Caminaba por el camellón de una bella avenida, el ocaso del día ya se anunciaba y el vecindario tenía ese sabor de lo viejo sin ser decrépito, había restaurantes, uno que otro café, árboles por todas partes, era un lugar agradable en el que años antes había pasado mucho de mi tiempo por la sencilla razón de que había estudiado por allí. La zona estaba a punto de convertirse en una mediocre imitación de los barrios progres de Estados Unidos y los vecindarios cercanos ya deliraban con sentirse el epicentro de la intelectualidad, el periodismo, las artes, se empezó a poner de moda que actores y otros famosillos de peor calaña fueran a vivir por allí. Cuando eso pasó, empezó la decadencia. Pero lo que narraré ocurrió poco antes de que todo eso sucediera.
Mientras caminaba por el camellón de tan precioso vecindario, iba atormentado por mis pensamientos, o quizá sería más preciso admitir, por uno de esos días de extrema calentura que quién sabe de dónde sale y lo único que uno necesita con imperiosa necesidad es coger. Coger sin piedad, sin descanso, sin respiro. La irrevocable necesidad de un cuerpo, de otro sabor, de un sudor, del peso de otro cuerpo, la piel caliente de alguien más, los gemidos de otra persona. No sabe uno qué hacer, no puede uno pensar, la verga parada dentro de los pantalones es una deliciosa pero infinita tortura a cada paso…
En esas andaba sobre el camellón de la avenida cuando llegué frente a un hotel de apariencia respetable pero donde todo mundo acudía (y acude) para faltarse el respeto concienzudamente. Pensaba en que sería genial ver asomarse a alguien a medio vestir por las ventanas del hotel y guiñarle un ojo. Para mi infinita sorpresa, eso pasó: en una ventana del segundo piso apareció un hombre delicioso de pecho musculoso sin ser exagerado, brazos marcados y una sensualidad que rompía la ventana y llegaba hasta mí, que me hallaba como a veinte metros de él. Era cachondísimo ver cómo luchaba por ponerse una camiseta blanca de manga larga que le quedaba muy justa. Y cuando por fin su cabeza logró salir de la tela que la ocultaba, pude contemplar el rostro de un hombre muy guapo. De inmediato se me antojó ese pecho, esos pezones, esos brazos, aquellos labios.
Pero lo más sorprendente es que él de inmediato me vio y no quitó su mirada de mí. Ahora o nunca. Sonreí, le aguanté la mirada, adopté una pose ligeramente retadora y esperé. Él terminó de ponerse la camiseta con desesperante lentitud, gozando de lucirme su cuerpo y sin dejar de mirarme. Con idéntica lentitud se alejó de la ventana y apagó la luz de su habitación. Rogaba porque bajara a buscarme, así que decidí esperarlo. Pasaron los minutos y me di cuenta que si de esperar se trataba, lo mejor sería que me sentara, así que me acerqué a una banca donde pudiera verme con facilidad si es que ocurría el milagro de que bajara y me buscara.
El milagro ocurrió, como quince minutos después de que ya empezara a perder las esperanzas. Salió éste machazo del hotel respetable y haciéndose el desorientado atravesó la calle para llegar al camellón. Se paró a diez metros de donde estaba sentado y de plano me modeló el cuerpazo que se cargaba haciendo como que buscaba algún lugar a su derecha y luego a su izquierda en una actuación aceptable de alguien que anda buscando algo. Jeans ajustados que lucían sus preciosas nalgas y le marcaban la rica verga, la camiseta ajustadísima que hacía ver delicioso su pecho, sus brazos y su abdomen. Desde donde estaba sentado pude darme cuenta de que tenía ojos verdes oscuro y labios de besar sabroso y mamar delicioso. Cuando estuvo seguro de que me había lucido lo suficiente su cuerpo y calentado lo necesario para lo que se ofreciera (como si me hiciera falta estar más caliente), se acercó así como que no quiere la cosa.
