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Historias de sexo en lugares poco convencionales
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Tiempo de lectura: 5 minutos

Con Jorge nos conocimos en la universidad. Ya hablé de él y de nuestro vínculo en mi relato “Noche de amor y sexo en la terraza”.  Quiero agregar que tuvimos un vínculo intenso, que no duró demasiado tiempo, pero en él hicimos cosas que jamás pensé que me animaría a hacer y que, hoy por hoy, tampoco me atrevería a repetir. Fue mi primer novio real. Me abrió las puertas de su casa, de su familia. Fue la única vez que pensé que algo podía durar para siempre. Igualmente, lo poco que duró, lo disfruté al máximo y hoy ocupa un lugar importante de mi corazón.

Nuestra primera vez, no fue para nada romántica. O quizás sí, pero no de un modo convencional. Fue sobre el pasto, debajo de un puente. Habíamos ido a la casa de su abuela a conocer a su nueva prima. Estuvimos ahí un rato, pero mi falta de experiencia con familias de mis parejas hizo del encuentro algo incómodo, por lo que decidimos salir a caminar. Estábamos a tres cuadras de un rio, por lo que la travesía era algo interesante.

Luego de caminar un rato, nos decidimos a sentarnos junto al cauce a contemplar la nada. Me cuesta mucho recordar cómo es que de estar sentados uno al lado del otro, pasé a sentarme sobre él, con su pija adentro mío. Pero trataré de hacer memoria.

Llevábamos muy pocos meses de relación y estábamos en esa época en la que todo nos parecía lindo y nos excitaba. Antes de esa tarde, no habíamos tenido sexo, pero varias veces habíamos mantenido encuentros calientes en lugares poco convencionales. Nos veíamos todos los días, pero nos costaba dar el paso definitivo. Igualmente, nos divertíamos un montón.

Desde la universidad hasta mi departamento, trayecto que no debería durar más de quince minutos a pie, solíamos hacerlo en más de una hora. Éramos de esas parejas que cada treinta metros paran a besarse, a tocarse un poquito. Y eso de tocarse fue lo que más nos encendía. No dejamos lugar de ciudad universitaria en el que hayamos estado a punto de pasar los límites. Había un lugar especial para nosotros muy cerca de la facultad de kinesiología. Había un árbol grande, medio oculto, pero muy cercano al paso de los peatones. En él me tocó por primera vez por debajo de la ropa. No fue planeado. Nos adentramos en ese sendero medio oculto y comenzamos a besarnos cada vez con mas intensidad. Primero sus manos optaron por manosearme por arriba de la ropa. Tetas, concha, mientras yo jugaba con el bulto que crecía cada vez más en su pantalón. Siempre me gustó usar remeras ajustadas, con escotes importantes. Entre tanto franeleo, una de mis tetas se escapó. Nos miramos fijamente por un instante, como evaluando la actitud del otro, hasta que sonreí. Jorge sacó mi otra teta de su escondite y comenzó a chuparlas, mientras friccionaba su mano libre fuertemente en mi concha, por encima del pantalón. Yo fui por más, y metí mi mano en el suyo, para encontrarme por primera vez con su pija. Ese primer contacto hice que me enamore de ella. Jamás desee tanto que me cogieran como esa primera vez, pero no pasó. Me agaché, la saqué de su escondite y me la comí. Quizás fue la tensión del momento y el miedo a ser descubiertos, pero lo hice acabar en menos de cinco minutos. Volvimos a besarnos apasionadamente, nos acomodamos la ropa, y seguimos nuestro camino.

En el mismo lugar hubo varios encuentros similares, cada vez más intensos, pero sin llegar a una penetración, que era lo que más deseaba en la vida en ese momento.

Otro lugar que fue muy importante en aquella época, fue en el parque Sarmiento. Por la calle Lugones, al lado de la pista de patinaje, existe un lugar al que nosotros llamábamos “la ciudad perdida”. Es un conjunto de estructuras y pasillos construidos con enormes y antiguas piedras. Si no me equivoco, son las ruinas del antiguo zoológico de Córdoba. Por ahí nos gustaba vagar, imaginar hechos sucedidos ahí en el pasado. El lugar, en pleno centro de Córdoba, pero bastante oculto para los transeúntes, al parecer, solía ser muy visitado por jóvenes. Las pruebas de ello era la cantidad de botellas de cerveza, cajas de vino, cigarrillos y preservativos (condones) que estaban por ahí dispersos. Eso nos daba gracia y, por otro lado, nos excitaba. A pesar de esos encuentros calientes, nunca habíamos hablado acerca de concretar el asunto. Y la verdad no recuerdo el porqué, ya que hablábamos de absolutamente todo. Bueno, de todo todo, parece que no. Pero creo que el hecho de haber dejado que todo fluyera, fue un extra para aquella ansiada primera vez,

