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Infiel por mi culpa. Puta por obligación (14)
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Tiempo de lectura: 21 minutos

—Debo reconocer que me sorprendió tu llegada y que me sentí rara, confundida por primera vez en muchos años a tu lado. Fue momentáneo pero me sentí ridículamente extraña. Un tanto asediada, como perseguida y no liberada. Quizás en otro momento de nuestra vida, la sensación hubiera sido diferente y me alegraría verte allí buscándome. ¡Tan pendiente de mí, siempre protegiéndome! Pero, en aquel momento, siendo sincera, sentí de repente que tu presencia invadía mi espacio, irrespetándolo. Y no me gustó por supuesto, que dejaras a Mateo en compañía de la nana o de quien sabe quién, tan solo por tus deseos de ir a ver… ¡Como me comportaba! —Le reclamo.

Respiro profundo y giro el cuello para observar a Camilo que resopla con fuerza, logrando levantar con su aliento un oscuro mechón que desobediente, vuelve a caer sobre su frente. Para nada me mira y pensativo, mantiene su mentón presionado sobre la angosta boca del envase de su cerveza, –usándola como apoyo– mientras que parece estar asimilando este nuevo y duro golpe.

—Todo ello lo sentí y analicé en segundos. Cuando se escuchaba tu tímido saludo y yo volteaba a verte. Utilicé por igual los que se consumieron durante la pesada chanza que te hizo José Ignacio, al saludarte. Y sí, Camilo. Me tuve que reír para mantener la fachada de que tú y yo no éramos más que un par de extraños y recién conocidos. Pero obviamente que por dentro todo cambio instantes después y volví a sentirme tuya, de tu parte y tan cercana a ti, como no puedes llegar a imaginarte, pues me molestaron sus ínfulas de superioridad y las ganas de burlarse de ti. —Mis palabras causan efecto finalmente y ahora si se derrumba. Continúa sin mirarme porque agacha la cabeza y se la toma a dos manos, dolorosamente afligido. Seguramente muy desconcertado por mis palabras y ese amargo recuerdo.

—Solo quise pasar a festejar tu ingreso y compartir como hacías con ellos, tu alegría. — Le escucho hablarme defendiéndose, aunque su voz por la posición encorvada, hace que sus palabras se encaminen hacia el suelo, – ¡Débiles y lastimadas!– esquivando el ondular de su cadena dorada, saltándose el bamboleo del crucifijo y por supuesto de la ensartada argolla de matrimonio.

—Ok, te entiendo ahora. En aquel momento no pude verlo de otra manera. ¡Perdóname por haberme sentido así! —Extiendo el brazo y mi mano izquierda completamente abierta, –decorada tan solo con el hilo rojo alrededor de la muñeca– se asienta sobre sus cabellos a la altura de su nuca; más mis dedos se cierran y se abren varias veces, internándose cariñosamente en la espesura de su melena, intentando mitigar un poco su agobio.

—Obviamente me preocupé por la manera en que me miraste al encontrarme con él, –sin retirar mi mano, prosigo mi relato– pegado a la mitad de mi culo y su torso casi encima de mi espalda. Tendría una discusión contigo al llegar a la casa, eso era seguro. Y sería algo novedoso, pues en nuestra anterior cotidianidad, escasamente te enojabas conmigo. Únicamente cuando yo regañaba a Mateo por algo que había hecho o roto algún juguete nuevo y tú salías en su defensa, diciéndome que comprendiera que tan solo era un niño y que no exagerara.

—Pero yo no discutí esa noche contigo. —Se escuda más calmado y bebe otro trago. Sin embargo con el pulgar y el dedo índice de la otra mano, juega a hacer girar sin descanso su mechero, para disipar con aquel juego sus resquemores.

—Y menos mal que no lo hiciste, –le respondo reacomodándome en la silla y cruzando de nuevo mis piernas– pues hubieras sido muy injusto conmigo, ya que como llegaste tarde, no te diste cuenta de que antes José Ignacio había hecho lo mismo con Elizabeth, pues ella al igual que yo, tampoco había jugado a eso en su vida. Nos estaba explicando, una por una y claro, se aprovechaba de la situación para pegarse más a cada una de nosotras y a su morbosa manera, hacerse ver de nosotras dos como todo un profesional del billar. Con Diana actuó de forma diferente, ya que ni le prestó atención, pues ella sí que sabía de eso y no lo hacía mal la verdad. Ella, cuando recién llegamos, desafió a Eduardo a un «chico» de billar y por poco lo vence.

—No estaba enterado de que a Eduardo le gustara ese juego. De todas formas me extrañó que le hubieses permitido esos alcances, a pesar de que a las demás, también se les arrimara, pues supuse que tú tenías el carácter suficiente para alejarlo, haciéndole entender que se propasaba contigo y que no eras presa fácil como las otras. —Le comento a Mariana, extrañado pero con contundencia.

—Pues ya vez. ¡Otra sorpresa que se guardaba! El caso mi cielo, es que me separé con rapidez de él, pero el hecho es que aquella imagen ya estaba fijada en tus retinas y fui consciente de que sería difícil que las borraras de tu mente. —Camilo eleva su mirada al techo y en su boca se vislumbra un gesto de desagrado. Y lo comprendo.

