tantas risas.

Con mi hambriento aliento y su respiración agitada, soplaba calidez sobre un pubis albo decorado por más de cien pelitos negros, qué en esa época estaba orgullosa de llevarlos largos y salvajes, salvo cuando cuidadosa los recortaba lo suficiente para exhibirme con algo de timidez, el triángulo de nylon del bikini de moda.

Su apreciado rosado tesoro, terminó por embriagarme de amor y deseo, como sí con todo lo anterior no tuviese suficiente.

Solo mía, –también de tarde– disfruté de su aroma a hembra excitada y del elixir algo ácido al principio, pero que fluía natural de su candente interior, tan agradable para mí al saborearlo finalmente y humectando con ese flujo de miel sus labios mayores, por igual esos delicados pliegues de los menores y mi boca por supuesto, brillando ante mis ojos la apertura a la profundidad de aquella cueva donde calmaría incontables veces, mis ansías y sus clamores.

Para aumentar mi suerte, tenían los dedos de mis manos de dónde agarrarse. Dos glúteos generosos, –sin llegar a ser exagerados– redondos por la compleja epigénesis, duros por el millón de sentadillas en el gimnasio y que siempre serían míos, al igual que los desnudos tres lunares que los embellecían. Dos que sobresalían por su color café a mitad de la nalga derecha y el otro, pícaro solitario, rojizo y demasiado cerca a las arrugas de su ano, en la izquierda.

Más vestido ese culo y sus caderas, eran un poderoso imán que atraía un universo de libidinosas miradas que lo vitoreaban, ante mis celos y su avergonzada sonrisa primeriza, pero luego disfrutadas alabanzas con rostro de complaciente diosa. ¡Intrigante magnetismo!

Muslos también blancos, –pensé para mí– a pesar de que la vi luciendo esa vez, unos desgastados tejanos, que no le hacían para nada justicia. Luego si los recorrí… ¡Y no fue solo con la vista!

Poro tras poro, besé sus trabajadas piernas a base de madrugadoras carreras por el parque, subiendo y bajando escaleras donde se las encontrara, y en el gimnasio, sosteniendo con ellas las pesas y sus rutinas de zumba. Y aparte de mis ojos y quien sabe de cuántas más miradas, a ella igualmente le encantaban por la convexa musculatura de sus formas, así como por la suavidad de su piel al tacto y que con esmerado cuidado matutino, intentaba mantenerlas hidratadas.

Mucho dinero bien invertido en cremas reafirmantes. Allí encontré en ellas otro secreto. Por detrás desde las corvas hacia arriba y antes de las medias lunas de sus nalgas, enloquecía Mariana, si con prudencia llegaban mis parsimoniosas caricias con las yemas de los dedos, –complementadas casi siempre con besos humedecidos– que le incendiaban la entrepierna.

Sus pies griegos, proporcionados y con dedos rectos, –las uñas siempre bien pintadas– como esculpidos a la medida del resto de su bello cuerpo, salvo el más chiquito de su pie izquierdo, que se empeñaba en encaramarse egoísta sobre su vecino. Algo que terminaría por definir su personalidad. ¡Segura y decidida!

Y su voz de una tesitura aguda, casi angelical. Armoniosa melodía que compaginaba con su gestualidad corporal, al levantar las cejas, mover las manos o realizar toda una galería de poses, para enfatizar sus conceptos. Ideas con parlamentos inteligentes, sagaces muchas veces y con ese sonsonete de niña consentida que tanto me gustaba cuando quería conseguir algo de mí y me llamaba…

A lo lejos me llaman, pero no es ella quien me habla ahora.

— ¡Señorito Camilo!… —Solo la voz de mi querida negra escucho, cuando llega Mariana sin musitar nada, quizás como yo, sin habla. Y aquí empieza la función.

— ¡El joven Camilo debe estar seco con tanta trabajadera! Mire mi niño, aquí le traje su limonada. Esta fría y tan Dushi como le gusta. Se la dejo sobre la mesa, esperando que no me la desprecie como el otro día. Y me largo, que tengo su ropa ya lavada y unas sábanas alla atrás, dispuesta para colgar. —Se alisa con sus palmas, unas arrugas inexistentes sobre la tela del vestido en su abdomen y se da media vuelta.

— ¡Ahh! y por favor mis bebitos queridos, hablen y arreglen sus cosas con calma, vean que me parte el alma verlos así tan melancólicos, si ustedes se aman tanto. — ¡Gracias mi negra hermosa! Alcanzo a decirle antes de que me abandone en frente de la recién llegada y nuestra nueva realidad.