Me preguntó si conocía una farmacia cercana y de inmediato supe que era un clásico trámite para ligar a alguien, porque era imposible que no hubiera visto una farmacia que estaba a media cuadra y que para colmo tenía un enorme anuncio luminoso que decía en letras mayúsculas “farmacia”. Me halagó el ligue, así que decidí jugar con las reglas del juego. Platicamos cosas tan absolutamente intrascendentes que comprendí que quería lo mismo que yo: arrancarme la ropa, morderme, lamerme, besarme, cogerme, llenarme de semen, tanto como yo quería hacerlo con él. Después de un rato de plática ociosa pero veloz, lo acompañé a la dichosa farmacia a donde compró cosas igualmente inútiles. Luego de todos estos años me doy cuenta de que él estaba nervioso y que con la plática y las compras bobas intentaba diluir su nerviosismo. Pero al fin llegó a la parte que no podía evitar si es que de veras quería que algo pasara: “¿quieres subir conmigo a mi habitación?” Dije que sí inmediatamente, no tenía la menor intención de ocultar las ganas que tenía de coger con este rico macho. La entrada a su hotel respetable fue el típico ritual de iniciación en cada hotel, respetable o no: miradas supuestamente discretas de los trabajadores pero que todas dicen cosas como “¡pillines!, ¡cochinotes!, ¡se van a chupar sus cositas, maricones!, ¿quién de ustedes es la mujercita?”, como si ellos fueran gente de conducta intachable en posición de señalar con dedo flamígero a los demás, cada uno de ésos empleados habían visto muchas cosas, protagonizado otras tantas y aun así se daban aires de pureza moral. Así son los hipócritas.
Pero al entrar a su habitación, todo cambió. Prendió la televisión como quien enciende una lámpara y no lo dudé, me acerqué a su espalda y así lo abracé. Recibió el abrazo con gusto y se notaba que lo estaba esperando, emitió un suspiro que no pudo ocultar y repegó su cuerpo al mío. Sentía su espalda completamente en mi pecho y sus nalgas firmemente pegadas a mi bajo vientre. Por supuesto que sintió mi verga erecta y lo disfrutaba con esas ricas nalgas que se cargaba. Olía a recién bañado y perfumado. Aroma de hombre limpio, fragancia varonil, pero eso no bastaba para ocultar el indefinible pero perceptible olor de un hombre caliente que quiere coger. Por encima de la tela de la camiseta acaricié suavemente ése pecho que, a fin de cuentas, era lo que me había atrapado y llevado hasta allí. Tenía erectos los pezones. Me torturé un poco más sin quitarle la ropa. Parecíamos estar bailando una calmada. Besé suavemente su cuello y su nuca. Nuestros cuerpos se frotaban con mayor fuerza y la temperatura, literalmente, aumentaba. Bajé mi mano derecha y palpé su verga por encima de los jeans. Mi mano fue feliz de encontrar una verga de buen tamaño y de dureza que delataba las ganas que tenía de ser acariciada, así que le bajé las cremallera y metí mi mano en su pantalón para poder acariciarle la verga sin obstáculos mientras seguíamos frotando nuestros cuerpos y besaba su cuello, su nuca y sus hombros.
Encontré una verga durísima, cálida y muy húmeda porque secretaba grandes cantidades de líquido lubricante. Por fin él se volteó y nos besamos rico, profundo, con mucha lengua y mordidas de labios. Ya no aguanté más y le quité la camiseta. Comprobé que si era difícil de poner, también lo era de quitar. Pero al lograrlo, no dudé y me lancé a besar ese pecho lampiño y musculoso, oloroso a macho que quiere coger, con sabor a sexo. Gimió cuando mi lengua jugó con sus pezones y respiraba agitado al sentir mis labios recorrer su pecho mientras mis manos acariciaban su espalda. Me di gusto besando sus brazos fuertes, me imagino que iba al gimnasio pero no era de los estúpidos que toman pastillitas para agrandarles los músculos y que acaban por empequeñecerles los huevos. Eran unos brazos torneados, definidos, muy cachondos, sin vellos como su pecho. Besé, lamí y mordí suavemente cada parte de sus brazos gozando con sus reacciones cada vez menos controladas. Besé su cuello, disfruté su boca y su lengua, mordí sus labios si querer resistirme al encanto de su boca antojosa mientras mis manos acariciaban y estrujaban su pecho, pellizcando sus pezones, mordiendo ocasionalmente su brazos.