—Cuando declinaste su ofrecimiento de aceptar el reto, con la honestidad que te caracteriza, –por qué nunca has jugado– para irte a beber junto a Eduardo en la mesa desocupada, decidí irme junto a Elizabeth y Diana, hacia el lugar donde los del otro grupo de asesores observaban atentos como jugaban pool en parejas, el señor Luis y uno de sus vendedores por una parte contra otros dos hombres que según el mesero, eran clientes asiduos del lugar, casi unos profesionales y que por lo mismo estos últimos les iban a dar tremenda paliza.

—Mariana, yo no acepté jugar contra él porque no le iba a dar el gusto de humillarme delante de todos y en especial hacerlo frente a ti. Además tenía una noticia más importante para darle a Eduardo. Me había enterado en la reunión que sostuve el lunes, de que las ventas en Peñalisa estaban estancadas debido a un proyecto similar que otra constructora desarrollaba en el terreno contiguo, y que don Octavio y la junta directiva, estaban pensando en hacer algunos cambios. Le dije que podría ser su oportunidad, si con su grupo demostraban ser más sagaces y efectivos en las ventas.

—Hummm, vea pues, a mí no me comentaste nada. —Le respondo a Camilo.

—No lo hice porque apenas era una idea en ciernes. Nada oficial y tú apenas empezabas. Ni siquiera habías atendido a tu primer cliente en la sala de ventas. —Me aclara de inmediato cual fue el motivo.

—Ok, bueno pues. Recuerdo igualmente que mientras que ustedes dos conversaban y José Ignacio junto a Carlos se divertían jugando, me fui enterando de cositas. Ya sabes, esos chismecitos de oficina que no faltan, aprovechando que en el otro grupo había solo dos mujeres y el resto del equipo lo completaban tres hombres, justo al contrario que nosotros. Y una de las muchachas, la flaquita de cabello ensortijado y piel de ébano, ¿la recuerdas? —Camilo hace un gesto de duda y me responde con algo de duda.

— ¿Carolina?

— ¡Sí, esa misma! —Le confirmo y por supuesto que prosigo con el cuento de aquella muchacha.

—Pues ella soltó la noticia de que ya se había acostado con el «siete mujeres» y que la había hecho rozar las estrellas. No supe de quien hablaba con certeza a pesar de que lo imaginaba. Pregunté en voz baja a Diana y ella me confirmó de quien se trataba. Nos preguntó a cada una de nosotras si ya lo habíamos «catado» y Diana suspirando, terminó por reírse levemente. ¡Jejeje!…

— ¡Una sola vez! —Respondió, aclarando de paso, que se había quedado con ganas de más, ya que había sido un rapidín y muy pasados de alcohol, en una fiesta que José Ignacio había realizado en su casa para celebrar el cumpleaños de un amigo. Pero aclaró que por regla general, José Ignacio le había confesado que jamás repetía con ninguna. Únicamente con su novia. Elizabeth que ya parecía enterada, negando con la cabeza nos comentó que ella no lo había hecho y juró que jamás se acostaría con un tipo como él. Y la otra en esa charla era doña Julia, la asesora que más tiempo llevaba en la constructora y que por su figura y lo poco agraciado de su rostro, no era el tipo de mujer que le llamase la atención.

—Me miraron, como lo haces ahora, y obviamente me preguntaron en coro aquellas tres: ¿Y tú también caerás en sus garras? —Negué rotundamente aquella pregunta con aroma a sentencia, aclarándoles que yo era una mujer casada, criando a un hijo y como no, fiel a mí marido. Elizabeth algo seria, rodeo con su brazo mi cintura, apretándome a su cuerpo.

—Tal vez fue un acto reflejo o un gesto de acompañamiento hacia tu respuesta. A Elizabeth claramente le disgustaba el tipo de comportamiento de ese malpar… ¡Sujeto! —Redondeo la idea de Mariana, evitando la grosería.

—Puede ser. El caso es que se rieron las muchachas del otro grupo, repitiendo una frase mientras se codeaban entre ellas… ¡Si claro, cómo no! ¡Cómo no! Ya nos dimos cuenta de lo entregada que estabas con sus enseñanzas. —Y todas se volvieron a reír, menos Elizabeth que me apretaba ya del brazo, como queriéndome decir que no les pusiera cuidado.

—Luego me llegó tu mensaje al móvil, preguntándome cuanto más me demoraría allí y si Eduardo me llevaría hasta la casa, o que si tal vez sería mejor encontrarnos a dos calles de aquel local. Te respondí, –entre triangulares emoticones amarillos– que me parecía peligroso que alguien pudiera darse cuenta de nuestro escondido encuentro, así que lo mejor sería esperarme unos minutos más para no parecer tan antisocial y solicitarle a Eduardo que me llevara a casa. Luego te miré con disimulo para observar tu reacción pero ya me dabas la espalda al seguir hablando con él y les comenté a las muchachas que ya iba siendo hora de despedirme pero Diana enarcó las cejas y cruzada de brazos, me dijo que al menos esperara a que José Ignacio y Carlos terminaran de jugar, para pedirles que la acercaran hasta su apartamento. Y ahí fue cuando ella en presencia de Elizabeth y las otras dos compañeras, nos hizo otra confesión.

— ¡Ese arquitecto está muy bueno! ¿Sí o no chicas? —Y mientras todas nos giramos para observarte, Diana a espaldas nuestras soltó una de sus ocurrentes frases… ¡Papacito rico, estas tan bueno que te perdonaría absolutamente todo! ¡Por mí, qué si se quiere tirar un pedo aquí, que se lo tire que yo pago los destrozos! —Y todas sin poder contener la risa, nos doblamos apretándonos con nuestros brazos, las barrigas. Hasta que Carolina sin dejar de reírse, siguió echándole leña al fuego con un nuevo comentario sobre ti.