Y en esas Kayra le da un golpecito a Mariana en la espalda y se marcha entonando el coro de una «tambú» alegre de Melania van der Veen, meneando sus amplias caderas, subiendo y bajando la tela verde de su vestido por culpa de ese par de nalgotas, como haciendo de maestra de ceremonias, retirándose después de que Mariana y yo, hallamos recibido en lugar de estatuillas, nuestras condolencias.

***

—Ho… ¡Hola! —Pero que saludo tan estúpido y simplón, –me reprendo mentalmente– después de tanto tiempo sin tenerle en frente, pero es que simplemente todo lo estudiado se me ha olvidado de repente.

Temblorosa me retiro los lentes oscuros para verle y que me vea. Insegura y casi infantil me escucho a mí misma esta mañana.

Tan estudiado por mí el parlamento la noche anterior frente al espejo del baño, –para mostrarme segura y entera– actuando como si no me afectara aquel reencuentro y ante Camilo, con serenidad exponerle mis convicciones pero a la vez, demostrarme ante él, sinceramente arrepentida, porque es lo que siento.

Y aquí, ahora mismo a escasos metros de la que durante un año fuera también mi hogareña cabaña, he llegado para estar junto al hombre que con justas razones me abandonó, y tan solo a dos pasos de distancia, –muy cerca– demasiado nerviosa y asustada, moralmente rota y afectada; pero estas mariposas festejando esta procesión dentro de mis entrañas, más el sudor excesivo en las palmas de mis manos al verlo aquí limpiando la piscina, indican que también sigo de mi esposo muy enamorada.

—Ahh, Hola Melissa. ¿Cómo estás? —Le respondo estando ella ya tan cerca de mí, sin darme vuelta pues aun no tengo dentro de mí la fuerza suficiente para mirarle a la cara. ¡Qué escalofrío tan raro el que recorre mi cuerpo en este momento!

¿Qué debo hacer o decir? Lo pensé tantas veces pero ahora que se llega el momento no soy capaz de recordarlo y menos aún, de ponerlo en escena. ¿Cómo la saludo después de tanto tiempo y después de lo que ha pasado? Debo mantener la calma como me lo pidió mi amigo, sí. Ufff, que situación tan incómoda y acojonante. ¿De beso en la mejilla como un buen amigo? ¡Jajaja! Sí claro, cómo he sido tan güevón.

¡Idiota! Me regaño en pensamiento. ¿Serio y distante, ofreciéndole por saludo estrechar su mano? ¡Mierda, nooo! Sí es que no somos un par de desconocidos. ¡Qué estrés tan verraco y difícil de llevar! Y… ¿Ese bolso tan grande colgando de su hombro, que contendrá? ¿Pretenderá quedarse aquí como si nada? En sus manos cerradas veo que se menean con sus pasos, dos bolsas de tela. ¿Regalos para mí? ¡Ahh, bestia! Yo no le compré nada, pero… ¿Debería haberlo hecho? Me tiembla el pulso y agito con mayor fuerza el agua. Y transpiro… Mucho. ¿Sera cobardía?

—Dame un minuto y termino con esto. — ¡Mierda! No se me ocurrió responderle de otra manera.

— ¡Sí, claro! No te preocupes. —No me ha mirado todavía y se refiere a mí con mi primer nombre. Nunca lo hace, o… Bueno, solamente cuando se enfada por alguna tontería mía, pero utiliza mis dos nombres seguidos, tal cual lo hacia mi papá, que en paz descanse.

Para Camilo siempre he sido su… ¡Mariana! Sigue ahí tan tranquilo aspirando el fondo de la piscina, como si nada, como si fuera yo un espejismo. ¿Qué hago ahora? Me siento desubicada.

—Ehhh, Camilo. ¿Puedo pasar para descargar estas bolsas? Son el encargo que pediste al mini mercado. Por cierto, don Santiago te envía muchas saludes. —Por fin logro articular más de cinco palabras seguidas. Cortar el hielo así, no era lo pensado pero a lo hecho, pecho.

—Sí por supuesto, sigue que estás en tu casa. — Y cuando de refilón observo que ella adelanta un pie para ir hasta los escalones de la entrada pienso… ¡¿Pero qué putas acabo de decir?! Era su casa. ¡Nuestra casa! Pero ella no lo valoró y yo invitándola a seguir como si nada. Me siento estúpido, esto no puede seguir así o terminaré por sentirme extraño en mi propio hogar.

