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Infiel por mi culpa. Puta por obligación (19)
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Tiempo de lectura: 18 minutos

Definitivamente estoy cagado y con el agua bien lejos. Tantas noches de insomnio buscándole excusas a Mariana, echándole toda el agua sucia al playboy de playa, a ese pedazo de hijo de puta aunque su madre sea una santa, y ahora resulta que no, que mi mujer no fue seducida ni por la parla ni por lo físico, –porque de intelectual, a ese neandertal el cerebro le sirve para lo mismo que a mí las tetillas– al final resulta que fue ella solita la que se tomó de la nariguera y se encaminó cual ternera hasta el matadero. ¡Él no la forzó ni tampoco nadie la obligó!

Que duro es darse cuenta que la mujer que tanto creías conocer no era tal cual la imaginaste. ¡Me ha defraudado, quitándome la ilusión de compartir toda mi vida con ella! Y por más que con su llanto demuestre arrepentimiento, su grado de culpabilidad ahora es mucho más alto. Ella se lo buscó. O lo que es más correcto y diáfano… ¡Mariana se le ofreció!

—Continúas llorando por mi culpa, Camilo. Pero no has reaccionado de manera violenta. ¿Es porque estabas esperanzado en que todo lo que te estoy revelando hubiese sido una ilusión? Deja de hacerlo por favor, no llores más que no lo merezco. —Levanta el pequeño envase plástico para acercarlo al botón rosa de su boca y no me queda otra que responderle…

— ¡Quizás sea porque me siento decepcionado, al ser tu misma quien tomó la decisión de entregarse! Porque aunque te parezca que estabas ganando la partida, en realidad perdiste los papeles frente a ese tipo esa noche. ¿O estoy equivocado? —No contesta y tan solo mueve su cabeza de izquierda a derecha, ya que es inútil que lo niegue ahora.

—Y no Mariana, –prosigo fustigándola– para nada guardaba dentro de mí una brizna de esperanza. Mucho menos guardé una mínima ilusión, pues tu silencio, todos esos días antes de marcharme te delataba. Tu traición se te veía reflejada en la cara, no solo aquel medio día cuando regresé a la casa. También cada mañana al desayunar, evitando que Mateo se percatara de algo y en las noches al sentarnos a la mesa para cenar, hablando lo necesario para ver cuál de los dos era el elegido por nuestro pequeño para ir con él a su cama y leerle alguna historia para que durmiera en paz. La pude ver en tu silencio persistente antes de cerrar la puerta, cuando no te atreviste a preguntar hacia donde iba o a qué horas regresaría. No te importé. ¡Ya no te interesaba y llegué a pensar que hasta te estorbaba mi presencia!

—No debería admitirlo pero aunque me duele reconocerlo, te agradezco la sinceridad con la que me estás hablando. No vayas a creer que tengo vena masoquista, pues no me gusta sentir todo este dolor que he venido sintiendo y ahora, revive con cada una de tus palabras. —Se lo recalco pues el cielo de sus dos ojos me miran húmedos y esquineros. ¿Expectantes?

— ¿O tal vez sí? Porque puede que al permitir que supieras donde hallarme, deseara interiormente que al encontrarnos, escuchando la realidad por tu propia boca, dejara de imaginar y suponer como sucedió. Y al sentir más dolor escuchándote, pudiera conseguir finalmente dominar el sufrimiento, liberarme de la culpa que he sentido todo este tiempo, al permitir que iniciaras toda esta parafernalia y así dejar de amarte. Olvidarte y apartarte de mi mente, pero no de poquito a poco, palabra tras palabra, lágrima tras lágrima, sino de una sola vez. —Puede que sea lo que quiero, pero en verdad miento. ¡La amo! Y esa mentira Mariana la puede descubrir, al ver en mis ojos como se diluye esa falsedad entre mis lágrimas.

—Ahora eres tu quien persiste con el llanto. Y está bien que lo hagas y te desahogues. Tranquila, Mariana, estaremos bien. Necesitábamos hablarlo. Respira y cuando estés lista, puedes continuar con lo que todavía me falta por escuchar. —Finalmente le digo al tiempo que voy sirviendo para los dos una nueva ronda, tensando los músculos para evitar que se me note el temblor de mis manos.

Mariana descruza las piernas, dobla la mano con elegancia para llevar a su boca el pitillo blanco y lo deja allí, –sobre la blanca piel de su muñeca, se vislumbran las delgadas hebras del rojo hilo que sin estar roto, ella sentimentalmente lo rompió– prisionero entre sus labios y mirándome aspira, para luego alargar su brazo izquierdo, ladeando su torso y se adueña de su ron. Coordinada retira de su boca el cigarrillo, expulsa el humo por la nariz y bebe. Inspira y sus lágrimas ruedan desde las comisuras de los párpados hacia sus pómulos. Se le levantan los hombros al hacerlo, igual que sus senos bajo la tela de su vestido y cierra sus azules ojos irritados suspirando relajada.