—Es verdad, lástima que por lo que se le ve en el dedo, ese bizcochote está bien agarradito, porque de lo contrario, yo me lo echaba al pico. ¡Si o pa’ que, chicas! ¿O ya estoy bien «jincha»? —Aunque no estaba borracha, sí que estaba pasado su aliento a alcohol. Elizabeth, Diana y la otra señora, asintieron, y Diana volvió a la carga exclamando un… ¡Ufff, está como quiere ese arquitecto! Tal cual como me lo recetó el doctor. —Todas nos reímos nuevamente por el apunte, inclusive Elizabeth pero algo más contenida, sin embargo en su mirada vi un brillo diferente mientras ella te observaba, entre un verbal respeto y una emocional admiración. Y eso hizo que a mí la sonrisa se me evaporara tras un corto suspiro con indicios de preocupación.

—Pues que te puedo decir, Mariana. No tenía ni idea de que tuviera mi propio club de fans. —Le respondo sonriente y terminando de dar el último trago a la cerveza.

— ¡Pues ya lo ves! Y entonces después de escucharlas, me sentí de nuevo distinta, dos veces en una misma noche. Pues por un lado me enorgullecía de que hablaran de esa manera del hombre que era solo mío y al contrario de ellas, lo tuviera en exclusiva para mí toda la vida. Y por otra parte, cierto cosquilleo en el estómago que no sentía hacía muchos años. Similar a los celos que me daban cuando estuve de novia del imbécil de mi ex, cuando mis compañeras de facultad rumbeaban con él. —Camilo lleva sus manos por detrás de la cabeza y entrecruza los dedos sobre sus cabellos, observándome y suspirando.

—Finalmente hora y media después, las mujeres concertamos en que ya era hora de marchar y apartándome de ellas para tener privacidad, te escribí en un mensaje de texto, solicitándote el favor de que hablaras con Eduardo para que me acercara hasta la casa.

—Elizabeth se ofreció a compartir el transporte que había pedido por la aplicación, pero decliné obviamente su invitación al comentarle que ya Eduardo me trasladaría. Diana le hizo ojitos a José Ignacio y este, torciendo la boca en un claro gesto de desagrado, asintió y pasándole el brazo por encima de los hombros se la fue llevando rápidamente, casi sin dejarla despedirse de los demás. Carlos se marchó en un taxi y tú haciéndome ojitos, finalmente te montaste en tu camioneta y te adelantaste. Esa noche no discutimos como presentí, porque después de que dejaras en su casa a la nana, tras cuidar a nuestro hijo, al regreso me encontraste ya fundida en la cama y bien abrazada a Mateo.

—Tampoco tenía intenciones de hacerlo, Mariana. Hablé de esa visión inesperada con Eduardo y él confirmo lo que acabas de contarme. Ese playboy de playa, se comportaba igual con todas, pero que contigo ya estaba advertido que no se propasara o intentara algo. Eras una mujer casada con un gran amigo, muy cercano a su familia y que no quería meterse en problemas. Eduardo se ocuparía de mantenerlo alejado de ti, me dijo, y eso me calmó bastante… ¡Estúpidamente me relajé!

Mariana ladea la cabeza hacia mi lado y aparta sus cabellos, pasándoselos por detrás de la oreja y con su otra mano ahuecándola, la afirma con delicadeza al contorno de su preciosa cara, mirándome con sus ojos muy redondos, apenadamente azules, casi a punto de desbordarse nuevamente su llanto, continua explicándome el desarrollo de sus recuerdos.

—Para la segunda semana se mostró un poco más amable pero sin llegar a saludarme como a las demás mujeres de la oficina con dos besos en las mejillas. Algunas mañanas estrechaba mi mano y por las tardes, en la mayoría de las ocasiones, ni se despedía. Le veía trabajar concentrado en sus apuntes por momentos, luego con rapidez tecleaba en su ordenador y posteriormente se enfrascaba en charlas animadas en su móvil, que duraban varios minutos. A mí me interesaba observar su forma de concretar citas con los posibles clientes. Quería a toda costa averiguar sus técnicas de ventas para aprender con mayor rapidez. —De repente Camilo se levanta de la silla, espantándome. – y da unos tres pasos hacia la mesa contigua, pero se gira y se devuelve. Me mira y toma por el espaldar la silla para colocarla en una posición diferente, más frontal. Se queda ahora allí, detrás de la silla plástica observándome con los brazos cruzados, en espera tal vez de que continúe hablando. Y así lo hago.

—Me llamó poderosamente la atención, su manera tan firme de hablar con los prospectos y transmitir con claridad las ventajas y los beneficios de vivir en aquellos apartamentos de interés social y ayudarse con los diferentes subsidios del gobierno para adquirirlos, al atender en las oficinas a los clientes citados. Claramente sabía lo que ofrecía y deseaba conseguir. Los movimientos que hacían sus manos para acentuar las frases, la serenidad en su voz al pasarles el contrato de compra y la solicitud de documentos en espera de que se decidieran a firmar y lleno de confianza, colocaba a veces un rostro de seriedad, ofreciéndoles el lapicero, haciéndolos hablar y hasta dudar entre ellos; para luego tras una sonrisa amplia, abrazarlos y hacerlos congeniar de nuevo. Cuando finalmente conseguía la deseada firma, su sonrisa cautivante iba dirigida a todos, al señor y a los hijos, pero el guiño disimulado del ojo derecho solo era para la señora. Bonita o fea, alta o bajita, flaca o gordita. ¡Él a todas las hechizaba!

