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Entrenada por los muchachos (II)
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Si había contado los olores al bajarse del autobús allí era imposible distinguirlos unos de otros, era una mezcla de tabaco, alcohol, sudor, grasa y sexo. El bar era un lugar en decadencia claramente, con una barra roída y llena de comején, seis mesas esparcidas junto a las paredes descoloridas y grises, casi negras, dos mesas de billar en el centro, también desgastadas y con muchos signos de uso, un suelo de madera que rechinaba a cada paso. Al fondo a la derecha estaban las escaleras a la segunda planta y la puerta hacia los únicos dos baños en la planta baja, de arriba provenían los inconfundibles sonidos del sexo y de la planta baja una música de reggaetón de moda con liricas bastantes explícitas.

Tres putas con vestidos escarchados iban y venían con bandejas y cervezas y botanas, cualquiera les metía mano en el culo o les magreaba las tetas y ellas seguían como si nada, eran mayores que las colegialas, entre los veintidós y veintiséis años, ellas sí tenían precio. El lugar estaba lleno a reventar a pesar del aspecto y el mal olor, pero al entrar las cinco zorras se quedó todo en silencio y se suspendió el tiempo, hasta que alguien en el fondo gritó:

—¡Llegaron las zorritas del Centeno!

Las recibieron como unas celebridades, todos se apresuraron a ofrecerles cigarros, cervezas, una partida en el billar o sillas, pero con la misma prepotencia con que habían tratado a los demás afuera así trataban a todos allí dentro. Daniela las siguió mientras iban saludando y haciéndose camino hacia las mesas de la derecha junto a las ventadas que con cristales tan sucios como los lodosos pisos no permitían ver nada del exterior, allí había seis sillas ocupadas por una banda especial de varones. Se fijaron en ella.

—Traes una nueva —dijo el más anciano, quizá casi setenta años.

Sabrina se giró a ver a Daniela y se encogió de hombros, inclinándose a darle un beso al anciano, éste lo recibió y cuando ella se inclinó todas las cabezas se concentraron en su tanga y en su coño, las otras cuatro hicieron fila detrás y le dieron un beso de la misma forma, como a un abuelo que se va a visitar los fines de semana. Sin saber qué hacer, Daniela las imitó.

—Soy Daniela —dijo, el anciano le sonrió.

Saturnino tenía la piel curtida y morena por el trabajo, las manos largas y gruesas aunque arrugadas y manchadas por el sol y la edad, el cabello cano y blanco así como la barba le caía en los hombros, usaba un overol azul y su pecho flaco quedaba al descubierto. Al sonreír Daniela pudo ver que le faltaban casi todos los dientes de enfrente.

—Saturnino, mucho gusto, señorita, para servirle a Dios y a usted.

Al escucharlo hablar con tanta elegancia Daniela se sintió un poco mejor, quizá más relajada al pensar que no eran tan malas personas, aunque en realidad no estaba viendo a su espalda, donde media docena intentaban ver bajo sus bragas mientras saludaba al anciano, el más respetado del lugar. Cuando giró hacia sus compañeras se sorprendió de ver a cada una sentada en las piernas de alguno de los del grupo, y se sorprendió aún más cuando sintió una mano deslizarse por la parte trasera de su pierna, haciéndola dar un brinco de sorpresa y chillar como un ratoncito asustado, levantando las risas del grupo de hombres que la observaba a cada paso.

—Que ricas piernas, putita, me gustas. Siéntate —dijo, pero no le ofreció otra silla sino que la hizo abrir sus piernas y sentarse sobre su regazo, mirándolo de frente, le sacó la mochila y la dejó a un lado de la silla.

—Éstos son los “Muchachos” —le dijo Sabrina a su lado, sentada también sobre las piernas de otro pero de costado, mientras el hombre le introducía una mano en el coño como lo había hecho la pelinegra con ella en la cafetería horas atrás.

Los “muchachos” eran media docena de maduros todos, el más joven tendría treinta y cinco y el mayor era Saturnino, el “jefe” y dueño del local. Las chicas eran sus zorras particulares, llegaban allí y cogían con quien quisieran, a quien le tocara la suerte ese día, pero casi siempre era con alguien de su círculo.

José tenía a Ángel sentada en una de sus piernas, era mecánico en un taller a pocas cuadras de allí, era el segundo más joven con treinta y nueve años y le apodaban el “tres patas”. Moreno y musculoso con unos labios carnosos y lengua larga, tenía ojos claros como la miel y tatuajes en los brazos. Usaba una camisa sin mangas de color blanco, limpia pero no así sus jeans que tenían manchas de grasa por todos lados. Angel lucía como una muñeca de porcelana en contraste y se dejaba meter la lengua hasta la garganta mientras el moreno le magreaba una teta sobre la camisa polo.

