Pablo era un hombre de piel morena, cejas normales, ojos cafés, orejas diminutas, cabello rizado de color castaño que le tapaba la nuca y los laterales del rostro, cachetes un poco hundidos, labios gruesos y oscuros, marcado arco de Cupido, mentón lampiño y triangular con un hueco apenas visible, protuberante nuez de Adán, cuello angosto, hombros altos, pectorales desarrollados, abdomen marcado, cadera delgada, extremidades extensas y fuertes. Tenía muy poco vello corporal. Tenía veintiocho años de edad y medía un metro ochenta y dos. Tenía una voz gruesa, tirando a aguardentosa.
Desde el primer año de la escuela primaria, Pablo se había limitado a socializar con pocos niños de su edad. Era un chiquillo retraído, introvertido y miedoso. Los maestros creían que tenía un trastorno de aprendizaje porque le costaba mucho aprender contenidos básicos, que a los otros niños no les costaba tanto. Lo consideraban un alumno incompetente y de baja autoestima. Una de las razones por las que nunca quiso darse a conocer fue por temor a que descubrieran que le gustaba jugar con las muñecas de su hermana.
En aquellos tiempos, a los niños se los criaba con la costumbre de usar ropa azul, afición por los deportes violentos, interés por los autos y rechazo por el comportamiento mujeril. Estaba terminantemente prohibido que un niño vistiera ropa de niña, o que llevara mudas de color rosa; la cultura sexista acarreaba ideologías segregacionistas que de nada servían más que para separar los gustos de los sexos.
Pablo (apodado “el miedica” por sus compañeros de curso) pasó su infancia relegado, distanciado de los demás niños, en especial de los repipis. Mientras los demás se divertían practicando deportes como el fútbol o el baloncesto, él se divertía peinando muñecas y dibujando ponis. Los demás niños aspiraban a convertirse en verdaderos machos (nótese la ironía implícita); él soñaba con participar en concursos de belleza como lo hacían las mujeres. No tenía ningún problema con su sexo, lo que le molestaba era el rechazo por no ser como los niños normales.
Los padres de Pablo, el señor Octavio y la señora Marta, poca atención (si es que algo) les daban a los dos hijos que tenían. Malena no tenía ningún problema siendo niña, era ampliamente aceptada por las demás niñas de su edad al ser una más del grupo. Pablo la envidiaba porque ella podía vestirse como quería y él no. Usaba pantalones sólo porque sus padres le obligaban, no porque quería.
La presión social y el contexto sexista, hicieron que Pablo se autoconvenciera de que era un inadaptado social, un enfermo mental, un maldito desviado, por el simple hecho de querer parecerse más a una mujer que a un hombre. Se vio obligado a convertirse en alguien que nunca había querido ser, un jovencito con una marcada crisis existencial. Rechazarse a sí mismo sólo hacía que se sintiera peor. A nadie le importaba lo que pasaba por su mente.
Fue en la escuela secundaria, una institución muy distinta de la olla de grillos en la que había estado nueve años (contando los dos años del nivel inicial), donde conoció a alguien que sentía lo mismo que él. Por casualidad, se sentó junto a la persona que más adelante le cambiaría la vida para siempre, la persona que pasaría a ser su mejor amigo de toda la vida. Se trataba de un tal Andrés Sánchez, un jovencito insociable y con pocas ganas de vivir.
Andrés era albino, de ojos celestes, orejas pequeñas, cabello lacio de color amarillo pálido que le llegaba hasta la nuca, cachetes rechonchos y rosados, nariz achatada, labios blancuzcos, mentón redondeado, cuello grueso, hombros anchos, abdomen grasiento, extremidades fofas, manos con uñas invisibles y pies hinchados. Sufría de miopía y obesidad. Era lampiño y tenía la piel elástica como un chicle. Le habían puesto “bola de nieve” como sobrenombre, algo ofensivo y descortés.
Pablo descubrió que Andrés, además de sufrir acoso escolar y maltrato psicológico de parte de los docentes, también sentía que estaba en el cuerpo equivocado. Odiaba ser el gordinflón de la clase, el mantecoso, el cegato, el lechoso, el andrógino. Casi nadie lo llamaba por su nombre, se dirigían a él con adjetivos calificativos de muy mal gusto. Lo que más le molestaba, aparte de ser el hazmerreír del grupo, era no poder amistarse con ninguna de las chicas. Ellas lo veían como una persona desagradable y apática.
Pablo fue el único que nunca lo menospreció por su condición física ni por su problema ocular, el único que nunca le puso apodos, ni buscó ofenderlo, ni quiso pegarle, ni lo trató como lelo. Fue la única persona que le dio una mano y le ayudó a levantarse y luchar por lo que quería lograr. Gracias a ese comportamiento, forjó los lazos de amistad que luego los mantendría unidos en el futuro.
Durante la adolescencia, esa complicada etapa de cambios hormonales y hábitos nocturnos, Andrés se puso como meta bajar de peso, quería ser delgado y apuesto como su mejor amigo. Tuvo que pasar mucho tiempo haciendo ejercicio, comiendo sano y bebiendo agua para poder eliminar toda esa molestosa grasa que tenía de sobra. En tres años, pasó de tener cien kilos a tener setenta. Obtuvo un cambio notable, se sintió muy satisfecho con el mismo.
Como Pablo era el único amigo de confianza que tenía Andrés, lo empezó a ver como algo más que una amistad cercana. Le pareció extraño admitirlo al principio, pero luego se dio cuenta de que la atracción que había no era algo insustancial. Aquel jovenzuelo maravilloso le había cambiado la vida para siempre al aceptarlo como compañero de juego. Las experiencias cercanas durante la preadolescencia fueron forjando un deseo irreprimible por ganárselo y llevarlo a la cama.
No fue sino hasta el día de graduación que Andrés se le insinuó en el baño de la escuela, diciéndole que quería experimentar con él los placeres que todo púber anhelaba probar. Le contó que sentía por él algo más que aprecio, algo más que admiración; lo que sentía era amor en estado puro. Se le declaró en el peor momento ya que Pablo había conocido una chica recientemente y quería iniciar un noviazgo con ella. Sin deseos de hacer que se sintiera mal, rechazó la petición y le pidió que nunca más volviera a pedirle eso.