Con esta actitud tranquila, parece tomar aliento y disponerse a continuar. Y yo espero la siguiente estocada. «Una vez el ojo afuera, ya no hay Santa Lucia que valga».

***

—Uhumm, estas en lo cierto. Era necesario vernos, enfrentarte y hablar. Bueno, al menos yo debería hacerlo y tu tan solo escucharme, cielo. A pesar del dolor que te estoy causando y de la vergüenza que estoy pasando al contártelo. La euforia se apoderó de mis sentidos, es verdad. Me dejé llevar por la sensación de dominio y me embriagué al sentir en mis venas recorrer ese efecto de poder, al verlo tan inofensivo y desubicado ante mis órdenes.

Me percato de que no hay estrellas a la vista, ni el pálido resplandor de la luna veo tras ellas, al esparcir la bocanada de humo levantando mi cara hacía el firmamento, pues el cielo permanece encapotado sobre esta isla; nubes grises, muy oscuras por encima de nosotros dos tan alejados ahora con mis revelaciones y con sus silencios. Y a la distancia por entre las desgonzadas ramas de las palmeras y las coloreadas fachadas de los edificios frente a nosotros, los centellantes relámpagos iluminan el lejano horizonte sobre la bahía.

—Esa noche elevó la cabeza, y ya acostumbrados los dos a la penumbra, observé sus ojos avellana, fulgurantes y ansiosos, encontrándose con la azulada serenidad de los míos. Buscaba tal vez que me retractara o un gesto de compasión de mi parte. ¡No la tuve! No moví ni un solo músculo de mi rostro, mucho menos parpadeé y si lo hice, en medio de la oscuridad él no lo pudo apreciar.

—Levanté primero un pie para no enredarme con el short y con el empeine del otro, lo deslicé hacia costado opuesto, hasta arrumarlo contra las dos piezas de mi bikini abandonado. —Camilo permanece en silencio, dando una profunda calada a su cigarrillo y observándome al igual que yo le miro, midiendo cada uno nuestras reacciones, detallando cada gesto y cada movimiento. En el suyo se le arruga la frente al escucharme, y Camilo en el mío, el desconsuelo mientras le hablo.

—Seguramente José Ignacio me creía suya, –continúo contándole más calmada pero todavía apenada– ya entregada y dispuesta a ser otra posesión de él, su nueva adquisición. Pero lo que hice fue levantar mi pierna derecha y doblándola, apoyé mi pie sobre su hombro izquierdo, cubriéndome con el borde de tu camiseta de futbol, sin dejarle apreciar siquiera un poco mi ombligo, pero obviamente sí colocándole frente al rostro, los pelitos recortados en forma de triángulo sobre mi pubis y la hendidura de mi vulva que se encontraba algo humedecida, dejando que percibiera con su olfato, los aromas condensados que se le desprendían. —Camilo deja de mirarme y tuerce sus labios, reprobando obviamente mi conducta.

—Suspiró e indeciso posó sus labios a un costado sobre mi monte de Venus, catando por primera vez la tersura de mi piel hasta llegar a la ingle derecha, y sujetándose de mis corvas, con delicadeza subió sus manos acariciando la parte posterior de mis muslos. La piel se me puso de gallina, pues como sabes bien es una parte muy sensible de mi cuerpo, sin embargo contuve dentro de mi boca el jadeo que inquieto se quería escapar de mi garganta. No quería darle el gusto de hacerle saber que me estaba haciendo sentir… ¡Rico!

—Potentes sus dedos se hundieron en mis glúteos anclándolos con firmeza y amasándolos, separando una nalga de la otra y su boca a medio abrir, tomando aire y una decisión, frontalmente besó desde aquella ingle hasta el pliegue que era línea fronteriza entre el muslo y la colina de mi labio mayor. Pero se detuvo un instante y dudé en si lo hacía para respirar o cobardemente echarse atrás. —Camilo apoya el mentón sobre la mano derecha cerrada y los dedos de la zurda aprietan con fuerza los nudillos de la diestra, haciéndolos tronar en medio de la confusión y su furia.

—En realidad, cielo, no lo sabía en ese instante. Yo allí de pie, solo intentaba no claudicar en mi dominante posición al sentir lo que no quería, sin excitarme con aquel desesperante recorrido que no llegaba a donde se suponía debía culminar. Y cerré mis ojos para concentrarme imaginariamente en la piel que él tenía que besar, en los labios que necesitaba que los suyos me humedecieran para vencer su asquienta resistencia con mi autoritaria terquedad. Tenerlo ante mí, postrado y humillado, me hizo sentir feliz. Pero lo hacía tan de mala gana que me estaba desconectando.