—¿Te gusta lo que ves? —preguntó el que la tenía a ella con las piernas abiertas. Daniela se sonrojó sintiendo el aliento agrio del señor que rondaba quizá sus cuarenta y ocho, de barba algo prominente y bigotes y cabello negro y espeso, grasoso por la falta de aseo.

Se llamaba Marino, era el dueño del taller donde José trabajaba, estaba usando una camisa cuadriculada roja y unos jeans rotos esa tarde, bajo su ropa Daniela podía sentir su verga poniéndose dura y el sudor en su pecho velludo. Era feo, tenía la nariz grande y torcida y los ojos negros.

—¡Cerveza para las putas! —gritó Marino, poniendo una de sus manos grandes y callosas en la cintura de Daniela, deslizándola hasta su espalda y atrayéndola hacia él haciendo que sus tetas se aprisionaran contra su pecho, mientras la otra mano la llevaba hacia sus piernas, acariciándoselas y apretándole sus carnes tiernas y duras—. ¿Tomas, zorrita?

—N-no —dijo Daniela, apoyándola las manos en su pecho para intentar mantenerse erguida pero al alejarse sólo consiguió que Marino se fijara en sus tetas.

—Mmm… Que ricas tetas, las voy a probar, y tú vas a probar la cerveza, ¿te parece?

—S-Sí —respondió ella, tartamudeando mientras Marino le metía una mano bajo la polo y le magreaba una teta, retorciéndole el pezón y con la otra ya debajo de su falda le agarraba el culo y la atraía más a su bragueta para que ejerciera fricción con su erección. Daniela comenzó a sentir su clítoris más sensible al roce de las ropas y a humedecerse a pesar del desagradable aspecto de su anfitrión y del olor que desprendía.

Las cervezas llegaron frías y humeantes con una capa blanca alrededor del cristal cuando tomó la cerveza que una de las putas le ofreció pudo ver a Angel ya de rodillas entre las piernas del negro, bajo la mesa, tragándose una monstruosa verga negra mientras José simplemente se tomaba su cerveza pero la chica se esmeraba escupiéndole en la verga y pajeándole al mismo tiempo. Al otro lado, alguien más aprovechaba y le metía dos dedos en el coño a la rubia, era Pato, el albañil.

Pato era el más joven de todos, también era el más serio y de gesto amargado, siempre de malas y sólo se le vio sonreír cuando se llevó los dos dedos que le metía a Angel en el coño hasta la boca, probando el sabor de la chica. Era delgado y largo como una espiga, más aseado que los demás pero con una barba de chivo larga y de tres o cuatro pelos, clara como sus ojos amarillos.

Al lado de Pato estaba Saturnino, viendo fijamente a Daniela ser manoseada por Marino. Ella se sonrojó al sentir la mirada del anciano pero Marino llevándole la cerveza a la boca la distrajo.

—Bebe que para eso pagué la puta cerveza. —Marino gruñó y ella bebió un trago pequeño. El sabor no le pareció tan desagradable, el padre Felipe ya le daba a probar el vino antes de sus confesiones, en cambio le aclaró la garganta y refrescó del inmenso calor que comenzaba a sentir—. Bebe más.

Marino la hizo empinar la botella y ella se dejó hasta que solita se tragó casi la mitad, sujetándola con ambas manos contra sus tetas vio como él sonreía y le agarraba a manos llenas el culo, luego le levantó la falda para que todos los demás la vieran.

—¡Miren qué culo tan rico me voy a comer! —grito con orgullo, recibiendo aprobación y un par de manos más magreando el culo de Daniela, Marino la hizo empinarse sobre su hombro para abrirle los cachetes y ella, al sentir tan rico tacto en sus nalgas se dejó abrazándose a los hombros del jefe de mecánicos a pesar de que olía a tabaco, alcohol y sudor. Marino la volvió a sentar y la apretó contra su ya dura verga—. ¿Sientes mi verga, zorrita? ¿Te gusta? Sí, seguro que te gusta, todas ustedes son unas putas calientes.

—Calientes y putas, y zorras para ser usadas, ¿verdad, mi rusita? —intervinieron a su derecha, donde un hombre fuerte y de brazos anchos tenía a Katan besándole el cuello y haciéndole una paja con la verga fuera del pantalón—. Vámonos a los cuartos, puta, te quiero coger el culo hasta llenártelo de leche.

Katan se dejó llevar hasta escaleras arriba, mientras Guzman llevaba la verga de fuera. Era un hombre de cincuenta y dos años, maestro de obras y jefe del Pato, no tenía cabello en la calva pero sí una barba castaña bien espesa y recortada, bastante apuesto a decir verdad, fuerte y ancho de torso por su trabajo, algo completamente contrario a su subordinado.

