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Siempre presente, ella se asoma a menudo este día a la ventana para fumar un cigarrillo. Ella es delgada, joven, yo diría que de mi misma edad: veintisiete; tiene el cabello castaño, largo y liso; su rostro es bello: fino y bien proporcionado. La ventana es la de una oficina, en la que, es de suponer, ella trabaja. La oficina está en una entreplanta, aislada del resto de plantas por una cornisa perpendicularmente ancha, aislada también de la calle por las marquesinas y los toldos de los comercios de los bajos del edificio. Diríase que la contemplación de ese despacho, de esa oficinista está reservada para mí, ya que yo vivo enfrente, en un edificio antiguo y ruinoso, resto de una manzana antigua y ruinosa, tan ruinosa que todos los edificios de esta menos el mío han sido derruidos, y donde el único habitante soy yo. Mi vivienda la heredé, la adecenté en buena medida. Aquí vivo; y trabajo, viviendo del cuento, óiganme, soy ilustrador.

Ahí está asomada, blandiendo su cigarrillo, sujetándolo entre sus dedos, índice y corazón. Ella, de vez en cuando, ve que la miro. Ahora me ve. Levanto las dos manos y hago un corazón con los dos pulgares unidos, ella se ríe. Continúa fumando. Ahora apaga el cigarrillo sobre, supongo, un cenicero que habrá en el alféizar de la ventana; se está desabotonando la blusa y veo su carne; se abre del todo la blusa; se quita el sujetador; y le veo las tetas, jóvenes, imponentes, elevadas, areola y pezones sonrosados. Me hace un gesto con una mano: la cierra casi en un puño y la sube y la baja con rapidez. Sin dudarlo ni un segundo, me saco la polla del pantalón y me empiezo a masturbar; ella sonríe y asiente; y se mueve, se contonea, hace bailar a su cintura en círculos a la misma vez que se masajea las tetas. Y me corro.

Luego ha venido a verme Laura.

Laura, mujer madura, luce una media melena teñida de blanco; es alta, corpulenta, aunque no está ni gorda ni flaca: su barriga es plana, sus caderas anchas y tiene las tetas grandes, frondosas, así como su culo. Tiene la mirada de una niña traviesa.

Laura y yo formamos un gran equipo. Ella prepara los guiones que yo ilustro. Debo dejar los bocadillos vacíos que ella me dice para incluir sus textos, teniendo siempre en cuenta la longitud de sus textos: Laura me va guiando. Por descontado, Laura y yo follamos, ¡faltaría más!: para eso también somos equipo. Esta tarde Laura anda distraída: ha visto de soslayo a la oficinista de enfrente y no deja de observar cómo trabaja frente al ordenador. Me dice: "Oye, esa muchacha de ahí enfrente, ¿la conoces?"; "No, para nada"; "Yo sí"; "Ah, bueno, ¿y quién es?"; "Fue"; "¿Quién fue?"; "Fue miss"; "¡Miss!; "Sí, ya sabes, concursos de belleza y todo eso…, cuando era más joven fue Miss Málaga"; "Ah, Miss Málaga, Miss Málaga, qué interesante, Laura, ¿follamos?"; "Sí".

Nos desnudamos en el dormitorio. Me acuesto. Laura se sienta sobre el colchón junto a mí, inclina el torso sobre mi regazo y me chupa la polla. "Oh, Laura, jamás me cansaré de tus mamadas", pienso. La boca de Laura. Los labios de Laura. La polla, dentro, fuera, dentro fuera, dentro fuera dentro fuera… "Oohh", y mi corrida, el semen que Laura se traga. "Hoy has echado poco semen", comenta Laura; "Es que me hice una paja hace cosa de una hora"; `Ah, ya". Después, desnudos en la cama, hablamos sobre las nuevas ideas de Laura. Parece mentira, una mujer con cincuenta y cuatro años, la de ideas… Dos horas más tarde, clarificadas las ideas, Laura vuelve a mamarme la polla, esta vez con el propósito de ponérmela bien dura para subirse ella y montarme. Dura está y puede montar. Se sube a horcajadas sobre mí. Yo la agarro por la cintura: su carne blanda me excita. Ella toma mi polla y se la mete en el coño. "Hu, hu, hu", gime a cada saltito sobre mi cuerpo; "hu, ah, uff, hu, hu", ya está casi a punto de tener su orgasmo, así que alzo la cabeza y beso y muerdo sus grandes y caídas tetas, que se pegan a mi cara, me abofetean. "¡Hu, aahh!", Laura llegó; "¡Joder, Laura, qué bien follas!", yo también.

"Qué bien me he quedado"; "Gracias, Laura".

Es de noche. He acabado de trabajar. Se ha encendido una luz en la oficina. Han entrado, la miss, miss oficinista, y un tipo maduro con traje y corbata. Hablan. El saca una cartera de un bolsillo interior de la chaqueta del traje, a la altura de su pecho. La abre. Coge unos billetes y se los entrega a ella. Ella le mira. Le da un ligero beso en la cara. Él la abraza, poniéndola las dos manos en las nalgas. Ella lo aparta con suavidad y le dice algo. Él asiente. Ella se sube el vestido que lleva puesto hasta la altura del ombligo. Él se desabrocha el pantalón y se saca la polla. Ella acomoda su culo lo mejor que puede sobre la mesa escritorio y abre las piernas. Él se mete entre las piernas de ella y arremete con su cuerpo hacia delante. Luego todo es lo mismo. Él embiste y ella, con la cabeza vuelta hacia el techo, recibe; él embiste, ella recibe, él embiste, ella recibe. En un segundo, la cosa parece cambiar: él parece que cae sobre ella rendido y ella cierra las piernas detrás del culo de él con fuerza, como atrayéndolo. Un segundo. Dos segundos. Tres. Entonces, se separan.

Me voy a acostar; es tarde. Nada hay ya que hacer sino dejar a los sueños un lugar. No me dormiré sin haber sabido que el amor tiene un precio. Siempre. Hasta el amor romántico lo tiene. Díganmelo a mí. Eficazmente prostituido por haberme enamorado perdidamente de una niña de dieciocho años, de Laurita, a la que amé, embaracé y, después, perdí. Fue mala idea por parte de Laurita lo de decir a su madre que yo era ilustrador.

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