Eran mis pausas más ansiadas. Dos o tres días solo, en algún río de mi amada Patagonia fuera del alcance opresivo de la todopoderosa Red, disfrutando de mi pasión por la pesca. Desde que algunos negocios me llevaron a viajar a la zona con cierta frecuencia, agregaba a mi plan estos recreos solitarios. Acampaba “al agreste”, es decir fuera de sitios de camping organizados, de manera de no encontrar gente, y mi SUV era lo suficientemente espaciosa para desplegar una bolsa de dormir en su parte trasera, y de esta manera no armar una carpa. Por supuesto, nada de campamento pobre. Me acompañaba siempre una buena provisión de vinos de calidad, charcutería, quesos y habanos. Con mas todo el equipamiento necesario para en confort en la vida al aire libre.
Me había decidido ese noviembre por un lugar en el río Manso, cerca de su embocadura en el lago Steffen. Buen acceso por automóvil (todo terreno, entiéndase), y el camping organizado estaba a un par de kilómetros por la orilla del lago. Nadie que moleste. O eso pensé. Retornaba de pescar por la tarde y vi una carpa próxima a mi SUV. “La puta madre” – pensé – “porque mierda no se pusieron en otro lado”. Me senté en un banquito y estaba sacándome mis botas y pantalones de vadeo cuando las veo llegar. Eran tres chicas, bastante jóvenes, unos 18 años, quizás 19. “¡Hola!” me saluda que caminaba adelante. Una morochita tetona y bastante gordita. La seguía otra morocha, grandota y también algo rellena, y una flacucha carilinda de pelo castaño y ojos color miel, más estilizada, pero de tetas chiquititas. Lara, Karina y Soledad se presentaron. Calzaban zapatos de trekking, pero vestían remeras y trajes de baño debajo (o bikinis, no sé), cosa esperable con el calor anormal que hacía y el día espectacular que terminaba. Traían leña, la cual evidentemente habían ido a recolectar con intenciones de hacer una fogata.
– Hace mucho calor y el indicador de riesgo de incendio está en amarillo chicas. ¿No trajeron hornalla portátil para cocinar? – Les advertí.
– Uhh no. Vinimos de mochileras y a pie. Con lo indispensable… – Respondió Lara, la que había saludado primero y parecía llevar la voz cantante del grupo.
– Acá es donde tienen que encenderlo. – Les mostré un lugar adecuado en claro que separaba mi auto de su carpa, y les ayudé a improvisar un fogón y encenderlo.
Conversamos un poco. Eran de Rosario. Habían planeado esta experiencia para el verano anterior, pero se les había postergado por diversos motivos. Lara y Karina eran sociables, pero vocingleras. Hasta ruidosas. Soledad era como su nombre, más retraída y callada.
– ¡Bueno, ya que encontramos un nuevo amigo con auto, quizás vino aprovisionado de algo de alcohol para compartir en este lugar soñado! – dice Karina con poca sutileza.
– El alcohol no es para menores – contesté lo primero que se me ocurrió.
– ¡Ya tenemos 18! ¡La birra por un pete era el año pasado en Villa Gesell! – dice algo desaforada Lara. Había escuchado de eso, pero lo pensaba un mito. En los municipios de la costa se habían puesto muy estrictos con la venta de alcohol, y se decía que en la madrugada, las chicas pasadas de vueltas hacían este ofrecimiento a los chicos que por edad ya podían comprar una cerveza sin problemas. Fuera cierto, o fuera solo a la verborragia desenfrenada de Lara (más probablemente esto último), ya la situación me molestaba.
– Pero esto es vino – conteste más por enojo que por lascivia.
– ¡Epa! ¡Suena buen negocio! – se envalentona Karina.
– OK, pero yo elijo. – Y la miro a Soledad, que se pone colorada como un tomate sin decir palabra.
– ¡Dale, amiga! ¡Si habrás chupado pija en un auto! Acá en el paraíso ¿Qué problema? – La guarrada fue de Lara.
