Nadie podrá olvidar los años de dictadura en Argentina, ni los hechos que acontecieron. Muchos de los que la padecieron, han sido reivindicados, porque estando en prisión, fueron torturados y atropellados; pero los métodos represivos fueron tantos y tan variados, que algunos de ellos han quedado en silencio hasta ahora.
Yo viví esa época. Pasado el tiempo, he conformado una familia, con mi marido de entonces, y tengo hijos y un pasar normal, con una vida sencilla y corriente; pero ahora, con más de cincuenta años, me he decidido a contar lo que pasé cuando tenía apenas un poco más de veinte y era una activa militante política.
Entonces, como ahora, era una chica comprometida políticamente, a la que nadie prestaba mayor atención, porque era delgadita y no muy alta; para nada llamativa, cuerpo de niña, ojos marrones, pelo castaño y cutis blanco, que me había casado un año antes con el amor de mi vida: Marcial.
Integrábamos una célula política, con otras dos parejas: Héctor y Marcia, Jorge y Rocío, todos ellos casados entre si, y de nuestra edad más o menos, y a veces, se sumaban algunos muchachos más, que nos reuníamos semanalmente para tratar la situación, medidas, y todo lo que es propio de estos grupos, además de preparar y publicar panfletos, volantes, etc.. Pero los seis éramos la célula. Nosotros, convencidos estábamos de constituir una organización revolucionaria discreta y clandestina; muy activa.
Éramos un grupo de amigos, con sus particularidades: Héctor era, al parecer, un idealista, que no tenía ojos nada más que para Marcia, su mujer, y todos sus empeños estaban en la revolución. Jorge, era más reprimido pero evidentemente violento, propenso a juzgar a los demás, cargado de resentimiento y amargura. La relación con él era difícil, aunque se mantenía unido a Rocío, que parecía comprenderlo; su relación conmigo era difícil, por momentos sentía que me odiaba y se sentía desairado, y por momentos pensaba que debería dejar el grupo, y por momentos lo percibía todo lo contrario, como cariñoso e interesado en acercarse a mi.
Nos detuvieron una noche, cuando estábamos reunidos en el garaje que nos servía de sede, las tres parejas. Se presentó una comisión policial, formal, correcta y documentada y nos llevaron detenidos a una dependencia limpia y prolija, tras inventariar y secuestrar la bibliografía, y los elementos que allí en el garaje había.
Todo fue un trámite prolijo y respetuoso. Una vez en el lugar, nos separaron, mujeres de varones. Nos atendieron a nosotras, un grupo de mujeres policías amables y correctas, que nos identificaron y ficharon; y después de eso, nos informaron que necesitaban revisarnos y controlar nuestras ropas, de modo que nos dieron una bata de tela que se cerraba por la espalda con una sola tira, como la que se usa en las cirugías, y nos pidieron que nos desnudáramos y entregáramos la ropa. Así lo hicimos las mujeres, que nos cubrimos con la bata. Acto seguido, fuimos pasando de a una, a la sala contigua, donde nos hicieron una revisión íntima, aunque moderadamente tolerable. Pero a partir de ese momento, quedé sola, sin mis compañeras.
Una policía se presentó en la sala, y me dijo que la siguiera, lo que hice, y me llevó al lugar donde fui alojada: una habitación pequeña con una cama, una ventana alta y en un rincón, separado, un inodoro y un bidet. Al entrar y antes de cerrar la policía me indicó que quedaría detenida en averiguación de antecedentes y me pidió la bata. Quise protestar porque quedaría desnuda, pero no me hizo caso. De cualquier modo, la temperatura era agradable y no faltaba un elemental confort, pero la sensación de estar desnuda era extraña.
Cuando quedé sola, me senté en la cama y abracé mis rodillas, en posición fetal, mientras repasaba todo el ambiente y pensaba en mi situación: El lugar, era limpio, las sábanas impecables y si bien no eran más que cuatro paredes blancas, no era desagradable, ni parecía una celda común. Nada sugería que tuviera qué temer, más que no tenía antecedentes. La soledad y el silencio eran notables. No había visto a nadie en el camino y no había oído nada.
Pasaron cinco o diez minutos, cuando la puerta se abrió y oí una voz de hombre que ordenaba: -Quítese la bata y entre-. Pensé que sería una de las chicas, pero el que entró fue Héctor, que estaba completamente desnudo, y atrás de él, la puerta se cerró.