— ¡Vaya, ya veo que te impresionó! No te perdías ni uno solo de sus pasos, y aún hoy me da la impresión de que te emocionas al recordarlo. Te cautivó a pesar de que tú al conocerlo, me lo negaras. —Recrimino a Mariana, al escucharla hablar tan animada de ese tipo.

— ¿No era acaso lógico que me sucediera? Ummm… Ahh ya sé por dónde vas. No cielo, te adelantas en el proceso. Me fijé en el vendedor y sus artimañas para cerrar los negocios. No en sus atractivos rasgos físicos, que por supuesto también solía utilizar muy a menudo para conseguir lo que se proponía. —Le respondo con firmeza y continúo explicándole.

—De hecho nada raro ocurrió entre él y yo, ni esa primera semana ni la segunda. Te consta que me dediqué a buscar entre nuestras amistades, mi propia clientela, llamando y revisando mi agenda telefónica, durante los fines de semana, incluso en ese viaje relámpago, charlando con tu familia en la casa de tu hermano en Girardot, mientras Mateo se divertía con los demás niños en la piscina. Yo, ese trabajo me lo tomé en serio y de verdad que no me fijé en él para hacer… ¡Otras cosas! Pero sí creo que interiormente lo hice mi objetivo. Se podría decir que sí fue ese el punto de partida. Claramente mi meta y obsesión, fue superarlo en ventas. No terminar acostándome con él ni hacerte un cornudo.

—Pues gracias por la aclaración, Mariana; teniendo en cuenta lo sucedido con ese tipo, es todo un detalle de tu parte. —Le contesto con cinismo y malhumorado.

—El tercer lunes del mes si fue inevitable por la programación, encontrarme a solas con él en el apartamento modelo de la urbanización. Me acompañaste a tomar el auto que habías pedido por la aplicación y a pesar de los trancones, llegué al sur muy temprano, sin contratiempos cruzando Bogotá. De nuevo él llegó tarde, mucho después de las ocho de la mañana y me saludó con cordialidad sin excusarse por la demora, como para variar en él. Pero mantuvo la distancia toda la mañana aunque me obligó a atender de primeras a una pareja de ancianos, manteniéndose eso sí, muy cerca y pendiente de brindarme ayuda, sobre todo con algún tema que desconocía sobre las obras viales circundantes y que mejorarían los accesos al sector.

—Los clientes se mostraron interesados en recorrer los alrededores y yo me ofrecí para acompañarlos. Él se quedó en la sala de ventas para hablar por teléfono y sin yo preguntarle nada, vertical colocó el dedo índice sobre sus labios y alejando momentáneamente el teléfono de su boca, sonriente me susurró que era un «arrocito en bajo». Como si a mí me tuviera que interesar conocer de sus andanzas.

—Pero por supuesto, Mariana. Obviamente quería llamar tu atención y hacerse notar, desplegando sus dotes de seducción hablando con otras mujeres delante de ti. Por algo se empieza y ese güevón dio el primer paso para llevarte a su cómodo universo donde tú no querías llegar, pero con eso fue suficiente para sacarte de nuestro mundo, de donde nunca quise que llegaras a salir.

—Hummm… ¿Eso crees? Pues sí esa fue la intención, falló en el intento. «Soldado advertido no muere en guerra». Así que no, cielo. No me llamó la atención de esa manera. El caso es que cuando regresé a la sala de ventas ya estaba ocupado atendiendo a otras personas. En la tarde bajó mucho la afluencia de clientes y tuvimos tiempo para hablar, pero tan solo, –y te lo puedo jurar– tocamos solo temas relacionados con el trabajo. Se ofreció galantemente a llevarme hasta mi residencia, yo segura de mi misma rechacé su ofrecimiento obviamente, agradeciéndole e informándole a la vez que ya tenía contratado el servicio de recogida con el chofer que me había llevado en la mañana. Insistió bromeando, que con él llegaría más rápido al cielo. Menos mal que en ese momento entró al móvil personal tu llamada. « ¡Es mi “marido”! le aclaré antes», y así me deshice de su compañía, alejándome unos pasos para hablar con tranquilidad, pues seguía yo preocupada por Mateo.

— ¿Por qué? ¿Te dijo algo a ti, que a mí no? —Me intriga saberlo y le pregunto.

—No cielo, para nada. Pero a ver cómo te lo explico. Ehmm… Un presentimiento de madre, tal vez. No lo sé, pero en esos días lo noté disperso, no tan activo ni risueño. Cosas mías, pensé. Sin embargo es verdad que percibía que Mateo no se sentía a gusto con su nana, aunque ella en verdad intentaba ganarse su cariño y la confianza.

—Al dia siguiente en la mañana, como no llegaban clientes nos preparamos dos cafés oscuros y salimos un momento, yo para fumar y él para hacerle una llamada a su novia. Y mientras yo fumaba, observándolo con disimulo charlar por teléfono, riéndose y caminando en frente de mí con sus lentes Ray-Ban puestos, sin estar segura, si sentía que repasaba mi figura con su oculta mirada avellana. — Camilo aprieta los puños en clara señal de mortificación. Si se pone así por nada… ¿Cómo estará al final cuando le haya relatado todo? ¡Miedo me da lo que al final pueda pensar, decir o hacer de mí vida!

