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Estaba loca, pero era mi loca
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Tiempo de lectura: 17 minutos

De Eugenia, la tía de José, decía mi padre que se volviera loca el día en que se muriera su marido, ya que desde ese momento no volviera a salir de su caserón y del deceso ya hacía 17 años. Eso quería decir que no se relacionaba con la familia. La única persona que la veía era Amalia, la encargada de cobrar las rentas de sus tierras y de sus casas, que a su vez le compraba todo lo que necesitaba para vivir y pagaba sus facturas.

Como de costumbre, paso a escribir el relato en primera persona.

Era yo muy crío cuando la palmó mi tío Javier, o sea, que no me acordaba de él ni de mi tía. La gente decía que me parecía una barbaridad a él. Lo dejaban caer y no profundizaban más porque mi padre era de los de mano levantada.

Yo era muy curioso, así que una noche quise saber cómo era Eugenia… El caserón de mi tía tenía naranjos alrededor y uno de ellos daba a la ventana de la habitación donde dormía, supe que era la suya porque en ella se encendió una luz. Esa noche me conformé con saber dónde dormía. A la siguiente esperé subido al naranjo a que llegara a la habitación. Cuando llegó encendió la luz. La vi y me acojoné. Parecía un alma en pena. Era delgada y me quitaba una cabeza de altura. Vestía de negro desde los pies a la cabeza y un velo le cubría la cara. La cosa cambio cuando se quitó el velo. Tenía la cara redonda, sin colorantes ni conservantes, sus labios eran gruesos, su nariz respingona, tenía un hoyuelo en el mentón y su cabello negro era espeso y largo, muy largo, le llegaba hasta debajo del culo. Era guapa.

Hice cuentas y si se había casado a los dieciséis años y mi tío se muriera un año después, debía tener 33 o 34 años. Se quitó el vestido. Su piel era casi tan blanca cómo la leche y debajo no llevaba nada, bueno sí, sí llevaba, llevaba unas tetas medianas, tirando a grandes, con areolas y pezones casi negros y un bosque negro entre sus largas y finas piernas que al verlo se me puso la polla dura. Era verano e hiciera mucho calor durante el día. Se quitó las sandalias y se echó boca arriba sobre la cama, puso las manos detrás de la nuca, y al ponerlas vi el vello de sus axilas, luego apagó la luz y cómo no había nada más que ver bajé del naranjo y volví a casa.

Al día siguiente estaba escondido detrás de una roca con mi escopeta de balines esperando a que los mirlos y los tordos se posaran en un roble ancestral cuando oí ruido de pasos de personas. Al otro lado de la piedra escuché cómo decía una de ellas:

-Si lleva 17 años recibiendo dinero y no sale de casa no los puede llevar al banco. Cuando menos debe tener guardado un millón de pesetas.

Era la voz de un hombre, voz que no conocí. Otro de los hombres, del que tampoco conocí la voz, dijo:

-Tampoco exageres. Esa cantidad de dinero no existe.

El último hombre dijo:

-Existe, tarado, pero no creo que tenga tanto. Otra cosa, esta noche después de robarla. ¿Quién va a matar a Eugenia?

Le respondió el primer hombre.

-Tú, que te conoce.

Lo conocía, claro que lo conocía, era Benito, el cabrón más grande del pueblo, un viejo usurero que llevaba toda la vida comiendo a cuenta de los desgraciados, ya que si prestaba cien pesetas le tenían que devolver quinientas. Me fui sin hacer ruido. Al llegar a la casa de mi tía llamé a la puerta con el aldabón. Sentí pasos y una voz que preguntaba:

-¿Eres tú, Amalia?

-No, soy tu sobrino José.

-¡Javier!

Mi voz le debió parecer la de su difunto marido. Abrió la puerta, y al verme se desmayó. Entré, cerré la puerta, la cogí en brazos, me adentré en la casa, llegué a una sala y la puse en un sillón de tres plazas de cuero negro.

-Javier -dijo al abrir los ojos y verme.

-No soy Javier, soy tu sobrino José, El hijo de tu hermana Elvira. Vengo a avisarte de que esta noche van a venir a robarte y piensan matarte.