— ¿Qué pasa cachorrito? ¿Eso es todo lo que sabes hacer? —Le pregunté al verlo arrodillado y manso, seguramente asqueado ante el olor que desprendía mi vagina excitada. Me sentía superior jodiéndolo, hablándole de esa manera e hiriéndole su orgullo, aunque pendiente del pasillo por si se acercaba alguien.

— ¡Tranquila bizcochito, solo estoy recreándome con el paisaje! —Me respondió y fue entonces cuando le puso empeño a… ¡A su primera vez!

Hago una pausa para beber y fumar. Aprovecho el silencio que me concedo al aspirar con lentitud, y mientras lo hago observo el rostro apesadumbrado de Camilo por detrás de las blancuzcas columnas helicoidales del tabaco fumado, pensando en ese momento y en los detalles que no me atrevo a comentarle. ¡No pretendo herirle más!

…Por fin su boca besó la mitad de mi raja, sobre mí ya despierto botoncito, ejerciendo algo de presión. Sentí, y apreté al tiempo ojos y boca. Su lengua aplanada dio finalmente con la rendija entreabierta y humedecida, lamiendo hacia abajo, descubriendo y perdiéndose en mis profundidades. Victoriosa pero sensibilizada, disfruté de aquella situación de sentir como al subir de nuevo, separaba su lengua con torpeza los lisos pliegues de mis labios menores, sin detenerse sobre ellos, sin esmerarse en chuparlos demasiado, brusco y anormal. Sin el roce leve, tan matador y orgásmico que solo mi mar…

— ¿Y lo hizo? Te besó finalmente… ¿Allí? —Escucho con lejana claridad sus preguntas que tienen un tono de lamento.

— ¿Qué?… Ahhh, sí. —Le contesto, pero creo que debo aclarárselo. Eso sí, sin mirarlo esta vez a la cara. La pena sencillamente no me deja.

—Un sexo oral inexperto o desganado. Tal vez una mezcla de los dos. El caso es que aunque lo hacía con torpeza, si estaba logrando hacerme entreabrir la boca para tomar aire y dejarle huir… ¡Me hizo gemir!

— Vuelvo a preguntártelo Mariana. ¿Y no pensaste en mí? ¿En todo lo que estabas permitiendo que sucediera? ¿Ni por un segundo me atravesé por tu cabeza?

—No, mi vida. No estuviste allí en mi mente, porque solo tenía en mis pensamientos la intención de humillar al que me había ofendido. Era mi lucha personal. ¿Sí me entiendes? Y en esa batalla, no te incluí como guardaespaldas. Estaba obsesionada y además…

— ¿Además qué? —Me interrumpe con una pregunta que ahora causa temblores en mis manos, escalofrió en la espalda y en la nuca. Llanto lento de nuevo. Todo unido antes de responderle a mi esposo.

—Necesitaba demostrarme que era capaz de hacerme valer como mujer, frente a ese hombre. Y más aún cuando me dijo con su acostumbrada soberbia…

— ¡Voy a hacer que grites y tus ojos se te queden en blanco! —Sentenció ubicado en el medio de mis piernas, en tanto yo continuaba con mi cabeza girada hacia la penumbra de la habitación y percibí tras de mis párpados un atisbo de claridad, al cual no le di importancia. ¡Estaba sumida en otro cuento!

— ¿Estás seguro de eso? ¿Qué tal que no cumplas con mis expectativas? —Le contesté con el tono más burlón que pude imprimirle en ese momento a mi voz. Sin abrir los ojos, ni mover la cabeza. Sin descruzar mis brazos, mucho menos cerrar los muslos.

—No me respondió con palabras si no con hechos, pues sus dos manos apretándome el culo ejercieron presión para que yo adelantara mis caderas al encuentro de su cara, y su boca se convirtió en una ventosa que chupaba con brusquedad, succionando con descortesía mis pliegues y luego, halando con sus dientes los labios que por mis flujos se le resbalaban, los fue apartando con la forma ancha de aquel músculo babeante y de a poco buscó su lengua coniforme abrirse paso por el medio de la raja, –más abajo hacía mi huequito– y se hicieron más profundas, más concisas y placenteras las sensaciones.

—Estaba empezando a disfrutar, moviendo lentamente mi cabeza hacia arriba y luego abajo, y al volver mi rostro hacia la puerta abrí los ojos y me sobresalté. La luz del pasillo estaba encendida, aunque no se escuchaban pasos. Asustada, con la planta del pie lo empujé y él cayó de espaldas pero sin causar mucho ruido. Y escuchamos con claridad cómo se abatía una puerta.