Pablo ya había tenido suficiente con que lo llamaran marica dentro y fuera de la escuela, día y noche. Quería demostrarles a los demás que era heterosexual y que de marica no tenía nada. Después de la pubertad, adoptó un comportamiento agresivo típico del adolescente posmoderno. Decir groserías y amenazar a otros era la regla a cumplir a rajatabla a fin de envalentonarse, y así ser socialmente aceptado.
Para Andrés, aquel rechazo de fin de año había sido una de las peores experiencias de su vida, una de las más dolorosas y también una de las más negativas. Aun después de haber bajado de peso y ponerse en forma, no logró ganarse el cariño de Pablo. Supuso que no le quedaba otra alternativa más que darse por vencido. El problema era que el amor que sentía por él no desistía en ningún momento. Incluso con el correr de los meses venideros, la sensación se mantenía firme. Había que intentar otra cosa.
Pablo siguió adelante con su vida como cualquier estudiante universitario, pasó por la facultad de ciencias sociales, se licenció en lengua y literatura, y al poco tiempo, se doctoró en literatura. Con sólo veintiocho años, tenía dos títulos de grado que le servían para conseguir un buen trabajo, ya fuera como docente universitario, corrector literario o investigador independiente. Sin embargo, su vida amorosa se había visto opacada y se quedó sin el pan y sin la torta. La soledad se aferró a él como un parásito que no podía eliminar por más que quisiera.
Durante un simposio en el aula magna de una prestigiosa universidad, Pablo se cruzó con profesionales y expertos que admiraba. Quería ser reconocido como ellos, mas no tenía el nivel suficiente para eso. Pese a tener un doctorado, los ensayos académicos que escribía no destacaban en el contexto editorial. Sentía que a nadie le importaba lo que escribía y lo que investigaba, como si todo el mundo fuese ajeno a él. Invertía un montón de tiempo escribiendo para que luego nadie leyera sus libros.
Al salir de la universidad y cruzar la calle, se dirigió a uno de los bancos metálicos ubicado en la plaza de enfrente. Bajo una noche de luna llena, se preguntó a sí mismo cómo haría para triunfar como académico, o si es que aún podía intentarlo. Los árboles y arbustos que adornaban los laterales del sendero iluminado, se movían con el suave viento otoñal. Él llevaba ropa formal y un saco gris por las dudas. La temperatura solía descender mucho por las noches. Faltaban muy pocos días para el inicio del invierno.
Antes de que se fuera, una figura de un metro setenta y ocho se aproximó desde el costado y se sentó a pocos centímetros de él. Era una mujer muy guapa, con cabello extenso, rostro pálido, labios pintados, pestañas postizas, pómulos maquillados, pechos grandes, glúteos firmes y piernas esbeltas. Llevaba una pollera corta de color rojo, un par de tacones negros, una camisa a cuadros y aretes dorados en las orejas. Por la forma en la que estaba maquillada, parecía una furcia de la zona. No pudo evitar mirarla con atención. Ella se dio cuenta.
—¿Te pasa algo? —le preguntó y lo miró a los ojos como si buscara algo en ellos.
—Eh, no, perdón —respondió avergonzado—. Sólo estaba distraído.
—¿Te conozco de alguna parte?
—No lo creo.
—Tu cara me resulta familiar.
—¿No me estarás confundiendo con alguien más?
—Soy muy buena reconociendo rostros —le dijo y chequeó el celular para ver la hora—. Estoy segura de que te vi en alguna parte.
—Es probable.
—¿Eres abogado?
—No. Yo soy una persona honesta.
—Quizás era otro sujeto el que me encontré en el bar —murmuró con la vista en el suelo—. Como sea, me resultas muy familiar. Creo que deberíamos vernos en algún momento. A lo mejor descubro algo interesante —dijo y le entregó una tarjetita blanca con un seudónimo y un número de teléfono. Él la tomó y se la quedó mirando como si no supiese qué decir.
—Agradezco tu amabilidad, pero… yo no le entro a eso.
—¿A qué cosa no le entras?
—Me gustan las mujeres serias, con un objetivo por delante. Las mujeres como tú no tienen futuro.
—¿De qué estás hablando? No entiendo a qué te refieres con eso de que no tenemos futuro.
—Mira, no quiero ofenderte —intentó sonar lo más cortés que podía—. Es que no me caen bien las mujerzuelas que venden su cuerpo por dinero. Admiro el esfuerzo que haces por verte bonita y coquetear con desconocidos, pero yo no soy el más indicado para esto. La prostitución me parece un trabajo mediocre.
—¿Prostitución? —Se lo quedó mirando boquiabierta, incapaz de reaccionar—. ¿Te parezco una prostituta?
—¿No lo eres?
—Claro que no, galán. Soy mucama y bailarina nocturna —le contó y se lo tomó con humor—. Trabajo en el hotel Cambodia, actúo en el bar los fines de semana. Me pagan por limpiar las habitaciones y bailar frente a los clientes.
—¡Ay, Dios! Qué tonto fui al pensar eso —se tapó la boca por lo que había dicho antes. Se le caía la cara de vergüenza—. Te ruego que me disculpes. No era mi intención hacerte sentir mal.
—No me molesta. A cualquiera le puede pasar.
—Merezco que me des una bofetada por lo que te dije.
—Si quieres quedar bien conmigo, ven a visitarme el próximo sábado por la noche. No es necesario que te hospedes en el hotel para ingresar al bar. Diles a los empleados que vas de mi parte. No te fastidiarán.
—¿Por qué quieres que vaya a verte? A mí no me agrada mucho esa clase de espectáculos.
—Necesito hablar con alguien. A nadie le interesa escucharme. He estado tan aislada que apenas me siento humana.
Al pensarlo, Pablo notó que la franqueza con la que hablaba la mujer era legítima. Ella no parecía estar satisfecha con la vida que llevaba y quería que alguien le prestara atención. No era su culpa que los demás no mostraran interés por sus sentimientos. Él sabía muy bien cómo se sentía ser ignorado por el resto.
—Está bien. Iré.
—Llámame el viernes para que te reserve un lugar. Te aseguro que la pasarás muy bien —le dijo y se puso de pie.
—Espera. Antes de que te vayas, ¿me puedes decir tu nombre?