Mi tía seguía en las suyas.

-Eres Javier y vienes a protegerme. Seguro que te guía tu madre desde el cielo.

-¡Que soy…!

-Eres Javier, reencarnado, pero eres Javier.

Mi padre tenía razón, estaba loca. Veía lo que quería ver.

-Me voy, me voy directo al cuartel de la guardia civil.

Agarró la pernera de mi pantalón y me suplicó:

-¡No te vayas aún, Javier, no te vayas, por favor!

Se levantó del sillón, subió el velo, bajó la cabeza, me cogió las mejillas con las dos manos y me dio un beso a nivel que casi me caen los calzoncillos a plomo, sí, un beso de esos largos, muy largos, en los que te dan un pico, con ternura, luego te van metiendo la lengua en la boca, esa lengua busca la tuya, la lame, la chupa dulcemente y acaba comiéndola.

En mi vida estuviera tan empalmado ni tan acojonado. Empalmado porque nunca me había besado una mujer y encontré los labios de mi tía dulces, suaves y en su lengua encontré una bomba que casi hace que ponga perdidos de leche mis calzoncillos, y acojonado porque si no me iba de allí iba a hacer un ridículo espantoso, ya que de sexo sabía dónde tenían las mujeres el coño y las tetas y poco más.

-Me tengo que ir -le dije separándome de ella-, no vaya a ser que se adelanten, con esa gente nunca se sabe.

Al ver que me iba, dijo:

-Vuelve pronto, amor mío.

¡Cómo estaba mí tía! Había visto cabras locas más cuerdas que ella, ¡pero cómo besaba la jodida!

Fui al cuartel de la guardia civil. Me escuchó un sargento con un tremendo mostacho… Al irme, dándome una palmada en la espalda, él me dijo:

-Déjalo todo en nuestras manos.

Lo dejé, en sus manos y en sus pistolas, ya que los forasteros al verse sorprendidos se liaron a tiros y acabaron más tiesos que la mojama, ellos y el usurero.

Estuve cinco días sin ir por el caserón, pero al sexto fui, me subí al naranjo y esperé… Al encenderse la luz vi a mi tía. Llevaba puesto un vestido de flores rojas, azules y blancas, y calzaba unos zapatos negros de aguja de color negro. Me imaginé que esperaba que fuese a verla y se había puesto guapa. Se quitó los zapatos, se sentó en la cama, levantó el vestido y se quitó las medias que llevaba sujetas con unas ligas rojas. Las quitó lentamente, cómo si supiera que la estaba mirando. Se levantó y quitó el vestido, debajo llevaba un sujetador y unas bragas negras. Abrió el sujetador por detrás, agarró las copas con las dos manos y se apretó las tetas, al quitar el sujetador las magreó, después levantó el culo, quitó las bragas, las olió y las tiró al piso de madera de la habitación. Se echó sobre la cama, estiró brazos y piernas y echó la cabeza hacia atrás, ese estiramiento típico de cuando se tienen ganas, después metió una mano entre las piernas.

Vi cómo la movía. Hice cuentas y me salieron ¡Las mujeres se hacían pajas! No era una leyenda pueblerina. Saqué la polla empalmada, la meneé mirando para ella y en un par de minutos me corrí cómo un perro. Mi tía se tomó su tiempo, ya que dejaba de tocarse el coño, acariciaba las tetas, volvía a jugar con su coño, y así llevó más de media hora. Acabó la primera paja cómo empezara, estirándose y echando la cabeza hacia atrás. Esta vez su cuerpo se sacudió, y las hojas del naranjo también, ya que me corrí de nuevo. Mi tía Eugenia se siguió tocando. Yo tuve que dejar de mirar y volver a casa. Tenía que llegar antes de las once o mi padre me molía a hostias, o lo molía yo a él, pues ya me estaba cansando de recibir y de ver cómo recibía mi madrastra.