—Por favor deja todo sobre el mesón. Voy a desconectar y guardar todo esto, ya en seguida estoy. ¡Gracias! —Le termino por decir, sin voltear a mirarla, pues sigo temblando y sudando copiosamente como un caballo.

***

Pero en aquel instante, unos ínfimos segundos después de dar el siguiente paso y subir el último escalón hasta acomodar mis pies sobre el tablado del pequeño zaguán de la entrada, temblorosas mi piernas me traicionan, trastrabillo al pisarme el ruedo del vestido y me siento una completa idiota. No sé si mi esposo se ha dado cuenta pues ruborizada no lo determino y prosigo hasta el mesón de la cocina para descargar las bolsas.

Puedo jurar que todo en el interior está tal cual como lo dejé casi dos años atrás. Descargo sobre la encimera de granito las dos bolsas que traía. Todo está ordenado, salvo por una taza de café sin lavar dentro del fregadero de acero inoxidable, al que el tiempo no le ha pasado en balde. El mueble que separa el ambiente de la cocina tiene sobre su superficie de madera, tan solo una pequeña maceta de cristal con tres anturios rojos, de plástico. Y es que mi esposo no es muy bueno para la jardinería. Aunque me ha cuidado siempre, es descuidado con todo lo demás. Bueno, quizás no tanto como yo creía.

El sofá cama de dos puestos está allí a la izquierda, en el lugar de siempre. ¿Y mi comedor? Ahora se encuentra en su reemplazo una mesa de dibujo y la silla giratoria de espaldar alto. Me acerco y observo con nostalgia, que Camilo como siempre dentro de su orden tan desarreglado, pliego sobre pliego, lápices, rapidógrafos, reglas y compases «Staedtler», aun continua con su idea de diseñar el hotel eco sostenible, usando para ello containers marítimos usados.

Yo trunqué su ascenso en la constructora y quizá hasta en su vida. A punto estaba de convertir ese sueño en una realidad y modifiqué con mi comportamiento su futuro, dando al traste con sus ideas innovadoras y salpicándolo con la mierda de mi proceder tan libertino. Me dan ganas de llorar, pero ya lo he hecho durante demasiados días y ahora no es el momento.

¡Puta de mierda! Sí. No solo le herí de muerte el corazón, sino que lo hundí profesionalmente. Es prácticamente un milagro que aceptara verme de nuevo. ¡Y se lo debo al vendedor aquel! Insignificante para mí en su momento y al que no valoré todo lo que debía.

En la pared sobre el sofá, permanece el tríptico que pinté de un bonito atardecer, de esos tantos que se observan desde el Mirador de Santa Bárbara; fué por allá a mediados de un caluroso junio, durante mi estancia aquí, tan romántica y enamorada de mis dos hombres. Me recorre un profundo escalofrío al recordarlo. Mi pequeño Mateo que no quería desprenderse aun de mis tetas y mi grandulón Camilo, que quería agarrarlas para él, –en solitario por las noches– al calor de unos pocos vinos y varias cervezas.

Y justo donde él lo colgó, en el muro que separa la alcoba de los dos y la de nuestro hijo… ¿De los dos? Hummm, en fin. Allí permanece con algo de polvo en el marco, la foto en la que estoy cargando a nuestro pequeño en brazos, bien dormido y pegadito a mí, Camilo. Quién con su brazo derecho sobre mi hombro, sonriéndole a William, quien nos acompañó en esa jornada a misa de medio dia en la iglesia de San Willibrordus, orgulloso se sentía, –el amor de mis días– de tener una hermosa familia. Eso sucedió pocos días antes de recibir mi esposo, aquella prometedora llamada.

La puerta de la que ahora es su habitación está ligeramente entornada y la de nuestro pequeño bien abierta. La cama cuna no la veo, pero en cambio está el pequeño comedor con su vidrio circular y las cuatro sillas de negro metal. Que sensación tan cruel esta que estoy sintiendo, delante de estos pequeños espacios y sus enormes recuerdos. Me gruñen las tripas por el…

— ¿Tienes hambre? ¿No desayunaste? —Me pregunta. No lo oí entrar.

—Pues la verdad aún no he comido nada. ¿Y tú? —Le respondo más tranquila, fijándome que ya trae la camiseta de franela colgando de su hombro y su torso ancho, fuerte, desnudo, muy húmedo, tan… ¿Sexy? Sí, obviamente me encanta verlo así, y con la gorra de beisbolista en su mano izquierda. Por respuesta, arquea su labio inferior y alza ligeramente los hombros. Eso es un no rotundo.