—Llegó a mí mente tu imagen y decidí en ese momento seguir aquel ejemplo, para no dejar apagar la llama, ni sentirnos lejanos o distantes. Nos convertiríamos en amantes clandestinos en el día y con nuestro cotidiano amor, en nuestras noches volveríamos a ser marido y mujer.

— ¡Ajá, ya veo! Por eso es que… —Mariana me corta la frase para continuarla ella.

—… Por eso, encerrada en el baño un rato después, decidí abrir cuatro botones de mi blusa y arremangar alrededor de mi cintura, el verde botella de mi falda, y mostrarte coqueta el conjunto de ropa interior blanco que ese día estaba utilizando y sí, ya sé que no era muy sexy, ya que no tenía transparencias pero me hice una selfie tres cuartos en frente del espejo para enviártela, junto a ese emoticón de diablito morado, con el mensaje posterior de… ¡Para mi amado y deseado amante! Te gustó mucho esa sorpresa, ¿no es verdad?

— ¡Obviamente! ¿Sabes que me pusiste en aprietos y que se me subieron los colores al rostro? Estaba ocupado revisando junto al ingeniero eléctrico y el diseñador de interiores, una cotización de luces led subacuáticas para instalar en el jacuzzi de una casa que deberíamos entregar en pocos días. Y sí Mariana, me dejaste boquiabierto, atónito y con ganas de llegar por la noche a verte y abrazarte. —No le digo más y me calló. Pero sí, me fascinó su atrevimiento y desató con aquella foto, mi deseo de comérmela… ¡Y no solo a besos!

—Uhumm, claro. ¡Cómo no! Que yo recuerde al llegar a casa, no solo me abrazaste sino que por poco me rompes la blusa, sacándome media teta fuera y llevando mi pezón hacia la cálida humedad de tu boca. Luego, si no es por que escuchamos como Mateo, corría por el pasillo para venir a saludarte, tú mano hubiera evadido el elástico de mis cucos y tus dedos los hubieras introducido sin reparos por la raja de mi vulva, y quién sabe dónde terminaríamos tú y yo. ¡Jejeje!

—En la cama de seguro que no. Lo habríamos hecho contra la pared de la entrada, o tirados en la alfombra de la sala, tal vez contigo recostada sobre la mesa del comedor. —Le respondo con algo de melancolía, y Mariana acalorada, pasea la punta de su lengua sobre la espuma de la cerveza, que como casi siempre, pernocta en la comisura de sus labios.

—Finalmente nos tocó en la cama, ¡Jajaja! Bueno y entonces iba por… Ahh sí. Luego, casi a medio día llegó Eduardo para ver como marchaban las cosas y se fue con él para almorzar. Yo me quedé en la sala de ventas, esperanzada en que el domiciliario no se despistara y llegara pronto con el pedido. Me figuró almorzar pollo asado y papitas a la francesa pues desconocía yo más lugares donde almorzar algo diferente.

—Cuando regresaron ellos, se acomodaron en el escritorio de la recepción y yo pude por fin meterme en la pequeña cocina para almorzar al lado de la señora que hacia la limpieza y ofrecía tintico a los clientes que iban llegando. Después nos reunimos los tres y Eduardo analizaba conmigo la lista de clientes que me había entregado, pero al igual que yo, no encontró nada valioso para perseverar.

— Y más o menos pasaron así los demás días hasta mi descanso ese fin de semana. No sabes cuánto lo disfruté, en compañía de nuestro hijo, paseando por el centro comercial, como usualmente lo hacíamos los tres. ¿Recuerdas?

—Por supuesto que lo recuerdo pues era uno de los momentos familiares más deseados por mí, te lo aseguro. Nuestro sábado de atracciones mecánicas en la mañana, después de almuerzo, el respectivo helado de ron con uvas pasas para ti, con Brownie para Mateo y el de galletas Oreo para mí; mirando condescendiente vitrinas de zapatos y bolsos, contigo tomada de mi mano, persiguiendo al loquito de Mateo por los pasillos del segundo nivel y más tarde, palomitas de maíz y Coca-Cola viendo la película de… Ehhh, se me olvido el nombre. —Le digo sonriendo a Mariana, reviviendo en mi mente aquel día.

— « ¡El Bebé Jefazo! » Me parece. Aunque tú estabas loco por ver la última entrega de «Avengers: Infinity War». No te quejaste para nada, como siempre. « ¡Será otro día!», me dijiste resignado, aunque nunca fuimos a verla. ¡Me traicionaste, majadero!

— ¿Peeerdón? ¿Cómo así? —Le respondo, abriendo mucho mis ojos y extendiendo hacia los lados mis brazos, pero no suplicantes. ¡Para nada! Al contrario, exigiendo una explicación clara a Mariana a su extraño comentario.

—Jajaja, no me hagas caso y tampoco pongas esa cara. ¡Ni me abras así los ojos que no voy a echarte gotas! Estoy bromeando, Camilo. —Y con el movimiento de mis manos le indico que no se preocupe, anticipando la aclaración: ¡Es que finalmente fuiste a verla con ella y no conmigo!

—Recuerdo con claridad, como finalizando el mes, tan solo había concretado la venta de tres apartamentos, y eso que fueron mis tíos y una prima tuya, quienes decidieron invertir allí, –casi a regañadientes– y a pesar de mis constantes llamadas a los clientes que había atendido. Alguno se incomodó con mi insistencia y otro se atrevió a insultarme, diciendo que no lo molestara más y que era más cansona que viajar en el autobús, de a tres sentados en un mismo puesto.