Al día siguiente, Arturo, mi padre, que era un hombre de estatura mediana, corpulento y muy fuerte, le llamó a mi madrastra de todo menos bonita por haberse olvidado de traer el vino. Delante de mí le dio una bofetada, le escupió en la cara y se fue para la taberna. Me juré a mi mismo que algún día lo iba a poner fino. Al irse mi padre, Alba, mi madrastra, que era una mujer que lo tenía todo grande, menos la nariz, se metió en su habitación y cerró la puerta con llave. Cómo no soltara ni una lagrima, pensé: "¿Se irá a hacer una paja?" Al momento volví a la realidad. Lo de mi tía me estaba haciendo mucho daño. Fui a cortar leña dando un portazo, no porque quisiera darlo, sino porque debía estar una ventana abierta, y el aire cerró la puerta. Cortando leña volví a ver a mi tía tocándose y me empalmé. Me acordé de nuevo de Alba. Mi puñetera curiosidad me llevó a volver a casa, cerrar la puerta con cuidado y pegar la oreja a la puerta de su habitación. Lo que oí me la puso aún más dura.

-Escupe en mi coño y métemela, Pedro.

Pedro era el vecino, un hombre que se llevaba a matar con mi padre. Aparté la oreja, pero ya oí sus gemidos, el ruido de los roces de sus dedos en el coño y algo así como un chapoteo. Cerré los ojos y vi a Alba desnuda. Imaginé sus grandes tetas, a mi manera, con inmensas areolas y pezones cómo pitones, vi su coño peludo e imaginé que me decía. "Escupe en mi coño y métemela, José.". Saqué la polla y la machaqué con ganas mientras sentía los gemidos de Alba… A rato se corrió diciendo:

-¡Me corro, Pedro, me corro!

-Me corrí cómo un cerdo.

Al acabar, limpiando la leche del suelo con un pañuelo, me dije a mi mismo que las tenía que follar a las dos y para eso necesitaba de alguien que me enseñase a hacerlo

En el pueblo había un cincuentón, casado, sin hijos, que por mamar una polla de un mozo, o comer el coño de una moza hacía lo que fuese, y si se daban por culo, o lo dejaban follar, por eso era capaz de matar, exagero, lo sé, pero en lo que no exagero es en que era un maricón y un putero. El caso era que tenía experiencia y me podía orientar. Así que le hice una visita mientras apastaba las vacas en un hierbal. Al llegar a su lado, le dije:

-Quiero que me enseñes a follar a una mujer, Paco.

-Eso tiene su precio.

-No te voy a dar por culo, si es lo que quieres.

-Veo que estás informado. Por cierto, a algunas mujeres les gusta que les den por culo. Te costará una mamada.

-Vale, empieza a contarme cosas.

Estábamos en una esquina del hierbal al lado de un sauce llorón y no nos podían ver ni desde el río, que quedaba a nuestra derecha, a unos cincuenta metros, ni desde el camino, que quedaba al frente, a unos cien metros, ni desde las vías del tren, que estaban a nuestra izquierda y aún quedaban más lejos que el camino. Así que me senté a su lado. Paco se lo tomó con calma, sacó el tabaco y un librillo, lío el cigarrillo, pasó la lengua por el pegamento del papel, lo encendió con un "contra viento y marea", le echó una calada y guardando en el bolsillo el material que había sacado, me dijo:

-¿Ya probaste a una mujer?

-No.

-¿Le diste un beso a alguna?

-No, me lo dio ella a mí.

-Entiendo, te lo dio y saliste cagando hostias porque no sabías que hacer con ella.

-Más o menos.

-¡Puf! Esto va a llevar su tiempo. ¿Es menor o mayor que tú?

Solo le faltaba preguntarme el nombre de la mujer.

-Es mayor, pasa de los treinta, y ya no te digo más. ¡¿Empiezas de una puta vez?!

Acariciando con la palma de su mano mi polla por encima del pantalón, me dijo:

-Me recuerdas a tu tío Javier, en la cara, en la altura, en el cuerpo y en lo impaciente.

Mi maldita curiosidad volvió a salir a flote

-¿También se la mamaste a él?

-Sí, él cómo tú, me vino a pedir que le enseñase a follar días antes de casarse con Eugenia, la hermana de tu difunta madre. Pobre mujer, después de morir se encerró en el caserón y no volvió a salir por la vergüenza.