—Me llamo Andrea, pero todos me conocen como Sanchi —respondió y señaló la tarjetita que le había entregado antes. Sanchi era su nombre artístico, proveniente de su apellido.
—Bien, Andrea. Gracias por invitarme. Yo me llamo Pablo y soy de Montevideo… por si te interesa saber.
—Estaré ansiosa por verte el sábado. Cuídate mucho —se despidió de él y se fue caminando.
Como Pablo no tenía muchos amigos, pensó que ir a ver a esa mujer no era mala idea después de todo. El bello cuerpo que tenía le parecía estupendo, lo hipnotizaba. Andrea era una mujer guapa con la que todos los hombres soñaban acostarse, o al menos los más pajeros. Las bailarinas nocturnas tenían la fama de ser mujeres lascivas, a las que les gustaba mostrarse semidesnudas y llevar a cabo danzas seductoras, con el único objetivo de excitar a los hombres que iban a verlas.
Aquel encuentro esporádico fue un tanto extraño. Por la manera en la que ella se había puesto a hablar con él, parecía que ya lo conocía. Era sospechoso el hecho de que no le preguntara su nombre en ningún momento. Él se sentía como un tonto por haberla confundido con una prostituta, aunque sospechaba que ella buscaba sexo y no alguien para compartir palabras. Por otra parte, la posibilidad de que una mujer hermosa cayese del cielo para flirtear con él era ínfima. Había gato encerrado y él lo presentía.
Considerando las paupérrimas relaciones amorosas que Pablo había tenido de joven, cualquier compañía femenina serviría para levantarle el ánimo. Su mayor anhelo era conocer una mujer de la que pudiera enamorarse y tener sexo con mucha frecuencia. Andrea era una buena candidata para eso, a pesar de que no era la mujer ideal para un profesional como él. Según sus colegas, tener una pareja con un buen salario y un título de grado era necesario para generar una mejor impresión.
La semana pasó volando y llegó el día tan esperado. A causa del frígido clima, Pablo tuvo que ponerse el ropero encima antes de salir. La álgida temperatura no superaba los tres grados centígrados, las corrientes de aire frío eran molestas y la falta de luz era común. Al sol se lo veía unas pocas horas al día y después todo quedaba oscuro. La ciudad se había visto envuelta en un manto blanco que se iba condensando con el correr de los días.
El pequeño departamento en el que vivía estaba en el tercer piso, tenía siete metros de ancho y seis de largo, paredes húmedas, puertas despintadas, ventanas empañadas, grifería oxidada, muebles carcomidos, bisagras ruidosas, cerámicos blancos y un techo bajo. Estaba acostumbrado a vivir en una covacha con un bañito, una habitación, un cuarto de lavado, una cocina-comedor, una sala de estar y un balconcito donde ponía las macetas. No era un sitio digno para alguien como él, pero era lo más barato que había en la zona céntrica.
Mientras bajaba las escaleras con la pesada campera de cuero que tenía puesta, se acordó de que se había olvidado de algo y regresó al departamento. Tomó la tarjetita que había usado para llamar a Andrea la noche anterior. Lo malo fue que le respondió otra persona, la supuesta representante que atendía las llamadas cuando ella no se encontraba disponible. Le pidió que le reservara una mesa en el bar y le comentó que Andrea le había invitado.
Tenía ciertas dudas al respecto. Como no conocía el mundo de las bailarinas nocturnas, no sabía qué esperar de una de ellas. Llegó a pensar que estaría solo durante el show. Quería hacerle unas cuantas preguntas antes de avanzar al siguiente nivel. El miércoles había tenido una fantasía con ella y eso lo convenció de que tenía que aprovechar la oportunidad para hacerle el amor. Como todo solterón, andaba al acecho, en busca de una presa para devorar.
Viajó en taxi hasta el hotel Cambodia, en donde trabajaba Andrea como mucama y también como bailarina. Ella cobraba una buena suma de dinero al cumplir con dos trabajos, el de limpieza y el de entretenimiento. Debido a las estrictas normas vigentes, no estaba permitido consumir drogas ilegales ni llevar menores de edad al bar. Las funciones nocturnas arrancaban a eso de las nueve y seguían hasta medianoche, en las que varios artistas interpretaban papeles diferentes. Sin duda alguna, lo que más disfrutaba el público era el show de baile con música de fondo.
Tras bajar del vehículo, Pablo quedó anonadado al ver de cerca el lujoso hotel. Era un edificio gigantesco de diez pisos, ventanas oscuras, puertas relucientes, pisos ásperos de color café, paredes doradas con adornos, candelabros y lámparas de variados colores, muebles recién barnizados, floreros en cada esquina, sillones y cojines, cortinas naranjas y un fuerte aroma a desodorante de ambiente. Poseía cincuenta habitaciones en total, todas del mismo tamaño, y un ascensor, que iba desde el sótano hasta el último piso.
Los empleados (mozos, conserjes, asistentes, mucamas, maleteros, botones, encargados de limpieza, sonidistas, taberneros, estilistas, recepcionistas, guardias de seguridad y masajistas) llevaban el uniforme correspondiente con una etiqueta que describía el puesto de trabajo en el que estaban. Todos ellos eran personas amables y bien preparadas para ofrecer un servicio excelente en todo momento. Un hotel cinco estrellas era exigente con sus empleados y con los servicios que ofrecía, de modo que no había lugar para inexpertos.
Pablo había llegado unos minutos antes para conocer el interior del bar y ver qué tan agradable era el ambiente. Les dijo a los recepcionistas que venía como invitado de Andrea, de forma que buscaron su nombre en la agenda. Una vez que lo hallaron, lo pusieron en la lista de invitados VIP. Tenía la oportunidad de pasar la noche en una habitación del hotel sin pagar ni un centavo, todo iría a cuenta de la mujer que lo había invitado.
A las nueve en punto, se dirigió al bar que estaba en el fondo y se acomodó en la mesa número diecisiete, una que estaba a pocos metros del escenario en el que actuaban los artistas. Todas las demás mesas estaban ocupadas, hombres de mediana edad esperaban con ansias las presentaciones nocturnas. Los mozos aprovechaban la circunstancia para ofrecerles bebidas alcohólicas y platillos ligeros. Parecía más un burdel que un bar por lo oscuro que era.