No pude ni quise controlarme más. Me arrodillé y le bajé los pantalones de un jalón. Ante mí quedó parada una verga de muy buen tamaño, durísima, húmeda, ligeramente curvada a mi izquierda, de glande rosado y brillante, huevos sabrosos y llenos de leche. Lo miré a los ojos y sin decir nada metí su verga a mi boca. Era una fantasía hecha realidad: de rodillas mamarle la verga a un hombre de mi gusto y elección. Y lo gocé como enajenado. Qué delicia es tener una verga en la boca, bien parada, dura de excitación y deseo, que está manando constantemente líquido lubricante y beberlo con ansiedad. (Para los lectores morbosos: deberían animarse a hacer eso que sólo se atreven a fantasear cuando leen estas historias encerrados en el baño de su casa sabiendo lo felices que serían mamando verga y gimiendo como putas cuando se los cojan. Ah, pero es que son respetables padres de familia o cosas por el estilo, el qué dirán, ya se sabe. Y si quienes me leen son mujeres, no me extraña: muchas fantasean con ver a dos hombres guapos teniendo sexo y, en dado caso, unirse. ¿Qué están esperando? Háganse menos del rogar, allá afuera sobran hombres que gustosos participarían de sus fantasías). Y con su verga en la boca, que lentamente mamaba disfrutando su sabor, su textura, su delicada firmeza, me dí vuelo acariciando las riquísimas nalgas que se cargaba, redondas, firmes, lisas, mucho mejores y más hermosas que las de varias vanidosas que había conocido. Es maravilloso mamarle la verga a un macho nalgón que suspira al sentir las manos en las nalgas anticipando que le toquen el culo y gime con una mamada de verga que se eterniza siempre dándole placer y negándole al mismo tiempo la menor oportunidad para que se venga. Acariciaba sus huevos con una mano, amasaba sus nalgas con la otra, me metí un delicioso testículo en la boca y luego el otro, deleitándome en su sabor de macho en brama. Besaba, mordía sus muslos…
Tardamos una eternidad en llegar a la cama, envueltos en besos, caricias, mamadas y un torbellino de manos que me quitaban la ropa a velocidad espectacular y repartían caricias ansiosas, calientes, provocadoras. Sin decir nada, se trepó a la cama poniéndose en cuatro, ofreciéndome sus nalgas y su culo. No recuerdo de dónde salió el condón y el lubricante, pero velozmente me calcé el condón en la verga y unté generosas cantidades de lubricante porque mi verga, de largo promedio pero de grosor más que respetable, lo iba a necesitar para abrirme paso. Poco a poco pero decididamente lo penetré y gimió delicioso cuando sintió mi cuerpo al fin chocar con sus nalgas.
Lo que siguió parecía más una competencia olímpica que otra cosa: la velocidad de la penetración aumentaba, el sudor corría ya de plano a chorros por nuestros cuerpos, mis huevos sentían sus huevos al chocar contra su cuerpo, besaba y mordía su espalda mientras me lo cogía al grado de que me dolían pero en lugar de detenerme el dolor de mis huevos me enardecía todavía más y le metía la verga sin compasión haciéndolo gemir sin la menor inhibición mientras le daba tremendas nalgadotas, la cama crujía como si en cualquier momento fuera a romperse (eso me pasó en otra ocasión, pero es otra historia que ya luego contaré) y yo juraba y perjuraba que por el escándalo que teníamos no tardarían en llamarnos de la recepción diciendo que nos pondrían de patitas en la calle por indecentes o algo por el estilo. Me vine a chorros y seguí eyaculando cuando le saqué la verga, así que todavía pude regar sus nalgas con una buena cantidad de semen. Caímos rendidos, respirando agitadamente, riendo, con el cabello empapado de sudor mientras le untaba mi semen como si fuera crema en sus nalgas y lo que alcanzaba de la espalda.