Mi polla ya había reaccionado a sus caricias, o sea, que ya estaba dura.

-¡¿Vergüenza?! ¿De qué murió mi tío?

-Murió follando.

-¡Qué bestia!

-Eso dijo el médico cuando tu tía le contó lo que pasara. Pero vamos a dejarnos de cosas tristes. Estas que te voy a decir son las cosas que debes saber para que una mujer se corra seis o siete veces…

Hablando me sacó el bicho de su cautiverio. Su mano subió y bajo por él… Pasó su dedo pulgar por mi meato… Paraba de hablar para lamerme los huevos y para chuparla, y entre paradas me dijo donde estaba el clítoris y cómo lamer…, me dijo cómo se comía un coño, cómo se comían unas tetas, cómo se prepara un culo antes de follarlo… y muchas cosas más.

Después de correrme dos veces salí del hierbal con la teoría bien aprendida y con medio litro menos de leche, que el muy maricón se tragó. ¿Qué no era medio litro? Vale, pero descargar descargué bien.

Al llegar a casa sentí a mi padre cantando en la habitación de matrimonio. Debía tener una borrachera de las gordas. Alba estaba sentada a la mesa de la cocina comiendo con las manos sardinas frías que sobraran del mediodía. Me senté enfrente de ella, y le pregunté:

-¿Hace mucho que le metes los cuernos a mi padre con el vecino?

-¡No digas tonterías! ¿Quién te dijo esa barbaridad, hijo?

-Te oí, Alba, te oí en tu habitación.

Alba no se sintió incómoda, era cómo si deseara tener esa conversación conmigo.

-No debías escuchar detrás de las puertas. Mira, hijo, de tu padre solo recibo hostias y malas contestaciones. Yo no le meto los cuernos, fantaseo porque estoy necesitada.

-¿Muy necesitada?

-Muchísimo.

Le cogí la mano derecha, mano con la que estaba comiendo, y le chupé el dedo medio.

-¿Qué haces, loco?

Chupándole los otros cuatro dedos, le dije:

-Yo también estoy muy necesitado.

-Pero tú eres mi hijo.

-No, Alba, no soy tu hijo, mi madre murió.

-Para mí lo eres.

Se soltó de mi mano, se levantó, fue al fregadero y se puso a rascar en la sartén. Al rascar movía el culo. Quise pensar que lo hizo para provocarme, así que me levanté, fui a su lado, le cogí sus tetas grandes y blandas y le arrimé la polla empalmada al culo. La besé en el cuello, y le dije:

-Te necesito, Alba.

Oyendo a mi padre cantar sentí temblar a Alba. Temblaba cómo si tuviera frío. Se dio la vuelta y me dijo:

-Quita, hijo, déjame que me violentas.

Le levanté la falda, le bajé las bragas, me agaché, lamí su coño, y le dije:

-Quiero que me la des en la boca, Alba.

-Quita, hijo, quita.

Decía que me quitara pero pudiendo usar la sartén para que lo hiciera no la usaba.

-Dámela, Alba.

-No insistas que me pierdo.

-Piérdete.

-Si viene tu padre a la cocina…

-Le doy una manta de hostias por jodernos del polvo.

Se hizo la dura.

-No te voy a dar nada, hijo.

Alba se dio la vuelta y siguió rascando en la sartén… Le lamí el ojete. Echó el culo hacia atrás y abrió las piernas. Saqué la polla y se la metí hasta el fondo en el coño. Era mi primera vez y tardé muy poco en correrme. No le di tiempo a nada. Cuando acabé de correrme, quité la polla, le di la vuelta a Alba con sartén y todo e hice lo que me dijera Paco que hiciera si me corría antes de que la mujer gozara, para lo que le metí y saqué varias veces la lengua de su coño, le lamí los labios, al mismo tiempo y por separado y acabé lamiendo su pepita de abajo a arriba.

Mi padre cantaba en la habitación:

-Ondiñas veñen, ondiñas veñen, ondiñas veñen e van…

Sintió el ruido de una sartén al caer al suelo, y a Alba, cantar:

-¡¡¡Aaaayyy, Rianxeira!!