En la ciudad perdida, Jorge me chupó por primera vez la concha. Íbamos y veníamos, por los pasillos, nos reíamos, nos besábamos. Él me tocaba cada vez con más fuerza, con más ganas, con más deseo. Yo no me quedaba atrás, pero me gustaba jugar a histeriquearlo un poquito, lo que a él le encantaba. Esa vez, además de una remera rosa súper ajustada con escote hasta el ombligo, llevaba una mini falda negra de jean. Me apoyó contra una de las paredes de la vieja construcción y metió su mano entre mis piernas. Solo que esta vez, corrió mi tanga y empezó a jugar con los labios de mi conchita. Estaba súper mojada, lo que lo incentivó aún más. Luego de un rato de eso, me levantó como a una niñita y me sentó sobre la piedra. “Tengo hambre”, me dijo. Y sin esperar respuesta, me empezó a chupar la concha. Jamás en la vida me besaron así de rico. Sus labios, su lengua, sus dientes mordiendo despacito… era como si toda mi vida hubiese esperado ese momento. Varias veces le dije “basta”, pero no porque no quisiera que eso suceda, sino que el temor a ser descubiertos en esa situación era algo extraño e incómodo. Pero él siguió, y hoy lo agradezco. En algún momento olvidé todo y me dediqué a disfrutar. Si alguien hubiese aparecido en ese momento, se hubiese encontrado con una chica recostada sobre la roca, apretándose las tetas, gimiendo de placer, mientras un chico le chupaba la concha mientras se masturbaba. “Voy a acabar”, dije en un instante, lo que hizo que el ritmo de la chupada se vuelva mucho más intenso. Acabé, acabó él. De un salto bajé al piso y nos besamos con las mismas ganas que al principio.

Escenas similares se sucedieron en el mismo lugar, como así también detrás del escenario que está en medio del parque Sarmiento, o junto al lago. Hasta que por fin pude sentirlo adentro mío.

El sol estaba cayendo y la brisa de otoño era hermosa. El sonido que hacia el rio al correr bajo nuestros pies era arrullador, por lo que nos recostamos sobre la hierba a disfrutar. Estábamos demasiado calientes. Empezamos a besarnos, a acariciarnos, quizás, creyendo que una de esas extrañas sesiones de amor estaba a punto de suceder. Y así empezó. Besos, manotazos, roces. Pero fui yo la que fue por más. Estábamos recostados a la par, él me chupaba las tetas, yo le hacia una paja. Jamás había sentido su pija tan dura, hasta el momento. Por lo que decidí no pensar y ponerme en acción. Lo aparté de un empujón, me quité el pantalón, la tanga y lo monté. Sentir por primera vez la firmeza de su pija adentro mío es un recuerdo que todavía conservo con intensidad. Empecé a cabalgarlo despacito, con movimientos circulares y profundos. Me quité la remera y el corpiño y bajé para besarlo, sin dejar de moverme. Cuando aparté mi boca de la suya, pude contemplarlo por primera vez de manera real. Estaba ahí, indefenso y hermoso, disfrutando de mí. Y no lo pude evitar. “Te amo”, le dije. Pasaron tres segundos que para mí fueron tres años, en los que imaginé un millón de escenarios en los que era rechazada. Solo tres segundos le bastaron para responder: “yo también te amo”, me dijo.

Las lágrimas que me inundaron los ojos, pero que no permití salir, me incendiaron el alma y el cuerpo, convirtiendo a mis primeros movimientos del principio sobre su pija, en una danza desquiciada. Sentí de repente una gran explosión adentro mío. No era mi corazón estallando de amor, pero fue algo similar. Una tremenda carga de semen me inundó la concha, mezclándose con esos jugos que venía largando yo desde la primera vez que me tocó una teta. Caí extasiada sobre su pecho, buscando su boca, para compartir el beso más agitado, dulce y placentero que nos dimos jamás. Quedamos así por largo rato, hasta que notamos que ya había oscurecido bastante y una suave llovizna con acariciaba indiferente.

Nos vestimos despacio, en silencio, sin poder dejar de contemplarnos, sonrientes. Habíamos roto un límite, y eso nos liberaba muchos tabúes internos que ni siquiera nosotros sabíamos que cargábamos. De ahí en más, todo fue disfrutarnos. Hasta esa bendita noche en la que todo estalló entre nosotros, sumergiéndonos en un terrible Waterloo que nos haría alejarnos para siempre. Pero eso es material para otro momento.

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