Él se limitó a beber tragos ligeros (sin alcohol) y a comer maní salado y sánguches durante las presentaciones artísticas. Las personas que aparecían en el escenario eran muy variadas: mulatas entusiastas, mimos creativos, bailarinas profesionales, talentosos cantantes, destacados músicos, acróbatas orientales, payasos que hacían el ridículo, estrambóticos ventrílocuos, poetas de renombre y comediantes jocosos. Lo que más le agradó fue la función de los saltimbanquis de oriundez china y los recitados de los liróforos extranjeros.
La última función era la más esperada, en la que aparecía la última tanda de bailarinas con disfraces excéntricos. Realizaban coreografías singulares todas las semanas, desde música clásica hasta canciones de rock. Esa noche, tenían pensado bailar una canción lenta de rock latino de principios del 2000. Aquella canción le gustaba mucho a Pablo, era una de sus favoritas de cuando era adolescente. La letra era pegajosa y el ritmo era agradable.
Siempre le gustó escuchar temas de Ricardo Arjona, Chayanne, Marco Antonio Solís, Cristian Castro, Alejandro Sanz, Luis Miguel, José Luis Perales, Ricky Martin, Shakira, Maná y Reik. Amaba la música latinoamericana, en especial la de Centroamérica, la que tenía los mejores pasos de baile y las mejores melodías. A su mejor amigo también le gustaba ese género, sólo que nunca se lo dijo. Esa noche, con esa canción de fondo, reviviría momentos del pasado que le habían quedado marcados.
Ocho bellas mujeres vestidas con plumas blancas y variopintos trajes holgados, formaron un círculo y esperaron el momento preciso para darle la bienvenida a la estrella de la función. Cuando la canción inició, las mujeres se movieron al ritmo de la rumba y Andrea apareció en el centro del escenario. Llevaba un vestido violeta ajustado al cuerpo, y zapatos de baile para mantener el equilibrio. Sus brazos y sus piernas estaban al descubierto, lo demás estaba tapado.
Bailó la canción de cinco minutos como una verdadera profesional. Siguió prolijamente los pasos de baile junto con las acompañantes, con diligentes movimientos de piernas y provocador meneo de cadera. Al público le fascinaba verla en vivo y en directo, le tomaban fotografías con los teléfonos desde sus asientos. Aplaudían su talento y se dejaban contagiar por el armonioso tono pegadizo de aquella canción cubana.
Al finalizar el show, el público ovacionaba a los artistas, les lanzaban silbidos y gritaban: ¡Bravo! Disfrutaban las funciones nocturnas como si estuvieran en un concierto. Tras finalizar las presentaciones, arrancaba la segunda parte de la fiesta. Un DJ se presentaba y ponía música electrónica para que todos bailaran. El descontrol y la diversión proseguían hasta la madrugada. Lo mejor era que los demás huéspedes no escuchaban la bataola desde sus habitaciones.
Pablo salió del bar y se dirigió a la sala principal, se sentó sobre un cómodo sillón verde y estiró las piernas. Estaba contento con lo que había visto esa noche, la había pasado muy bien. El interior del hotel era cálido con todas las estufas que tenía, los huéspedes apenas notaban que estaban en la época más fría del año. Cambodia era, sin lugar a dudas, un paraíso artificial.
A los pocos minutos, apareció Andrea con ropa de mucama y lo atendió. Se puso muy contenta de verlo de vuelta. Estaba ansiosa por llevarlo a la habitación y decirle lo mucho que lo había extrañado durante los últimos diez años. Sentía que todavía estaba a tiempo para concretar aquel deseo inoportuno que había tenido el día de graduación. Lo mejor de todo era que Pablo ni cuenta se había dado de quién era ella.
—¿Qué te pareció la función de hoy? —le preguntó y se sentó a su lado.
—Estuvo entretenida. Te luciste en el escenario.
—Es que me encanta bailar.
—Ya me di cuenta.
—Oye —le tocó el brazo con los dedos, de forma amistosa—, ¿por qué no vienes conmigo así te muestro una de las habitaciones del hotel? Tal vez algún día quieras venir a hospedarte.
—Este hotel es muy lujoso para mi bolsillo. Tendría que ganar muy bien para venir a hospedarme aquí.
—¿No ganas bien?
—Todavía no consigo un trabajo decente. Estuve dando clases particulares en institutos privados. Apenas me alcanza para pagar el alquiler.
—Estoy segura de que ya encontrarás algo mejor —dijo y se puso de pie—. Vamos, que ya terminé mi turno.
Pablo la siguió, pensando que se la llevaría a la cama y la haría gozar. Caminó tras ella por la amplia escalera, subieron muchos escalones, atravesaron un pasillo bien iluminado hasta meterse en la habitación correspondiente. Llegaron al octavo piso y se dirigieron a la última puerta del fondo. Allí era donde Andrea había conocido a su actual pareja. Para ella ese era el mejor lugar del mundo y lo tenía reservado para encuentros especiales.
El interior de la habitación era bastante cómodo. La temperatura era cálida, los muebles estaban intactos, la enorme cama estaba tendida y lucía estupenda. El baño era precioso y tenía una bañera ideal para sumergirse en pareja. Había un hercúleo armario en el que podían poner un montón de maletas y bolsos. Las mesillas de noche tenían veladores y tres cajoncitos para guardar adminículos y pertenencias. Tenían televisión con cable e internet inalámbrico para conectarse desde dispositivos electrónicos.
Pablo acomodó las posaderas en el borde de la cama, se tumbó a la bartola y movió los brazos y las piernas como si estuviera sobre un cúmulo de nieve. El colchón era increíblemente resistente y olía a nuevo. Tenía unas ganas terribles de quedarse a dormir ahí. Esa habitación era más grande que el departamento en el que vivía. Semejante lujo costaba un ojo de la cara y por eso le era imposible acceder a él.
Andrea se fue al baño, se lavó las manos, se peinó y se echó un poco de perfume encima. Se quitó el uniforme de mucama y se quedó en ropa interior. Tenía un sostén y bragas de color negro con elásticos ultra resistentes. Le había agarrado calor después de haber subido las escaleras. Se quitó el calzado y los calcetines; le dolían los pies luego del baile. Al mirarse en el espejo, le maravillaba ver el cambio en su cuerpo. Lucía como una vedete.