— ¡Mierda! Alguien viene. Vete de aquí, por favor. —Y él derrotado y sin comprender a cabalidad que había sucedido para terminar derrumbado en el suelo, se puso en pie sin aparentar esfuerzo alguno, pasando el dorso de su mano por los contornos de su boca, brillante por mis flujos y su saliva, limpiando su detenida lujuria y secando con su mano mi pecado.

— ¿Y mi beso? —Me preguntó con su sarcástica sonrisa de siempre.

—Aún no te lo has ganado. —Le respondí y lo saqué de la habitación empujándolo por su espalda, mirando de paso para ambos lados. No vi a nadie, solo su cara con gotas de sudor en la frente y una sonrisa de satisfacción que me dejó confusa. Y al cerrar la puerta, fui capaz de recobrar el poco sentido común que en aquel momento me quedaba y me vi tras de ella angustiada, de pie como una estatua, detenida en el tiempo pensando en lo que acababa de suceder.

—Lo… Lo siento tanto, mi cielo. ¡Pufff! Lamento haberte traicionado… Lastimarte más con todo esto que te estoy relatando. —Tímido y con seguridad casi inaudible a causa de la repentina xerostomía en mi boca, fue mi confesión.

Y él, mi esposo bello y mi hermoso hombre, con sus uno setenta y ocho de estatura según me lo había repetido varias veces, –contrastando con el uno setenta y cinco que figuraba en su cedula de ciudadanía– me mira desconsolado y amargado por mis recuerdos, mientras estira el brazo para recoger sus cigarrillos, mi encendedor y la pequeña copa.

Mis dedos acuden a los lagrímales, deslizándose por la depresión de los párpados para socorrerlos una vez más, mientras que azarada espero su reacción, algún signo por mínimo que sea, ya que abrazarlo no puedo; al menos verle vida en sus ojitos, humedad en sus labios, firmeza en sus manos y que entienda que he venido a recuperarlo. Que sepa que mi amor por él siempre ha estado, hoy más que nunca, y que así no me lo permita, comprenda que siempre será mi amor eterno.

Decirle la verdad me cuesta un montón. Nos ha herido a los dos, por supuesto que no en la misma medida, es verdad. Pero puedo sentir como le ha mortificado saber todo esto, y él, con seguridad ha visto en mi cara como no he disfrutado, al revelarle el comienzo.

—Creo que sería mejor volver a caminar. Me siento sofocado entre tanta gente feliz y nosotros dos con nuestra infelicidad a cuestas y estas caras tan largas y amargadas… ¡Solo somos un manchón que afea este precioso cuadro!

Segundos después de escucharlo, puedo observar cómo se levanta decidido, introduciendo en su mochila Wayuu la botella de ron, y yo solo atino a desplazar la copa vacía hacia su lado para que la junte con la suya, recogiendo de la silla frente a mí, el sombrero y el bolso negro. De la mesa tomo igualmente mi cajetilla de cigarrillos, el encendedor y el cucurucho de papel. Los dos dejamos este lugar más o menos acomodado y avanzo ahora, un paso por detrás de él, para dejarle respirar y pensar con libertad.

***

Que estúpido debo haberles parecido a Fadia y a Eduardo. Al otro, a ese malparido siete mujeres no, pues hasta el último instante no se enteró que el arquitecto al que tanto molestaba con su soberbia y altanería, era el esposo de su querida Meli. ¡El infeliz cornudo!

Y que idiota y sumiso tuve que parecerle a mi mujer, por no decirle nada al darme cuenta de sus cambios. A pesar de que tuve tiempo y lo pude hacer en varias ocasiones, al percatarme de sus sutiles cambalaches. Como el inusual gusto por las transparencias en sus blusas y la profundidad de sus escotes, o el deleite compulsivo por adquirir ropa demasiado ajustada, muy sugestiva, similar a la creciente obsesión por el uso diario de su ropa interior con menos tela y más encajes, provocativa y sexy para mis ojos exclusivamente, según ella. Y yo no le cuestioné nada.

Me di cuenta tarde de que Mariana ya no me necesitaba como al principio de nuestros días, en la insignificancia de las cotidianas decisiones hogareñas y estúpidamente me alegré al verla tan capaz de hacerlo ya todo sin mí. ¡De vivir en su nuevo mundo comercial, sobreviviendo sola!

Mariana me sigue el paso, caminando a mi diestra un metro por detrás de mí. La observo por el rabillo del ojo y esta noche, –tan parecida a otras tantas dos años atrás– ella no busca ver su sinuoso reflejo en las vidrieras de los almacenes del centro comercial. Porque no se verá alegre y sonriente, ni mi brazo acalorando su nuca, irá como antes sostenido sobre la calidez de sus hombros, ni mis dedos tocaran con suave picardía el nacimiento de su seno.