Lo veo un poco más flaco, pero su bronceado tórax, con los pelitos negros que florecen en mitad de su pecho y se esparcen hacia cada lado bordeando sus tetillas pardas, me demuestran que ha tomado el sol como a él siempre le ha gustado. Sin nada por arriba y casi nada por debajo. ¿O allí abajo también?

Conserva su cuerpo atlético, más varonil por el esfuerzo en su trabajo y quizá también por la soledad, aunque su tiempo en el gimnasio le ha echado una mano. Su carita redonda y de juvenil inocencia, –algo nerd a decir verdad– sigue igual. ¡Cuánto la he echado de menos! Su piel tan suave brilla, con algunos visos anaranjados como los de un albaricoque, acrecentado por el sudor que emana de sus poros; tanto en su frente como sobre las mejillas y de forma en exceso manifiesta, sobre el puente de su nariz. Aunque noto cierta disparidad en el tono, más claro alrededor de su boca y el mentón, pero sus labios se le ven bien humectados y… ¡Dios mío, quisiera poder darle un beso! ¿Se mantendría en estos meses, sin pasarse la cuchilla? Es evidente que ahora está recién afeitado. ¿Se puso lindo para mí? ¡Ojalá!

—Anda, ve a bañarte y ya lo preparo yo. —Le digo y siento como si charláramos tan acostumbrados, como si el tiempo no hubiera pasado entre nosotros. Y pienso que… ¡Quisiera abrazarte tanto amor mío y acompañarte como antes en la ducha! Hacernos cariñitos, hasta excitarnos mutuamente, exhalando deseos al unísono y empañar los bloques de vidrios ondulados, a pesar de mojar nuestros cuerpos con agua fría. Pero ahora tan solo puedo desearlo. ¡Sin expresártelo y sin llegar a sentirlo!

Busco en los gabinetes inferiores la olleta de aluminio para calentar la leche. No la encuentro. Era una mediana, que pasó de brillante a tiznada en un santiamén, cuando mi esposo me propuso tomarnos dos cafés una mañana soleada con lloviznas atravesadas, olvidando apagar el fuego por lo que el agua desapareció, sin tener porqué hacerlo. ¡Suyo fue el olvido y los besos nuestra culpa!

Encuentro otra ligeramente más ancha en la base, relumbra de lo nueva que está. ¿Botaría la vieja a la basura? Hummm… ¿Me encontraría ya algún reemplazo también a mí? ¡No por favor, tan pronto no!

— ¿Huevitos revueltos o fritos? Lo observo. Pregunto algo cuya respuesta conozco de memoria y sonrío un poco. — ¿Café con leche o chocolate? Y sé que arqueo mi ceja izquierda, un poco nerviosa. Le gustan revueltos y siempre, siempre, van acompañados por su taza de chocolate caliente en la mañana.

—Qué pena contigo ponerte en esas, no deberías molestarte, al fin y al cabo, eres la invitada. Si quieres yo puedo… —Pero ella no me deja terminar la frase y levanta sus dos manos, moviéndolas suavemente, conteniéndome con su dulce mirada.

¡Claramente es un no! Ya conozco a Mariana cuando se empecina en hacer algo y no la quiero hacer sentir incomoda. Me parece un lindo Déjà Vu, cómo si todo entre los dos, siguiera como antes, pero tristemente no es así.

— ¡Pericos! y… Sí, un chocolatico puede ser. Gracias Melissa. Dame un momento y estoy contigo. —La observo y no puedo evitar obsequiarle una sonrisa, antes de pasar por detrás de ella, hasta mi alcoba.

Camilo abre la puerta y tras él, la entrecierra. Esa rendija parece decirme, que no me quiere completa de nuevo junto a él. Y suspiro. No lo quiero perder sin dar mi último aliento en esta cruenta batalla. ¡Lo intentaré, sí! Por él, que no se merecía para nada, recibir de mi tanto dolor por mi traición. Por mí hijo por supuesto, que no entiende porque no juega ya con su padre en el parque y lo extraña hasta en sueños. Y por mí, pues nunca dejé de amarle, así hubiese tenido que apartarle forzosamente de mi mente, entregando mis besos y la piel de mi cuerpo a aquellos con quienes negociaba en secreto mis logros empresariales.

Cómo le haré entender que alejándolo, solo quería protegerlo de mis devaneos y que nadie lo humillara, sacando a relucir que yo era mujer casada. ¿Cómo?

