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Elda, la instructora de la Sección Femenina (III)
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Tiempo de lectura: 10 minutos

Elda y yo caminamos hacia el despacho después del altercado violento en el que me ha defendido del acoso las tres alumnas que me han humillado y también a sí misma de las barbaridades que han dicho de ella y de su vida.

Una vez dentro, todavía sosteniéndome de mi esbelta cintura con su gran brazo y su manaza derecha, me mira a los ojos y se percata de que continúo llorando. Acto seguido me abraza sin pensarlo. Me encuentro llorando desconsoladamente abrazada a ella.

–Lo siento… Lo siento muchísimo… De verdad… Te pido perdón… Me siento tan y tan culpable… –me disculpo entre amargas lágrimas. Siento sangre en mi boca y la mitad de la cabeza hinchada de la patada que me ha pegado una de las tres alumnas que me acosaban.

–Ya está… Ya está… –me dice, en un tono de voz apenado mientras con sus manazas me acaricia la espalda y el suave cabello de mi corta melena y mis delicadas mejillas mojadas, secándome las lágrimas.

En un momento dado, se agacha para llegar a mi rostro, me besa la frente y me acaricia la cabeza y el rostro, mirándome fijamente y con tristeza e impotencia en sus ojos.

–Madre mía, lo que te han hecho… Es que… ¡Joder! Menudas desgraciadas e hijas de puta… –puedo ver como de sus pequeños ojos cafés caen lágrimas de ira e impotencia, que rápidamente se seca– De veras, no sé por qué me pides disculpas. Te las tendría que pedir yo a ti en todo caso, ya que como directora de este centro he sido la primera responsable de que estas arpías siguieran aquí parasitando y zorreando, que es para lo único que sirven las muy perras y malas. ¡El espíritu nacional se desentiende totalmente de escoria como esta!

–Te entiendo, pero es que me siento tan y tan culpable… Llevaban acosándome días… No te lo llegué a decir por miedo… Yo misma he permitido que la situación llegue a este punto… Lo siento muchísimo, de veras… –le digo entre amargas lágrimas, mirándola fijamente a su profunda mirada.

–De veras, no sufras, Candela. Otra vez, ya sabes. Ya sabía yo que en algún momento u otro no me quedaría otra alternativa que actuar así contra ellas, sea por el motivo que sea. ¡Son más malas que la peste!

Acto seguido, se agacha para llegar a mi rostro, me decanta delicadamente el cabello en los oídos y me besa lentamente la frente y las mejillas. Nos abrazamos de nuevo.

Es la primera vez que somos una fundiéndonos en un abrazo. Con su abrazo, sus besos y mis caricias, poco a poco amaina mi llanto y mis latidos. Me siento muy vulnerable y al mismo tiempo muy protegida a su lado. Solo con sentir el peso de su cuerpo, ella tan alta, gordita y corpulenta conmigo, yo tan bajita, delgada y menuda a su lado, siento con intensidad una palpitación en mi corazón pese a los martilleados latidos de ansiedad, seguida de una contracción en mi estómago, además de como se eriza mi piel, especialmente mis pechos y pezones.

Si por mí fuera, se podría parar el tiempo en este bello instante entre las dos.

Pasados unos minutos que, si por mí fuera, podrían ser eternos, nos volvemos a mirar a los ojos.

–Ven, Cándida. Voy a curarte las heridas –me dice Elda mientras me toma de la cintura y nos encaminamos hacia la sala de enfermería.

Entonces llegamos. Me señala la camilla. Me siento. Ella sigue de pie, delante de mí.

–Abre la boca, Cándida –me ordena.

Abro la boca.

–¡Joder, vaya herida…! ¡Menudas hijas de puta! –dice, apenada.

Se dirige hacia el botiquín y toma un bote con una medicina. Se acerca a mí de nuevo.

–Abre…

Abro de nuevo.

Abre el bote y del tapón sale un diminuto pincel bañado de un espeso líquido negro y me lo unta en la herida delicadamente. Suspiro de dolor.

–Calma, ya está. Lo que pica cura.

Una vez me ha puesto el líquido en la herida, se dirige de nuevo al botiquín y toma una pomada, que cubre con una pequeña toalla.