Camina cabizbaja, pensativa y timorata. Quizá vaya recordando los mismos momentos y los añore como yo lo hago ahora, mientras se culpa de ir suelta y distanciada.

—Con el paso de los días, –rompe el silencio Camilo, hablándome lo suficientemente alto para acortar con su voz nuestra lejanía. – sin poder dormir en una de las muchas madrugadas y tras varias horas de pensar en Mateo, en ti y en mí, me atemoricé y se me hizo un nudo en la garganta al imaginarme en un futuro, rehaciendo mi vida con los pedazos que habían quedado tirados a mis pies y sin embargo el miedo era que los trozos fuesen tan pequeños que lo reconstruido por mí, fuese tan de escaso de tamaño, que tú no cupieses en él.

—Mi vida, yo no… —Intento interrumpirlo pero no me deja. Apuro el paso para colocarme a su lado y escucharle con mayor privacidad, aunque me importe una mierda que el mundo nos escuche.

—Espera déjame redondear la idea, por favor. —Me solicita amablemente, mucho más tranquilo, bajándole una rayita al volumen de su voz.

—Tuve miedo de que mis oídos se fueran acostumbrando al silencio de sus voces, y que tus amorosas palabras que me servían de arrullo para conciliar el sueño, ya no me hicieran falta. —Si él supiera que su temor fue exactamente el mismo que sentí, al darme cuenta con el paso de los días, que ya no volvería a escuchar su voz grave y cariñosa en nuestra casa.

—Sé bien cómo te sientes, pues lo puedo ver en tus gestos, en la manera que subes la mirada y oblicuas, se inclinan tus cejas como rampas de despegue, para ayudarte a elevar esas plegarias al cielo; o como abres tus manos y estiras los dedos para luego encogerlos, por tu desesperado tormento. Te conozco Mariana y sé que sufres al tener que relatarme tu traición, sabiendo a ciencia cierta que con tus palabras excavas tu propia tumba y me haces participe de este sepelio.

—Cielo, no es mi inten…

—Se bien que no quieres hacerlo pero ahora, después de estar sola tantos meses y de meditarlo, has venido hasta aquí y has llegado para enfrentarme con valentía, pues no sabías con la clase de hombre que te ibas a encontrar. Con el marido emputado y traicionado, derrotado y abandonado. O con uno diferente, despreocupado y renacido.

—Estuve segura de hallar al mismo hombre, respetuoso y para nada violento. —Le comento.

—Puede que ahora sea una mezcla de todos ellos, Mariana. ¿Pero sabes algo? Por mucho que hayas cometido errores, como seguramente lo he hecho yo, siempre estaré de tu lado y no abandonaré a nuestro hijo. De pronto, no tan cerca como esperas y deseas, mucho menos rendido a tus pies como antes y sin que lo pidieras, yo hiciera siempre lo que pensaba que tú querías. Pero sí, hay. Porque a pesar de todo, yo… ¡Aún te amo!

— ¡Y yo a ti! —Le respondo intentando no llorar de nuevo, pero sus palabras me conmueven y atemorizan. Mierda, tiene tanta razón en sus razonamientos que yo presiento que… ¡Lo estoy perdiendo de nuevo!

—Sin embargo de lo que hasta el momento me has dicho, aunque alcances a explicarte no quiere decir que yo logre exculparte. No estoy de acuerdo en lo más mínimo con lo que hiciste. Y entiendo que faltan detalles, otros hechos y que aquella noche no finalizó con ese sexo oral interrumpido, si no que por el contrario, fue el abrebocas de ese idilio entre ustedes dos.

—Lo sé y comprendo que estás en tu derecho de hacerlo. Pero Camilo yo… ¡No me enamoré! Aunque lo parezca, no hubo dentro de mí síntomas de un posible romance. ¡Jamás! ¿Me escuchas? Nunca me enamoré de él. —Lo refuto vehementemente.

Ahora sí que no puedo detener este sentimiento de angustia que atormenta mi pecho, tampoco la salina catarata que se desborda desde mis ojos, lavando literalmente mis mejillas. Culpable, ha sido su sentencia al inicio de este juicio, aunque dice amarme. ¡Y lo que le falta por escuchar! Promete estar a mi lado y al de nuestro pequeño, pero sin permanecer. Guardaba la esperanza pero ahora creo que no lo podré conmover para recuperarlo.

Nuevamente entre los dos, –lado a lado– se instala el mismo muro de silencio que nos amarra las palabras, libera nuevas dudas e instiga para dividirnos, mientras nos acercamos al arco de piedra que nos conducirá a la plazoleta con la estatua envejecida en honor a un prominente político y hombre de negocios, amparado por aquellas seis palmeras, a medias iluminadas y que le hacen guardia, e intentan resguardarlo del sol con sus sombras alargadas.