—Te esforzaste mucho y me consta, pues acompañabas mis noches de trasnocho diseñando planos, con dos coñac y leche tibia, más una larga lista de contactos, nombres y números telefónicos, muchos de ellos tachados en rojo. Estaba orgulloso de ti y por eso dejaba a un lado, las escuadras y la regla «T» sobre la mesa de dibujo, para ir a darte un masaje en los hombros y terminar con un beso en cada mejilla, mientras te apretaba con mis manos ambos senos, pellizcando con dulzura tus pezones antes de apartarme y dejarte en paz. ¡Y tú sonreías! —Como ahora lo hace, así de medio lado inclinando la cabeza, arrugando consentida el puente nasal y achinando sus ojazos celestes.

— ¡Jejeje! Sí señor. Pero no era tan fácil ni divertido como pensaba, –le respondo con rapidez– aunque me lo pasaba genial al enviarte mensajes subiditos de tono en las mañanas, o los encuentros furtivos en las escaleras entre el noveno y el décimo piso, con la excusa de ir por un café, para darnos largos besos y acariciarnos arrinconados contra la pared, incrementando nuestras ganas de sexo, antes de bajar a almorzar por separado muy acalorados, con tu camisa mal abotonada y mi boca sin labial, complicidad cercana pero tan alejados finalmente en frente de los demás. O aumentarlas en las tardes con las imágenes de tu pene erguido, venoso y con una gotita de excitación tan amenazante en la punta, surgiendo por la bragueta de tu pantalón, y de mis bubis con los pezones endurecidos por fuera del brassier y con el dedo índice, apuntando hacia la rosada abertura de mí humectada vagina.

Calla Mariana y la observo suspirar. Vuelve a descruzar las piernas y con la mirada busca algo en su regazo. ¿Una mota de polvo inexistente? ¿Una hebra de hilo que ha salido de su lugar? O tal vez, simple y llanamente el negro tejido tensado por sus piernas le recuerda algo oscuro y complicado de decir. De nuevo eleva un muslo, –el diestro– y lo deja caer sobre el izquierdo, para alisar la tela a dos manos con solemnidad. Yo espero a que prosiga, sin nada ya que beber.

—Todos me habían superado. Diana y Carlos con cuatro apartamentos adjudicados, Elizabeth con seis y él… ¡Once! Maldición yo no sabía cómo lo hacía, mi cielo. ¡Te lo juro! No le veía esforzarse tanto como yo ni los demás, y sin embargo estaba ahí a fin de mes en la sala de reuniones, sentado con las piernas cruzadas y los brazos por detrás de la nuca, vanidoso y pedante, sonriente como siempre, con su elegante traje azul petróleo, los cuadrados gemelos de oro en los puños inmaculadamente blancos de su camisa, haciendo juego con el pisa corbatas y por supuesto, sus infaltables gafas de sol.

—Esta noche saldremos a celebrar. ¡Pero no solo por el día de la secretaria sino por la novata que ya despegó! —Dijo él, y Diana al igual que Carlos lo secundaron con aquella idea. ¡Ni modo de negarme! Un segundo round entre tú y Jose Ignacio se veía venir, al salir hacia el bar de la esquina, después de entregar los informes y previendo que podría haber batalla, te escribí solicitándote mantener la tranquilidad. Vieras lo que vieras, escucharas lo que me dijeran o pasara algo que no debería suceder.

—Esa noche después de asegurarme de que la nana se quedaría a cuidar de Mateo, recibí el último mensaje tuyo pidiéndome que mantuviera la calma si sucedía algo anormal, y que no fuera a pensar o a reaccionar mal. ¡Y lo prometido se cumple! No te dije nada y ahora me arrepiento.

Mariana frunce el ceño, levanta solo la ceja izquierda. Abre bastante ambos ojos, como abierta esta su boca con los labios algo salidos. Y aunque me parece que van a salir disparadas mil palabras encerradas, –entre signos de interrogación– finalmente calla, nada sale y solo entra aire por allí, para llenar sus pulmones y oxigenar sus neuronas.

—Me enteré bajando ya en el elevador, antes de salir del edificio al hablar con Eduardo de que a partir de Junio, tu grupo igualmente se encargaría de vender la última etapa del condominio en Peñalisa. Las casas que yo aún estaba terminando de rediseñar y que apenas se estaban empezando a construir. Y me preocupé por Mateo y por ti. Porque yo tendría que viajar constantemente para supervisar las obras y estar dos o tres días a la semana fuera de casa. Separarme de ustedes dos y tú… Tú tendrías que viajar igualmente cada quince días los fines de semana para atender a los clientes en la sala de ventas, según me comentó Eduardo, con su acostumbrado « ¡No te preocupes Cami, amigo mío, qué estaré pendiente de ella!».

—Y antes de cruzar la puerta detrás de Eduardo, aspiré profundamente previendo llegar a encontrarme con otra situación similar o peor que la de aquella noche en el salón de billar. No por desconfiar de ti, sino más bien de las tretas de él. ¡Pero no fue así afortunadamente! Estabas reunida con tus compañeras, alejada de ese tipo y de tu otro compañero. Había sobre la mesa dos botellas, una de aguardiente y la otra de ron. Una jarra con hielo y Coca-Cola por la mitad y otra de agua, ese recipiente bien lleno. Tomabas aguardiente al igual que tu compañero y que él. Diana y Elizabeth por el contrario, bebían en sendas copas el ron y para aminorar el daño, con una rodaja de limón y un poquito de aquella gaseosa.