Se vuelve hacia mí y con sus largos y gorditos dedos me unta bien de pomada el bulto acompañado de una herida que me han hecho en la frente.

Tratada la herida, se dirige a un pequeño congelador, toma la bolsa de hielos, la cubre con una pequeña toalla y me la sostiene delicadamente encima del bulto y la herida.

–Ten, para ti. Verás como se te alivia –me dice. Me sostengo yo la bolsa.

Acto seguido, me mira a los ojos, me besa la frente y me abraza. Al estar ella de pie y yo sentada en la camilla, estando nuestras caras a la misma altura, siento sus grandes y turgentes pechos por debajo de la camisa azul de manga corta con el yugo y las flechas bordados en rojo y con las condecoraciones de plata, bien pegados a los míos. También sus pezones entumeciéndose al mismo tiempo que los míos, sintiendo ambas el bello roce. Siento de nuevo otra palpitación en mi corazón acompañada de otra contracción en mi estómago.

–Ay, mi Cándida… Tan hermosa, tan buena y tan angelical que eres… ¡Tan cándida, tal y como dice tu nombre…! Tan única, tan diferente al resto, tan… ¿Qué haría yo sin ti, mi cielo…? –me dice, alzando ligeramente su tono de voz.

Acto seguido, me llena la mejilla de besos. Me siento flotando en el séptimo cielo. Me doy todavía más cuenta de lo enamorada que estoy de Elda y de lo mucho que me dolería separarme de ella. De que he llegado a un punto que mi vida no es vida sin ella. Sin su cariño, sin su voz de sargento enterneciéndose mientras me dedica dulces palabras, sin sus delicadas caricias, sin sus abrazos, sin sus bellos y carnosos labios sellando mi frente y mis mejillas (por el momento), sin su corazón, tan duro en apariencia y ablandándose en mi presencia… Se me empañan los ojos, que empiezan a derramar lágrimas, esta vez de la emoción. La quiero, la adoro, la amo. Tengo sentimientos fuertes hacia ella. Nunca antes había tenido este sentimiento hacia nadie. Tan bello, tan sublime, tan intenso.

Después regresamos a su despacho, desayuna su bocadillo y su café y nos ponemos ambas a trabajar como cualquier otro día, a destajo. Doy todo de mí y más. Trabajo por encima de mis posibilidades. Amo tenerla más que contenta.

Las horas transcurren entre mucho trabajo. Las campanas repican doce veces. Son las doce de la mañana. Hora de educación física. Ella se va al claustro con sus alumnas, yo me quedo en el despacho trabajando.

Escucho los gritos de Elda al compás de sus sonoros pitidos con el silbato desde el despacho y del sonido de los balones de fútbol y baloncesto botando en el suelo sin cesar. Me admira y me atrae en sobremanera escuchar desde el despacho sus severos gritos de sargento al compás de los fuertes pitidos que hace con su silbato en Educación Física. ¡Y ay en sus clases de Formación del Espíritu Nacional…! Ese rabioso y apasionado fervor patriotero… Sonrío, suspiro, se me sonrojan las mejillas, se me empañan los ojos con ganas de llorar de la emoción, se me contrae el estómago… Al mismo tiempo, se me eriza la piel y los vellos, empiezo a sentir calor dentro de mí… En tan poco tiempo se me han despertado demasiados sentimientos y sensaciones hacia esta mujer, con muchísima intensidad. Jamás pensé que me sentiría así por alguien, todavía menos por una mujer.

De repente, el sonido de cristales rotos y de sonoros disparos y gritos de espanto de las estudiantes al unísono me devuelven a la realidad. Al instante, entro en un fuerte estado de ansiedad, lo que provoca que mi respiración se agite y mi corazón martillee y se acelere. En cuestión de segundos dos sonoras detonaciones rompen los cristales de una de las ventanas del despacho. Me sobresalto del susto de muerte que me doy, hasta el punto de caer de la silla. Grito y empiezo a temblar. Irrumpen en el despacho dos hombres armados vestidos con una boina roja, una chaqueta marrón y unos pantalones anchos verdes. Entonces lo supe. Maquis. Eran maquis. En algún momento u otro esto tenía que suceder. Elda ya me lo repetía cada dos por tres. Estoy paralizada.