Sabrina ya tenía los dedos de su hombre en el coño, ya le habían quitado las bragas también y alguien más en el bar las tenía y se hacía una paja con ellas, de hecho al menos la mitad de los clientes se hacían una paja viendo el espectáculo que ofrecían las chicas. La pelinegra estaba disfrutando de lo más de piernas abiertas, con uno de sus zapatos de tacón sobre la mesa, dándole una vista de su coño a todos y retorciéndose como una poseída mientras su hombre le metía los dedos con intensidad hasta que Sabrina gritó y arqueó la espalda y chorros de líquido salieron despedidos al suelo y sobre sus faldas, mojándola a ella y a su acompañante.

El afortunado que hizo que la chica hiciera squirt era Valencio, un viejo de casi sesenta años pero que lucía rejuvenecido en comparación con Saturnino, tenía los pómulos filosos y la mandíbula cuadrada, la piel lisa y morena también, el cabello bastante claro y los ojos verdes, pese a todo se le notaba fibroso debajo de la camiseta negra y los jeans sucios que llevaba. Era un tramitador que pasaba sus horas de ocio en el bar, esperando poder disfrutar de alguna de las adolescentes calientes que frecuentaban cuando les daba la gana, no había cosa que le gustara más a Valencio que sus colegialas. Se llevó a Sabrina escaleras arriba también.

Daniela se quedó buscando a la última con la mirada, pero María estaba lejos en la otra esquina del local inclinada sobre una mesa de billar a punto de golpear la bola ocho mientras otro par de bolas se le arrimaban sobre la espalda. Con la excusa de enseñarle a jugar unos hombres mucho más jóvenes que sus acompañantes le arrimaban la verga en el culo, le rozaban la cintura y las tetas, y María los dejaba tocarla como quisieran, hasta que se cansó del juego y se inclinó sobre la mesa, abriendo las piernas y sacándose las bragas. El primer chico se arrodilló y comenzó a comerle el coño allí frente a todos y rápidamente se formó una fila detrás para participar. La mitad que no hacía una paja con ellas, estaba con María.

—¿Celos de tu amiguita, Danielita?

—Rabanito, dile Rabanito —intervino Angel desde debajo de la mesa, esforzándose en mamar la polla del negro y hacerlo venir, pero al parecer tendría que pagar ella el precio.

—Bueno, Rabanito, te queda el nombre con ese cabello tan bonito. A ver, putita, para que sientas mi verga, eh —le dijo levantándola un segundo, mismo que Daniela aprovechó para terminarse la fría cerveza, hacía mucho calor y comenzaba a sudar. Comenzó a sentir cómo sus sentidos se alteraban, un poquito mareada quizá, pero nada que no sintiera antes, era solo una cerveza. Cuando se volvió a sentar lo hizo sobre algo caliente y duro, Marino le llevó las manos de nuevo al culo y la frotó contra su verga—. Mira que rico, cómo me pones, puta. ¿Te gusta mi verga? —preguntó, haciendo que meneara sus caderas contra él y se rozara, pero la braga era molesta así que él la apartó, esta vez sintiendo sus jugos y su coño caliente restregándose con su verga.

La respiración de Daniela y sus latidos se alteraron al recordar al Felipe, cerró sus ojos y se dejó llevar, no se dio cuenta cuando le quitaron la botella de las manos pero sí cuando Marino le arrancó las bragas de un tirón, rompiéndolas y comenzó a frotarla con más ahínco.

—Te voy a coger así, mira, perra —gruño en su oído, cogiéndola del culo con fuerza haciéndola sentarse en su verga y frotarse con más violencia, su clítoris palpitaba con cada golpe y sus pezones se erizaron como piedras—. Mira esas tetas, que ricas, quiero comértelas y mordértelas, puta.

Mariño le llevó ambas manos debajo de la camisa y le apretó ambas tetas así. Cuando Daniela abrió sus ojos alrededor había una multitud viendo y una decena de vergas de todos los colores y tipos frente a ella, pero la que más sobresalió fue la de Saturnino. El viejo se pajeaba con parsimonia y calma, mirándola con sus acuosos ojos grises, una verga gorda y larga de veinticinco centímetros entre sus manos, firme como un asta y brillante por el líquido preseminal que despedía de la punta roja e hinchada. Al ver su verga Daniela se mordisqueó el labio inferior.

—Te quiero coger, puta, vamos arriba —dijo Marino, bajándola de su regazo y trayéndola consigo escaleras arriba.

***

Aquí va la segunda parte de ésta serie de tres partes. Como siempre, espero leer sus comentarios o pueden escribirme a mi correo, disponible en mi perfil.

Un beso donde quieran,

Emma.

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