Abierta ya la cubeta de los huevos, observo que escurriendo la amarillenta yema sobre la esquina, hay uno roto. Yo no fui. ¿O sí? ¡Quizás cuando me tropecé al entrar! Debo romper cinco más para batirme con ellos en un desigual duelo. ¿Sal? Sí, una pizca o dos. Cebolla larga y una cabezona, un solo tomate rojo y el filo del cuchillo haciéndolos picadillo, todo con mucho amor, al mismo tiempo que no puedo evitar que mis ojos azules, se humedezcan.

La sartén si es la misma, al parecer la ha usado con frecuencia. Un tris de aceite de girasol, con un poco de mantequilla por supuesto. Agudizo mis sentidos y escucho la catarata de agua en la ducha que se detiene un instante. En mi mente visualizo de inmediato la consecuencia. Es un hecho que su humanidad desnuda ha hecho contacto con el agua.

¡Mi amor, mi hombre honesto y bueno! Buenísimo sí que está ahora. Con su melena de castaños rizos ondulados, llevándola ahora unos centímetros más larga, organizada de medio lado, tan salvajemente despeinada a los lados, desparramándose sus mechones por detrás hasta cubrir la nuca, que amarraba con mis manos cuando cubría mi cuerpo con el suyo.

Al pasar por detrás mío lo escaneé de cabeza a rabo, sin pasar por alto, la musculatura de sus piernas velludas, pero sus nalgas bajo la pantaloneta reclamaron detener allí mi mirada… Hummm, tan redonditas y firmes que han sido objeto de admiración y no solo para mí. ¡Lo sé! Aunque me duele que otras manos las hayan podido disfrutar, pero no tengo derecho de recriminarle nada, todo lo contrario que podría hacer él.

Las burbujas van subiendo, infladas de vapores y explotadas otras más pequeñas, compitiendo entre ellas por alcanzar de primeras el borde del recipiente. Giro la perilla y les daño su juego con una sonrisa traviesa. Y ahora la sartén al fuego. Los huevos vendrán después. Tengo tiempo, ya que Camilo aun disfruta de su ducha. Hace tiempo en el baño, –no es por otra cosa– lo sé y lo entiendo, pues debe ser muy raro para él, volver a hablarme manteniendo intacta su dignidad.

Como siempre tan ecuánime… ¡Mi valiente caballero!

Y yo con estas ganas de seguir sintiéndolo mi hombre, como aquella tarde que me defendió y lo trate tan mal, aunque sinceramente quedé flechada con sus ojos almendrados, perfectamente visibles en el centro, sus redondas pupilas de color café intenso, –Camilo tiene esa cualidad innata de utilizarlos para observar con intensidad hasta los mínimos detalles y desconcertar a los extraños– que hacen que su mirada sea bastante expresiva y a veces hasta intimidante, cuando no se le conoce. ¡Pero yo tenía novio! –Justifico mi mal proceder aquel día– un idiota abusivo, pero novio al fin y al cabo.

Me enamoraron sus férreas ganas de superarse y además al conocerlo con el tiempo, esa personalidad atractiva, diálogos inteligentes con temas variados. ¡Nada le queda grande! Risa extrovertida y sincera, apuntes graciosos sin llegar a ser pesado y sus pasos de baile, increíblemente sincronizados a los míos.

Pero obviamente me llamó la atención las facciones de su rostro, la nariz derechita y un tanto ancha en la punta, pero en simetría con el resalto de sus pómulos. Su boca pequeña con labios delgados pero que me sabían tan dulces al besarlos. No estudiamos para el parcial de besos, pero nuestras bocas y nuestras lenguas superaron con entusiasmo ganador aquel primer examen, y todos los que deberían de venir.

Me gustó y sé que le encanté. Además esa mandíbula fuerte y ajustada con su mentón algo prominente, me impresionaron gratamente de su cara. Tan «chirriado» como diría mi cachaca abuelita, con cierto aire ha deseado truhan. Combinación fatal para mí desolado corazón y del suyo, yo… ¡Me enamore!

Ahora que lo medito, he sido yo la que siempre ha ido a buscarlo. La primera vez corrí detrás de él dos céntricas calles para decirle que sí, días después de pensármelo tanto; tras su propuesta entendí que yo, si quería que fuera novio mío. Y en esta última ocasión, he recorrido los cielos para encontrarlo y le pediré que me perdone. Dejaré muy en claro que jamás he dejado de amarlo.

Presiento que se me hace tarde y que paso algo por alto. ¡Juemadre!… ¡Los huevos!

***

No quiero parecer descortés pero cierro la puerta de la habitación, –bueno, no completamente– pues la idea es que Mariana entienda que entre ella y yo, no puede volver a existir esa intimidad pasada, pues ya no somos pareja.