Desde aquí se puede divisar en la otra orilla, igual de colorida y festiva que esta parte de la ciudad, Punda. No cruzamos sin antes depositar en la caneca de basura, mi cajetilla vacía de cigarrillos, el cucurucho de papel con las colillas y por su parte, el envase plástico de la gaseosa familiar.

Con su pulgar ligeramente doblado, el dedo índice por delante y el del corazón precediendo a los demás, aparta con suavidad la onda oscura de sus cabellos, ubicándolos por detrás de su oreja derecha, Mariana pensativa, esquiva como yo lo hago a las personas que admiran desde este lugar, la bella postal que ofrece ante nuestros ojos la bahía. Con el puente de la Reina Emma atravesándola, uniendo la ciudad con sus arcos multicolores e iluminando el transitar de decenas de turistas que vienen hacia aquí o que marchan hacia Punda, mientras que escuchamos el arrullo constante del oleaje al golpear contra las inertes piedras.

Caminamos despacio hacia Brión, rodeados de alaridos, música caribeña y parrandas provenientes de un autobús atestado de enfiestados turistas. Lo hacemos sin afán, pues ella todavía tiene cosas por explicarme y yo tengo claro que no quiero que se vaya de esta isla y de mi vida, sin aclararlo todo. En los libros de historia hay vacíos, existen errores de apreciación, mucho de suposición y falta contrastar los datos. Mucha leyenda que se cuenta pero no se valida porque no se escribió.

Como en este informe que cargo dentro de mi mochila, en cuyas primeras páginas me perdí. Explican con fechas y horas señaladas, entradas y salidas de lugares, intercambios de mensajes que constatan como ellos dos mantenían una relación amorosa. Sin embargo no relataron bien el comienzo, pues como yo, lo desconocían. Ahora lo sé. La cuestión es si quiero saber desde cuándo y en donde se concretó. ¿En mi casa? ¿En la suya? ¡En un motel tal vez!

Leí la primera y la segunda página con detenimiento y mucho asombro. La tercera y la cuarta con tristeza y furia. A la quinta sentí náuseas y en la sexta vomité. Enfermo, pasé de largo las demás, observando con rapidez letras e imágenes hasta finalizar. Lo hice como si contara un fajo de billetes de la misma denominación, ensalivándome el pulgar para pasar con rapidez el papel moneda por las esquinas. Al fin de cuentas el valor es el mismo y lo importante es conocer la cantidad total. En mi caso, los espiados actos de mi mujer estaban redactados en los variados folios que indicaban graves faltas a la moral, a la ética empresarial y su descarnada infidelidad hacia mí. Y sin embargo todos ellos tenían para mí el mismo valor. ¡Traición!

—Debes saber que pasé bastante tiempo sopesando lo ocurrido. –Finalmente hablo en un intento de expiar mis culpas. – Desde esa misma noche cuando por fin hablamos tú y yo, respondiendo como a bien pude tus preguntas y esa acusación velada.

— ¿Dónde estabas? — ¡Comiendo!

— ¿Por qué tanta demora? — ¡Festejando con unos traguitos!

— ¡Mi loquito se quedó dormido esperando tu llamada! —Lo siento, no creí que se nos hiciera tan tarde.

—Y te dije la verdad a medias, pues omití el baile y por supuesto aquel juego que terminó como ya bien conoces. Recostada en la cama pasé esa noche casi sin dormir, preguntándome porque lo había hecho y sobre todo… ¿Por qué lo aceptó él? En medio de mi zozobra al reconocer esa falta de sensatez, una sonrisa se formó en mi cara al pensar que por fin había doblegado al prepotente de José Ignacio. No me reconocí infiel totalmente, pues no había traspasado el límite de la atracción, menos aún permití que me besara la boca y tampoco existió penetración.

—No hay verdades a medias Mariana, son mentiras completas contadas a tu conveniencia. Así como fuiste infiel, por más matices con las que intentes maquillarla. Para mí no hay término medio. Lo que hiciste finalmente nos perjudicó y te fue convirtiendo en otra mujer, así pretendieras no reconocerlo en ese momento.

—Tienes razón, no me sentí así. Pero si pensé que si lo llegabas a saber, sería el final de nuestro matrimonio y te dolería mucho más el que lo hubiera hecho con aquel hombre que tanto detestabas. Por lo tanto opté por callarme ese desliz, pues al fin y al cabo no sentí demasiado, físicamente hablando, y sentimentalmente nada me unía de él. Lo olvidaría pronto y todo ello se quedaría allí, en una simple anécdota que jamás se revelaría y que nunca se volvería a repetir, al menos por mi parte lo tenía claro.