—Estando enterada de que vendrías me propuse esquivar los lances que pudiera hacerme José Ignacio, así que si, cuando llegaste no viste nada extraño pues estaba separada de él, por Carlos y Diana. Pero Elizabeth me dejó sola un momento, ya que debía salir del bar para encontrarse con el esposo, a quien había invitado esa noche, y mientras tanto tú te saludabas cordialmente con… con todos.

—Era lo indicado. ¿O no, Mariana? Debíamos simular que solo compartiríamos unos tragos como amigos fuera de la oficina. Nuestras ganas de intimidad deberían postergarse unas horas más, a la espera de que tu grupo se enterara también de aquella sorpresiva noticia y todo fuera felicidad.

—Pues fíjate que en ese bar, fue la noche de las sorpresas. Por un lado, esa noticia que nos dio Eduardo y que todos festejamos como un triunfo. Yo más nerviosa quizá por el problemita que tendría contigo para viajar sola. Por otra parte la inesperada salida de nuestro grupo de Elizabeth, que nos causó cierta pena pero alegría por el cambio de trabajo, sin que ella lo pidiera según me dijo, –debido a que estaba próxima a terminar su carrera de arquitectura– para llegar a formar parte de tu equipo de trabajo. Una especie de asistente personal o algo así, y que un desconocido había sugerido a la junta directiva. Tú mirabas sorprendido, a ella, a mí y a Eduardo. Y Elizabeth por el contrario estaba dichosa abrazada a su marido, dándose piquitos en la boca, completamente feliz de avanzar en su vida laboral por el camino que quería. ¡Y te puedo asegurar que ella sí que ansiaba estar trabajando a tu lado!

—La otra novedad fue la joven que llegó más tarde en compañía de un muchacho y que tímidamente llegaron a saludar a José Ignacio en la mesa, para luego ser presentados ante los demás como Sergio, el mejor de sus amigos y casi un hermano para él, y su novia Carmen Helena, a quien Eduardo nos la presentó casi enseguida como el nuevo talento que llegaba a ocupar la vacante de Elizabeth.

—Y todos felices brindamos, Eduardo whiskey en mano, tú con la infaltable jarra de cerveza y los demás con aguardiente y ron. La música… La música fue la culpable de su invitación. Y que podía hacer yo Camilo, si estaba todo el mundo emparejado. Diana con Carlos, Elizabeth con su esposo el contador, Carmen Helena, la nueva adquisición con su novio y yo sola, tan cerca de ti, pero supuestamente muy lejos de mi marido.

—Era presa fácil siendo yo la única mujer «aprovechable» por así decirlo, –hago el gesto a camilo con los dedos para resaltar lo de disponible– y por más que intenté negarme aduciendo cansancio en los pies, al calor de los tragos y las canciones que el Dj colocó esa noche, todos nos fuimos soltando y terminé por salir a la pista para bailar «El Amante», la canción de Nicky Jam con él y por supuesto bajo tu atenta mirada, para nada disimulada.

—Lo sé, lo recuerdo muy bien porque de nuevo se me revolvió el estómago al verlo intentar bailar pegándose a ti, pero me di cuenta de que lo apartabas con educación, a pesar de que como una molesta garrapata no te quiso soltar durante varias canciones.

—Sí, mi cielo. Intentó agarrarme más de una vez de las manos y pasar su brazo por mi cintura pero le dije que esa música no se bailaba de esa manera y me le solté. Cuando acabó esa primera canción y quise devolverme a la mesa, se escucharon las isleñas notas del ukelele de Manuel Turizo y la exitosa canción, «Una Lady Como Tú». La recuerdo muy bien porque por fin me agarró de las manos, pero lo supe mantener lejos uno o dos pasos, aunque ya tú no me podías ver por la cantidad de personas que estaban bailando a nuestro alrededor. Además porque esa canción le fascinaba a Mateo pues Camila, tu sobrina, se la enseñó a cantar cuando festejábamos tu cumpleaños y nuestro príncipe se la aprendió en un santiamén.

—Hummm… No lo sabía, aunque sí que llegué a escucharlo alguna tarde mientras jugaba en su alcoba. —Le respondo asintiendo con la cabeza.

—Luego bailé con él otra canción y otra más, creo que «Traicionera» de Yatra. Y de pronto te vi, bailando cerca de nosotros. Lo hacías con prudencia, pero verte con Elizabeth, hablando animados mientras daban giros sin parecer interesarse en los demás, me causó pena y escalofríos. ¿Recuerdas que canción era?

—La verdad que no. Sabes de sobra que soy muy descuidado con las canciones de moda. Las escucho únicamente al colocar la radio en la camioneta, y si es de reguetón las quito de inmediato. Lo mío es más el Jazz, el Blues o el pop y por supuesto el rock en español. —Le respondo a Mariana, levantando los hombros y frunciendo los labios en clara señal de no tener mayor importancia para mí.

—Creo que era precisamente una de reguetón. Ahh sí esa fue. «Reggaetón lento» de Cnco. –Me acuerdo por la graciosa manera de bailar de Camilo aquella noche. – ¡Lo pásate mal con ella! ¿No es verdad? —Y me tapo la boca con una mano para reírme sin causar revuelo u ofenderlo.

—Pues tal vez sí, –le contesto a Mariana, que aún se ríe y tiene las mejillas coloradas– porque me sentía como un mono, tratando de imitar sus movimientos.