En silencio, soledad caminó hacia mí, y me tomó de la mano, como para continuar hasta el bosque.
– Hay una mesa plegable – le digo a Lara señalando mi auto – Copas y vasos en la caja negra. El vino en la heladerita. Abrí primero el Malbec de la etiqueta naranja y no se lo terminen.
Nos adentramos con Soledad entre los ñires. El año corría hacia el solsticio de verano, y a pesar de la hora el sol, ya escondido tras los Andes al oeste, irradiaba una luminosidad persistente. El bosque nos envolvió en su silencio. El aire estaba inmóvil en el atardecer. Encontré un tronco caído para recargarme, y la miré a los ojos.
– ¿Está bien? Si no, no importa.
– Esta bien. – reforzó la afirmación poniéndome la mano en la verga. – tímida puede ser. Santa ni cerca.
Se arrodilló en el suelo blando, me bajó la ropa, y comenzó a chuparme con suavidad. Y bastante destreza. Poco demoró mi pene en reaccionar a sus cariños. Le acaricié suavemente el pelo, pero el sentimiento era extraño. La conexión no era con ella. O al menos no solamente con ella. Los ñires nos acogían en un espacio a la vez infinito e íntimo. Solo nos hacían llegar atenuado el mágico sonido del río próximo. La sintonía entre el entorno y el instinto primitivos fue una caja de resonancia que multiplicó mi placer a niveles que me eran desconocidos. No sé cuánto tiempo estuvimos, Soledad no hizo pausa alguna en los estímulos que me dispensaba. Menos aun cuando percibió mi clímax aproximarse, el cual me llegó punzante y sublime. Se llevó consigo hasta la última gota de mi simiente, y volvimos de la mano al claro.
Lara y Karina ya habían dado cuenta de media botella, y también habían preparado una picada con salames, quesos y otros embutidos saqueados de mi camioneta. Junto a la mesa habían desplegado mis dos sillas plegables, y el banquito.
– Bueno, ¡por fin! – dice Lara – ¿No tenés otra silla? Alguno va al piso me parece.
– Sole puede sentarse en mi falda. – dije – Algo de intimidad ya compartimos. – bromee y reímos todos.
La noche se fue cerrando a la luz del fogón, mientras comíamos y bebíamos. Y bebíamos más. En particular Lara y Karina, cada vez más locuaces y verborrágicas. Ambas ya acusaban cierto grado de ebriedad. Y yo, bueno, resulta que el culito de Soledad solo cubierto por su bikini, apoyado sobre mi falda a su vez solo cubierta por el pantalón de tela fina de secado rápido, había hecho que despertara nuevamente el interés de mi alter ego. Cada tanto se incorporaba una poco para alcanzar o alcanzarme cosas de la mesita, y ese vaivén, lo exageraba mucho más de lo necesario, no solo enterada sino también interesada, en mi situación.
– Me estás matando. – le susurro al oído – necesito acomodarme un poco.
Se levanto a recargar de vino su copa y yo me desabroché el pantalón y corrí un poco para abajo mi calzoncillo. Mi erección se acomodó apuntando a mi ombligo. Soledad se volvió a sentar sobre mí, pero ahora con mi verga en contacto con la tela de su bikini. Tibia en esa parte. Nada vieron sus amigas que estaban apenas del otro lado de la mesa. La oscuridad ya lo impedía, y la bebida que habían consumido más. Por lo que acto seguido mi mano terminó sobre la pierna de ella, y pronto acariciaba su parte interna. Llegué hasta su conchita mojada, y la acaricié primero sobre su bikini, para después correr el elástico y buscar su clítoris. Su respuesta instantánea fue un estremecimiento de placer.
– Metémela – me susurra.