Verla de nuevo y tenerla tan próxima, causa dentro de mí una sensación extraña. La aborrecí y debería seguir haciéndolo, pero quizás la distancia y estos meses viviendo solo, han apaciguado esos resentimientos, más siguen conmigo los recuerdos, los malos recuerdos. Ufff, estoy tan tembloroso como un flan fuera de su molde. Humm… Sigue estando hermosa, a pesar de su corte de cabello. Necesito con urgencia ese duchazo. ¡Ya mismo! Debo estar oliendo a lomo de camello.

Al menos cambió ese color, –pienso mientras me enjabono el pecho– que la hizo no solo parecer, sino actuar como otra mujer. Y el nuevo tono de un añil profundo, se parece un poco más al natural. Combina muy bien con los reflejos de cobalto, magenta e índigo que destellan como pequeños cristales sobre sus párpados. ¡Esos ojos, Dios mío! Esos ojos me volvieron loco y continúan provocándolo cuando los miro.

¿Ya me apliqué shampoo? Carambas, no lo recuerdo.

Okey, okey. Voy a serenarme y actuar con normalidad. Cinco minutos más aquí no van a cambiar nada. ¿O sí? El agua no la siento fría, pero aun así, me da tiempo a que tanto mi cuerpo como mi mente también se aclaren. ¡Vamos, Camilo Andrés! Deja el temor y sal fuera de la ducha. ¡Enfréntala!, –me digo en silencio– aunque extendiendo al frente mi mano para girar el pomo, puedo observar que permanece mi pulso con la misma puta tembladera.

Me voy a colocar la misma camisa rosa de abotonar y con los shorts azul marino y las lujosas zapatillas. Sería una completa tontería cambiar ahora y no estrenarlas. Mi reloj y ya está.

Si ella se ve esplendida con ese vestido largo, su sombrero y las gafas, –que también le regalé– pues yo no voy a salirle con un chorro de babas. Igualmente se lucirme, y mejor que me vea bien, para que se dé cuenta que me cambió sin necesidad y con poca razón.

Me hace falta algo. Ahhh, un rociadita de colonia y colgarme la cadena de oro. ¡Hummm, ya huele bien! Hasta aquí me llega el aroma. Es tiempo de desayunar como antes, a pesar de que en este presente, hacerlo juntos lo sienta yo tan diferente.

Abro la puerta de mi alcoba y es raro pues siempre la mantuvimos abierta. No la veo ni en la salita, tampoco en la cocina. Si no es blanco es negro, por lo cual a mi izquierda en la que era la habitación de nuestro pequeño Mateo, la encuentro.

Mariana no está sentada, permanece de pie junto a la pequeña ventana con sus dos hojas abiertas. Las manos apoyadas sobre el marco, ligeramente encorvada su espalda y la cabeza gacha, pensativa mirando hacia el piso, la nada. Cómo soportando en ellas, el peso de su conciencia. ¡Dios mío, esa mujer, alegre o triste es tan bella!

***

—Bueno ya estoy presentable. ¿Desayunamos? —le digo, sacándola de improviso de sus pensamientos, y atrayendo de nuevo hacia mí, la luminosidad de su mirada. Pero sus azules ojos los veo mojados. ¿Ha llorado? Tal vez no tanto como yo lo he hecho estos últimos meses.

— ¿Hummm? Ohh sí claro, por supuesto mi am… ¡Camilo! Estas… ¿Estrenando? —Le respondo preguntándole, aunque en verdad quiero alabarle lo guapo que lo encuentro. Parece un modelo de revista italiana, con sus cabellos bien peinados y esa camisa rosada, entre abierta dos botones. Los pantalones azules que cubren un poco sus rodillas y zapatillas blancas de buena marca. Sencillamente está para comérselo enterito. ¡Qué más quisiera yo!

— ¡Nooo, que va! Compre esto hace meses para salir con Eric y Pierre a un concierto. Ya sabes cómo son ese par y no quisieron perderse nada del «Festival di Pueblo», recorriendo las tarimas por toda Breedestraat. No me pude negar. —Le miento y no entiendo por qué.

—Ummm, sí. Ya veo. Haber, déjame ayudarte con algo. —Y me acerco para tomarle del antebrazo. Hace un pequeño intento por esquivar mi mano, pero… ¡Por fin lo toco!

—Camilo, date la vuelta. —Le digo con decisión y mi esposo lo hace automáticamente. Aprovecho para limpiarme unas pocas lágrimas sin que me vea y le arreglo el cuello de la camisa. Me sonrío, mientras voy desprendiendo las no tan pequeñas etiquetas de la tienda. —Listo, ya está. Y mi marido se vuelve a girar.