–¡Vaya, vaya, vaya! ¡Qué tenemos aquí! –grita uno de ellos en todo de burla en cuanto me ve.

Ambos caminan lentamente dirigiéndose a mí, acercándose a la mesa y mirándome con lascivia y crueldad. A medida que se acercan, mi sentido del olfato siente con más intensidad el hedor de estos hombres, causado por la falta de higiene. Estoy paralizada. Tengo miedo, mucho miedo.

–¡Vaya suerte la de Caudilla Zorrelda «la alcohólica» como bien nos han indicado vuestras dos desertoras! ¡Es un secreto a voces lo bollera que es! ¡Yo también quisiera una así! ¡Estás para hacerte un favorcillo, eh! –me dice uno de los dos, en un tono lascivo, mientras pone su asquerosa mano sucia y llena de callos debajo de mi barbilla, haciendo fuerza con los dedos pulgar e índice en mis mejillas, deformando violentamente la expresión de mis labios, como si fuera un pez. Empiezo a llorar.

–¡Claro que sí, camarada! La única cosa buena que tiene la fascista de mierda, alcohólica y bollera Zorrelda es su gusto hacia las mujeres –se vuelve hacia mí y me grita al oído– ¡Ufff…! ¡Estás muy buena…! –me dice, dedicándome una mirada y un tono de voz lascivos– ¡Podríamos compartirte! ¡Ja, ja, ja, ja, ja! –se ríe con crueldad. Puedo sentir el hedor de su asqueroso aliento.

–¡Nuestra alcohólica Zorrelda ha sido traicionada por dos de las suyas! ¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Ahora está bien jodida y su destino va a ser sangrando y descomponiéndose en una cuneta como la hija de puta, asesina y mala perra que es! –me dice en un tono de voz encolerizado y apretando los dientes, sin dejar de mirarme con lascivia y todavía lastimándome mis pobres delicadas mejillas.

–¡Y tú estás también bien jodida…! ¿Sabes que entre la gente de por aquí el pueblo ya se rumorea sobre tus trabajitos de más para Zorrelda? ¿Cuánto te paga de más, eh, putita? –me dice el otro, con la misma mirada y en el mismo tono de voz y riéndose con maldad– ¡Responde, coño! –alza todavía más el tono de voz en mi oído, lo que provoca que me sobresalte de nuevo y mi bloqueo y mi llanto se intensifiquen todavía más.

–No me hagáis nada… No nos hagáis nada… Por favor… Os lo ruego… –les suplico llorando a lágrima viva.

Acto seguido, el que me hacía daño en las mejillas me agarra violentamente del pelo de mi corta melena y me fuerza a levantarme de la silla mientras que el que me gritaba a la oreja me tapa la boca atándome fuertemente un pañuelo, me ata también las muñecas, me pone la zancadilla y caigo al suelo. Los dos empiezan a reírse a carcajadas y a escupirme. Estoy bloqueada y realmente asustada y solo hago que llorar y respirar con dificultad.

–¡El destino de tu querida va a ser tirada en una cuneta perdida en algún lugar perdido del país, sangrando y comiéndosela los carroñeros como la puta cerda que es! ¡Y el tuyo también va a ser el mismo! ¡Ja, ja, ja, ja, ja!

De repente, empiezo a reaccionar. Entonces, pese a ser una chica débil (todo lo contrario que Elda) una fuerza desconocida se apodera inexplicablemente de mí. Ese sentimiento de que si la atacan a ella también me atacan a mí. De que su felicidad, su tristeza y su enfado son también míos. No puedo consentir que hablen así de Elda. De mi amada. Me hierve la sangre de la impotencia y de la rabia. Empiezo a reaccionar. Me levanto con dificultad. Intento desasirme de la cuerda con la que me han atado fuertemente de las muñecas, algo que medio consigo.

–¡Aarrggmmpff! –chillo con la boca amordazada con el pañuelo– ¡Sois unos hijos de puta desgraciados! ¡No voy a consentir… ¡No voy a consentir a nadie que hable así de Elda! –grito, dirigiéndome rápidamente a ellos y, no sé cómo, terminando de desasirme de la cuerda.

