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Infiel en una entrevista de trabajo
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Cuanto tenía 6 meses de embarazo, dejé de trabajar. Mi esposo estuvo de acuerdo. Cuando mi hijo cumplió 2 años y ya podíamos dejarlo en la guardería algunas horas y con mi suegra las restantes (felizmente mis suegros viven muy cerca), le dije a mi esposo que deseaba volver a trabajar, estuvo de acuerdo.

Preparé mi cv y empecé a enviarlo. A los dos meses recibí la primera llamada. No pasé de la primera etapa del proceso. El tercer mes tuve dos procesos y en ambos avancé a la segunda etapa. Desde allí tuve varios otros procesos, en un par de ellos llegué hasta la entrevista final, pero el ser casada y madre de un niño tan pequeño era un hándicap terrible.

Andaba muy desmoralizada. Mi esposo me daba mucho ánimo. Realmente no necesitábamos que trabaje. Con lo que él ganaba era más que suficiente para nuestra familia, pero igual tenía ganas de trabajar, tener mi propio dinero y, por sobre todo, mis propios espacios. Sin empleo me sentía como una “sombra” de mi esposo y si bien no era algo terrible o que me perturbara, sabía que trabajando todo estaría mejor.

Como al quinto mes de búsqueda apareció el anuncio del “empleo soñado”. Se lo comenté a mi esposo y me dio toda la buena vibra. Rediseñe mi cv. Me presenté. Me llamaron para la primera prueba, pasé a la segunda. Fui avanzando. Y finalmente, quedé elegida para la entrevista final, con quien sería el jefe de la persona contratada.

Todo el proceso le fui comentando a mi esposo los avances y cuando pasé a la última etapa estuvo tan contento como yo. El día de la entrevista, que era a medio día, se despidió temprano para ir a su trabajo. Mi suegra vino y se llevó al bebe, para darme tiempo a prepararme. Revisé algunos manuales que tenía, relacionados con el puesto. Me bañé, me vestí lo mejor que pude. Con una falda corta que resaltaba mis piernas (que son mi orgullo), la mejor blusa que tenía y partí.

Éramos tres chicas las que habíamos llegado a esa instancia. Me tocaba ser la última en ser entrevistada. Las otras dos chicas eran más jóvenes, más lindas sin dudarlo, pero por lo poco que hablamos, claramente yo tenía más experiencia y conocimientos para el puesto.

Pasó la primera. Estuvo unos 30 minutos dentro. Pasó la segunda, otros tantos. Me tocó a mí. Todo iba bien, hasta que a los 15 minutos el gerente que me entrevistaba me dijo “serías la persona indicada, pero eres casada y tienes un hijo pequeño”.

Le respondí que eso no era problema. Que mi hijo se quedaría en guardería y que tendría el apoyo de mi suegra. Me respondió que eso no sería suficiente.

Nos quedamos unos segundos en silencio y me mandé diciéndole que me ponga a prueba, que podía hacer “cualquier cosa” que sea necesaria.

Me quedó mirando. Sentí que me miraba los senos, las piernas. Me preguntó ¿cualquier cosa? El tono se su voz era ya muy evidente y preciso, resultaba obvio a que se refería. Sentí un escalofrío recorrer mi espalda. Me quedé en silencio. Insistió ¿señora, estaría dispuesta a cualquier cosa?

Fue la primera vez que uso el “señora”. Hasta ese momento me había llamado por mi nombre. Sentí el morbo en su entonación. Un nuevo escalofrío volvió a recorrer mi espalda.

En segundos mi cabeza dio mil vueltas. Ya había engañado a mi esposo, más de una vez. Pero con hombres que me resultaban atractivos. Ese señor no me resultaba atractivo, además estaba subido de peso. Pero era un muy buen empleo, con un sueldo que nunca había tenido. Podía cambiar mi carrera profesional reengancharme con algo así.

Sabía que el gerente era casado. Lo había investigado un poco. Eso me daba la tranquilidad de que no podía andar presumiendo mucho, tampoco le convenía que eso circulara en la empresa. Ahora que lo escribo, me sorprendo de todo lo que pasó en mi mente en tan pocos segundos.

Le dije que sí, que estaba dispuesta a cualquier cosa.

El saber que obtendría lo que quería lo volvió a poner en el plano profesional. Me dijo, mecánicamente “señora somos adultos, usted sabe lo que yo quiero, yo sé lo que usted está dispuesta a dar”. Le respondí que sí. Que todo estaba claro.

Me pidió cortésmente que me pusiera como perrita en el sofá que había en su oficina. Me acomodé como perrita. Se puso detrás de mí. Me levantó la falda y quedé con las nalgas al aire pues sólo me había puesto una tanga. Dijo “hummm si que venías dispuesta a todo”. No era así, no lo había pensado, pero no quise contradecirlo.

Me bajó la tanga a la altura de los muslos. Separó un poco mis piernas. Sentí que se desabrochaba y bajaba el pantalón. Yo miraba al frente, a la pared. Sentí como untaba su saliva en mi concha. Si que era necesaria, pues estaba nerviosa y nada excitada.

De pronto separó mis piernas un poco más. Me abrió la concha con sus dedos. Sentí que puso más saliva y de pronto supe por que lo hacía. Un grueso, muy grueso, pene empezó a abrirse paso. Sentí como me llenaba toda. Así, en perrito, me llenó toda la concha con su grueso pene. Era tan rico sentirlo que me excité muy rápido y la turbación y vergüenza inicial dio paso al placer. Se dio cuenta y comenzó a disfrutarlo más y más. Y en pocos minutos me vine y se vino dentro de mi. En ese momento me di cuenta que no se había puesto condón.

Le pregunté si tenía baño. Me dijo que sí. Fui, oriné. Me limpié lo mejor que pude. Salí y desde su escritorio me dijo que el lunes me presenté en RRHH. Tenía empleo. Por las dudas, en la primera farmacia compré la pastilla del día siguiente.

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