Quiero contarles un poco de mí antes de ir a mi relato. Me llamo Elizabeth, o Eli como la mayoría suele decirme.
Me describo porque sé que es una parte que los lectores disfrutan bastante.
Soy una mujer madura de 40 años y madre de 5 hijos. A pesar de lo que pueda parecer esa primera descripción, no soy la típica señora dejada y poco atractiva. Todo lo contrario.
Soy lo que comúnmente ahora llaman una milf. Tengo el cabello negro y largo, aunque a veces en mis momentos de locura lo he llegado a cortar demasiado. De hecho quienes me conocen me comentan que con el cabello corto me veo inocente y tierna, mientras que con el cabello largo me veo como vampiresa sexy. No sé si sea cierto esto, pero me gusta jugar de vez en cuando con esa dualidad. Un amigo me comentó una vez que me parezco a la actriz porno Nataly Gold. La busqué en Google para ver quién era y pues, no sé. Quizás sí, quizás no.
Soy morena, de ojos cafés, nariz ancha, pero exquisita y labios gruesos y carnosos que me gusta lucir en labial rojo o negro dependiendo de la situación. A pesar de la edad y de ser madre, mi cuerpo se mantiene en un peso estable. Tengo tetas medianas, no muy grandes pero sí lo suficiente para divertir a mi pareja.
Soy bajita de estatura, con cintura marcada, piernas gordas y caderas anchas y sexys. Y tengo un culo que si bien es ancho, no desentona con el resto de mi cuerpo. No niego que ya apareció la celulitis propia de mi edad, pero a pesar de no cuidar tanto mi alimentación como debería y sobre todo no acudir a un gym como muchas mujeres lo hacen a diario, la naturaleza me ha bendecido con un físico que muchas chicas de la mitad de mi edad quisieran tener.
Y a pesar de que en mi vida diaria o en mi trabajo no me visto provocativa ni sexy, mi sonrisa, mi carita maquillada y mi culo grande hacen voltear a más de uno. Me divierte cuando alguien me está mirando descaradamente y volteo de repente para hacerlo sentir descubierto. O a veces con una sola mirada o sonrisa es suficiente para que alguien me compre un trago.
Ese tipo de detalles pequeños que quizás para una chica joven no sean gran cosa, pero para las que ya llegamos a los 40 años nos llena bastante el saber que aún tenemos ese algo que a los hombres les gusta.
El tener una familia numerosa que consiste de un hijo adolescente y varias niñas pequeñas no solo me mantiene ocupada con el enorme trabajo que requiere mantener/alimentar a mi familia, si no también me dificulta atender mis necesidades que me exige mi cuerpo. He tenido algunas experiencias muy malas con hombres, así que a veces prefiero darme placer yo misma en vez de tener una pareja estable.
La falta de privacidad en mi pequeño hogar me ha obligado a aprovechar el tiempo que estoy en la ducha para masturbarme alejada de las curiosas miradas de mis hijos. A veces, mientras me estoy dando placer a mí misma, me sorprende el extraño deseo de poner cosas en mi panocha que no están diseñadas para estar ahí. Es un impulso conveniente, pues no requiero de juguetes sexuales caros que no puedo pagar en este momento.
Empecé con el mango del cepillo hace tiempo, pero ya no era suficiente, era demasiado pequeño para llenar mi hambriento agujero. Así que recientemente probé con un plátano. Era solo el principio. Compré un paquete de condones para experimentar con los artículos del hogar de forma segura.
Tenía mis propias ideas sobre qué probar, pero tener conversaciones de sexo siempre me ha excitado, así que les pregunté a los extraños qué llegaron a mandarme correos. Recibí varias respuestas, algunas incluso divertidas. Pero todas muy sexuales y me ponían como perra en celo solo de leerlas/imaginarlas.
Un buen día aproveche que mis hijas pequeñas dormían y mi hijo mayor estaba entretenido con su juego de video, tomé un par de pepinos que había comprado ese mismo día en el mercado.