No me advirtió al entrar, pero si a los pocos instantes, y al ver mi desnudez y la situación, tuvo una erección formidable, pero se dio vuelta para que yo no la advirtiera. Yo la había visto y no podía creerlo. Se instaló un ambiente extraño, en el que nuestros instintos parecían bullir. Siempre había tenido una relación formal y distante con Héctor, y con Marcia, su mujer, tenía una onda particular. En mi cabeza se agolpaban los pensamientos y sentimientos contradictorios me turbaban, en medio de esta situación inusual. El ambiente era tenso y confuso, el tiempo pasaba lentamente, y reinaba en mi ánimo una confusión enorme, en el marco de una tensión sexual descomunal. Me repetía para mi misma: no, no, no, como si negando la situación fuera a desaparecer la realidad. A los pocos instantes, Héctor se volvió a mirarme; estaba visiblemente alterado, como yo. Tenía a un metro una mujer desnuda, en la soledad del cuarto, y no sabía como controlar la situación, ni encontraba un modo de comportarse. A él como a mi, le bullía la mente y el cuerpo.
Pasado un rato no muy prolongado, habló, sin mirarme:
-María, ¿qué vamos a hacer?-. Yo no supe qué contestarle, y el silencio se instaló entre nosotros, mientras yo comencé a llorar. Había una gran tensión. Cuando Héctor me oyó llorar se arrimó a mi, y me acarició la cabeza; era un gesto tierno y me volví a mirarlo. Entonces me topé de frente con su miembro erecto, al lado de mi cara. Quise apartarlo pero si estiraba mi mano lo empujaría de su pija, en tanto Héctor no fue capaz de volver a su sitio de inmediato. Temblaba. Se había desencadenado una lujuriosa situación, que nos alteraba a ambos. Volví la cara al frente; Héctor no se movió. Tenía en mi mente la imagen de esa hermosa figura que era Héctor, y su hermoso y erecto miembro. Todo era hermoso y mi cuerpo comenzó a sentirlo con fuerza arrasadora. Él me acariciaba la cabeza sobre el pelo.
Me paré frente a él, movida por no sé qué impulso; era pequeñita para su tamaño y sin decir una palabra nos abrazamos, en una mezcla de dolor y lujuria. El dolor cedió el paso y toda la lujuria del mundo se instaló entre nosotros. Nos miramos y nos besamos profundamente y nos acariciamos con pasión, sin que yo soltara su pija, que había tomado en mis manos y meneaba con ternura. Nada se había premeditado, pero la situación nos fue llevando.
Suavemente nos fuimos acostando en la cama. Héctor, se instaló entre mis piernas y me la metió profundamente. Se movió suave y profundo, hasta que acabó copiosamente en mi interior, para luego quedarse encima de mí sin sacarla, mientras me besaba y me lamía la cara. Yo lo disfrutaba enormemente y no me quería mover, ni que él se saliera.
Así, nos quedamos abrazados un rato, con él encima mío, hasta que la naturaleza nos dio nueva energía y volvió a moverse, hasta llenarme otra vez.
Luego la sacó y se acostó a mi lado. Ninguno de nosotros se atrevía a hablar, ni sabía qué decir. El primero fue él, que me dijo:
-Lo siento, no me pude dominar.- Por noble que fuera su expresión no era justa. Yo también había participado, lo había consentido y lo que es más, lo había gozado. Se lo hice saber.
-Sí, pero eres la mujer de mi amigo-, se explicó, afligido. -No debería…-. Nada le contesté, ni me moví. En realidad, no sabía qué hacer, ni cómo salir de la situación. Sabía que tenía razón pero en el arrebato no me había acordado ni de mi marido, ni de su mujer, y a decir verdad había sido un arranque pasional, lleno de irracionalidad.
Entre tanto, seguíamos acostados y desnudos. Aunque no quisiéramos, nuestra piel se rozaba y nuestros sentidos se iban turbando nuevamente. Al poco rato, le rocé la pija con mis dedos. Estaba parada. Nos miramos profundamente y una vez más me besó, y desató en mi una calentura fenomenal. Me metí abajo suyo, lo atraje arriba y le pedí:
-Cógeme-. Héctor no lo dudó y me la metió nuevamente. Nos movimos, acoplados, con mis pies cruzados a su cintura, trayéndolo lo más profundamente posible, hasta que acabó nuevamente.