Retornó al cuarto y tomó a Pablo por sorpresa. Él se pegó un susto al verla en paños menores, pensó que quería hacerlo ahí mismo. Fue inexcusable sentirse nervioso. Esa era la primera vez que una mujer guapa lo invitaba a un hotel de lujo. Se quedó mirándola con estupefacción.
—Disculpa mi indecencia. Es que tengo mucho calor —le dijo y se paró frente al modular que tenía un espejo en la parte de arriba, atornillado a la pared.
—Parece que hubieras estado en la playa. Tu espalda está enrojecida.
—Es porque soy albina.
—Pensé que era maquillaje lo que tenías puesto.
—Ya nací así. Tengo que ir con la dermatóloga a cada rato. En verano con el calor se me quema la piel y quedo roja como un tomate.
—Ah, no sabía. Igualmente, luces linda así.
—¿A ti no te quema el sol cuando vas a la playa?
—Nunca voy a la playa. Detesto tomar sol.
—El invierno es mi estación favorita. Me gusta sentarme y tomar un sabroso café con leche por las mañanas. El frío me fascina.
—A mí también.
Andrea se volteó, se dirigió a la cama y se sentó al lado de él. Sus intenciones eran claras, pero Pablo no quería ser brusco. Lo mejor que podía hacer era seguirle el ritmo e ir despacito hasta conquistarla, como en un baile de salsa. Se quitó la pesada campera de cuero y el oscuro suéter de lana que tenía encima de la camiseta gris. Se desabrochó los cordones y se quitó los zapatos. Estaba entusiasmado por lo que vendría a continuación.
Andrea lo miraba de una manera provocativa y seductora. Esa mirada sicalíptica poseía una beldad incomprensible, fuera de lo común. Aquellos bellos ojos celestes recorrían el cuerpo de Pablo de una punta a la otra, estudiando cada célula de él. No dejaban de resplandecer con la luz de la lámpara del techo. El silencio que hubo en ese momento fue estrepitoso.
—Oye, Andrea. Antes de que… tú sabes —le costaba pronunciar las palabras por temor a meter la pata de nuevo—, hagamos eso. Quisiera que me contaras un poco sobre ti.
—¿Antes de que hagamos qué cosa?
—Yo sé que me trajiste para tener sexo. Esa mirada tuya la conozco muy bien. Si no recuerdo mal, esa misma mirada la tenía mi novia cuando estaba excitada. Reconozco los deseos de las mujeres por sus miradas.
—¿Piensas que te traje para tener sexo?
—¿Por qué otra razón una mujer hermosa como tú me invitaría a este lujoso hotel si no es para pasarla bien un rato?
—Tienes una imagen distorsionada de las mujeres, Pablo —le dijo y se rio—. Yo no me dedico a eso.
—Pues aunque ese no sea tu deseo, yo lo quiero experimentar.
—¿Estás acosándome?
—No voy a dejar que te escapes. No esta noche. Serás mía sea como sea. Tendrás que luchar si quieres librarte de mí.
—Pablo, suenas como un abusador. ¿Qué te ha pasado? Antes no eras así.
—Pero si tú ni siquiera me conoces.
—En realidad sí te conozco. Te conozco desde hace mucho. Tú eres uno de mis recuerdos más valiosos.
—No me digas que tú eres la chica con la que me acosté esa noche que me embriagué en el bar de Ricachón.
—Tú y yo nunca tuvimos sexo —negó con la cabeza.
—¿Entonces?
—Te lo puedo contar, pero antes quisiera que me respondas algo.
—¿Qué quieres que te responda?
—¿Qué opinas de la gente transexual?
—No es algo que me concierne. Cada persona es libre de hacer lo que quiera con su cuerpo y con su sexualidad. Mientras no le hagan daño a nadie, qué hagan de su vida lo que se les plazca.
—¿Entonces no odias a la gente transexual?
—Para nada. Son personas, y como tales, merecen ser respetadas.
—Me alegro que pienses eso —le respondió y se mordió los labios.
—¿Algo más que quieras saber de mí?
—¿Tienes pareja?
—Ya no. Tuve tres novias, ninguna me duró más de dos años. Soy un desastre con las relaciones serias. Dicen que soy muy inmaduro.
—¿Te gustaría tener pareja de por vida?
—No lo sé. Nunca me puse a pensar en ello.
—¿Te gustan las aventuras esporádicas?
—Claro que me gustan. ¿Por qué crees que vine al hotel? Es porque sabía que haría el amor contigo —le contestó y se acercó a ella para olerla—. Por cierto, aún no me has contado nada sobre ti.
—Si quieres que lo haga, tendrás que esperar.
—¿Esperar? No me gusta esperar.
—Haz que me gane tu confianza.
—Cuando estoy excitado, lo único en lo que pienso es en ponerla en algún lado.
—Eres un muchacho atrevido —le susurró al oído y le rozó la nariz contra su mejilla.
—¿Quieres que te muestre lo atrevido que puedo ser?
—No me parece mala idea. Adelante.
Pablo se cansó de tanto palabrerío superfluo. La tomó con ambos brazos y la besó como si fuera su novia. Le acarició los hombros, le tocó el cabello y le manoseó la espalda. Descargó toda la lujuria contenida con besos apasionados. El intercambio de sensaciones fue tan intenso que sirvió para empalmarlo. Palpó sus senos y le susurró al oído. Le dijo que estaba demasiado caliente para detenerse, a lo que ella respondió con una risita picarona.
La acostó en la cama, exploró cada músculo de su cuerpo, la manoseó de adelante hacia atrás, de arriba abajo, de izquierda a derecha, sin deseos de parar. Le dio besitos en el rostro, el cuello, el pecho y el vientre. Le humedecía el cuerpo con cada lamida que le daba. La estaba excitando a propósito para que luego le diera lo que él quería: una buena chupada.
Con las inquietas manos, exploró el pubis, los muslos, las rodillas y las pantorrillas. Le gustaba lamer piernas de mujeres, en especial la zona baja. Le lamió los pies, chupó cada uno de los dedos, la suela, el empeine, los tobillos y el talón. Mordisqueó y saboreó la piel con ímpetu. Estaba tan ensimismado en el juego exploratorio que había perdido noción del tiempo transcurrido.