—El lunes finalizando la tarde llegué a casa para encontrarme con Mateo y la nana, recién llegados de jugar en el parque. Y tú no me habías llamado en todo el día, ocupado de reunión en reunión. Me diste tiempo para serenarme y encontrar valor para enfrentarme sin nervios a tu inquieta inocencia. Te recibí amorosa como siempre y tú, me abrazaste, dándome un gran beso sin reclamos. Tu mujer, la niña de tus ojos ya estaba en casa, sana y salva.

—Aquella noche me acosté a tu lado unos veinte minutos después de que tú lo hicieras, fingiendo tener que registrar con urgencia en mi agenda, algunos datos primordiales sobre la reunión que debería sostener al otro día con ese cliente que había logrado concretar el fin de semana. Pero a pesar de hacer tiempo para ordenar mis pensamientos, no pude aclarar en mi mente lo ocurrido con K-Mena y lo acontecido entre José Ignacio y yo. ¿Por qué lo permití? Me sentí terriblemente mal. Y al llegar a nuestra habitación al verte acostado semidesnudo, como siempre esperando para abrazarme debajo de las cobijas, con los ojos bien abiertos, esperando tener conmigo sexo para relajarte o que nos hiciéramos sin apuros el amor… Entré en pánico. ¡Nunca me había sucedido, jamás lo había hecho!

— ¿El qué?

— ¡Eso! Ocultarte una escena excéntrica de mi vida, engañando al hombre con el que había decidido sin dudar, seguirle fielmente a donde fuera y como fuera, permaneciendo a su lado, siendo suya por y para siempre, pues era el amor de mi vida.

— ¿Era? —Me recrimina con irónico sarcasmo.

—Me refiero estrictamente a ese pasado. Al origen de nuestra unión. Nunca dejaste de serlo y Camilo, para que lo sepas… ¡Eres! Para mí, hoy por hoy, lo sigues siendo y lo serás por siempre.

—Por física vergüenza no me desnudé frente a ti, sino que entré al baño para cambiarme, haciendo tiempo para aplacar los nervios, pues creía que en mi rostro, –por intermedio de algún inocente gesto mío– para ese sexto sentido tuyo, tuviera vestigios reveladores de mi traición.

El parking se encuentra al tope de autos y sin embargo una pareja en motocicleta nos pasa muy cerca asustando a Mariana. Buscan un espacio desocupado que no existe, pero sí interrumpen sus recuerdos. Hay un olor exquisito flotando en el ambiente que logra hacerme cerrar los ojos, inundando de sabores deseados mis fosas nasales, ocasionando de paso ganas de pegarle un mordisco a un buen pedazo de grasosa carne.

— ¿Te parece si vamos hasta el kiosco y nos pedimos un par de hamburguesas con todo? ¿O prefieres comer alguna otra cosa? —Le consulto a mi esposa.

—Por mí no hay problema. En verdad ya tengo hambre. Pero la mía con doble porción de carne y sin cebolla. ¿Vamos? —Me responde.

— ¡Perfecto! Pero recuerda que esta vez tú corres con los gastos. —Y me sonríe.

Desenvuelta, radiante y más bella que todas las mujeres que al igual que ella hacen la fila para solicitar el pedido, la observo sentado en el penúltimo escalón de la gradería situada a unos cuantos metros del acceso al puente. En el kiosco no conseguimos lugar para acomodarnos. No es porque sea ella y yo siga prendado de su belleza, pero sin lugar a dudas Mariana, con sus cabellos negros mecidos por la nocturna brisa al igual que la falda de su vestido, y su cara de niña tierna, tan blanca, tersa y ya serena, en armonía con ese cuerpo de botella de Coca-Cola, la destacan de entre las demás. Las hay por delante de ella, extranjeras maduras más altas y rubias pero de carnes flojas. Tras su espalda, están otras jóvenes castañas con melenas rizadas más o menos de su edad, –nativas con seguridad– más delgadas y enseñando más de la cuenta, muy alegres abrazadas por la cintura a sus parejas.

De hecho varios hombres ya sentados y llevándose el tenedor a su boca sin mirarlo, disimuladamente la auscultan. Ahora es igual que antes y como siempre ha sido, por lo tanto no se me ha olvidado y por ello me sonrío al verlos, pues de hecho nunca he sentido celos por eso. Al contrario, me he orgullecido de tenerla a mi lado, de que me eligiera sobre tantos otros pretendientes. Nunca dio Mariana pie a que alguno intentara ligar con ella. Me respetaba y los distanciaba tan solo con el desplante educado de su mirada, confiaba en ella más que en mí mismo. Sin embargo entiendo que aquello quedó en el pasado y ahora ella ha dejado de ser exclusivamente mía.