Mi padre dijo:

-¡Alegría! -volvió cantar-. Non te embarques Rianxeira que te vas a marear.

Alba se había corrido como una perra. Subiendo las bragas, me dijo:

-Esto no se volverá a repetir.

Mentía. Esa noche mientras mi padre dormía la borrachera apareció en la puerta de mi habitación cómo su madre la trajo al mundo, bueno, con aquellas tetas grades con inmensas areolas rosadas y pezones cómo dedales, no la trajo, y con aquella gran mata de pelo negro que tenía entre la piernas, tampoco. Puso una mano en un lado del marco de la puerta y la otra en el otro, y me preguntó:

-¿Puedo pasar?

Me levanté de la cama con un bulto en el calzoncillo que parecía la chepa de un camello. Al llegar a su lado, si me había de besar, se agachó, me quitó los calzoncillos y cogiendo mis nalgas con las dos manos metió mi polla en su boca y me la mamó. Yo movía el culo cómo si le estuviera follando el coño. La novedad hizo que me corriera en su boca en un plis plas. Alba se tragó toda la leche y después de eso arrimó la espalda al marco, me puso las manos sobre los hombros e hizo que me agachara, era obvio que quería que se la comiera, y se la comí. Al pasar mi lengua entre los labios de su coño peludo lo encontré encharcado. Lamí sus jugos y me los tragué. Después lamí de nuevo su pepita de abajo a arriba, sin parar…, cada vez más aprisa y cuando ya lamía a mil por hora, sus piernas bailaron el can-can y se corrió cómo si su coño fuese un grifo que se acabara de abrir.

Al levantarme me dio un pico, me cogió de la mano y fuimos para mi cama. Me eché en ella, subió encima de mi, y sabedora de mi inexperiencia, cogió la polla, la metió en el coño, y me dijo:

-Déjame hacer a mí.

En posición vertical echó las manos a sus tetas y las amasó. Su culo bajó y subió haciendo que mi polla se deslizase por su coño engrasado. Me miraba en la oscuridad con sus verdes ojos de gata para ver cómo iba reaccionando y cuando estaba a punto de correrme se paraba con toda la polla dentro del coño… Así me tuvo hasta que sintió que se iba a correr ella, en ese momento, dejó la cabeza de la polla en la entrada del coño, y me dijo:

-Fóllame duro.

Le di fuerte y hasta el fondo, rápido desde el principio al final. Final que llegó cuando mis huevos y mi ojete ya estaban empapados de sus jugos. Al correrse, Alba, apretó las tetas cómo si las quisiera romper y echó la cabeza hacia atrás. Oí sus casi inaudibles gemidos y sentí cómo su coño apretaba y soltaba mi polla mientras la bañaba con sus jugos calentitos. Supe cómo se corría una mujer.

Después me mandó magrear y a amasar sus grandes y esponjosas tetas con tremendas mientras su culo se columpiaba de atrás hacia delante y de delante hacía atrás. Me dio picos y me acarició el cabello cuando me corrí por segunda vez. Luego siguió columpiándose hasta poner la polla dura y se corrió ella… Así estuvimos más de dos horas en una noche embrujada donde sentimos ladrar a los perros, miañar a los gatos, cantar al chotacabras y roncar a mi padre mientras nos matábamos a polvos.

Alba era una cosita tan dulce que no entendía cómo mi padre la podía maltratar. Si sería dulce que en el tiempo que me estuvo follando se corrió ocho veces y yo, yo perdí la cuenta.

Me tenía el coño en la boca cuando sentimos un portazo. El meadero cagadero lo teníamos fuera de casa. Mi padre iba a usarlo. Alba me quitó el coño de la boca y se iba, se iba pero le vino el gusto, volvió a poner el coño en mi boca, y frotándolo contra mi lengua me dio de beber.

Al salir de cama no tenía fuerza en las piernas. Le temblaban y no la sujetaban. Se tuvo que agachar y poner una mano en el piso para no caerse. Me levante y le ayudé a levantarse. Le dije:

-Quédate, Alba. Cerramos con llave y ya encontraremos una excusa.