Héctor parecía incansable; yo comencé a sospechar que le hubieran dado algo. Porque en verdad, en el tiempo que estuvo en la celda conmigo, no dejó de estar siempre excitado y dispuesto a metérmela. No sé cuánto tiempo estuvimos juntos, ya que del ventanuco no entraba luz del día, y la iluminación era continua, pero durante ese tiempo no dejamos de copular incesantemente, atenaceados por la vergüenza y llevados por la pasión.
Estábamos en pleno acto, yo tirada en el camastro y él encima en posición misionera, en el enésimo polvo, cuando resonó una voz en la puerta llamándolo a Héctor. Nos asustamos y se interrumpió el coito. Héctor se puso de pie y se la bajó la pija, mientras se arrimó a la puerta que se abrió para él:
-Póngase la bata y sígame-, dijo la voz. La puerta se cerró tras ellos.
La soledad me hizo tomar conciencia del torbellino de sexo que había vivido ¿Qué le diría a mi marido cuando lo viera? ¿Cómo explicar la situación? ¿Por qué no me había negado? Los interrogantes y mi conciencia me remordían y me llenaban de angustia que no me abandonó durante un rato largo, hasta que volvió a sonar la puerta y me sacó de mis pensamientos.
Se repitió la historia, pero esta vez entró Jorge. Igual de desnudo que Héctor y ostentando una erección impresionante. Lo miré entre horrorizada y atemorizada, porque además de advertir su desnudez y comprender la situación, vi en su mirada una hostilidad y un rencor que a veces había creído advertir en su comportamiento.
Jorge vino a mi y me tomó de los pelos para ponerme de pie. Yo me paré cruzando los brazos sobre el pecho y mirando al suelo, amedrentada, no sin sentir la imponencia de su persona y su actitud. Me tomó de la barbilla y levantó violentamente mi cara, y me preguntó:
-¿Quién estuvo aquí? -Temblando le respondí:- Héctor.
-¡Ah! Exclamó. ¿Y te cogió bien cogida? -.Era un modo brutal de preguntar, que evidenciaba su voluntad de humillarme. Yo asentí con la cabeza, avergonzada.– Yo estuve con Marcia… ¡Cómo le gusta la pija! No se cansó de chupármela y de ofrecerme su culito. Hemos cogido tanto que no se puede creer-. Me dijo como quien quiere ser ofensivo. De pronto se calló, como que había advertido algo, y reflexionó en voz alta:
-Vos estuviste con Héctor y yo con Marcia. Quiere decir que Rocío quedó en manos de Marcial…- La mención de su mujer y el hecho de que estuviera en manos de mi marido, lo ponía loco y furioso.
Se veía que lo había pensado antes y ahora lo verbalizaba, para expresar rabioso:
-Siempre le gustó Roció; lo que habrá hecho con ella.- Furioso, me empujó en la cama, y siguió: -¿Y vos? Siempre remilgada y altanera. La señorita que no da bola. La superior. Te quiero ver ahora- Me asustó su tono y su actitud, más cuando casi gritándome me dijo:
-¡Chupame la pija, mosquita muerta!
No sé si su tono, la hermosura de su pija, o su autoridad, pero gustosa la busqué para chupársela con deleite. Fue la primera vez que mamé una pija, bien mamada.
-Así, bien, como Marcia. Te voy a llenar la boca de leche y la vas a tragar. Dale, dale-, decía excitado.
Yo no era una gran chupadora de pijas: a mi marido se la chupaba un poquito y nada más. Nunca había tragado semen, ni se habían volcado en mi boca. Héctor tampoco lo había hecho, nos habíamos limitado a coger por vía natural, incansablemente, pero sin necesidad de otro recurso. Mientras se movía en mi boca, como si estuviera cogiendo, me tomaba del pelo y hablaba:
-Rocío no la chupa, no, le da asco ¿Crees que se la habrá chupado a tu marido? ¿Se la mamaste a Héctor?- Y cosas por el estilo. -¿A ver si ahora te haces la loca y no das bola?-. Daba rienda suelta a su resentimiento. -¿Te dio por el culo, Héctor?
