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Estrené a una Testigo de Jehová (II)
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Tiempo de lectura: 5 minutos

Transcurrieron los días, pero ni un solo momento dejé de pensar en Alicia, en cómo su cuerpo desnudo abrazaba el mío, de cómo sabían sus labios y cómo su mano agitaba mi fuente de la vida; con esa inocencia y pureza que no había visto antes en otra persona con la que tuviera relaciones sexuales. Me costaba creer que alguien a sus veintidós años y con ese cuerpazo pudiera ser virgen hoy en día, pero así era.

Por mi parte, solía mandarle mensajes al Whatsapp a cada momento en que tenía oportunidad de hacerlo, y ella respondía con muchos emojis de corazones. Al menos respondía de forma positiva a mis mensajes, lo que me daba esperanzas para culminar en nuestro próximo encuentro. Soñaba despierto con tenerla de nuevo entre mis brazos mientras le hacía el amor una vez tras otra, hasta acabar sin aliento.

En mi casa escribía poemas de amor para tratar de expresar lo que sentía por ella, me costaba centrarme en mis estudios, mientras que en la misa de la tarde trataba de buscar el perdón de Dios por lo que hice aquel día y lo que estaba dispuesto a hacer en apenas unos días. En cierta ocasión, mientras paseaba por la calle, me crucé con dos individuos, mayores que yo, que no sé cómo habían oído hablar de nuestro encuentro carnal en mi piscina. Tras preguntarme si era tal, me empujaron mientras me decían: “¿No te da vergüenza lo que has hecho con Alicia? ¿Por qué te aprovechas de la fe de alguien para conseguir sexo?”, dijo uno, “Eres un enfermo, ¿acaso no sabes que eso es una afrenta hacia ti y sobre todo hacia Dios?”, respondió el otro.

Como pude me solté de las manos de aquellos dos inquisidores, mientras respondía: “Alicia tiene ya una edad para saber lo que quiere y desea hacer, lo que ella y yo hagamos es cosa nuestra y sólo Dios puede juzgarnos, no aquellos que intentan ser sus ventrílocuos”. Llamé a Alicia para explicarle lo que había pasado y quiénes eran aquellos tipos. “Creo que son el padre y tío de mi amiga Miriam, le hablé a ella en secreto de lo que pasó entre nosotros, sólo ella lo sabe aparte de nosotros dos”, me dijo Alicia. “Me temo que esa amiga tuya se ha ido de la lengua”, le dije, “¿Y por qué se han tenido que meter en lo que tú y yo hagamos en un momento íntimo?” “Los padres de Miriam son ancianos de nuestro Salón del Reino”, me respondió. Para quien no lo sepa, los ancianos son como las autoridades espirituales de los Testigos de Jehová. “Ellos han seguido mi preparación para predicar desde la infancia, sabe que conozco y predico bien La Palabra de Dios, pero que me reúna a solas con un hombre, en este caso tú, que además no eres de la congregación, y que además hayan sabido que cometimos actos pecaminosos, no es muy favorable para mi futuro en el Salón del Reino”, me respondió, sollozando, mi querida Alicia.

La situación me enfadó, porque consideraba que nadie debía meterse en nuestra relación y si algo pecaminoso había en ella, ¿quién, sino Dios, debería juzgarnos? Nosotros no éramos infieles a nadie, al contrario de muchos creyentes que son adúlteros y se dedican a lanzar mensajes moralistas sobre la sexualidad. Tanto la Iglesia Católica como la religión de Alicia predicaban contra el sexo prematrimonial, algo que desde mi perspectiva como creyente, pero que pensaba de manera racional, nunca llegué a compartir. No podía entender que Dios o la Naturaleza nos haya dado unos instintos para luego no utilizarlos con responsabilidad.

Decidí reunirme con Alicia ese mismo día para hablar de lo nuestro, no podía esperar al sábado para verla. Ella vino llorando por lo sucedido, y temía que los ancianos le expulsaran de la comunidad de los Testigos de Jehová por lo que había hecho, ya que si le preguntaban no podía mentir, y acabaría rompiendo a llorar delante de ellos. Mientras me explicaba todo, yo no paraba de mirar sus ojos, la forma de mover sus labios…

“Alicia, no sé qué pasará con tu futuro, pero respecto al mío, sólo puedo recitar aquellas palabras de Rut a su suegra Noemí: <<No me ruegues que te deje, y me aparte de ti: porque donde quiera que tú fueres, iré yo; y donde quiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios será mi Dios”, le dije citado Rut, capítulo 1, versículo 16.

Alicia se sentó sobre mis rodillas y me besó. Notaba que cada vez que le citaba pasajes bíblicos se excitaba. Metí mi mano izquierda sobre su falda recorriendo sus piernas mientras con la derecha rodeaba su cintura, atrayéndola hacia mí. El contacto de mis labios con los suyos y el tacto de sus piernas me encendieron, notando ella mi erección por debajo del pantalón vaquero que llevaba. Ella, al sentirlo, se retiró, poniéndose de pie y de espaldas a mí. Que me lo pusiera difícil para yacer con ella me excitaba más. Me puse de pie, me acerqué a ella, y rodeándola con mis brazos, le dije: “Si te van a echar la bronca esos ancianos envidiosos, ¿qué más te da llegar hasta el final?”, acto seguido, comenzaba a besar su hermoso cuello, mientras comenzaba a suspirar, a lo que siguió mi mano sobre su vulva por encima de aquella falda. Alicia, pese a toda la culpa y vergüenza que sentía por haber sido descubierta por dos inquisidores de su comunidad, sentía aún más la excitación por aquellos besos y tocamientos.