— ¿Qué pasa? Melissa… ¿De qué te ríes? —Le pregunto sin comprender, hasta que ella alza su mano y de entre sus dedos cuelgan las etiquetas del almacén, con el logo del diseñador y el precio impreso e invisible junto a ellas, mi mentira.

—Supongo que nadie en ese festival, te ofreció comprártela por lo sudada. —Le respondo, frunciendo el ceño e inclinando un poco mi cabeza hacia un lado. No me rio y Camilo con cara de sorprendido tampoco. Por el contrario aprieta sus labios y ladea cabeza y tronco, revisándose por detrás con ambas manos en los bolsillos posteriores del pantalón, para seguramente, no encontrarse con más falsedades impresas. ¡Mi loco y mal mentiroso!

Desenmascarado por Mariana a la primera, no puedo hacer más que llevar mis manos a los bolsillos traseros del pantalón, revisando entre tacto y vista, que nada más me delate. Palpo algo liso y rectangular dentro del fondo del derecho. Me hago el pendejo y no le digo nada. ¡Mierda! ¿Y las zapatillas?

— ¡Perdón! La verdad es que cuando supe que vendrías, no tenía nada elegante que ponerme y salí de compras a las carreras. Y esta mañana con el afán, pues… Mejor vamos a sentarnos para desayunar. ¿Te parece? —Con sinceridad me confieso.

Mariana desplaza la silla más cercana a la ventana y yo hago lo mismo con la silla que da hacia la puerta. Como la habitación es pequeña, quedamos en diagonal y sin quererlo, rozamos nuestras rodillas al sentarnos.

—Espero que te guste todo. —Le digo con suavidad, mientras siento su pierna pegadita con la mía y va subiendo por mi espalda, un rico escalofrió. Otro roce leve, pero me entusiasma notar que ya no me esquiva. Veo como mi esposo se santigua agradeciendo, antes de comenzar a comer. Yo le imito, pero antes de llevar el primer trozo de pan a mi boca lo miro, pues he sentido sus ojos cafés, clavaditos en mí anatomía.

— ¡Muchas gracias! De seguro que sí. Huele delicioso y los huevos con jamón se ven apetitosos. ¿Te unto el pan con margarina y mermelada? — ¡Pero qué acabo de decir! Mi familiaridad con Mariana es como si nada hubiera pasado entre los dos. Debo cerrar mi bocota.

— ¡Como gustes! Aunque con más mermelada que margarina.

No puedo negar que me agrada su trato caballeroso hacia mí, pensé que iba a ser todo muy serio, bastante tensionante, con humillaciones de por medio y quizás grosero, pero esto es diferente a lo imaginado y le respondo, –por supuesto– sonriente.

—Camilo, yo vine hasta aquí de afán, –creo que es la oportunidad y me atrevo– porque quiero decirte… ¡No! realmente lo que quiero es pedirte… —Pero mi marido suelta de repente el cuchillo sobre el mantel y se lleva la mano a la frente, cambiando el semblante y con esa acción detiene las palabras con las que pensaba concluir la frase. Y así, se me borra la sonrisa de mi cara.

—No, Melissa por favor ahora no. ¡Mira! Sé que debemos hacerlo, hablar y todo eso de escucharte, pero mejor desayunemos en paz. Después podremos charlar. —Concluyo, pues no creo conveniente empezar tan temprano con mi martirio y menos con el estómago vacío.

— ¿Y con quien dejaste a Mateo? Le pregunto para cambiar el tema, mientras embadurno la tajada de pan con mermelada de fresa, aunque noto como me tiembla la mano al ser consciente de que debemos enfrentarnos, por mucho que lo retrase, a la realidad para la que nos hemos citado. — ¿Con tu mamá? La fustigo con otra inquietud.

— ¡No! —Le respondo monosilábica, y sin mirarle soplo mi taza de chocolate. Se instala entre los dos un interrogador silencio. Supongo que Camilo si me mira aunque no diga nada y por eso prosigo.

—Nuestro hijo se quedó al cuidado de nuestras vecinas. Y por favor Camilo, no te vayas a enojar. —Toma aire con fuerza por la nariz. Es evidente que no le gusta pues de reojo noto como libera de sus manos, a un lado del plato, los cubiertos.