Cuando retornó a la parte de arriba, se encontró con las delicadas manos con uñas largas y sin filo. Las llenó de besos y le pidió que las mantuviera quietas. Ella no se resistió en ningún momento, quería que él siguiera adelante toda la noche. La babosa lengua recorrió los antebrazos, los codos, los bíceps, los tríceps, los deltoides y las axilas. Las manos se concentraron en las abultadas tetas que yacían ocultas detrás del sostén.
Andrea estaba sobrecogida por lo que estaba sintiendo en ese momento. Sabía que un hombre calentón era el único que podía darle tanto placer con las manos y la boca. La blancura de su piel estaba tomando un color más natural y vibraba con cada caricia que recibía. Al ruborizarse, su rostro tomaba un color fuerte, como si se estuviera quemando. La temperatura corporal había aumentado más de lo esperado.
Pablo se desvistió, se quitó la camiseta, el pantalón vaquero, los calcetines y la polaina. Lo único que le quedó fue el bóxer blanco que le cubría los genitales. El cuerpo del hombre lucía vigoroso y marcado, como el de un atleta. Andrea se maravilló al ver esos músculos definidos. La superaba por unos pocos kilogramos de diferencia. Le tocó el pecho y los pezones, luego los marcados abdominales y por último la ingle.
—¿Te gusta lo que ves?
—Adoro los hombres fibrosos. Me ponen cachondísima.
Se desabrochó el sostén, le pidió que le devorara los pechos y que palpara su agujero. Pablo se reacomodó encima de ella para darle el gusto que se merecía. Le comió las tetas, besuqueándole las areolas mamarias como una bestia en celo, y le metió los dedos ensalivados en la parte interna de la concha. No sintió nada raro al tocarla, le parecía lo más normal del mundo. Esa bella mujer era una joya hecha carne.
Pablo era bueno para calentar mujeres, sobre todo durante periodos de calistenia. Sabía cómo tocarlas y cómo hacerlas sentirse bien antes de penetrarlas. A Andrea se la devoró sin piedad, le chupó los pezones y le lamió los puntos más sensibles una y otra vez. La besó en la boca y le pellizcó los cachetes. Notó que su piel era elástica como un chicle. Al verla a los ojos, le trajo recuerdos de alguien que conocía. Supuso que ella guardaba algún parentesco con su mejor amigo del pasado.
—Me recuerdas a alguien —le dijo y estudió su mirada—. La palidez de tu piel y la brillantez de tus ojos son idénticas a una persona que conozco.
—¿Una de tus novias anteriores?
—No. Es un amigo al que extraño mucho. Daría cualquier cosa por volver a verlo.
—¿Un amigo tuyo?
—Le debo una disculpa por mi descortesía. Lo mandé a freír espárragos el día que se me declaró. Al pobrecito le debe haber dolido mucho ese rechazo.
Andrea sintió que el corazón se le aceleraba y la mente se le llenaba de maravillosos recuerdos y reminiscencias del pasado. Casi soltó lágrimas por lo emocionada que estaba. Tomó a Pablo de los labios, lo sostuvo fuerte y lo besó con ganas. Le clavó las uñas en la espalda y lo rasguñó sin llegar a lastimarlo. Lo besó con todo el fervor del mundo y le transmitió todo el cariño que tenía para dar. Para él, esa reacción lo puso aún más caliente de lo que ya estaba.
El acontecimiento inusitado había despertado en ellos pasiones desconocidas y unos deseos monstruosos por hacer el delicioso. Querían follar a lo bestia hasta desvanecerse y desplomarse por completo. Los cuerpos estaban tibios y temblorosos, listos para iniciar la escena tan esperada.
Cambiaron de posición, Pablo se acomodó a lo largo y ancho de la cama, Andrea se arrodilló frente a él, le tocó las piernas y le lamió las pies tal y como él había hecho antes. Buscó la mejor forma de enloquecerlo. Acarició los pies tiesos del hombre y hurgó entre los dedos. Olisqueó y besuqueó la suela y los laterales. Humedeció los dedos para luego dirigirlos a la zona más importante de su cuerpo: la entrepierna.
Manoseó el paquete voluminoso y toqueteó todo lo que tenía a su alcance. Sin inhibición alguna, recorrió la cara interna de los muslos con la lengua, exploró los bordes de las nalgas, el centro del perineo y debajo del ombligo. Desde el interior del bóxer, se erguía un objeto punzante que segregaba un fluido transparente, sin olor y sin sabor. Dirigió la atención a ese objeto rimbombante y lo tocó como si le perteneciera a ella.
Al bajarle la prenda y quitársela de una vez por todas, presenció la erección más hermosa de todas. Primero, se lanzó de lleno a los escrotos, engulló aquel par de huevos y los colmó de saliva. Después, besuqueó y mordisqueó todo el aparato reproductor, puso especial atención en la cabeza del miembro. El trozo de carne de dieciocho centímetros de largo quedó a merced de su lubricidad y se lo tragó entero. El hacerle garganta profunda era un sueño hecho realidad.
Pablo se derretía de placer, respiraba agitado, sentía fuertes palpitaciones en el pecho, se le erizaba la piel, le temblaban las piernas, le sudaban las manos y jadeaba sin parar. Andrea estaba dándole la felación más sabrosa del mundo y lo estaba haciendo gratis. Al fin y al cabo, se había cumplido su deseo de ser felado por una hurí.
El problema se presentó cuando los desgarradores espasmos domeñaron el cuerpo del hombre, sobrecogiéndolo a cascoporro. Sintió que estaba en la parte más frágil de su resistencia carnal, no podía hacer nada para evitar la perentoria eyaculación. Andrea se la chupaba a escape, con premura y sin deseos de detenerse hasta que se viniera. Siguió adelante pese a la resistencia que él ponía. Llegó un momento en el que ya no se pudo hacer nada y el semen fue expulsado del cuerpo.
Andrea saboreó esa insípida miel blanca proveniente de los testículos, se la tragó sin problema y la degustó como si fuese chocolate. Mantuvo la boca abierta todo el tiempo, sorbió el fluido genital y lamió el frenillo y el meato urinario. Las manos hacían su parte sujetando la base del durísimo miembro viril que había acabado de hacer erupción.