-No puedo, me molería a palos le diese la excusa que le diese.

Se fue apoyándose a las paredes, pensé que no llegaría, pero llegó y la disculpa que le dio debió ser convincente porque no oí bronca.

Al día siguiente, a las diez de la noche, aprovechando que era la fiesta San Roque y tenía permiso para llegar a casa a las dos de la madrugada, fui al caserón y vestido de punta en blanco y oliendo a Varón Dandy y champú de huevo, llamé a la puerta con el aldabón.

Al ratito sentí a Eugenia preguntar:

-¿Quién es?

-¿Soy yo? -le respondí.

Abrió la puerta y se abrazó a mi sin importarle que alguien nos viese.

-¡Javier, amor mío! Gracias por haberme salvado la vida.

Hablaba del usurero y sus secuaces, pero yo iba con otras ideas en la cabeza. Me separé de ella, cerré la puerta, y le dije:

-Olvídate de eso. Tengo ganas de ti, Eugenia.

Me echó los brazos al cuello, me dio un pico, y me dijo:

-Y yo de ti. No te puedes imaginar cuantas ganas tengo.

Le devolví el pico.

-Esta noche te voy a hacer de todo.

Le entró cómo un sofoco.

-De todo, no, amor mío, de todo no que el salto del tigre no se te da bien.

Supe cómo muriera mi tío.

-No te preocupes que no lo haré, no quiero palmarla.

-¿Ves cómo eres Javier, ves?

La arrimé a la pared. Le comí la boca. Le quité el vestido y las bragas, le levanté una pierna y con el sujetador puesto, quité la polla y dura cómo un hierro se la clavé a tope. Estaba tan excitado que no tardé ni dos minutos en correrme dentro de su coño. Ella jadeaba y movía el culo alrededor buscando su orgasmo, orgasmo al que no llegó, pero iba a llegar, ya sabía cómo hacerlo. Le quité la polla del coño, me agaché y se lo comí, esta vez lamiendo hacia arriba y al llegar a la pepita lamí hacia los lados apreté la lengua contra ella… Metí y saque la lengua del coño y repetí el recorrido y las lamidas de pepita hasta que le vino. Mi tía, temblando y gimiendo fue deslizando su espalda por la pared y acabó sentada, con los ojos cerrados y buscando el aliento que le faltaba. Guardé la polla. La cogí en brazos y la llevé así a su habitación. Subiendo las escaleras, me dijo:

-Te quiero, Javier.

No quería engañarla.

-No soy Javier, soy tu sobrino José.

-Eres Javier, reencarnado -dijo por segunda vez-. Solo él era tan, tan…

-¿Guarro?

-No, tan sensible.

Enfilé el pasillo hasta que vi su habitación, entré en ella, y me dijo:

-Si no fueras Javier no sabrías que esta era nuestra habitación de matrimonio.

No le iba a decir que la estuviera espiando, así que la puse sobre la cama y me desnudé. Al meterme en cama se quitó el sujetador y me dio sus teas a mamar Tal y cómo me había dicho Paco, lamí sus pezones, lamí sus areolas y después se las chupé. Luego pasó los pezones de sus tetas sobre mi glande, frotó las tetas contra él, acto seguido la metió entre las tetas, apretó y me hizo una paja con ellas. Cuando me iba a correr la cogió con la mano, metió el glande en la boca y mamó, poco, ya que no tardé en correrme en su boca, la traviesa, cuando acabé de correrme, con mi leche en la boca me besó, hizo que la tragara, y después me dijo:

-Cómo a ti te gusta, Javier.

Mi tío fuera guarro de cojones. Luego puso su coño en mi nariz. Olía a polvos de talco. Se agarró a los barrotes de la cama y vi cómo lo iba a poner en mi boca. Recordé lo que me dijo Paco: "Cuando te ponga el coño en la boca, que tarde o temprano acaban haciéndolo, escupe varias veces en él, después saca la lengua y deja que se frote cómo quiera, eso sí, cuando te ponga el culo en la boca, mete la punta de tu lengua en su ojete…". Al ponerme el coño en la boca le escupí tres veces en él.