Pero no dejamos de besarnos, de acariciarnos, de mordernos, de desearnos. Acabé recostado sobre su cuerpo y no iba a desperdiciar un sólo momento, así que aprovechando la maravillosa sensación que da la caliente piel sudada, acariciaba su cuerpo con el mío, sintiendo su verga bien parada atrapada entre nuestros cuerpos, besándolo y mordiendo sus labios sin descanso. Lo monté a horcajadas, su pene quedó deslizándose entre mi escroto y mi perineo mientras sus manos me sujetaban por la cintura y mi verga lo desafiaba una vez más. En otras palabras más sabrosas: su verga acariciaba ansiosamente mis huevos y antojaba mi culo mientras él me marcaba el ritmo y no dejaba de verme la verga. Tomé nuestras vergas y las comencé a masturbar juntas. Él cerraba los ojos y respiraba profundamente, gozando lo que hacíamos. Y no aguantó mucho tiempo, de un empellón me acostó y se puso encima de mi, abriéndome las piernas y picándome el culo con su verga mientras lo besaba apasionadamente y mis manos lo agarraban de las nalgas para provocarlo más. Ahora fui yo quien se liberó de su abrazo y me puse en cuatro lo más puta que pude para que entendiera que quería que me cogiera sin piedad. No se lo dije dos veces, se puso un condón, echó mano del lubricante y penetró lentamente pero de una sola estocada. Gemí como perra en brama. Cógeme, cógeme duro, papi. Jálame del cabello, eso, así, más duro, papi. Dame de nalgadas. Más duro, no temas. Apriétame los huevos, así. Cógeme, méteme tu verga duro, duro, duro. Dime que soy tu puta, soy tu puta, dime que soy tu puta, mira cómo goza tu puta con tu verga de macho en brama, cógeme, cabrón, más duro, cógeme como a una puta, me encanta sentirte en las nalgas, adoro cómo me coges, más, más, más, dame duro, soy tu puta…
Se vino en medio de jadeos y gruñidos mientras me enterraba la verga hasta el fondo, me jalaba el cabello y me decía como desesperado que era su pinche puta, sentí cómo su verga palpitaba el eyacular y cómo todo su cuerpo se tensaba. Las sábanas estaban completamente empapadas de sudor y semen. Entre besos nos fuimos a la regadera. Allí se le volvió a parar la verga y yo, al sentirla en mis nalgas, me empiné para que me acariciara con su verga bien parada (¿no se les antoja, morbosos lectores, una verga en medio de las nalgas?, ¿no es ésa una de las tantas razones por las que andan leyendo éstos exquisitos pecados?). Una vez más y con gusto infinito me puse de rodillas frente a él y bajo el chorro del agua para mamarle la verga. Puse una cara de puta que lo calentó todavía más y me tomó del cabello obligándome a tragar verga hasta la empuñadura. Agarraba duro sus huevos, amasaba sus nalgas y metía un dedo en su culo. Lo hice con tanta intensidad que tardó poco en venirse, sentí las contracciones de su pelvis al tiempo que sus huevos escapaban de mi mano y su culo apretaba mis dedos, llenándome la boca de semen que saboreé con infinito placer. Cuando nos dimos cuenta eran las dos de la mañana. Debí quedarme. No lo hice. Me dio su número de teléfono y nos prometimos un después que los dos, en la estupidez de ésos veintitantos años que teníamos, sabíamos que nunca sucedería. Le di un beso largo, eterno, voluptuoso, mamé su verga una vez más y me fui sin mirar atrás.
Afuera estaba cayendo un aguacero torrencial que no tenía para cuándo. No me importó, acababa de tener una de las mejores cogidas de mi vida hasta ese momento y sentía que podía con lo que fuera, así que luego de gozar del sudor y el semen de éste machazo, salí a disfrutar de la bendita lluvia de mi ciudad. Al llegar a casa encontré tres recados de una supuesta novia que tenía entonces, los tres recados eran uno más enojado que anterior. Lo que pasaría con esa novia es digno de contar en otra ocasión.