Entonces, una vez delante de ellos empiezo a darles bofetadas, puñetazos y patadas.

–¡Sois unos hijos de la grandísima puta! ¡En cuanto Elda os encuentre os va a reventar y s matar y os va a dejar tirados como los putos guarros que sois! ¡Putos desgraciados! –grito mientras les agredo, entre lágrimas de ira e impotencia.

–¡EH! ¡Las manos quietas, taponcete! –me grita uno de ellos. Acto seguido, me suelta una fuerte bofetada en la mejillas seguida de un violento empujón y vuelvo a caer al suelo, tumbada y de espaldas.

Una vez al suelo, el otro me ata de nuevo las manos, pero esta vez más fuerte y a las patas de la mesa del escritorio de Elda.

–Los putos fascistas como tu amada Zorrelda y los ayudantes de fascistas como tú, además de acabar pudriéndoos en cunetas, en vida os merecéis esto y más… ¡Mucho más! –me grita al oído agachándose para llegar a él estando yo tumbada de espaldas y apretando los dientes coléricamente mientras me ata las muñecas.

Mientras tanto, el otro desgraciado, vuelve más mi cuerpo hacia la mesa y me ata fuertemente de los tobillos a la otra pata. Estoy gritando, llorando y al borde de un ataque de ansiedad. Siento como me sube violentamente el vestido, dejándome en ropa interior. Estoy aterrada.

–Uy… ¿Qué tenemos aquí?! ¡Ja, ja, ja! ¡Todo esto se lo come Elda! ¡Vaya suerte tiene la hija de puta!

–¡Ja, ja, ja! Por mucho que intentes atacarnos, ¡qué débil y manejable eres!

Siento sus asquerosas manos y la asquerosa lengua de uno de ellos tocando mi cuerpo y medio quitándome la ropa interior, entre risas crueles y lascivas.

Entonces, escucho como los dos se ponen de pie y acto seguido el violento sonido de las hebillas de sus cinturones y puedo entrever como se bajan los pantalones, entre risas crueles y unas asquerosas respiraciones que, pese a mi falta de experiencia, puedo reconocer muy bien. En cuestión de segundos, puedo escuchar un asqueroso sonido seguido de estas respiración. Estoy aterrada. No puedo mirar. Cierro los ojos. Quisiera taparme los oídos, pero es imposible atada como estoy. No sé cómo, logro desasirme por segunda vez del pañuelo mordaza y grito más fuerte y con más intensidad.

–¡Aaaah! ¡Que alguien me ayude, por favor!

De repente, uno de los dos se tira encima de mí con el fin de inmovilizarme y también tapándome la boca con sus asquerosas manos. Siento algo rígido, húmedo y asqueroso en mi espalda, mejor no dar detalles. Además de querer inmovilizarme, siento como intenta algo más conmigo. Ahora sí que estoy acabada. Sigo intentando gritar y oponer resistencia.

En cuestión de unos segundos, escucho como violentamente los rápidos y sonoros taconeos de Elda se acercan al despacho. Por fin llega. En cuanto ve el panorama, deja ir un fuerte grito y se abalanza sin pensarlo ni un instante contra los maquis que me están agrediendo.

–¿Qué os pensáis que hacéis, hijos de la grandísima puta??!!! –grita, roja de la ira y entre lágrimas de impotencia, mientras levanta al que me estaba tapando la boca y acto seguido les agarra fuertemente de la ropa a ambos– ¡Os voy a reventar y a matar como acabo de hacer con vuestros tres amigos…! ¡Tengo total impunidad para hacerlo con escoria de vuestra puta ralea, y todavía más en defensa propia! ¡Vosotros sí que vais a acabar como vuestros putos amigos…! ¡Cobardes y poco hombres es lo que sois…! ¡Soy mujer y tengo más cojones que todos vosotros! –grita furiosa y llorando de ira e impotencia, mientras les pega una fuerte paliza a ambos al mismo tiempo y a base de jarabe de fuertes patadas, puñetazos y golpes de porra– ¡Como todos los de vuestra ralea, no tenéis ningún honor ni hombría ni vergüenza tenéis nada…! ¡ni los habéis conocido en vuestras putas vidas…! ¡No sois hombres, sois unos perros, unas ratas de cloaca, unos perturbados y unos depravados…! –grita, apretando los dientes coléricamente. De repente, les pega una fuerte patada a los dos en la entrepierna, provocando que peguen un fuerte grito y que caigan al suelo. Y además directamente, ya que tenían los pantalones y demás bajados, lo que debe de doler el doble o el triple. Durante la fuerte reacción de Elda, no han articulado palabra. Las fuertes y rápidas golpizas de Elda nunca dejan margen de reacción. Sin pensarlo un segundo más, Elda se dirige a mí, se agacha y tan solo con la descomunal fuerza de sus manazas, sin necesidad de ningún utensilio, me desprende las muñecas y los tobillos al instante. Me abraza con fuerza sin pensarlo ni un segundo.