—No pensé que iba a venirme tan pronto —admitió Pablo, todavía exaltado por la férvida chupada que había recibido—. Eres increíble.
—Es hora de que me muestres de qué estás hecho, galán —le habló con tono atrayente, suplicándole que la partiera en dos—. Dame una muestra de tu resistencia.
—¿No te preocupa hacerlo sin protección?
—No pasará nada.
Se quitó las bragas, se acomodó encima de él, le colocó las manos sobre los hombros, las rodillas a los costados y la concha encima de la verga. Cuando el orificio vaginal engulló el miembro, Andrea se puso muy tensa y arrugó el macilento rostro. Tremenda tranca le causaba un dolor tremebundo. Para ella, todas las vergas eran palos ricos que debía chupar antes de montar. La lubricación con saliva que les daba servía para facilitar la penetración.
Se apoderó de él, montándolo a matacaballo, en un intento desesperado por domar a la fiera. Sudaba sangre para que él se viniera de nuevo, con el mismo frenesí que la primera vez. Movía la cadera de arriba abajo con toda la emoción. Quería expresar con tacto lo que sentía por él, aquello que había esperado con ansias durante una década. Perdía el culo para darle la fruición que había estado deseando desde que pisó el hotel.
La respiración de ambos se vio afectada por la exigencia física, por los veloces movimientos y por los roces de labios. La reciprocidad de besos franceses y los apretones de manos creaban la escena ideal de una noche en pareja. Parecían dos desesperados que habían estado centurias sin verse y que hacer el amor era su última voluntad antes de fenecer. Un singular arrumaco acompañaba la escena.
Pablo tocó fondo al poco tiempo, inundó el orificio apretado de Andrea y se desmoronó de placer sobre la cama. Tuvo un orgasmo de lo más intenso, con fuertes contracciones prostáticas y bruscos espasmos. Entre resuellos y gemidos, caricias y besitos, largó lo que tenía guardado para la segunda ronda. Saboreaba las secuelas de su intemperancia una vez más.
Andrea no tenía interés en dejarlo en libertad hasta que acabase exhausto. Su mayor deseo era verlo satisfecho. Pero para que Pablo no pudiera con el alma, debía hacérselo salvajemente. Un hombre joven y sano era capaz de soportar hasta el trato más inhumano.
La montada continuó igual que antes, con el mismo impulso y la misma celeridad. Más arrebatada que nunca, Andrea se había propuesto a darle con todo, sin aprensión ni lástima. Buscaba que esa fuera la cogida de la vida para Pablo, la que quedase en sus recuerdos como la mejor de todas. El haber reprimido ese deseo durante tantos años al fin mostró su poderío.
El hombre volvió a correrse ante el estímulo que recibía de la mujer. Sintió un volcán haciendo erupción entre sus piernas; los fluidos internos fueron expulsados con éxito. Lo bueno de él era que no sentía agotamiento siendo que no estaba haciendo ningún esfuerzo por venirse, todo lo hacía su pareja de juego.
La habilidad de la mujer para montar hombres era asombrosa, casi imposible de imitar. Se contoneaba provocativamente. La elasticidad en sus músculos inferiores le permitía moverse con total soltura. Ejercía presión sobre el pecho de él con las manos, aferrándose a su carne con las uñas. Se comportaba como una legítima ninfómana. Lo tenía bajo control.
Pablo hacía lo imposible para aguantar aunque sea cinco minutos sin eyacular. Cualquier cosa que intentase, rápida o lenta, no le serviría de nada. Ante la estimulación brindada, no podía hacer otra cosa más que dejarse llevar por la delectación. La dadivosidad de ella era el mejor obsequio que alguien le podía otorgar.
Se vino por cuarta vez, gozó de manera escandalosa y se mantuvo tenso por unos segundos, mientras salían los fluidos de su miembro. A medida que la llama de la concupiscencia se iba apagando, las ganas de comérsela a besos aumentaban a paso agigantado. Una vez finalizada la escena de sexo, tenía planeado darle cariño.
Andrea le acarició el rostro, le movió los rizados cabellos, lo tomó del mentón y le susurró que lo quería ver correrse otra vez. La respuesta de Pablo no necesitó palabras, con un simple gesto le respondió. La tomó de los labios y le metió la lengua en la boca. Al intercambiar saliva, incrementó el afecto mutuo. Sus cuerpos se laxaban a medida que iban acercándose. La mujer aquilataba mucho el esfuerzo de su mejor amigo por hacerla gozar. Pocos hombres le daban tanta felicidad.
Al retomar las cadencias rítmicas del baile sensual, Andrea se desplazó nuevamente sobre aquel enderezado miembro que tanta fruición le otorgaba. Tan concentrada estaba en el objetivo que apenas le prestaba atención al entorno. Ignoraba por completo el hecho de que alguien podía entrar de sopetón y sorprenderla. A esa altura del partido, poco le importaba.
Brincó sobre el palito enjabonado, haciendo que las tetas se le bambolearan hacia arriba y hacia abajo. Pablo se las tomó con ambas manos y las sostuvo para que no salieran volando. Al apretarlas, las sentía blanditas, como dos esferas llenas de gelatina. Se las sujetaba sin necesidad de apretarlas.
Al traspasar el límite de la resistencia, hubo una quinta corrida de la que Pablo apenas habló. Tenía la verga más lubricada que nunca, el semen que largaba servía como lubricante natural. Andrea estaba al tanto de sus limitaciones como macho fértil, sabía que no le quedaba mucha gasolina en el tanque. Tenía que disfrutar la poca energía que le restaba.
Los dos sacaban el pie del tiesto, se lanzaban besos y chupones a espuertas, se tocaban y acariciaban con ternura, se daban lamidas al cuello como perros. Experimentaban con emociones gratificantes e irresistibles. Buscaban la mejor manera de amoldarse sobre la cama para estar más cómodos. Los movimientos pélvicos aportaban placer extra durante la escena de manoseo y besuqueo, y viceversa. La penetración no se detenía en ningún momento.