—Mira Ciel… Camilo. Este viaje fue demasiado improvisado y no tuve otra opción. Entiendo que no tienes por qué estar enterado pero mi mamá tuvo que ir de urgencia a Dallas, para iniciar su tratamiento contra el cáncer de seno. Esta acompañada por mi hermano y se están quedando donde mi tía. —Ahora exhala con suavidad. Me parece que se está relajando y por ello finalmente levanto mi cara y lo observo.

—Está bien Melissa, no te preocupes. —Me mira fijamente y yo le sostengo la mirada, entregándole la tajada completamente untada y prosigo. —Lamento saber lo de tu madre. Confiemos en que se recupere. Pero entonces tan pronto terminemos con el desayuno llamamos a Iryna para hablar con ella y saber cómo se encuentra Mateo. ¿Te parece?

—Si claro, por supuesto. —Le respondo y acato sumisa esa decisión.

Pero sigo desayunando inquieta y observo como mi esposo, algo pensativo, secciona los huevos en pequeñas porciones pero no se decide a llevar ningún trozo a su boca.

— ¿No me quedaron suaves? ¿Están muy secos? —Pregunto más preocupada que curiosa. De pronto mi marido baja del firmamento de sus pensamientos a su existir en esta tierra y crédulo me mira.

—No para nada, están bien. ¡En serio! —Y llevo una buena porción a mi boca. Y sí, me saben a gloria. Con ello creo que doy por zanjada la cuestión. Pero Mariana es una mujer muy porfiada. Eso o que está preocupada por agradarme a como dé lugar.

—Porque si quieres te puedo preparar otros. —Y hago el intento de ponerme en pie, más Camilo con la boca llena, suspira y ladea su cabeza, levanta una ceja, parpadea una sola vez y sus ojos miran hacia el techo, para luego decir…

—Quédate tranquila Melissa, es solo que estaba recordando la última vez que hicimos esto… ¡Desayunar en calma! Lo siento. Terminemos para poder hablar con nuestro hijo.

Y así lo hacemos, en silencio y concentrados en devorar el desayuno. Me cuesta ingerir los alimentos, quizá los nervios, quizá el miedo. A Camilo lo encuentro mucho mejor, aunque igual es una apreciación falsa y es capaz de disimularlo mejor que yo.

— ¡Miércoles! He dejado la jarra de limonada afuera y como mi negra se dé cuenta, me muele a escobazos. —Pienso en voz alta, me pongo en pie y salgo apurado.

Se queda sentada y ojiplática Mariana, masticando el pan con un vestigio de mermelada en la comisura diestra de sus labios y la dejo sola en el comedor, pero acompañada por las ansias de enjuagarlos con mi lengua.

***

Casi me atoro al ver la repentina reacción de mi esposo. Y es que Kayra infunde respeto a pesar de ser cordial por lo general, y desairarla no es buena idea. Tengo mucha hambre, aunque me cueste tragar lo que con cariño le he preparado y aprovechando que estoy sola y no puede mirarme termino por comer apresurada, mojando una tajada de pan dentro de mi taza de chocolate. No demora mucho, pero cuándo Camilo regresa a la mesa, ya me he devorado todo.

— ¡Vaya si tenías hambre! —Le digo a Mariana y ella mimosa como para variar, ladea la cabeza, levanta los hombros y entorna su azulada mirada acompañándola del bamboleo en el tobogán de sus pestañas, dos o tres veces seguidas. ¿Intenta hacerme flaquear?

— ¿Qué quieres que te diga? Pues sí, no había probado bocado desde el almuerzo en casa de Iryna ayer. —Le confieso, mientras me pongo en pie.

—Termina tú con calma mientras recojo los platos sucios y voy arreglando la cocina. —Y él, posa su mano con firmeza sobre la mía impidiendo hacerme con la taza vacía. ¿A la tercera es la vencida?

—Ni se te ocurra, le respondo. Deja esa loza ahí, que ahora me pongo yo en ello. No viniste hasta aquí para limpiar, sino para hablar y contarme tu parte en esta historia. —Le digo alzando un poco el tono de mi voz. ¿De paso arreglar mi desorden sentimental? Lo pienso, pero obvio no se lo digo.

— ¿Pero entonces que hago, Camilo? —Me pregunta Mariana colocando sus manos a la altura de las caderas, con algo de enfado.

—No lo sé Melissa. Espérame en el sofá y aprovecha para ordenar tus ideas. —Me responde cortante, subiendo y bajando nerviosamente su pierna derecha, y ese mandato me deja inquieta.

—Okey. ¡Como guste el señor! —Y contrariada, doy media vuelta y salgo como niña regañada de esa habitación, amagando el llanto.

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