Camilo no ha dejado de observarme, de pronto pensando en lo que le he contado, o puede que como siempre, esté pendiente de que no me suceda nada. Y por nada es que algún turista despistado, crea que me encuentro sola y disponible buscando farra, y dando pie para que intenten cortejarme esta noche. O estaré paranoica y sencillamente espera que no me demore demasiado para poder calmar con su hamburguesa, el hambre.

La dicha no me duró ni diez minutos, pero cada segundo masticado y degustando su buen sabor lo ha compensado. Aun me quedan unas cuantas papitas crujientes y la mitad de la gaseosa, pero Mariana que siempre las devoraba terminando antes que yo, esta vez se ha demorado y le falta un poco menos de la mitad. Y es que ahora saciado, me pongo a pensar que ella debe estar repasando los hechos posteriores que no pudo terminar de relatarme porque la interrumpieron.

Termina de tragar y bebe un sorbo. Me mira con esos ojazos cristalinos con su divino azul esclarecido por las luminarias blancas del alumbrado, con claras ansias de continuar hablándome. Otro mordisco da y se retira un poco de mayonesa con la servilleta, paseándola con sensual movimiento por sobre su boca, mientras espaciadamente parpadea y se sonríe traviesa. Otro sorbo de gaseosa y el trozo que falta lo acomoda dentro del empaque de cartón. Y aquí vienen de nuevo sus descargos.

—No hubo click mi vida, como puedes llegar a pensar. No fue una vuelta de tuerca qué le diera un vuelco a mi corazón, causada por el gusto o la atracción. Para mí tan solo fue una anécdota, infantil y pendenciera, falaz y traidora obviamente, pero hasta ahí.

—De hecho cielo, al otro día aquel negocio de la casa tipo «C» me mantuvo ocupada y el resto de días de esa semana, concertando citas entre mi cliente y la gerente de la entidad financiera, como hice aquel mismo martes; el miércoles muy temprano estuve recogiendo documentación de la esposa y de un familiar de esta última que serviría de avalista, por la tarde. Y el jueves después de almorzar contigo en la oficina, –pues como siempre a prudente distancia para mantener nuestra farsa– me reuní de nuevo con ella para tomar un café y demostrarle con cifras a futuro, ventajas de su inversión que la tranquilizarían más, y fue entonces que surgió el tema del diseño y decoración de los interiores, ofreciéndome para ayudarle con algunas ideas y enviarle posteriormente algunos bocetos a su correo electrónico.

—Así que no tuve apenas tiempo para ocupar la mente en… «Esas otras cosas». ¿Me entiendes, verdad? Pues entrabamos y salíamos de la oficina con asiduidad. Él con lo suyo y yo ocupada en lo mío. Nos vimos por supuesto en las mañanas, pero en la oficina apenas si cruzamos un saludo cordial y sonriente. Distante, al menos en lo que a mí correspondía.

—Es extraño que después de aquello, y una vez dado el primer paso, el playboy de playa no insistiera en continuar con el acoso y el derribo.

—Y lo hizo cielo. Fue por un mensaje de texto en el que me pidió encontrarnos fuera de la oficina para hablar de lo sucedido. Se lo respondí, aclarándole que no era mi intención verme con él y mucho menos, repetir una situación como la vivida anteriormente entre nosotros. ¡Al fin y al cabo no pasó a mayores!, le escribí, y a renglón seguido me burlé de él un poquito más, redactando un texto más extenso que decía más o menos así: «Y como nada sentí, lo del beso no sucederá jamás entre los dos y lo demás, menos aún. Así que será mejor dejarlo morir y no complicarnos la existencia. Tú con tu novia o con tus conquistas diarias y semanales. Yo con la felicidad que obtengo cada día con mi hijo y en las noches con mi marido».

—Me despedí aduciendo que tenía una llamada entrante. Yo ya me sentía aliviada y vencedora, no quería más venganza, no la necesitaba ya. Y tanto él como yo teníamos en ese momento claro, que lo primordial era finiquitar los negocios. Así pues, tuve paz esa semana y digamos que yo lo dejé archivado en el baúl del olvido, pero Jose Ignacio lo hizo en el de sus pendientes. Y presentí que él no se encontraba dispuesto a postergarlo.

—El problema surgió el viernes antes de salir para nuestra casa. Eduardo tenia reunión con la junta directiva, José Ignacio adujo una cita con su novia y Diana un compromiso familiar, por lo tanto no hubo quórum para la acostumbrada salida a festejar. Lo agradecí. Yo estaba cansada y solo pensaba en llegar a casa, quitarme la ropa y en pijama, jugando con Mateo esperaría tu llegada. Sin embargo cielo, un nuevo mensaje de texto me puso en alerta, con esas dos fatídicas palabras que lo ponen a uno a temblar… ¡Tenemos que hablar!

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