Una escritora y un escritor de relatos eróticos se reúnen por primera vez en persona.
Entonces toqué su timbre. Después de pensar 15 veces cuales serían las palabras que diría en aquel ansiado momento, me armé de valor y esperé a que abriera.
Llevábamos unos cuantos meses intercambiando relatos, ideas y experiencias sexuales. La verdad es que ella me conocía de una manera más íntima que mi propia esposa, sin embargo, había un detalle, nunca habíamos estado frente a frente. Mi atracción hace tiempo que dejó de ser secreta, ya que había optado por revelarla en un afán de desentrañar mi deseo a través de la escritura. Se volvía tanto más excitante tener la certeza de que ella supiera que era mi musa y que cada pulsión erótica que lograba transmitir estaba motivada por el deseo de sentirla.
El costo de este placer estaba en la enajenación de la carne, lo que me provocaba una gran ansiedad. ¿Cómo sería vernos? ¿Será bueno para este espiral creativo, el tocarnos, aunque sea para saludarnos? El temor a la desilusión estaba muy latente, considerando que en todos mis relatos terminábamos teniendo un sexo descarnado. Veía en ella una fuente inagotable donde podía refrescar mi lívido y lo mejor de todo, ella parecía disfrutarlo. El asunto está en que parte de este equilibrio se asentaba en lo inalcanzables que parecían ser estas fantasías.
Y bueno, estaba frente a su puerta, por primera vez, preso de mi ímpetu y porfía.
El acuerdo implícito que teníamos era el de abrir la mente y aceptarnos, con toda la carga de erotismo primitivo que nos hace seres humanos. Nunca han existido premisas que nos hagan pensar en lo correcto o incorrecto, si no que hemos dado rienda suelta a nuestra imaginación, como quien se acuesta en un prado a ver las nubes que, por fuerza de la naturaleza, adoptan las más llamativas formas. Todo valía, pero claro, separados por una pantalla… ¿Qué pasaría ahora?
Finalmente sonó el picaporte y luego se abrió la puerta, ahí estaba. Lo primero que noté fue su estatura, no era alta ni baja, tal como la imaginaba. Una cierta frialdad (la misma con la que daba inicio a nuestras sesiones) estaba impostada en su cara, pero tiendo a creer que eran sus propios nervios ante esta situación fuera de lo común. Nos saludamos civilizadamente, me invitó a pasar y me dijo que ya estaba en el fuego la cafetera.
La excusa de este encuentro era compartir un café para intercambiar producciones literarias, pero era obvio que al menos existía la curiosidad recíproca de saber qué pasaría si nos veíamos. En otro contexto, lo lógico hubiese sido largarse a fornicar y satisfacer ese deseo que habitaba en masturbaciones escondidas tras las cartas que nos enviábamos, pero estaba claro que la cosa no era tan simple. Los dos amábamos esta tensión y sabíamos el valor de no romperla así como así.
Entonces, cual japoneses en su ceremonia del té, seguimos con la performance y nos sentamos a conversar cosas sin mayor importancia y definitivamente muy lejanas de lo que realmente nos motivaba. Esto se sostuvo unos diez a quince minutos, minutos eternos y llenos de dudas. La simple idea de que no aflorara nuestra química me llenaba de angustia, pero mantuve la calma pensando en que quizás eso también podía ser bueno, mal que mal estoy casado.
Fue en eso cuando una pregunta capciosa la hizo sonreír, sus ojos se almendraron coquetamente y sus dientes que siempre me han gustado se dejaron ver, ahí estaba. No recuerdo el hilo de la conversación, pero obviamente desembocó en nuestro tema favorito, nosotros. Una confesión tras otra, acerca de lo que “en verdad” estábamos pensando en cada momento, como quién ve una película por segunda vez, pero conociendo el final.
Quizás lo que más me gusta de ella es que podemos tener esas conversaciones que se tienen después del sexo, totalmente expuestos, pero sin tirar. Tal vez por eso necesito escribirla, transpirada y gimiendo, como si sin esa pieza lo otro resultara incompleto.
Lo cierto es que cada vez que entramos en esta atmósfera, las pulsaciones de mi pecho solo son superadas por las de mi pene, y el deseo de escribir solo se interrumpe por el de masturbarme tras cortar. La había follado en todas las posiciones imaginables, pero ahora estaba frente a mí, sin posibilidad de escribir.
Le leí un relato corto que había escrito para romper el hielo, ya las sonrisas se sucedían una tras otra. Lo estábamos pasando muy bien, excitadísimos, pero muy concentrados en nuestra dinámica. Luego ella se animó a compartirme un escrito de su creación, de una sensibilidad muy suave y a la vez con detalles que terminaron por levantarme una tremenda erección, la que no hice nada por disimular. Estaba pasando lo que tenía que pasar y se daba de manera muy natural y entretenida.
Así fuimos intercambiando al punto en que entre más sonrisas fuimos perdiendo el pudor y así nuestras manos empezaron a recorrer nuestros propios cuerpos cada vez más libremente. No nos tocábamos entre nosotros, pero sí que nos habíamos penetrado, en una sintonía y confianza mucho mayor que varias cachas que alguna vez me he pegado.
No fue difícil aceptar lo que pasaba, por lo que me abrí el pantalón, a esta altura ya no nos quedaban muchos relatos ni trabajos que recitar, pero si seguíamos conversando con una naturalidad sorprendente. Ella hizo lo propio y comenzó a subir su falda, mostrando sus piernas y deslizando sus manos por su cuerpo. Nos tendimos cada uno, frente a frente, de a poco y sin jamás dejar de mirarnos nos empezamos a masturbar.
Era un acto de entrega total, de compartir ese ángulo que los dos asumíamos del otro, pero que esperablemente no estaba a la vista. Ganas de abalanzarme sobre ella y penetrarla no me faltaban, pero realmente esto era oro, era como estar cara a cara con una diosa del erotismo, una imagen inspiradora que atesoraría el resto de mi vida.
Su respiración se comenzó a agitar y con sus manos alternaba entre la estimulación de su clítoris y agarrarse las tetas que se iban arrancando de su blusa. Por mi parte, me saqué la polera y me arrodillé, dejando caer mis pantalones. Ella me dio la espalda, apoyando su pecho contra la alfombra, levantó el culo, entregándome el primer plano de su concha agitada por sus dedos que ya se movían rápidamente. Podía ver los jugos que emanaban y que pedían mi verga con desesperación, la verdad se volvió muy difícil no metérselo ni tampoco recorrer mi lengua por esta delicia que tenía frente a mí.
Seguimos así unos minutos, nos volvimos a tumbar, queríamos mirarnos las caras al momento de terminar. Y así fue como vi sus dientes morder tu labio inferior, mientras yo fruncía el ceño y con la boca medio abierta empecé a liberar unos “aah… aah…” y tú con tus “aaaay…” nos empezamos a ir. Algunas gotas de semen te alcanzaron, mientras tu humedad bajó por tus nalgas, ya estábamos.
Fue imposible no abrazarte, casi siempre abrazo tras el sexo, para empezar a conversar, pero en nuestro caso ya estaba todo dicho. Nos miramos, nos reímos y nos pusimos la ropa. Fijamos fecha para nuestra próxima reunión y nos despedimos con la seguridad de tener bastante material que masticar.