Soledad se incorporó nuevamente sobre la mesa, esta vez para rellenar mi copa. Le corrí la tanga con mi izquierda, con mi derecha apunté mi verga. Buscamos entre ambos su entrada lubricada, y de un movimiento se sentó sobre ella, sus piernas cruzadas entre las mías abiertas. Nos quedamos así, conectados, por lo menos por la siguiente hora, mientras seguíamos conversando y bebiendo alegremente los cuatro. Solo hacíamos los mínimos movimientos para mantener mi erección. Ocasionalmente un poco más cuando ella volvía a servirnos vino el cual saboreábamos lentamente, como nuestro coito escondido. No era el caso de Karina y Lara quienes ya estaban lisa y llanamente borrachas. Tambaleantes, se apartaron un poco para ir al baño, y se arrastraron dentro de la carpa para dormir. Siguió con la vista a sus amigas entrar en la carpa, y cuando la última lo hizo le besé la oreja desde atrás y le dije “mirá al cielo”. En una noche sin luna, a kilómetros de la contaminación lumínica, la vía láctea se nos mostraba como lo hacía a los hombres antiguos. La maravilla de la esfera celeste, la embriaguez del alcohol, y la tensión de la carne excitada nos sumieron en un éxtasis estático por varios minutos más.
– No quiero cortar el clima. – me dice – pero hace rato necesito ir al baño.
– Yo también. Vamos al rio, así también nos limpiamos un poco. Hay una cuenta que tengo que saldar con vos.
Busque una linterna y caminamos hasta el río. Nos aliviamos y nos lavamos con el agua helada. Volvimos semidesnudos hasta el campamento, la hice sentar a Soledad en la silla, y le di un buzo para abrigarse. Esta vez yo me arrodillé para chuparla. Subí lento por sus rodillas hasta su entrepierna, recorriendo su piel erizada por el frío. En su pubis se sentía un vello tenue. Sin dudas depilado habitualmente, acusaba ya cierto descuido producto del viaje. Saboreé su vagina deliciosa, húmeda todavía con el agua fresca del río, pero también con sus fluidos cálidos. Jadeaba y gemía muy suave. En la penumbra vi su cabeza inclinada hacia atrás. Miraba al cielo estrellado. Con delicadeza, hasta casi con indiferencia, su cuerpo gravitó hacia el orgasmo. Este llegó en silencio, con sus piernas atrapando mi cabeza, con espasmos en su bajo vientre y su cuerpo arqueado hacia adelante. Me liberó del abrazo de sus muslos, y me incorporé, para abrazarla y besarla por primera vez.
– ¿Lindo? -pregunte
– Siii… – tiritaba en mi abrazo, ahora de frio.
– Vamos al auto.
Entramos a la parte trasera de mi SUV, la cual cerrada conservaba algo del calor de la tarde, y con el de nuestros cuerpos pronto tuvo una temperatura agradable. Encendí una pequeña luz a batería, y sobre la colchoneta que tenía extendida, nos quitamos el uno a lo otro lo que nos quedaba de ropa en el confinado espacio. Besé sus tetas pequeñas y sus pezones duros. Se acomodo abajo mío, y pronto estaba en su interior nuevamente, en un misionero lento y suave. Delicado, como su cuerpo y como su personalidad. No tuve noción del tiempo, pero en un momento sus piernas que envolvían mi cintura, sus brazos que envolvían mi espalda, y su bajo vientre que acogía el mío me contaron de su nuevo clímax. Hice una pausa, me salí y la puse boca abajo. De rodillas y horcajadas sobre sus muslos, con la zanja de sus piernas de guía y un poco de su ayuda, mi glande pudo ubicar de nuevo su entrada, y me volví a sumergir en el calor de su interior. En la tenue luz, saboreé con mi vista y con mis manos sus formas más hermosas, mientras mi pene aumentaba la frecuencia de los pulsos de placer que me enviaba, hasta que estos se fundieron en uno y me salí para dejarle mi eyaculación en sus nalgas. Nos dormimos, desnudos y abrazados, acunados por canto del río, y el silencio del bosque.