A lo largo del trecho que recorrían juntos, concomitantes resuellos los tomaban por sorpresa en pleno apogeo. Una vez alcanzado el pico más alto de los placeres carnales, fueron azotados por la delectación más fructífera que podían recibir. Fue entonces que se tomaron un corto descanso antes de seguir besándose con éxtasis. En un arrebato de libídine, los chupones eran esenciales.
Andrea extendió las piernas hacia adelante, apoyó los talones a la altura de los hombros de Pablo, puso las manos a los costados del colchón, inhaló y exhaló, inclinó la cabeza hacia atrás, mantuvo el cuerpo en quietud por quién sabe cuánto tiempo, movió la cadera hacia atrás; el miembro salió del hoyo que había llenado con ese jugo blanco y pegajosos que a ella tanto le gustaba.
Al ver que la erección todavía no se había esfumado, decidió tomarla entre sus cálidas manos, limpiarla a lengüetazos y lamidas, luego la jaló para que se pusiera más tiesa y esperó a que largara todo el líquido atrapado en la uretra. Pablo la detuvo para decirle que quería besarla por enésima vez. Ella se acostó a su lado y dejó que la besara mientras le masturbaba.
—Eso fue intenso —Pablo aseveró, aún jadeante—. No pensé que lo iba a disfrutar tanto.
—Córrete una vez más —le suplicó con cara de niña inocente.
—No creo que pueda.
—Claro que puedes.
Andrea tuvo que estar un buen rato masturbándole para que acabara. Como era de esperar, la última corrida fue escasa en jugos pero gratificante en placer. Pablo largó lo poco de semen que le quedaba y Andrea se encargó de limpiarlo con la boca. Después de eso, el miembro finalmente quedó devastado y perdió su encanto.
Pablo la tomó entre sus brazos, la abrazó, la besó, la acarició, y como premio, le metió los dedos en la concha. Al introducirle el dedo índice y el dedo cordial en la parte interna del orificio, tocó el viscoso fluido que había salido de su cuerpo. Ese hoyo era un mar de fluidos corporales. En decúbito lateral, siguió dándole placer con los dedos y los labios.
Llegó un momento en el que se sintieron satisfechos con el resultado final y dejaron de tocarse. Pablo ya había tenido suficiente diversión por el día y Andrea también. Había llegado el momento de sacar a relucir la verdad que había permanecido oculta por tanto tiempo. Tras recuperar el aliento y la temperatura corporal, la mujer tomó la palabra.
—¿Recuerdas ese amigo tuyo del que me hablaste?
—Sí. ¿Qué tiene?
—Te ha extrañado un montón desde el día de graduación. Ha soñado contigo tantas que veces que es imposible contarlas. Sufrió muchísimo durante tu ausencia.
—¿Cómo sabes eso? ¿Conoces a Andrés Sánchez?
—Lo conozco mejor que nadie.
—¿Sabes dónde se encuentra?
—Se encuentra en frente de ti.
Al escucharla decir eso, quedó desconcertado, sin palabras. Le resultaba imposible creer que Andrea y su mejor amigo eran la misma persona. Ella no se parecía a él ni él a ella. Eran dos personas totalmente distintas, con gustos distintos y metas distintas. Andrés había sido un adolescente con problemas de peso y trastornos depresivos, alguien acostumbrado al rechazo y la burla. Andrea era una mujer mentalmente sana y sin ningún tipo de problema para relacionarse con los demás.
—No hay forma de que tú seas Andrés. Quiero decir… no hay forma de que hayas sido él —le dijo y suspiró—. Tú eres una persona optimista y sociable.
—Tuve que pasar por un largo tratamiento de hormonas, varias cirugías, cambios de ritmo, ejercicios aeróbicos, dietas saludables, noches de insomnio, trastornos alimenticios —le confesó—. Todo eso lo hice para poder acostarme contigo. ¿O acaso pensaste que una mujer común aparecería de la nada para invitarte a un hotel de lujo a hacer el amor? Me encargué de preparar todo para que esta noche fuera especial. La espera fue larga, pero valió la pena.
—Al verte a los ojos, sentí que te conocía —afirmó Pablo y le acomodó el flequillo—. Eres albina, de ojos azules y nariz chata. Fui un tonto al no darme cuenta de que eras Andrés.
—No pasa nada. Poca gente sabe que soy una mujer trans —le dijo—. Mi familia dejó de hablarme el día que les comenté de mi decisión. Creen que estoy mal de la cabeza por haberme operado.
—Cambiarte de sexo sólo para acostarte conmigo fue una locura. ¿En qué rayos estabas pensando?
—La culpa fue tuya por haberme dejado con las ganas. Sabía que jamás lo harías con un hombre, así que tomé la decisión de cambiar de sexo —le explicó—. Ahora que soy mujer, me siento mucho más feliz. Ya nadie me fastidia, nadie me pone apodos, nadie me insulta. Soy una persona normal.
—Quisiera que Andrés estuviera aquí para pedirle disculpas. No fui sincero con él en muchos aspectos. Nunca le dije cuánto lo quería.
—El pasado quedó atrás, enfócate en el presente ahora —le aconsejó—. Tu amigo Andrés dejó de existir hace mucho, ahora se llama Andrea Sánchez.
—¿Hiciste esto por calentura nomás?
—Lo hice para cambiar mi vida. Me cansé de ser un hombre infeliz.
—Ahora entiendo por qué me preguntaste si odiaba a la gente transexual. Querías cerciorarte de que no era un transfóbico.
—Tú siempre me aceptaste tal y como fui. Por eso te quiero mucho.
—Oye, ¿crees que… lo nuestro funcionará?
—Sólo somos amigos. No quiero que seas mi pareja —le respondió con una sonrisita y le tocó la punta de la nariz con el dedo índice—. Lo único que quiero es darte las gracias por ser la única persona en querer a mi yo del pasado. Si hubiera más gente como tú, el mundo sería un lugar mejor.
Siguieron hablando de todas las cosas que habían hecho durante los últimos diez años en los que habían estado distanciados. Pasaron la mejor noche de sus vidas. El apego que compartían era lo más bello que existía. Cuando se cansaron de hablar, se acomodaron bajo la gruesa colcha y durmieron juntos. Pablo quería que Andrea fuese su pareja, pero ella quería buscarse otro hombre. No quería echar a perder esa valiosa amistad que los unía.