–Ya estoy aquí, Cándida, cariño mío, ya estoy aquí. Aquí me tienes –me dice, llorando de impotencia y con el desgarrador dolor de a quien le han dañado y ultrajado a lo que más ama. Las dos lloramos abrazadas muy fuertemente. Me besa la frente y las mejillas. Siento su corazón a mil por hora.

Transcurridos unos lentos segundos, se dirige de nuevo a los maquis, que continúan en el suelo retorciéndose del dolor.

–Y vosotros… ¡Preparaos! –les grita furiosa, apretando los dientes de rabia.

Acto seguido, puedo ver asombrada como con su descomunal fuerza les agarra a los dos de la entrepierna y empieza a caminar rápidamente.

Sale de despacho agarrándolos. Me levanto del suelo con dificultad, me pongo el vestido lentamente y la sigo sin pensarlo ni un segundo. Puedo ver como los pasea por el pasillo y como baja las escaleras agarrándoles todavía más fuertemente de la entrepierna, estando ella de espaldas a ellos, sin miramiento alguno. El coro de los gritos de dolor de ambos se escucha por todo el castillo. También bajo yo detrás y puedo ver como los pasea por los pasea por el pasillo del piso de abajo y por el claustro ante la atónita mirada de las alumnas. Después veo como abre violentamente de la puerta y sale del castillo. Salgo yo también detrás de ella y la sigo sin pensarlo pero discretamente. Puedo ver como camina unos metros sin dejar de agarrarles la entrepierna, hasta llegar al borde de un precipicio cercano al castillo.

Desde delante del castillo puedo ver como les pega patadas y como seguidamente se saca la pistola del cinturonazo que ciñe su falda negra y como les dispara a cada uno a bocajarro. Una vez muertos, les pega una última fuerte patada a cada uno como a los balones en sus sesiones de Educación Física y les tira por el precipicio. Puedo escuchar desde lejos como grita «¡Dos putos desgraciados menos!». Seguidamente, se gira y se dirige de nuevo al castillo, victoriosa.

Entro corriendo al castillo sin pensarlo ni un segundo. Vuelvo al despacho, me siento en el suelo y empiezo a llorar dolorosa y desconsoladamente. Tengo un disgusto enorme. Me siento sucia, ultrajada, vulnerable, culpable.

En cuestión de minutos, escucho de nuevo los fuertes y rápidos taconeos de Elda. Entra de nuevo en el despacho y sin pensarlo ni un segundo, se tira al suelo hacia mí y me abraza de nuevo. Nos abrazamos con gran fuerza, llorando las dos.

–Ya está, Candela, amor, ya está… ¡Joder…! ¡Perdóname…! ¡No debería dejarte sola con el peligro que hay…! –me dice entre lágrimas, mientras me acaricia el cabello y me besa la frente y la cabeza. Es la primera vez que me llama «amor».

–No es tu culpa, Elda, de verdad. No te disculpes. Haces todo lo que puedes y más. Me siento yo culpable por ser tan débil y no saber cómo defenderme –digo yo también entre lágrimas.

–¡No tienes la culpa absolutamente de nada, mi cielo…! –me responde.

Mientras me abraza, me acaricia el cabello, los brazos y la espalda. Continuamos las dos abrazadas llorando durante unos largos minutos. Hasta que poco a poco nuestros llantos se amainan.

Continuará.

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