Me dirigí al cuarto de baño, me desnudé, abrí las llaves del agua y coloqué un gran espejo frente a mi en la ducha. Podía ver mis pezones duros a través del reflejo. Me senté allí con las rodillas levantadas y las piernas abiertas, frente al espejo mientras sentía como el agua caía sobre mi. Comencé a frotar mi clítoris y agarrar mis tetas. Miré en el espejo como mi peluda panocha se volvía más y más húmeda de flujos con cada movimiento. Deslicé mi dedo medio dentro de mí para comprobar si estaba lista para que lo penetraran cosas más grandes. Después de que me encontré lo suficientemente excitada, saqué mi dedo y lo lamí para limpiarlo. Me fascinaba el probar mis propios jugos. Me hacía sentir sucia. Volví a meter mis dedos en la abierta cueva que tenía en medio de mis piernas.
Después de un par de minutos, me obligue a sacar los dedos para hacer espacio para mi próximo objeto, el artículo más popular que me sugirieron en los correos: el pepino. Era enorme, mucho más grande que un plátano o mis dedos. Fue difícil ponerle el condón y mucho más difícil meterlo en mi panocha. No tenía lubricantes, así que tuve que escupir una gran cantidad de saliva para que fuera más insertable.
Primero, solo pongo la punta, luego me di cuenta de que necesitaría más fuerza para empujarlo más profundo, así que me arrodillé y me recosté lentamente empujando el pepino con el peso de mi cuerpo. Sentí mi vagina estirarse alrededor de la verdura.
Grité de dolor y placer. Subí y bajé, montando el pepino, mi jugo se derramó sobre él, en mi mano, y corría por mis muslos cada vez que accidentalmente lo sacaba por completo.
Me sugirieron que también probara zanahorias, pero después de un pepino, no pensé que serviría para nada. Me senté de nuevo, hacía tanto calor al ver en el espejo como mi panocha se come ese enorme trozo de verdura. Lo dejé mientras le ponía un condón al otro pepino. Era demasiado grande para ello, obviamente, pero era mejor que nada. Le puse mucha más saliva porque necesitaba más humedad para lo que pensaba hacer. Me incliné un poco hacia atrás, abrí mis piernas aún más y luego lo inserté en mi ano.
El segundo pepino me llenó por completo. Lo sostuve para que no se cayera y moví las caderas y el culo como haciendo twerking alrededor del pepino. Fue el cielo. Fue un infierno. El orgasmo me llegó de golpe y no pude evitar soltar un grito que seguramente se escuchó en toda la casa.
Liberé mis dos agujeros, intentando cambiar los pepinos de lugar, pero el que estaba en mi culo salió completamente sucio y decidí meterlo de nuevo en mi trasero.
Me puse de pie, las piernas abiertas y comencé a joderme otra vez pero ahora más duro y rápido. Mis tetas rebotaban incontrolablemente, mis jugos goteaban sobre todo, mis piernas estaban temblando y grité y gemí y lloré de satisfacción. Mis esfínteres cedieron y terminé orinando un gran chorro amarillo que se mezcló con el agua que caía en la ducha. Pude haberme cagado y no me importaría. Necesitaba un segundo orgasmo y los pepinos me lo habían dado.
Aún estaba temblando en medio de mi cogida con los pepinos cuando la cortina plástica de la ducha se abrió de repente, sorprendiéndome y mostrándome a mi hijo aún más sorprendido. Me miraba con los ojos como platos, viendo a su madre con dos enormes pepinos ensartados en sus agujeros y con la cara desfigurada por el placer. Quise cubrirme, decirle que se fuera, pero no pude. El segundo orgasmo me atacó y solté de nuevo otro grito, esta vez más fuerte. Caí de rodillas al piso de la ducha mientras mi cuerpo se convulsionaba en temblores tal si estuviera en una trance epiléptico.
Mis hijas pequeñas aparecieron en la puerta del cuarto de baño, asustadas, sorprendidas, como yo. Me sentía imposibilitada para hablar. Mi hijo adolescente debió haber visto algo en mi mirada que, sin dirigirnos la palabra, lo comprendió y procedió a decir a mis niñas que se fueran a la recamara, que todo estaba bien para luego cerrar la puerta del cuarto de baño. Y ahí me quedé yo, de rodillas en el piso de la ducha, tratando de recuperar el aliento mientras el agua caía sobre mí y mis dos enormes verduras que habían servido como juguetes sexuales.