—Liz levantaba sus brazos con gracia y yo como un simio torpe lo hacía después, como queriéndome agarrar de alguna rama pero saltaba descompensado. Luego mirando sus pies, me fijaba en como adelantaba de medio lado, una pierna y luego con destreza por el otro lado, lo hacía de nuevo pero con el otro pie, meciéndose posteriormente a los lados con cadencia, y yo lo hacía mucho más despacio pero sintiéndome como una palma de coco, sometida al ir y venir de las ráfagas de una fuerte tormenta, sin seguirle el ritmo y aunque Elizabeth no se burlaba, si se reía disimulada al verme fracasar en el intento, una y otra vez. Me sentí estúpido, retrasado y oxidado, aunque hablando a gritos de su sorpresivo nombramiento, ello hizo que el mal trago de aquel baile, se me pasara rápido. —Y observo a Mariana que doblada sobre su regazo, no para de reír a carcajadas, burlándose sincera de mi cantinflesca forma de bailar aquella noche. Por fin respira profundo y se calma para decirme que…

—Ya de regreso a la mesa te encontré hablando muy animado con Elizabeth y su esposo, con Eduardo muy atento a lo que ustedes conversaban. Me sentí tranquila al ver cómo te integrabas en el grupo, pero me molestó que el abusivo de José Ignacio aprovechara para colocar su mano en mi muslo. Le di un codazo, imperceptible para todos. Bueno, menos para Carlos que seguía atento los avances de su álter ego conmigo y con eso se calmó.

—Me dediqué a entablar conversación con Sergio y su novia, dialogando sobre sus actividades. El muchacho trabajaba en esa época en un banco privado, y estaba a punto de terminar la carrera de administración de empresas en una universidad pública. Carmen Helena por el contrario, había aplazado el semestre de contaduría y venía de ser cajera en un supermercado de cadena. Pensaban casarse unos meses más adelante. —Camilo se peina con los dedos el desorden causado por la brisa refrescante de las aspas del ventilador situado encima de su cabeza. Se sonríe, lo piensa y se sienta nuevamente, mirándome con dulzura.

—El esposo de Liz tiene buena vibra. Recuerdo reírme por sus divertidas anécdotas sobre lo torpe que era para la tecnología y disfruté como todos, de la buena disposición que tiene para cantar vallenatos. Sobre todo las dos o tres canciones de Diomedes y la que escogiste tú, para que él la entonara de ultimo. «Señora» de Otto Serge y Rafael Ricardo. Y me entraron unas ganas locas de tomarte de la mano y bailar ahí, a un lado de la mesa, sin importar que estuvieran tantos rostros observándonos.

— ¡Lo hubieras hecho, cielo! Yo también quería. Pero en lugar de hacerlo, te vi dirigirte hacia la puerta del local con un cigarrillo en la boca y detrás de ti, fui con la misma intención guardada en mi cajetilla. Aunque solo pudimos cruzar dos o tres frases entre fumada y fumada, y bajas de tono para no levantar sospechas, las tan acostumbradas… ¡¿Que tal lo estás pasando?! De mi parte, y tú… ¡No podemos demorarnos tanto! Finalizando con nuestro respectivo ¡Te amo! Disimulado y mudo, porque Carlos y Diana, en ese momento habían salido a la calle para llamar por teléfono, situándose justo a nuestro lado.

—Queríamos abrazarnos y yo darte más de un beso, pero no podíamos acercarnos mucho pues debíamos mantener nuestro amor escondido. ¡Un rato más! Solo fingir que no éramos nada por otro tiempo y ya en casa tú y yo, aflojaríamos el nudo de la soga que amarraba las ganas ocultas a los demás durante ese día. Pero… —Dejo de mirar al café oscuro de los ojos de mi esposo, para tomar de la cajetilla otro cigarrillo. Encenderlo, aspirar, y por boca y nariz, lentamente dejar salir los demás recuerdos junto a los remolinos de humo gris.

—Media hora después, terminaste con la tercera jarra de cerveza y repartiste abrazos junto a respetuosos piquitos en las mejillas de las mujeres, despidiéndote. Estrechaste la mano de Eduardo, del esposo de Elizabeth y de Sergio. No estaban Carlos ni José Ignacio en la mesa, así que te ahorraste ese hipócrita… ¡Hasta la próxima! Luego sonriente te fuiste hacia la barra y yo me quedé en la mesa, enviándole un mensaje a la nana, comentándole que en media hora estaríamos en casa.

—A los pocos minutos te sentí pasar por mi lado para luego con cara de preocupación, acercarte a Eduardo y hablarle al oído. Aproveché para tomar mi abrigo y la cartera, despidiéndome de todos. Pero en tu rostro se habían instalado unos rasgos distintos, intrigantes y demasiado serios. —Camilo lleva su mano derecha hasta la boca, cubriendo los labios y el mentón. Suspira y aprieta hasta dos veces la piel de su rostro, formando algunas arrugas. ¡Lo conozco! Siempre lo hace cuando quiere decir algo pero no sabe por dónde empezar para no herir o incomodar.

—Es que yo… Esa noche me enteré de algo y ahora me arrepiento de no haberlo comentado contigo. Tal vez si lo hubiera hecho, nuestra situación… Este momento nos lo podríamos estar ahorrando. ¡Debo pedirte perdón, Mariana!

— ¿Perdón? ¿A mí? ¡Y eso por qué Camilo! —Y mueve su cabeza de un lado al otro, en un claro gesto de remordimiento, por algo que me ha ocultado y que le fuerza a fruncir los labios, evitando por el momento que de su boca salgan los detalles que desconozco.

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