Con el propósito de estar unos días completamente solo y en absoluta tranquilidad, apenas separado de Alina, decidí hacer una reservación de tres noches en Punta Serena, a finales de 2018. Llegué al pequeño hotel con playa nudista un jueves alrededor de medio día, aventé mi pequeña maleta en la habitación y me fui de inmediato a la playa, armado de gorra, bloqueador y un libro.
Pasé al bar por una cerveza y apenas me estaba aplicando aceite bajo una sombrilla de palma cuando llegó una pareja de alrededor de 50 años. El hombre siguió de frente, hacia los últimos camastros, mientras la mujer –de tetas y caderas generosas pero aún firmes- se acercó a saludar cordialmente. Yo estaba desnudo y ella traía un cover-up bajo el que se veía un bikini conservador. Me preguntó si venía solo y al recibir una respuesta afirmativa, me dijo que siempre había tenido la idea de que Punta Serena era sólo para parejas. Le dije que era lo usual, pero que no era requisito; le conté que en 14 años de ser asiduo a ese hotel, habíamos visto muchos solteros, así como parejas del mismo sexo. Nos deseamos mutuamente buenas tardes y ella continuó su camino para reunirse con su marido. Algunas otras parejas fueron llegando, aunque nunca pasamos de unas quince personas.
Pasadas las dos de la tarde, la playa se fue quedando sola porque todo mundo decidió subir a comer al restaurante. Yo preferí pedir un ceviche y comí allí mismo, luego tomé una siesta. A eso de las 3:30 me desperté sudando; luego de espabilarme corrí hacia el mar y me di un chapuzón en las frescas aguas del Pacífico. Estuve unos minutos jugando con las olas y al volver hacia mi sombrilla pude ver que mi nueva “amiga” estaba sola en su camastro, aparentemente jugando o escribiendo en su celular. Seguí hacia el bar a por un agua mineral y al regreso me percaté de que la mujer había dejado su teléfono y tenía una mano en su entrepierna; aunque yo estaba a unos 25 metros de distancia, pude notar que se masturbaba. El sólo hecho de darme cuenta me provocó una erección; me recosté en el camastro para calmarme, pero la verdad es que no podía dejar de voltear hacia donde estaba la señora, que ahora tenía la otra mano en una de sus tetas, que se acariciaba con delicadeza. Yo estaba a mil por hora y no acertaba qué hacer; por supuesto que también me dieron ganas de masturbarme, lo que empecé haciendo con lentitud. Pero al darme cuenta de que no había más gente en las cercanías, decidí arriesgarme; me levanté y me encaminé hacia donde estaba mi “amiga”, sin dejar de tocarme el pene, que lucía sólido y brillante, gracias al aceite que había vertido en él con generosidad.
Me acerqué a unos dos metros de la mujer y le dije de la manera más educada que encontré: “¿Te molesta si te acompaño?” Ella, que o no se había percatado de que me acercaba o que había fingido no notarlo, volteó hacia mí, me miró de arriba abajo y sonriendo pero en voz muy baja, respondió: “Está bien” y tras una pausa, agregó: “Pero sin tocar, por favor, si no te molesta”. Asentí, me acerqué un poco más en incrementé la presión y el ritmo de mi masturbación, intentando ponerme en una postura viril, atractiva. Ella también aceleró el ritmo de sus manos y humedecía con saliva los dedos que estimulaban sus pezones.
Yo intentaba adivinar qué tan cerca o tan lejos estaba el momento de su clímax y en consecuencia, moderaba mis movimientos. Después de largos minutos, su respiración agitada mutó en jadeos y gemidos; abrió los ojos y volteó a verme. Sin dejar de estimularse la entrepierna, con su mano libre me indicó que me acercara; di tres pasos y quedé pegado al camastro. Ella tomó mi pene y lo empezó a frotar, aunque con cierta torpeza ya que estaba concentrada en su auto satisfacción; aun así la sensación fue muy placentera para mí, por lo que tomé su mano y acompasé sus movimientos hasta que tomamos un ritmo que estaba a punto de hacerme terminar.
Entonces, su respiración se volvió vertiginosa, sus músculos se tensaron y su cuerpo se arqueó hacia atrás mientras exhaló un largo, intenso suspiro, cerrando los ojos. Yo eyaculé en seguida, sobre su vientre. Liberó mi miembro, abrió los ojos y poco a poco recuperó su ritmo respiratorio normal. Me acuclillé y musité: “muchas gracias, estuvo delicioso”, luego la besé levemente en la boca y lamí con un movimiento circular cada uno de sus pezones. Di media vuelta y me metí al mar, donde estuve al menos media hora. Cuando regresé a la sombra, su lugar ya estaba vacío.