“Para mí eres como Betsabé, aquella mujer que conquistó el corazón del rey David mientras este la contemplaba cuando se bañaba en una piscina. Así me pasó contigo, al verte aquel día repartiendo el mensaje de Dios, o cuando luego te vi desnuda en mi piscina. Si este sentimiento es pecado, necesito pecar ahora mismo”.

Caímos sobre mi cama mientras nos besábamos. Con sus brazos rodeaba mi cabeza, mientras yo hacía lo mismo con su cintura. Aquella lengua fresca se movía dentro de mi boca buscando la mía, poniéndome la polla como una roca. Empecé a subirle la falda hasta poder acariciar sus piernas por encima de las rodillas. Esas piernas estaban tan bien formadas que necesitaba estar en medio de ellas. Así que tendí boca arriba a Alicia, le subí la falda, le bajé aquellas braguitas blancas, mientras le decía que se dedicara simplemente a disfrutar. Me cubrí con aquella falda mientras le lamía su coñito, pequeño y sin depilar. Aquel olor potente a hembra endurecía más y más mi erección, por lo que agarré con mis manos los glúteos y lamí su clítoris mientras Alicia no paraba de gemir más y más. En otro momento, sin abandonar el cunnilingus, jugaba con su vello púbico con el pulgar, hasta que finalmente se acabó corriendo.

Me incorporé sobre la cama, tendido junto a ella, que no paraba de respirar a gran velocidad, tratando de recuperar el aliento. Me calentaba verla teniendo su primer orgasmo por sexo oral. Pero ya que habíamos calentado el horno, había que meter la barra de pan en él. Me bajé los pantalones y los calzoncillos, enseñándole mi miembro viril a Alicia, que estaba entre excitada y asombrada. Tras esto, me coloqué encima de ella, le desabroché la camisa blanca que llevaba, le besé los pechos por encima de su sujetador, mientras le pasaba las manos por detrás para desabrochárselo. Le quité, finalmente, aquel sujetador y mi pene estuvo a punto de explotar.

Traté de calmarme de aquella emoción bebiendo un poco de agua mineral que dejo siempre en la mesilla de noche, le di otro poco a ella. Acto seguido, me coloqué el preservativo. Y después, acabé penetrándola con delicadeza mientras ella pegó un pequeño grito de dolor. Le besé en la mejilla como consolándola, al mismo tiempo que las penetraciones fueron paulatinamente a más velocidad. Sus pechos, con aquellos pezones de color rosa, rebotaban arriba y abajo cuando no los tenía entre mis manos. Pero lo que más lograba excitarme es ver su hermoso rostro con los ojos cerrados o entrecerrados dejándose llevar por el placer como una balsa a la deriva en el mar.

Aquel movimiento pélvico junto con los gemidos de mi hermosa Betsabé particular, y el sudor mezclándose con el suyo me hizo uno con ella en aquel momento. Finalmente, me corrí mientras caía rendido sobre ella, quedándonos dormidos hasta bien avanzada la noche. Alicia había sido la primera chica virgen con la que había estado, aunque no fue mi primera vez, me sentí como si así lo fuera. Por un momento, le hice olvidar todo lo relativo a “La Atalaya”, “¡Despertad!” y a los Salones del Reino. Pero ni por un momento dejamos de pensar en Dios y en los instintos y dones que nos había dado.

Alicia no abandonó a los Testigos de Jehová. Cierto es que tuvo que enfrentarse a las acusaciones de los ancianos, pero ella ya no era aquella chica tímida, sino una mujer que no se intimidaba ante miradas acusadoras. Así que, tras mostrarse arrepentida de lo que hizo y pedir perdón por haber mantenido relaciones prematrimoniales, se incorporó de nuevo al Salón del Reino como hasta entonces había hecho. Sobra decir que nos dejamos de ver por decisión suya, la cual respeté.

Pienso que cada persona tiene derecho a acercarse a Dios de la manera que vea más certera (sea la católica como es mi caso, con los Testigos de Jehová como eligió Alicia, o a través de cualquier otro credo), pero a su vez, los creyentes de las diferentes religiones deberían respetar más el libre albedrío del prójimo, siempre y cuando no se haga daño a nadie. Y creo que el sexo es una herramienta que Dios nos ha dado para acercarnos los unos a los otros, no algo exclusivamente vinculado a la reproducción como los líderes de las diferentes religiones plantean.

Pese a nuestra ruptura, siempre recordaré aquel día en que Alicia fue “huesos de mis huesos y carne de mi carne”, como dijo Adán al contemplar por primera vez a Eva, según el Génesis. Espero que, si hubo falta en mi comportamiento, Dios me perdone igual que perdonó a aquel rey israelita que se enamoró adúlteramente de Betsabé.

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