Comenzó a reírse. Era la primera vez que lo hacía en 17 años, entre risas, me dijo:

-Nunca cambiarás, -Apretó su coño contra mi boca- ¡Toma chocho, Morocho!

Saqué la lengua. Frotando el coño contra ella comenzó a gemir, luego, gimiendo me puso el culo en la boca. Se follé con la punta de mi lengua, y ya no lo volvió a llevar al coño. Poco después, me dijo:

-Ay que me voy, ay que me voy. ¡Me voy, Javier!

Vi cómo temblaba, oí cómo gemía, y sentí cómo algo calentito caía sobre mi pecho, era su corrida.

Al acabar de gozar, se quitó de encima, lamió su corrida en mi pecho, me besó y me dijo:

-Tenemos que hablar.

Me puse de lado y le pregunté:

-¿De qué?

-De tu dinero, del dinero que ganaste todos estos años.

-Es tu dinero, Eugenia.

-No, es tuyo y está…

Le tapé la boca con un beso.

-No quiero saberlo.

Besé su pezón izquierdo, luego el derecho, lo lamí, lamí su areola, una areola que parecía un descomunal lunar en aquel cuerpo tan blanco. Mi tía me olía a jabón de la Toja y sabía a pecado. Chupé la areola, volví a la otra teta y lamiendo y chupando bajé mi mano a su coño mojado. Se abrió de piernas. Seguí las instrucciones de Paco. Metí dos dedos dentro de su coño y los saqué y los metí apretando los dedos en la pared superior de la vagina, después le hice el "ven aquí" con ellos, luego los moví de lado a lado, y más tarde, cómo él me había dicho que hiciera, hice que le quitaba los dedos para ver si iba bien. Su coño apretó mis dedos para que no lo sacara y supe qué sí, que lo estaba haciendo bien. Volví al "ven aquí" cada vez más rápido y sentí lo que él me dijo que iba a sentir, cómo si una pequeña presa se abriera dentro del coño y soltara el agua. Luego comenzaron las convulsiones y los jadeos vi su cara llena de gozo y me di cuenta de que no había nada más hermoso que ver cómo se corría una mujer.

Al acabar quité los dedos del coño y los chupé llenos de jugos. Me gustaba su sabor. Los puse a los lados del capuchón de la pepita, apreté y tiré para atrás. Miré y vi lo que me dijo Paco que vería, una cabeza del tamaño de una cría del escarabajo de las patatas, lo cogí con dos dedos y se lo masturbé cómo si fuera mi polla. Más tarde, cuando mi tía ya estaba cerca de correrse, lo froté y después lo lamí haciendo círculos sobre él. Se corrió soltando un grito de placer que si no lo oyeron en la aldea de al lado fue porque en aquel momento sonó una traca de bombas de palenque en la fiesta de San Roque.

Al acabar de correrse, me dijo

-Cuéntame algo de tu nueva vida.

Le dije lo que me vino a la boca.

-No hay nada importante que contar.

-Algo habrá.

-Un secreto, pero todos tenemos alguno

-Sí, supongo que sí -fue directamente a lo que le interesaba. ¿Y de chicas cómo andas?

-¿Para qué quieres saberlo? Si te digo que sí, te vas a molestar, si te digo que no, no me vas a creer

-Sigues leyendo mi pensamiento. Pero responde a mi pregunta. ¿Hay alguna chica en tu vida?

-No.

-No te creo.

-Y haces bien, hay una.

-¿Quién es?

-Mi madrastra

-Es normal, vives con ella. Yo me refería…

-No, no tengo ni tuve novia. ¿Sabes qué me gustaría hacerte ahora?

-Meterla en mi culo.

Lo que quería era follar su coño, pero no le iba a decir que ella no me leía el pensamiento a mí.

-Me leíste la mente.

Me iba a sorprender.

-Sigues sin saber mentir. Sabía que me querías follar el coño, pero a mi me apetece más que antes me folles el culo.

-¡Eres adivina!