Mientras hablaba me la metía más y más hasta que acabó copiosamente para luego vigilar que tragara. Me amedrentaba el modo que tenía, de manera que tragué toda su volcada, luego lo miré y le sonreí con gesto sumiso. Le sonreí para que supiera que me había gustado y que lo había gozado; que si quería podía repetir. Me devolvió una sonrisa fugaz. Yo me acomodé, sumisamente, dispuesta a lo que quisiera.
Entonces vino una situación que no esperaba; se sentó en la cama y me hizo arrodillar en el suelo, a su lado, y apoyar el torso en el colchón, dejando mi cola a su disposición. Así empezó a acariciarme por la nuca y recorrió todo mi cuerpo, hasta llegar a la cola. Allí se detuvo a jugar con mi ojetito, que evidentemente era su objetivo:
-¿Te han culeado alguna vez?-, me preguntó, sospechando la respuesta.
-No-, le dije, -soy virgen por ahí. Nadie lo ha hecho… no lo hagas.
-Y tu marido ¿no te ha roto el culo?- Volvió a preguntar. En realidad, a mi marido ni siquiera se le había ocurrido. Negué nuevamente suspirando. Me estaba excitando.
–¿Y Héctor? -insistió.
-No, nadie me ha tocado por ahí-. Respondí.
-Bueno,- dijo por fin –tendré que ser yo quien te rompa el culo-. Sus dedos seguían hurgándome el ojete y un escalofrío me corrió por todo el cuerpo. Me provocaba terror pensar en que esa enorme pija se iba a abrir camino por mi culito, pero la agresividad de Jorge me tenía paralizada y su determinación era absoluta.
Se ubicó atrás mío, abrió mis piernas, y yo me dejé hacer, paralizada de terror y con calentura. Abrió los cachetes de mi culito infantil, y apoyó su poronga en el ojete. No me moví, no me fruncí, ni me aflojé, estaba como muerta. Entonces comenzó a pujar con su barra. No podía entrar, pero no aflojó, hasta que fue entrando su cabeza. El dolor fue enorme y horrible. Mordí la cama y arañé las sábanas, pero no grité sino contra el colchón para que nadie oyera, y para no darle el gusto de que supiera que me hacía sufrir.
Se quedó quieto durante unos instantes, y comenzó a hablar:
-No me volverás a mirar de arriba, con tus miraditas sobradoras-. Evidentemente tenía un resentimiento conmigo. -¿Sabes que cuando un hombre toma una mujer por el culo, esa mujer es para siempre suya?. Ahora estás marcada. Cada vez que te pida, vendrás a poner el culito a mi disposición ¿entiendes? Ahora relájate, que te entre bien, para que aprendas a gozarlo y satisfacer a tu macho-. Y sin más, me enterró su poronga hasta el fondo.
Era enorme. ¡Cómo me dolió! Pero me sentía suya, era como que ese macho que me estaba culeando era un amo. Al hacerse dueño de mi culo, se había apoderado de mi, de toda mi persona y de mi voluntad, para siempre. De alguna forma lo admiraba, me asombraba cómo me había sometido y como me tenía ahí, con la pija al fondo de mi culo y prendido a mi espalda mientras se agarraba de mis tetas. De pronto, me relajé y lo acepté, tanto que ahí nomás tuve un orgasmo fenomenal, antes que él acabara.
Me apliqué a darle el placer que se merecía mi amo sodomita.
Antes que acabara él, tuve otro orgasmo y luego me regaló su leche que sentí en el fondo de mi ser, como una bendición.
Pero su pija no se bajaba: -chupámela hasta que quede limpia-, me ordenó, después de sacarla, y me apliqué a dejarle la pija inmaculada. –Échate ahí-, me ordenó mirando la cama, y le obedecí. Entonces me montó nuevamente y me la zampó otra vez, pero esta vez no por el culo, sino por mi concha, que para ese entonces estaba bien lubricada.
El tiempo que estuvimos encerrados fue así permanentemente. Calculo que fueron tres o cuatro días, durante los cuales Jorge no hizo más que cogerme y culearme a su gusto, obligándome a chupar su pija infinidad de veces, pero no dejó de acariciarme todo el tiempo, y mantenerme caliente.
Cuando lo llamaron a la puerta, pensé que harían entrar a mi marido después que se fuera. Pero no fue así. Al rato de irse Jorge, entró la amable policía que me había llevado a mi celda, con toda mi ropa:
-Vístase y sígame, está en libertad.
Nunca volvió a reunirse la célula, ni lo hablamos con nadie.