-No, te conozco cómo si te pariera.

Aún iba ser cierto que era la reencarnación de mi tío Javier.

Se puso a cuatro patas. Volvía recordar las palabras de Paco: "Empieza por el perineo, les encanta que se lo laman. Luego baja al coño y lame suavecito y después lame el ojete hasta que te pida que se lo folles con tu lengua…"

-Hazme gozar, cariño.

Le lamí el periné apretando mi lengua contra él una docena de veces, más o menos. Bajé al coño. Tenía los pelos mojados. Al pasar la punta de mi lengua por su raja me salió llena de su jugos, unos jugos que eran espesos cómo mocos y que sabían cómo a ostra. Me empezó a latir la polla, pero latidos que anunciaban que me iba a correr. Se la metí en el coño y antes de llegar al fondo ya me corrí. Cuando la saqué me la chupó, se volvió a dar la vuelta, y me dijo:

-Sigues teniendo ahí un pozo de leche.

Con mi leche saliendo de su coño, le cogí las tetas y lamí desde el coño al ojete, cosa que era de cosecha propia, ya que nada de eso me dijera Paco. Lamí, lamí y lamí hasta que lamí solo sus jugos. Sus gemidos eran deliciosamente deliciosos. Su culo buscaba mi lengua. La quería dentro. Cómo no se la di, al rato me dijo:

-Azota mi culo. Estoy siendo muy mala

Recordé lo que me dijera Paco: "Si te dice que le azotes el culo, dale con tu palma ahuecada golpes secos y sin mucha fuerza…"

Le di con la palma ahuecada en las dos nalgas.

-¡Plas, plas!

-¡Ay! ¿Ves, ves cómo eres Javier? Azotas cómo él.

Le daba, le volvía a dar, luego lamía y besaba las nalgas y el ojete, le daba de nuevo… Acabó por decir:

-Folla mi culo con la lengua.

Le abrí las nalgas coloradas y con la punta de la lengua le follé y le lamí el coño, un coño que ya no olía a polvos de talco, olía a bacalao… Luego fui a por el ojete y follé y lamí, una vez, dos, cuatro, ocho, quince, veinte veces…

Eugenia quería la polla dentro de su culo.

-¡Métela, amor mío, métela!

Cuando le froté la polla en el ojete, buscó con el agujero mi glande, al tenerlo justo en la entrada, empujó el culo hacia atrás para que mi polla entrara en su ano. No se la di. Volví a lamer desde el coño al ojete. Mi tía estaba gozando una cosa mala. Me dijo:

-Si sigues me corro, Javier

Le acerqué la polla al ojete. La cogí por la cintura y se la clavé hasta la mitad de una estocada. De otra estocada se la metí toda. Sintiendo mis huevos pegados a su periné y mi polla en el fondo de culo, se tocó la pepita y se corrió con un temblor de piernas y de tetas que parecía que se iba a romper.

Al acabar, me dijo:

-Quiero volver a ver tu cara al correrte.

Se la quité. Hice que se pusiera boca arriba. Le metí la polla en el coño. Cerró las piernas, me echó las manos al culo, me besó y esperó a que la follara. Apoyé mis manos sobre la cama y mirándola a los ojos comencé a follarla haciendo palanca con mi culo. La folle sin prisa pero sin pausa. No sé el tiempo que pasara cuando me clavó las uñas en el culo, luego su cuerpo se puso tenso. Su ceño se frunció. Su coño apretó mi polla y sentí cómo me la mojaba. Vi su cara, con los ojos cerrados y la boca abierta. Dejándome caer sobre ella y sin dejar de mirarla le llené el coño de leche.

Fue algo mágico, inolvidable, como inolvidable fueron sus palabras después de acariciar mi rostro y apartar mi cabello hacía un lado, cuando dijo:

-Te echaba tanto de menos que si no llegas a volver acabaría quitándome la vida.

Estaba loca, muy loca, pero era mi loca y me volvió loco algo más de cuarenta años.

Alba, un año después, cuando yo ya vivía con Eugenia en otro pueblo, dejó mi padre y se fue con un taxista.

Quique.

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